Lunes, 12 de septiembre de 1983
A esa hora del día, la plaza del Dos de Mayo de Madrid estaba semidesierta. Era media mañana de un lunes, 12 de septiembre de 1983, y en la atmósfera se respiraba la resaca del fin de semana. Sobre todo, los efluvios pestilentes de las litronas derramadas. La plaza olía a orín y a fécula de cerveza putrefacta. El exiguo servicio de limpieza de la ciudad estaba más volcado en adecentar las calles del barrio de Salamanca que en barrer aquel foco de yonquis, drogatas y porreros de la capital. Así las cosas, era corriente hallar junto al monumento de los héroes de la guerra de la Independencia, Luis Daoíz y Pedro Velarde, jeringuillas con las agujas ensangrentadas. Los dos capitanes del cuartel de artillería de Monteleón, que se sublevaron contra los franceses en 1808, también habían derramado su sangre por la patria, pero de una manera más heroica.
El espacio central de la plaza se hallaba en una superficie inferior a la que se accedía por tres escaleras. Tenía forma oval y su estado de conservación era realmente deprimente. La estatua de los héroes, esculpida por Antonio Sola, se levantaba justo en el centro, junto al arco de entrada del viejo Parque de Artillería de Monteleón, donde estalló la sublevación contra las tropas napoleónicas.
En un decrépito banco de madera, con más carcoma que barniz, yacía un joven veinteañero, ajeno a la renqueante actividad de la plaza. Había escogido ese lugar, en una de las cuatro esquinas, la del sudoeste, porque era el más apartado y oscuro. Las farolas municipales, que en otro tiempo habrían dado luz, tenían los cristales y las bombillas destrozados, obra de quienes se sentían más cómodos en la oscuridad. Los muros traseros de la parroquia de Justo y Pastor, antiguo convento de las Maravillas, proporcionaban una sombra agradable. En la pared, rejuvenecida con un estuco de tono pastel, sobresalía una placa de piedra en memoria de los caídos ante los franceses: «A los héroes populares en el 2 de mayo de 1808, auxiliando a los soldados de los inmortales Daoíz y Velarde, pelearon aquí por la independencia de la patria contra las fuerzas de Napoleón. El Círculo de Bellas Artes, 1908».
El joven yaciente, uno de los visitantes habituales de la plaza, jamás se había detenido a leer la leyenda de la lápida. Tampoco tenía fuerzas para mover los párpados. Era una piltrafa humana, un montón de huesos, frágil como una pluma que se lleva el viento.
Su turbia mirada, su semblante mortecino y su extrema delgadez delataban su condición de yonqui. Lo más probable era que hubiese pasado allí tirado toda la noche. Pero ni siquiera su estado extremo sobrecogía a los pocos paseantes que cruzaban la glorieta. Era asumido como una pieza más del mobiliario urbano de aquel sórdido escenario. Los escasos viandantes eran mujeres mayores que portaban cestas de la compra camino del mercado de Barceló. ¿Qué les importaba un enganchado más al precio que estaba la ternera?
El barrio de Malasaña, nombre que recuerda a una bordadora también heroína de la guerra de la Independencia, servía de experimento social por el choque de generaciones y de sistemas de vida que allí cohabitaban. Por una parte, en sus antiguos pisos vivían ancianos abandonados, que pagaban una renta muy baja por el alquiler de las viviendas. Por otra, parejas de jóvenes que pertenecían a la conocida Movida Madrileña. Ellos se habían adueñado de las calles. Eran las dos caras antagónicas de un barrio que componían un cóctel explosivo. El barrio, plagado de ruidosos bares nocturnos, era un punto de encuentro de ese movimiento underground de la joven democracia española.
Pero aquella mañana soleada de septiembre, el barrio lo habían ocupado unos extraños inquilinos. Todos hombres de mediana edad. Altos, corpulentos, cabellos rasurados, gafas con cristales oscuros y algunos cubiertos con gabardinas, a pesar de la calurosa temperatura. Saltaba a la vista que desentonaban con aquel paisaje tan castizo. Eran una docena de espías del CESID que habían escogido la plaza del Dos de Mayo para ejecutar un plan secreto. Oficialmente, se trataba de una misión antiterrorista, pero, en realidad, encubría un propósito mucho más espurio. El comandante Jacinto Milans, jefe de la AOE (Agrupación de Operaciones Especiales) y responsable de aquel operativo, había desplegado a todos sus hombres en torno a la glorieta. El jefe de los servicios secretos españoles era conocido en el mundo del espionaje con el sobrenombre de guerra de Arturo. Los agentes bajo su mando formaban parte de la unidad de élite de los servicios secretos españoles. Todo estaba calculado, pero el azar les reservaba una jugarreta de imprevisibles consecuencias. De esas que dejan huella para toda una vida.
El comandante Milans dirigía el operativo desde el asiento del conductor de un Renault 18, de color gris, aparcado en el chaflán que formaban las calles Velarde, Fuencarral y Corredera Alta de San Blas. Se mantenía en contacto con sus agentes a través de una emisora. Se le notaba relajado porque tenía plena confianza en su segundo, el capitán Alfonso Pastrana, un militar experto en la lucha contra ETA, que coordinaba sobre el terreno la ejecución del plan. Sentado junto a Arturo, descansaba un tipo corpulento que, por el color de sus cabellos y de su tez, no aparentaba ser español. Su acento, un híbrido fonético entre un castellano sudamericanizado y spanglish, delataba su procedencia, sin duda alguna, al norte de Río Grande. Se llamaba Richard Donaldson y en su tarjeta de visita figuraba como asesor económico en la embajada norteamericana, en Madrid. Era una tapadera, porque, en realidad, se trataba del jefe de la CIA para la península Ibérica. Mantenía unas excelentes relaciones con Arturo desde que se conocieron en 1971 en Saigón, en la recta final de la guerra de Vietnam. En la capital del Sur, entre bombas de napalm y torturas, sellaron una estrecha amistad. El oficial español participó en Indochina en un programa sobre métodos de interrogatorios en situaciones extremas, que los servicios secretos de Carrero Blanco habían conseguido de Estados Unidos.
Diez años después, Arturo y el agente secreto americano se reencontraban en Madrid y colaboraban en otra misión conjunta. La antena de la CIA de la capital les había proporcionado cobertura y los medios necesarios para llevar a cabo el simulacro de un secuestro. Donaldson sujetaba con sus pies una caja metálica de color plateado del tamaño de una guía telefónica. Se hallaba vacía. En su interior, una plancha de poliuretano tenía marcada la silueta de una jeringuilla. Al lado había otras huellas con forma de frascos farmacéuticos de vidrio. También estaban vacíos.
—Arturo, espero que la dosis del anestésico sea la correcta. Confío en que tus hombres sepan aplicar la cantidad adecuada.
—No te preocupes. Está todo calculado. El doctor Figón, a partir del peso y altura de Josu Ternera, nos ha marcado unas pautas para obtener la dosis adecuada según la volumetría del objetivo.
—Sí, pero no todo acaba ahí. También es muy importante tener en cuenta su estado cardíaco, respiratorio y defensas sanguíneas.
—Eso resulta mucho más complicado, pero he dado instrucciones a Pastrana para que no se pasen con la dosis. En todo caso, le he pedido que, ante la duda, se queden cortos.
El amigo americano, sin venir a cuento, cambió de tema.
—Arturo, no te molestes por lo que voy a decirte. Los españoles sois un gran pueblo, pero no sabéis honrar a vuestros héroes. ¿En qué ha quedado esta plaza del Dos de Mayo? En un foco de drogadictos y delincuentes. Está para que pase una apisonadora.
—Te entiendo. ¿Qué esperas de un alcalde de izquierdas? Esto no es Washington, Donaldson. Aquí, a España la llaman «este país» y a la patria, «Estado español». El alcalde socialista, Tierno Galván, promociona la litrona, las putas y el porro. Así nos va. En esta plaza manda la gente conocida como de «la Movida». Un movimiento de putas, maricones, drogadictos y anarquistas. Como ese desgraciado que está tumbado en el banco.
Todos los hombres del comandante Arturo eran experimentados agentes antiterroristas. Sus hojas de servicio presentaban decenas de operaciones secretas en el sur de Francia contra ETA. Unas veces, como guardias civiles; otras, como espías del CESID. Todos ellos, durante años, se habían zafado no sólo de los terroristas sino también de la Gendarmería francesa. La mayoría contaba además con el plus de haberse bregado en acciones de guerra sucia.
Los pata negra del CESID, como los conocían en el Centro, tenían tomada la plaza del Dos de Mayo y las calles adyacentes. Se habían colocado en los puntos estratégicos desde donde podían controlar visualmente todo lo que se cocía en la plaza y en las calles que desembocaban en ella.
Alfonso Pastrana, con las espaldas bien cubiertas por un corpulento agente, que escondía un subfusil debajo de su gabardina, coordinaba la operación desde una de las escalinatas que desde la calle San Andrés daba acceso a la parte más baja de la plaza. Su vehículo, un Seat 124 de color blanco, con el motor en marcha, estaba estacionado en la acera de la esquina de la calle San Andrés con Velarde. El número dos de Arturo, desde su ubicación, tenía plena visión sobre el banco en el que dormía el objetivo y sobre todos sus agentes.
El teniente Juan Alberto Nieto, acompañado por Fernando Romero, cubría la retaguardia desde el interior de otro automóvil, aparcado en la esquina de la plaza con la calle Ruiz. El teniente Ruiz era otro de los héroes que destacaron durante la sublevación contra los franceses. Se le recordaba como un tipo arrogante y valiente. No era ése el caso de Romero: un espía de los catalogados de cuello blanco, más experto en restaurantes de cinco tenedores y en la manipulación informativa que en el manejo de las armas. Jamás había participado en una misión operativa ni pegado un tiro pero, como se trataba de un señuelo, había pedido a Arturo permiso para asistir en calidad de observador.
Los agentes permanecían en todo momento conectados por radio con el comandante Arturo y el capitán Pastrana. Para esa misión, el CESID estrenaba un equipo especial de transmisión. Todos los participantes en el plan lucían, camuflados en las conchas de sus oídos, unos diminutos pinganillos por los que recibían instrucciones del mando. El material lo había proporcionado el agente de la CIA Donaldson.
Otro espía, el más joven de la AOE, pero no por ello el más inexperto, tenía por misión el control de las emisoras de la Policía Municipal y la Nacional. Desde el interior de una pequeña furgoneta, camuflada con rótulos de una floristería, rastreaba con un escáner sus frecuencias. Permanecía aparcado en la calle Daoíz. Se hallaba en una ratonera, ya que esa vía, de dirección única, moría en la plaza.
El agente Enrique Leal Dorado, junto al capitán Julián Pellón, permanecía al volante de un Seat 1500, estacionado con el motor encendido en la esquina de la calle Dos de Mayo que daba a la plaza, en dirección a la calle San Vicente Ferrer. Su misión consistía en el traslado del objetivo y sus secuestradores hasta las instalaciones secretas que la unidad tenía en la Dehesa de la Villa. Había estudiado el recorrido y la mejor opción era acceder a San Bernardo desde San Vicente Ferrer. El barrio de Malasaña dificultaba el operativo por sus estrechas y angostas callejuelas, en las que una furgoneta de reparto podía bloquearles la salida. En una situación de apuro podrían exhibir sus placas de funcionarios de la Seguridad del Estado, pero ésa era la solución menos aconsejable. No debían olvidar que participaban en una misión ilegal, ajena al control de la dirección del CESID. Todos los allí presentes habían consentido ante su jefe situarse al margen de la ley. Si algo salía mal, cada uno asumiría su responsabilidad, dejando fuera a los servicios de información del Estado. No era nada nuevo. Respondía al mismo patrón que otros servicios secretos imponían a sus agentes. Enrique Leal se lo recordaba a Pellón, el número tres en la línea de mando de la unidad. Pellón ostentaba el rango de capitán y, como Arturo y Pastrana, procedía de la vieja guardia del SECED.
—Capitán, para mí es un honor que me hayan elegido para esta misión. Sé que de estas operaciones clandestinas no se obtienen medallas, pero estoy dispuesto a darlo todo por España. Si falla algo y nos para la policía, estoy preparado para comerme el marrón.
El cabo de la Guardia Civil Felipe Gómez Villalobos tenía fama de ser el agente más duro y aguerrido de la unidad. Le habían crecido los espolones en el servicio de información en el cuartel de la Guardia Civil de Intxaurrondo. Su paso por San Sebastián había coincidido con la fase más cruenta de ETA, con un saldo de noventa muertos por año. Felipe Gómez se había especializado en situaciones límite, como secuestros e interrogatorios agresivos. De ahí que Arturo le asignara la parte más difícil del plan: el contacto físico con el secuestrado.
Junto a Gómez se hallaba un tipo estrafalario que hablaba con acento italiano. Se llamaba Stefano Massera y, a simple vista, daba la impresión de ser un discípulo de Mussolini. Cabellos engominados, peinados hacia atrás, bigote fino, gafas oscuras, camisa y chaqueta negra. Por su cintura asomaba la empuñadura de una pistola Star. Tenía la apariencia de un gigoló de discoteca, pero le precedía la fama de ser un sanguinario soldado de fortuna. Un mercenario matón que se prestaba a ejecutar los trabajos sucios para los servicios de información. Con el cabo Gómez y con Arturo y Pastrana, había intervenido en un sinfín de operaciones secretas en el sur de Francia. Había destacado como jefe de un comando formado por neofascistas italianos de Ordine Nuovo, conocido como la Centuria de Stefano. Todos ellos disponían de armas y documentación falsa proporcionadas por el CESID. Stefano adornaba sus acciones con el falso discurso de que combatía a los terroristas porque eran unos marxistas asesinos. Aunque, en realidad, no daba un paso sin comprobar antes las millonarias transferencias a su cuenta de un banco suizo. Sus posiciones totalitarias eran una buena inversión.
—Felipe, creo que ya es hora de que actuemos. La plaza está desierta y tu gente está desplegada. Pide autorización a Arturo y terminemos de una puta vez. Me aburro con estos simulacros. ¿Para qué tanta prueba previa? Le metemos al Ternera una dosis de caballo y si se queda tieso lo enterramos con cal viva. Un hijo puta menos. España nos felicitaría.
—Stefano, te pasas de impulsivo. Los jefes quieren que el americano verifique sobre el terreno que el anestésico funciona. Lo de Josu Ternera ya llegará.
Stefano y Felipe intentaban pasar inadvertidos apoyados en la cerca de hierro que protege el monumento de Daoíz y Velarde. Tan sólo llevaban esperando cinco minutos, ya que habían sido los últimos en sumarse a la escena del secuestro. El cabo dio un respingo cuando comenzó a crepitar el pinganillo que llevaba en su oreja derecha. El sonido era mejorable. Escuchó la voz de Arturo que le ordenaba:
—¡Adelante! Objetivo libre.
Felipe sacó una gruesa jeringuilla del bolsillo de su chaqueta y retiró de la aguja una funda protectora de plástico. Comprobó que Stefano ya había emprendido la marcha y se puso a su lado. El objetivo seguía tumbado en el banco a unos veinte metros. Era un cuerpo inerte. Sólo mostró una débil resistencia cuando el italiano lo sujetó con fuerza y lo inmovilizó para que su compañero actuara. En ese instante, el cabo Felipe clavó con fuerza la aguja y empujó hasta el final el émbolo de la jeringuilla. No se detuvo para comprobar los efectos del pinchazo en aquel cuerpo tan debilitado. Sin perder un instante, Felipe y Stefano llevaron en volandas al joven hasta la esquina de la calle Dos de Mayo. Allí les esperaban Leal y Pellón con las puertas traseras del automóvil abiertas. Stefano dejó caer el cuerpo inerte del toxicómano en el asiento de atrás. Antes de que Felipe cerrara de golpe la puerta, Leal ya había metido la primera y arrancado con potencia. Pero el objetivo no reaccionaba. Ni gritaba. Ni se resistía. Sus ojos se nublaron y comenzó a echar espuma por la boca, al tiempo que su cuerpo se retorcía espasmódicamente. Todos sus músculos se contrajeron y su corazón comenzó a latir a la misma velocidad con la que Leal conducía el automóvil. Stefano intentó reanimarle presionándole el pecho con fuerza con las palmas de las manos. De manera intermitente, apretaba con más fuerza y le propinaba bofetadas en ambas mejillas. De repente, el corazón del drogadicto dejó de latir.
—¡Se nos va! ¡Se nos va!
Stefano, con su acento italiano, gritaba dirigiendo su voz al micrófono que llevaba incorporado en la muñeca, debajo de la manga de la chaqueta.
—Arturo, Arturo, se nos va. Tenemos un problema. Felipe se ha pasado. No aguanta la dosis. Está fiambre. Arturo. Arturo…
Stefano seguía reclamando la atención de su jefe que, por fin, atendió la llamada.
—¿Qué ocurre?
—Se nos ha ido. Su corazón ha reventado.
—Os lo advertí. Os habéis pasado con la dosis. Felipe la ha cagado. Julián —dio instrucciones a Pellón que iba de copiloto—, trasladad el objetivo a Base Uno.
Seguidamente, se dirigió a su segundo:
—Pastrana, quiero a todo el mundo allí en unos minutos.
Base Uno era una de las cuatro dependencias que la AOE tenía distribuidas en la capital. Estaba situada en una esquina de la Dehesa de la Villa, en una zona que tenía fácil acceso a la carretera de La Coruña y al anillo de circunvalación de Madrid. Era un discreto chalet con muros altos, vigilado por una serie de cámaras. Se accedía a él a través de un ancho portón metálico. Allí se hallaban el despacho de Arturo y las dependencias de la unidad de élite que él tanto mimaba. Disfrutaban de los mejores equipos y también de los mejores sueldos, estatus que provocaba recelos y envidias en el resto del servicio secreto. La AOE tenía poder y capacidad para actuar al margen de la dirección del Centro. Arturo había alcanzado un gran prestigio y estaba considerado el oficial con más futuro dentro del Centro.
Cuando el comandante Arturo entró en la sala de reuniones, acompañado por su amigo Donaldson, todo el grupo lo esperaba. El ambiente era irrespirable. Sorprendentemente, Felipe, el causante de tal desaguisado, era el agente que se mostraba más sereno. Asumía su negligencia como un pequeño revés. Así se lo había hecho saber a Pastrana y a Pellón. A Stefano, acostumbrado a situaciones mucho más extremas, también se le notaba relajado. Pero la cara de Pastrana, el responsable del operativo, era todo un poema. Le había echado un rapapolvo al cabo, pero éste ni se había inmutado. Felipe era uno de esos tipos que habían perdido la noción entre el bien y el mal. Incluso, había olvidado la cuenta de las personas que habían muerto en sus manos.
Arturo irrumpió en la sala hecho un basilisco.
—Pastrana, ¿dónde está Felipe? Os lo advertí. Había que dosificar la droga en función del peso del objetivo. Sois unos cafres. Josu Ternera pesa más de cien kilos y mide más de 1,80. Ese chico era una piltrafa humana. ¿Dónde está el cadáver?
Pastrana iba a contestar pero se le adelantó Felipe.
—Lo tengo en el maletero.
—¿Qué has pensado hacer con el cuerpo? —le preguntó con preocupación Arturo.
—Creo que lo mejor es devolverlo al mismo banco y que cuando la Policía Municipal lo encuentre muerto piense que es de una sobredosis. Que lo entierren los servicios públicos.
—¿Eres tonto o te lo haces? ¡Cómo vas a devolverlo al mismo banco! ¿No te has detenido a pensar en los riesgos? Primero, puede verte alguien. Segundo, un toxicómano no se inyecta la droga en el cuello, donde has dejado el aguijonazo. Tercero, la autopsia dejará al descubierto que lo que ha consumido no es caballo. Cuarto, sus brazos tendrán hematomas de cuando lo habéis sujetado con fuerza. Cinco, la familia pedirá que se abra una investigación. Seis, se nos echarán encima los medios de comunicación… ¿Quieres que te enumere más inconvenientes? Tú la has cagado, tú te deshaces del cuerpo. No quiero saber ni cómo ni dónde va a parar. Ni un fallo más. Tienes que hacerlo tú solo. Que nadie te acompañe. No quiero testigos. Tú sólito te las apañas. Y sé prevenido: siempre aparece el perro inoportuno de un cazador que excava la tierra y encuentra los huesos. Móntatelo para que eso no suceda.
Felipe permanecía callado aguantando el chaparrón de su comandante. Sólo abrió la boca para ofrecerle soluciones.
—Jefe, tiene razón. Estoy un poco aturdido. Usted sabe que no fui yo quien eligió el objetivo. La orden partió del capitán Pellón. Nos fijamos en él porque, si sucedía algo, no tendría a nadie que lo reclamara. Era un yonqui a quien le quedaban cuatro días de vida. La verdad es que nosotros hemos acortado su agonía y le hemos ahorrado una cama a la Seguridad Social.
Arturo continuó con las observaciones habituales del mando.
—Pastrana, esta operación no ha existido. No ha sido una misión secreta, ha sido fantasma. No quiero ni un documento, ni una minuta. En todo caso, que se justifique como un operativo en prácticas pero sin ninguna mención al anestésico ni al toxicómano. Y a todos vosotros: aquí no ha pasado nada. Os pido, os exijo, un compromiso de silencio. Juradlo. Si nuestros enemigos se enteran, pueden hacernos mucho daño.
Donaldson, aunque estaba de observador y era un agente extranjero, pidió la palabra. Todos los agentes allí presentes lo conocían como el «amigo americano».
—Arthur, algo parecido nos sucedió en Vietnam. Este tipo de operaciones está reñido con las matemáticas. Al menos, sacad una conclusión positiva: esa dosis, un poco reforzada, sí os servirá para el secuestro del dirigente de ETA. Y si se queda tieso, la CIA le habrá hecho un favor a España.
La ocurrencia del gringo provocó una sonora carcajada entre los asistentes. Todos se desternillaron de risa para liberar la tensión. Todos, menos uno. El capitán Pellón, situado en un segundo plano y con el semblante circunspecto, se negó a reír la banalidad del gringo. Arturo se fijó en su subordinado V le lanzó una inquisidora mirada de reproche. Cuando eso sucedió, Pellón ya se había guardado en el bolsillo el DNI arrugado y grasiento del toxicómano fallecido. Se llamaba Pascual López Candela.