X

La nave Huygens era básicamente un gran contenedor capaz de almacenar millones de toneladas de metales, tungsteno, iridio y titanio principalmente. Su tripulación se reducía a dos docenas de técnicos que, en tres turnos hibernados, habían gobernado los sistemas de la nave en el largo regreso a la Tierra. En cuanto a pasaje, la capacidad era muy notable, pero en los cuatro viajes y medio que llevaba completados nunca había llevado más de cincuenta personas, atendidas por una veintena de androides LST de servicio. Jean Jobert era uno de los cuarenta y seis que aquel día de agosto, según el calendario de la Tierra, iban a desembarcar dentro de un mes en el planeta madre.

Hacía sólo unos días que el pasaje había sido despertado de su sueño de treinta y dos meses, muy reducido comparado con los treinta y seis o treinta y siete de otros viajes, y todavía necesitaban largas sesiones con un psicólogo y programas informativos para hacerse cargo de ese paréntesis en sus vidas.

La gran nave había dejado la órbita de Marte hacía dieciséis meses y su velocidad se había reducido notablemente para preparar su llegada a la órbita terrestre. De hecho, Jobert no se interesaba demasiado por aquellas cuestiones técnicas, sino más bien por recuperar, poco a poco, la memoria congelada de sus últimas semanas en el sistema de Saturno. Los seis meses en Titán habían conseguido el efecto contrario al esperado; al embarcar en la Huygens, había pensado que un viaje de aquellas características conseguiría hacer de él un verdadero hombre del espacio, pero, paradójicamente, le había disparado una claustrofobia inesperada de la que había tenido que tratarse médicamente antes de la hibernación. «¿Cómo debe de ser entonces estar condenado de por vida? —se preguntaba todavía—. Para siempre, metido en una nave espacial rumbo a… ¿adónde?».

Jobert había salido de Saturno sin conseguir su propósito: un mensaje desde la lejana nave Alexander Yuriatin, o al menos se había dormido con esa impresión. Esos pensamientos ocupaban la mente de Jean Jobert mientras buscaba tranquilamente su camarote en la inmensa cubierta dieciséis de la nave y oyó su nombre por los altavoces.

—Soy Jean Jobert —dijo a la atenta azafata.

—El comandante González quiere verle en su camarote. Si es usted tan amable.

—¿El comandante de la nave quiere verme?

—Sí, señor.

Se trataba de una cabina curiosamente sobria, incluso para las costumbres espaciales, y el hombre de uniforme que le tendió la mano le dio la impresión de ser una persona amable, aunque con el inquietante aspecto del hombre del espacio, de piel muy blanca, ojos claros y ademanes extraordinariamente lentos.

—Siéntese, señor Jobert —dijo el oficial—. Espero que su vuelta al mundo de vigilia haya sido satisfactoria.

—Sí, lo ha sido, aunque he de confesarle que aún estoy un poco desconcertado.

—Eso es normal. A veces se tardan días en recuperar el estado normal de la mente. Luego uno no sabe si tiene lagunas de memoria o si realmente no ha vivido durante unos meses. ¿Una copa de vino?

—No gracias, mi cabeza… —murmuró Jobert, y el comandante sonrió.

—Le entiendo —contestó—. Bien, entonces vayamos al asunto que nos ocupa. El día siguiente a su hibernación, el dos de abril exactamente, recibió usted una comunicación de Titán calificada de alto secreto.

Jobert sintió un estremecimiento.

—Las normas no permiten recuperar a una persona hibernada en ningún caso, pues podría tener graves problemas de salud, y evidentemente hemos tenido que esperar hasta este momento.

—Lo entiendo.

—Le puedo asegurar que la comunicación ha permanecido encriptada y sellada todo este tiempo, amparada por las leyes interplanetarias y del gobierno de la Tierra. Y ahora, en este momento —dijo el comandante, alargándole una fina tarjeta transparente—, le hago entrega del mensaje con la garantía de que no existe copia alguna en los archivos informáticos de la nave ni ha sido enviada ni leída.

En la intimidad de su cabina, Jobert colocó el mensaje en el lector y se sentó frente a la pantalla, como si fuera a asistir a un momento crucial en su vida. De hecho, cuando ya había perdido toda esperanza, sintió que todo aquello tal vez había valido la pena. «Veamos pues», se dijo.

—Buenos días, señor Jobert. —En la pantalla estaba Hoffman, el jefe de comunicaciones de Titán—. Debo suponer que aún está usted despierto, pero aunque no sea así, le remito la comunicación que hemos recibido desde la nave Alexander Yuriatin. La calidad no es muy buena y hemos hecho lo que hemos podido. Espero que le sea útil. Para todos nosotros ha sido muy importante su estancia y este resultado, y esperamos que usted lo valore así también. Gracias.

Y allí, en el gran monitor cuadrado, había una mujer joven, inquietantemente bonita, blanca como un elfo; parecía brillar en la pantalla con sus cejas y su cabello como nieve al sol, sus ojos oscurecidos, probablemente con lentillas, sus labios pálidos y una expresión que a Jobert se le antojó la más dulce que había visto nunca.

—Espero que siga usted ahí —dijo una voz fuertemente metálica—. La verdad es que su mensaje me pilló en un mal momento. He valorado seriamente la posibilidad de poner fin a mi vida. De hecho, oír sus palabras ha tenido el efecto de… al menos aplazar esa decisión. Voy a darme una oportunidad, una nueva oportunidad. Todavía no he efectuado la operación para la que me he estado preparando, ya sabe. Ahora lo que queda es miedo, un gran miedo porque la soledad… es tan inmensa… —Jobert creyó ver una lágrima—. No estoy segura de que valga la pena, pero… siempre había querido tener un hijo, así que ¿por qué voy a cambiar de idea ahora? Cuando reciban esta comunicación, lógicamente, ya lo habré hecho y entonces sólo me quedará esperar. No me he atrevido a hacer ninguna manipulación genética para asegurarme de que voy a engendrar un hijo albino. Es curioso, de haberlo hecho en circunstancias normales, lo hubiera hecho, pero para que no fuera albino. Y ahora, si es albino, resulta que tendrá una oportunidad… porque el virus sigue vivo en el aire. No sé cómo van las comunicaciones ahí, pero Magnus me ha advertido de que la calidad baja rápidamente y que con toda probabilidad se perderá la señal en un futuro muy próximo, digamos para mí en menos de un mes, para ustedes… no lo sé. Aquí todo se hace diferente, se empieza a distorsionar incluso mi tiempo, mi propio tiempo. Los relojes siguen marcando sucesión de días y noches, horas, minutos, segundos, pero no les encuentro el sentido. He adquirido notables conocimientos de medicina y ahora intentaré obtenerlos de genética y de veterinaria. Creo que me serán útiles. Y tal vez de psiquiatría… Eso si mi decisión momentánea se convierte en permanente. Gracias, señor Jobert, gracias por comunicarse conmigo y gracias a ese misterioso señor Smith del que me ha hablado y gracias también a Victor Marek, el mejor amigo que he tenido nunca, aunque él ya no las pueda recibir. Supongo que vuelve usted a la Tierra tal y como me dijo. Si es así, quiero que haga algo por mí. Vaya a ese torrente, donde quiera que esté, y ponga unas flores en su tumba en mi nombre. Le deseo que tenga usted un buen viaje. A mí ya sabe dónde encontrarme…

La pantalla le ofreció el rostro consternado de Rocard, el editor jefe de la cadena de televisión NWC. Jobert sentía que le tenía bien agarrado por el cuello y que era su oportunidad, una oportunidad que no iba a dejar escapar.

—Todo lo relativo a Alpha Centauri es alto secreto, seguridad —decía Rocard—. ¿No lo entiendes? No se puede hablar de eso.

—¿Quieres decir que en los diccionarios y en los catálogos estelares se le ha cambiado el nombre? ¿Cómo le llamamos ahora?

—Quiero decir, Jobert… ya sabes a lo que me refiero. ¡Y olvida tu irritante sentido del humor! La operación Alpha Centauri fue cancelada y todo lo relativo a ella es alto secreto.

—Eso ya me lo has dicho, pero no te he pasado ninguna información. En realidad no tengo ninguna información que pasar. Sólo te he pedido una audiencia con la Comisión Espacial.

—¡Ya sé lo que me has pedido! Y la respuesta es no. Porque me van a preguntar para qué y no quiero ir a la cárcel.

—Nadie va a ir a la cárcel. Tengo amigos y esto es un asunto muy gordo.

—Oye —gimió Rocard—. Te faltan tres semanas para llegar a la Tierra. ¿Por qué no lo hablamos cuando llegues? Estas conversaciones a distancia son un horror.

—Pídeme la cita, ¡maldita sea! Luis, ¡pídeme la cita! Me lo debes. Te he pasado informaciones que no tienen precio.

—Eso es un golpe bajo.

—Nada de eso. Quiero esa entrevista. El proyecto Alpha Centauri está vivo, ¿lo entiendes? Jodidamente vivo.

—¿Qué le hace pensar eso? —preguntó el joven funcionario moreno, elegante y escrupulosamente afeitado.

—Usted lo sabe, señor Takei —dijo Jobert, frunciendo el ceño—. La teniente Vlasova está viva y la nave Alexander Yuriatin está siguiendo su ruta hacia Alpha Centauri. He recibido su mensaje.

—Ha contravenido usted el acta de secretos oficiales, señor Jobert.

—No me joda, señor Takei, y perdone la expresión. No soy de esos que pierden los estribos fácilmente, pero este asunto me está alterando. Ustedes saben que Helena Vlasova vive y yo lo sé y probablemente mucha otra gente también lo sabe. No se puede mantener un secreto indefinidamente y más cuando no es práctico. ¿Qué necesidad hay de mantenerlo en secreto? ¿Un fracaso?, ¿hace más de veinte años?, ¿a quién le importa? El proyecto Alpha Centauri puede revitalizar a todo el sistema de Saturno. Todo el sistema puede funcionar como una gran antena, como una gran base cósmica, impulsar la investigación en comunicaciones sublumínicas. Se puede pensar en una nueva nave, desarrollar nuevos motores o nuevos sistemas de impulsión más poderosos. No me creo que esté ante tanto miope, señor Takei. Es nuestra oportunidad de dar un salto cualitativo. Helena Vlasova es nuestra avanzadilla en el espacio.

—Una avanzadilla destinada a desaparecer, señor Jobert. ¿Cuánto va a vivir? ¿Cien años? ¿Ciento veinte? Eso sin contar que puede perder la razón, enloquecer de soledad. No tiene futuro, lo lamento. No queremos que la Tierra sufra con ella por algo que no tiene sentido.

—Le estoy oyendo y no me lo puedo creer —masculló Jobert, furioso, poniéndose en pie—. Está intentando una fecundación artificial. Se está comportando como una auténtica heroína, luchando por algo que ustedes no se merecen. Podrían ayudarla, podrían hacer que utilizara la clonación; ella no es una experta, pero ustedes pueden convertirla en una experta, pueden hacer que esa maldita nave reviva. Sólo es cuestión de tomar decisiones. ¿Usted representa a la Comisión Espacial? Permita que lo dude. Usted representa a la Iglesia del siglo XIV.

El portazo de Jobert dejó solo a Iziburo Takei, miembro de la Comisión del Espacio, con una media sonrisa y un cigarrillo camino de sus labios. Se acomodó en el magnífico sillón de cuero y dijo en voz alta:

—¿Lo ves? Más vale que empecemos a movernos rápido o este asunto nos va a estallar en las manos.

—De acuerdo —respondió una voz. La pared se iluminó con la imagen de un hombre maduro, de uniforme—. Entonces ha llegado el momento. Pongamos en marcha Alpha Centauri Dos, pero ya sabes cuál es tu parte en el plan.

—Lo sé. Y te dije que lo aceptaba.

—La expedición está lista y tu nombramiento, sobre la mesa del consejo del miércoles. Se ha fletado la nave Adventure con todo lo necesario y estará lista para salir dentro de dos semanas. Te llevarás a lo mejor del mundo científico y, desde luego, a expertos en clonación y en fecundación artificial.

—¿Lo saben en Titán? —preguntó Takei.

—Lo sabrán. Por el momento sólo el equipo de comunicaciones está al tanto. El delegado del Gobierno aún no, pero te aseguro que le dará algo cuando le comunique los planes.

—Va a ser una revolución.

—Desde luego, Iziburo, y hemos apostado mucho por ella.

Helena se despertó con una profunda sensación de paz. Intentó por todos los medios recordar qué estaba soñando, pero por más esfuerzos que hizo no lo logró, aunque era evidente que debía de ser algo agradable. Se levantó trabajosamente, en tres tiempos; primero se sentó en la cama, con las piernas cruzadas, al cabo de un minuto apoyó los pies en el suelo y, finalmente, se puso en pie. Dio unos pasos con cierta torpeza hacia el gran espejo de cuerpo entero y se quedó mirándolo con curiosidad. Krispi, vigilante y silencioso, se retiró con suavidad y pareció observarla con la misma atención que lo hacía ella.

—Helena —dijo la voz de Magnus—. ¿Quieres café, té o chocolate?

—Que sea chocolate. Y melindros.

—También un zumo y un yogur —añadió Magnus.

—No quiero yogur.

—Debes tomar yogur —insistió Magnus.

—¿Cómo me ves? —dijo Helena, poniéndose de perfil.

El vientre se le destacaba redondo y tenso, como si quisiera avanzar y salirse de ella.

—Con el vientre voluminoso —dijo Magnus sin pizca de humor.

—Pues yo me veo muy bien.

—Tus constantes vitales son excelentes.

—¿Y mi estética?

—No entiendo qué quieres decir.

—Krispi, esa máquina infernal no entiende nada. ¿Hay algo de Titán?

—Nada, Helena.

Tras el desayuno, Helena se metió en el ascensor. Al cabo de unos instantes estaba en el largo corredor, en la maqueta, o la autopista, donde hacía ya casi diez meses jugueteaban una veintena de niños. Inició su paseo matinal con un cierto dolor en las pantorrillas y una pesadez que la obligaba a estirar la espalda hacia atrás. Krispi, siempre callado, la seguía muy de cerca y Helena notaba su presencia como si el aire le transmitiera sus leves vibraciones.

De lo más profundo de sí misma le salió una canción infantil y se puso a tararearla. Al momento, una música suave, la misma que ella cantaba, llenó el espacio.

—Gracias, Magnus. Al fin y al cabo sí entiendes algo.

En los antiguos rincones con bancos para parejas a lo largo del corredor, Helena había hecho que Krispi los retirara y colocara grandes macetas. Al pasar junto a una de ellas respiró hondo, disfrutando del olor de la tierra mojada y de la clorofila.

—Helena. Han muerto varios animales más. Tres concretamente, pero la variedad que les ataca va perdiendo fuerza.

—¿La otra sigue en el aire?

—Está presente y la concentración es semejante. Estoy trabajando en el cultivo.

Helena dio unos pasos más, se sentó con cuidado en el suelo y se tapó la cara con las manos.

—Helena, deberías chequear el feto. Es necesario saber…

—¡No es necesario! —gritó furiosa—. Haz ese maldito cultivo. Cuando lo logremos, enviarás los datos a Titán, ¿me entiendes?

—Te entiendo.

Iziburo Takei no acababa de acostumbrarse a la Estación Espacial de Titán. No es que hubiera estrecheces, no más que en muchas ciudades terrestres, pero por alguna razón era perfectamente consciente de estar flotando en el espacio en una estructura metálica a trescientos kilómetros sobre la superficie del satélite. Cuando caminaba por un pasillo, no podía dejar de pensar que tras la pared no había nada, salvo el vacío infinito. También por eso se sentía algo incómodo con los desenvueltos nativos de los planetas exteriores, de piel casi transparente y ademanes tranquilos. La gravedad y la densidad del aire eran tan semejantes a la terrestre que casi nadie, salvo él, notaba la diferencia. Desde su llegada a la estación, al frente del primer equipo de Alpha Centauri Dos, la mayor parte del tiempo lo había pasado despachando tediosos asuntos burocráticos. Atribuciones, reglamentos, organización y mil y un detalles para sentar las bases de lo que a partir de entonces iba a significar la Estación Espacial y todo el sistema de Saturno. La reticencia del delegado del Gobierno había sido sólo anecdótica, y como buenos funcionarios se habían puesto de acuerdo rápidamente. No se iban a cerrar minas, pero se pondría en marcha una nueva ampliación de la estación en cuanto llegara de nuevo la nave Huygens con todo lo necesario, y las obras en Japeto serían exclusivamente para la nueva antena interestelar proyectada hacía años.

De hecho, Takei era partidario incluso de trazar planes a largo plazo para que el sistema de Saturno fuera sólo una base de comunicaciones y una estación de tránsito. Político, ingeniero de estructuras espaciales, sociólogo y algunas otras cosas más, lo que no tenía Iziburo Takei era demasiado don de gentes, y desde luego sabía muy poco de reproducción humana.

Por eso cuando le citaron para la reunión con la corte de biólogos y expertos en clonación y reproducción, se sintió súbitamente desnudo, como si le hubieran pillado en falta. Iziburo Takei llevaba años preparándose para el momento en que la operación Alpha se reanudara, pero nunca había pensado en aquel aspecto totalmente inesperado.

La sala, como todo lo construido en Titán, era sorprendentemente amplia, o era sólo una sensación, como si realmente no hubiera problemas de espacio. La fiebre por el metal bruñido y el plástico de los años anteriores había ido decayendo y todas la instalaciones empezaban a tener un aspecto más acogedor, más terrestre, con imitación de madera, imitación de arpillera, imitación de paisajes y otros tantos detalles que a Takei, terrestre de vocación, y de nacimiento, le producía el mismo efecto que unas uñas rascando sobre una pizarra.

Dos mujeres y dos hombres le esperaban en la sala, con diferentes grados de expresividad que iban desde la sonrisa de Janet Blanckenstein hasta la expresión adusta de Erik Grobe, pasando por las caras neutras de Monique Prissen y Ben MacAlister. De todos ellos, Takei sólo conocía personalmente a la doctora Blanckenstein y ella fue la encargada de hacer las presentaciones. El hecho de acudir allí como jefe del proyecto Alpha Dos no hacía que Takei se sintiera más seguro, y desde luego no parecía impresionar a sus interlocutores.

Sensible, Iziburo notó la vibración preponderantemente negativa de la sala. Al fin y al cabo eran el grupo de reproducción humana de la Universidad de Heidelberg, el más avanzado del sistema solar en esa materia, autores del estudio colectivo sobre la «Alternativa de desarrollo humano», es decir, de la clonación como posible alternativa a la reproducción natural. «Casi dioses», le había dicho alguien.

—De hecho, no lo consideramos una reproducción antinatural —le advirtió Monique Prissen nada más aludir a la fecundación artificial.

—¿Ah, no? —Se extrañó Takei—. ¿Quiere usted decir que no le podemos llamar reproducción artificial?

—Es usted libre de llamarla como quiera, señor Takei, pero todo lo que está contenido en la naturaleza es natural.

Takei no dijo nada ante la evidente tautología.

—Dejando aparte esa cuestión… filosófica —dijo el profesor Grobe—, parece evidente que la clonación es absolutamente necesaria en el caso que nos ocupa. ¿O todavía vamos a discutir eso?

—No. En absoluto —atajó Takei—. En realidad esta reunión es pura y simplemente para que decidamos cómo se lo vamos a comunicar a la comandante Helena Vlasova. Como ya saben, ella ha tomado la iniciativa de fecundarse, llamémosle artificialmente, para entendernos…

—Lo que probablemente no tendrá éxito —dijo Prissen.

—Es posible, pero también cabe la posibilidad de que salga bien y la comandante Vlasova tenga un bebé libre del virus. Si es así, ella tendrá el premio a sus esfuerzos y estará más dispuesta a colaborar.

—¿De verdad cree eso? —dijo la voz cavernosa de Grobe.

—Por supuesto —sostuvo Takei.

—No esté tan seguro. Pero, aun así, ¿y si fracasa? —insistió Grobe.

—Yo estoy de acuerdo con Takei —dijo de pronto Ben MacAlister. De todos los presentes era sin duda el más prestigioso. Sus trabajos sobre clonación habían dejado atrás a toda la comunidad científica, pero paradójicamente seguía manteniendo la conveniencia de dejar en libertad a los seres humanos para reproducirse sin intervención de los laboratorios. «La ciencia es para ayudar —decía—, nunca para coartar al ser humano».

—¿En qué le apoya exactamente, doctor? —insistió Grobe.

—Creo que hay que apoyar a esa mujer en sus decisiones. Está muy por encima de nosotros. ¿No lo ven? Tal vez tenga éxito o tal vez no. No importa. Pero ella toma las decisiones. Démosle alternativas.

—La única alternativa es obtener óvulos de la comandante, libres de melanocitos, y clonarlos con células de ella misma —afirmó Prissen.

—También podríamos aconsejarle la fecundación in vitro y la selección de embriones con hipopigmentación —intervino Blanckenstein.

—O que repita su propia inseminación y analice después si el embrión es o no albino —intervino Grobe.

—¡Me he perdido! —exclamó Takei.

—Quiere decir que la comandante podría volver a autofecundarse e interrumpir el embarazo si el embrión no es albino —aclaró Grobe.

—Eso es una barbaridad —dijo Prissen—. No lo aceptará.

—Pues indiquémosle que lo mejor es la fecundación in vitro, externa —expuso Blanckenstein con voz pausada—, y una selección de embriones albinos.

—Recapitulemos, si les parece —apuntó Takei, tratando de ordenar sus propios pensamientos—. Tanto si falla su autofecundación como si no, podemos decirle que el riesgo de fracaso es importante y que es mejor la fecundación in vitro o la clonación. ¿Cierto?

—Cierto —corroboró MacAlister—. De hecho, tenemos preparadas ambas alternativas con todo detalle. En menos de un año, la comandante estaría en condiciones de llevar a cabo cualquiera de ellas. Prácticamente lo haríamos nosotros desde aquí. Ella sería algo así como nuestra mano de obra.

—Si el actual embarazo de la comandante sale mal, va a ser muy difícil convencerla de que lo vuelva a intentar —sentenció la doctora Blanckenstein.

—Será imposible —remachó Prissen.

—Les recuerdo que la iniciativa ha sido de ella —discrepó Takei—. No se va a desanimar fácilmente. Debemos estar preparados para ambas contingencias.

—Creo firmemente en la clonación. —Grobe subrayó sus palabras con gestos firmes—. Es la mejor opción y la más eficaz.

—Estoy de acuerdo —convino Prissen.

—¿Doctora? —inquirió MacAlister, dirigiéndose a la doctora Blanckenstein.

Ésta asintió.

—Muy bien —sentenció MacAlister—. Propongamos pues a la comandante que fecunde sus óvulos con núcleos celulares de su hijo o hija, en el caso, naturalmente, de que sea albina. El albinismo será dominante y, combinado con los óvulos de ella, nos dará prácticamente la seguridad de que el embrión obtenido carecerá de melanocitos. Si quiere desarrollarlos en su útero, eso es algo que ella misma debe decidir. Pero le ofreceremos la posibilidad de hacer una multifecundación in vitro y posteriormente un desarrollo en incubadora.

—No sé si… —apuntó Blanckenstein con voz queda.

—Diga, doctora —le dijo Takei.

—No hemos contemplado los aspectos éticos o psicológicos.

—Hay muchos estudios psicológicos sobre los efectos de la clonación continuada —apuntó Grobe.

—Lo sé —insistió Blanckenstein—. Pero todo es teoría. Hasta el momento sólo hemos trabajado con casos aislados. Numerosos sí, pero aislados. Ahora estamos poniendo en práctica el desarrollo sistemático de una población basado en la clonación. Y todo depende de la comandante Vlasova, de su psicología concreta. Y no olvidemos el desarrollo posterior de la posible colonia.

Hubo un silencio.

—Explíquese —le urgió Takei.

—Vamos a crear individuos idénticos, masculinos y femeninos. Algo más que hermanos, pero el impulso sexual existe y…

—¡Doctora, por favor! —exclamó Grobe.

—Es mi opinión —añadió Blanckenstein.

—No es nuestra función establecer principios éticos —insistió Grobe—, sino dar una solución al proyecto Alpha Dos. Si alguien quiere iniciar una discusión ética, sugiero que levantemos la reunión y se convoque un comité de… filósofos.

La doctora Blanckenstein enrojeció y Takei pensó que él, si fuera la doctora, hubiera matado a Grobe.

—No conozco a la comandante Vlasova, es decir, ninguno de nosotros la conoce. ¿Cree usted Takei que aceptará?

—Lo aceptará —afirmó Takei convencido—. No querrá pasar de nuevo por la incertidumbre. Entenderá que la clonación es la mejor salida. Si su fecundación sale bien, tendrá un hijo, o una hija, alguien a quien proteger. No querrá admitir la posibilidad de que el próximo sucumba al virus.

—¿Y qué hay del virus? —inquirió la doctora Prissen.

—Se está estudiando —confirmó Takei—. Si la comandante nos remite información, podremos trabajar en su eliminación. Ahora lo importante es adoptar una decisión. ¿Le aconsejamos la clonación?

La propuesta se aprobó por unanimidad, pero Takei, al salir de la reunión, se llevó una duda. Si fracasaba el embarazo actual de Helena Vlasova, ¿sería ella capaz de volver a intentarlo aunque se tratara de un clon?

La noticia de que había una transmisión desde la nave Alexander Yuriatin sorprendió a Iziburo Takei en el mejor de los sueños. Lo primero que hizo fue ordenar que despertaran a los cuatro doctores. «Que la vean —se dijo—. Es la mejor manera de que se comprometan de verdad».

Mientras corría hacia la sala de comunicaciones, le asaltaron más dudas. Nada le garantizaba que la comandante Helena Vlasova siguiera viva y receptiva cuando el mensaje de respuesta que él debía enviar saliera hacia los confines del espacio. «Es su responsabilidad, señor Takei», le habían dicho sus superiores de la Tierra. Y eso parecía algo incuestionable. Debía informar a Helena Vlasova de que el proyecto estaba en marcha, de que la noticia se había difundido por todo el sistema solar y de que ella era ya algo más que una heroína para la raza humana. Eso y toda una suerte de detalles técnicos sobre taquiones como método de comunicación, sobre proyectos de construir una nueva nave y sobre experimentos biológicos para descubrir los secretos del LGX y conseguir neutralizarlo. Y sobre todo información sobre el plan de clonación. «Comandante, ¿quiere ser usted la madre del género humano camino de Alpha Centauri?». Takei hubiera querido encomendarse a algún dios.

A pesar de su temple habitual, Takei sentía que era un manojo de nervios. Nunca había establecido contacto con alguien en aquellas condiciones, y menos con una mujer a quien todos los boletines informativos, los periódicos y los medios de comunicación en general llamaban la «madre del género humano». «¿Por qué yo? —se dijo Takei—. Siento que no estoy a la altura».

—Adelante, señor Takei —dijo Tyler, sustituto del jubilado Hoffman como jefe de comunicaciones—. El mensaje aún está llegando, pero ya hemos depurado toda la primera parte. Cada vez entendemos mejor el efecto Kaplan. Dentro de poco podremos tener relojes comparativos con la aceleración incorporada…

—De acuerdo. ¿Aquí?

—Sí. En esta pantalla. Aún no hemos visto nada, así que es una primicia —aseguró Tyler—. Han venido bloques de datos numéricos también. Informaciones, experimentos. Eso se analizará posteriormente.

En silencio, los doctores Blanckenstein, Prissen, Grobe y MacAlister tomaron asiento cerca de las pantallas.

—Bien. Cuando quiera —dijo Takei.

Como si se tratara de un antiguo cine, las luces de la sala cedieron en intensidad. Esta vez eran casi medio centenar las personas que iban a ver el mensaje de la nave Alexander Yuriatin. Takei lo había querido así porque si algo apreciaba en su trabajo, era la verdad y la transparencia. La pantalla de un intenso azul se oscureció, se iluminó luego suavemente y en ella apareció el rostro de Helena Vlasova. Nadie la había visto nunca, algunos ni siquiera en grabaciones o fotografías, y allí estaba, con sus grandes ojos cubiertos por lentillas oscuras, su cabello casi blanco, recogido en un moño, y sus labios finos, incoloros. En sus brazos bullía un pequeño ser blanco como un armiño, con el pelo transparente de tan dorado y los ojos plácidamente cerrados. En la sala no se oyó ni un susurro cuando la voz, ligeramente metálica, dijo desde la profundidad del espacio:

—Hola. Soy Helena Vlasova, comandante de la nave Alexander Yuriatin en ruta hacia Alpha Centauri. Les presento a mi hija Eva. Tiene dos meses de edad y es albina.

FIN

Barcelona, verano de 2011