IX

Sobre la tumba, Krispi había colocado una sencilla lápida, lisa y sin ninguna inscripción. Helena se acercó hasta ella, con el pequeño ramo de flores en la mano, y lo depositó sobre el frío mármol blanco veteado. El sol artificial, en todo su esplendor, arrancaba brillos y reflejos de la superficie y Helena notaba que sus gafas oscuras apenas protegían sus sensibles ojos. Se había puesto un incongruente vestido ligero y de vivos colores, como si quisiera dar a la ceremonia un aire de alegría.

—No sé quién eres —dijo en voz baja—. Cualquiera de los veinte pequeños que teníais que vivir una aventura única. Ya no la viviréis, pero…

Se echó a llorar sin poder evitarlo. A su lado, en el suelo, lamiéndose con paciencia las patas, John Lee prescindió de sus sollozos para dedicarse exclusivamente a su función. El silencio era total, salvo por una o dos chicharras que, en la artificial hora de un mediodía de verano, se llamaban una a otra con apremio.

Helena arregló las flores con un gesto y luego se alejó por el estrecho camino, con las manos a la espalda y la cabeza baja. Aún sentía las lágrimas correr por sus mejillas. Al llegar a uno de los coquetos y pequeños cenadores se sentó en la silla de mimbre y encendió la pantalla situada en la mesa frente a ella.

—Magnus.

—Sí, Helena.

—¿Está todo listo para la operación?

—Krispi ha modificado su programa y se ha convertido en un aventajado tocoginecólogo. He puesto en servicio otro androide como auxiliar de quirófano. Mi programa médico está a punto y el quirófano, listo y chequeado.

—¿Eso es un sí?

—No, Helena. Falta elegir al donante.

—Lo sé. Ponme lo que tengas filmado de los seis presuntos donantes.

Todos ellos le eran conocidos. Unos más que otros. «Hasta ahora he actuado como un científico —se dijo—, ahora actuaré como una mujer».

Se quedó dormida, arrullada por el lejano discurrir del agua y las chicharras, y la despertó un tacto húmedo y cálido en la cara.

—¡John Lee, por Dios!, no me gusta que me lamas.

El gatito se lanzó al suelo y corrió velozmente por el camino. El sol artificial estaba muy atenuado y el reloj de pulsera marcaba casi las siete de la tarde, y se suponía que era principios de otoño. Caminó de prisa detrás de John Lee y de pronto se encontró en una de las zonas más oscuras y desconocidas de Bio-2. Era una zona boscosa en la que, por lo que sabía, no había grandes depredadores, por supuesto, aunque sí algunas parejas de zorros e incluso nutrias en alguno de los cursos de agua. Fue demasiado tarde. Le volvió a la mente la idea del zorro cuando oyó un aullido ahogado, un revoloteo feroz entre la espesura y un chillido truncado.

¿John Lee? —gritó, súbitamente asustada.

Corrió todo lo que pudo por el camino, pero no vio ni oyó nada. Llamó otra vez al gatito hasta que creyó oír a su espalda un gruñido.

—¡Estás ahí! —murmuró. Corrió hacia el interior de la espesura y recogió al gatito del suelo. El sol artificial estaba ya muy atenuado y la rodeaba la oscuridad. Aquella parte de Bio-2 había sido pensada como un bosque espeso, con escasos matorrales en el suelo y árboles de grueso tronco y espeso ramaje. John Lee boqueó en sus brazos y Helena vio el hilillo de sangre que salía de su nariz.

—¡No, no! —murmuró.

Se derrumbó llorando sobre el suelo húmedo, sujetando todavía el gatito entre sus brazos. Fue como si todo el sutil y débil entramado de su vida se hubiera venido abajo. La leyenda que había tejido en torno a ella y a su vida solitaria y condenada. Lloró sin una pizca de consuelo, hasta que todo pareció dar vueltas a su alrededor y sintió que la oscuridad la rodeaba por completo.

Lo primero que vio fueron las dos grandes y redondas células fotoeléctricas de Krispi mirándola desde un palmo de distancia. La iluminación era la habitual en la nave desde que se había quedado sola, adecuada para una sensible albina, y el aire olía a desinfectante.

—¿Dónde estoy?

—En el quirófano. Es la hora —dijo la voz de Magnus.

—¿La hora?

—De tu inseminación.

Helena se puso en pie trabajosamente. Por un momento vio su reflejo en una de las bruñidas superficies metálicas. Efectivamente estaba en el quirófano, con las cámaras listas, el material quirúrgico junto a ella, Krispi con guantes acolchados, el nuevo LST del todo indistinguible del primero.

—¿Qué me ha pasado?

—Una hiperventilación a causa de tu llanto. Has perdido el conocimiento y Krispi te ha traído hasta aquí.

—Ya.

Recordó de pronto a John Lee y tuvo ganas de llorar de nuevo.

—Llevamos una hora y diez minutos de retraso sobre el horario previsto —informó Magnus.

—¡Cállate! —ordenó Helena secamente—. ¿Dónde está John Lee?

—El gato ha muerto —dijo la voz de Magnus.

—¿El virus?

—Sí, Helena.

—Sella la Biosfera-1.

—No es conveniente, Helena. El virus ya está en el aire de la nave y si sellas la biosfera, tendrás problemas de agua y alimentación.

—¿El virus sobrevive en el agua?

—No tengo constancia.

—¡Dios! —Helena sollozó—. ¡Qué voy a hacer!

—Te recuerdo que corres peligro de hiperventilación —dijo la voz de Magnus.

—¡Déjame llorar! —gritó.

—Lo siento, Helena. Acaba de llegar una comunicación de Titán.

Helena, llorosa, no respondió.

—¿Me has oído, Helena?

—Te he oído. Acaba de depurar el mensaje. Y… está bien. No selles la biosfera.

La persona que apareció en la pantalla era un hombre entrado en años, más o menos bien parecido, con el pelo castaño e incipientes patas de gallo en los ojos. Helena se acomodó y se dispuso a escuchar atentamente. Cada vez más, los mensajes desde el lejano sistema solar le servían de terapia y de descanso, hasta tal punto que se había acostumbrado a ver varias veces el mismo. No entendía por qué le enviaban mensajes tan de tarde en tarde, aunque seguramente tenía algo que ver con la enorme complejidad que implicaba la distancia y la aceleración.

El hombre saludó con la mano.

—Magnus. No me llega el sonido.

—Un momento.

—Me llamo Jean Jobert —dijo la imagen de la pantalla tras unos instantes—. Soy periodista de diversas agencias, dedicado desde hace tiempo a los planetas exteriores. Desde luego usted no me conoce, pero se podría decir que tenemos un amigo común, el señor Victor Marek. Lamento comunicarle que murió hace ahora tres años, en Australia, como siempre había sido su deseo. Decía que su paisaje era parecido al de su Marte natal, pero pasado por agua. Eso decía. Se preguntará qué hago yo aquí hablando con usted —Helena se lo preguntó a sí misma—, y es difícil de explicar. Los que tienen poder para ello me han autorizado a decirle la verdad, que básicamente se reduce al hecho de que la gran operación llamada Alpha Centauri se canceló hace más de veinte años. En realidad, cuando se supo que la tripulación había sido víctima del virus LGX, aquí todo el mundo pensó que no era posible la supervivencia de una sola persona y que la nave iba a viajar vacía por el espacio. Todo el mundo, salvo unos pocos, perdió la confianza en algo que era el futuro de la humanidad. Los que quedaron hicieron simulaciones por ordenador para determinar cuál iba a ser el futuro de la nave. En unas, los animales se adueñaban de toda la nave, en otras fallaban los sistemas vitales y toda vida desaparecía. Incluso hubo una simulación en la que usted, de un modo suicida, provocaba la destrucción de la Yuriatin.

Helena se quedó un momento pensativa acerca de esa posibilidad.

—… siempre creyó que nada de eso iba a funcionar de esa manera, que usted sobreviviría. El señor Marek confió ciegamente en usted hasta el último momento y él me contó toda la historia de la Alexander Yuriatin. Si todo fue cancelado, se preguntará usted qué hago yo aquí. No la aburriré con explicaciones, pero finalmente he viajado a Titán desde la Tierra para poder tener esta… llamémosle conversación. No sé qué conseguiré con esto, tal vez que se remueva otra vez el proyecto Alpha Centauri o tal vez no consiga nada, pero al menos lo habré intentado. No existe infraestructura en Titán para el soporte de Alpha Centauri, pero han mantenido este reducido centro de comunicaciones como parte de un radiotelescopio enfocado hacia Alpha Centauri y NW17. La última noticia que existe aquí de usted es que estaba preparando su inseminación artificial. Eso es de hace… más de tres años del sistema solar, de la vez que habló usted con la doctora Van der Lubbe, que por cierto le manda sus recuerdos desde su nuevo destino en la superficie del satélite. Calculamos que en la Alexander Yuriatin habrán pasado aproximadamente dos semanas —Helena asintió imperceptiblemente— y es posible que ya haya efectuado usted la operación. Sepa usted que, desde lo más profundo de mi corazón, deseo que tenga éxito, aunque conozco los peligros y las limitaciones de lo que usted ha hecho o está a punto de hacer. Voy a permanecer en Titán seis meses más, eso quiere decir que tiene usted un día para contestarme, si nuestros cálculos no andan errados. Si hay un error, usted sabrá calcular el margen y contestarme. Aquí me aseguran que el maldito efecto Doppler y la contracción del tiempo, el efecto Kaplan, tienen resultados que no han podido ser correctamente mensurados todavía, pero yo confío en que usted me esté escuchando, en que Magnus sea capaz de poner esto de modo inteligible. Quiero enviarle también un saludo del señor Smith. Usted no le conoce, pero él también ha tenido mucho que ver con toda esta historia, y sobre todo quiero enviarle recuerdos de Victor Marek. —Helena sintió que las lágrimas afloraban de nuevo a sus ojos—. Aquí somos muy pocos los que sabemos que Helena Vlasova sigue luchando, pero le aseguro que todos deseamos conocer a ese niño albino. Que tenga mucha suerte.

—El test ecomicroscópico ha dado negativo, Helena. No estás embarazada —dijo Magnus.

Helena aún estaba sudorosa después de pelear contra desagües obstruidos y goteos que no funcionaban en Biosfera-1. «Tengo que poner en marcha más LST agrícolas», se dijo.

—¿Eso es determinante? —preguntó malhumorada.

—Al noventa por ciento. Aunque falta hacer el test hormonal.

—¿Cuándo podemos hacer otra inseminación?

—Cuando quieras. Tenemos reserva para dos más con el mismo donante. Y después te quedan cinco posibilidades con cuatro intentos cada una.

—Sí. Aunque… Magnus.

—Sí, Helena.

—No hemos tenido en cuenta mis días fértiles.

—He seguido fielmente tus instrucciones.

—Pero no hemos tenido en cuenta mis días fértiles. ¿Lo tengo que prever yo todo?

Magnus no contestó. Al fin y al cabo sólo era una máquina.

—Prepara otro intento. Ya.

Helena notó de nuevo el frío intenso que penetraba en ella. La imagen de sí misma en la gran pantalla, con una resolución perfecta, le había permitido efectuar ella misma la operación, con una seguridad casi absoluta. A su lado, Krispi lo había observado todo, si es que podía llamarse así a su presencia rígida con las células fotoeléctricas fijas en sus piernas separadas. Le dieron ganas de preguntar abruptamente a Krispi: «¿Qué miras?».

—¿Ha ido todo bien, Magnus?

—No hay datos negativos. La inyección de esperma ha alcanzado su objetivo.

—Apaga la pantalla.

A pesar de ser la tercera vez que efectuaba la misma operación, Helena se sentía igual de extraña. Cerró los ojos y dejó volar su imaginación hacia el hombre del que, si todo iba bien, se iba a quedar embarazada. Era muy rubio, segunda generación de nacidos en el sistema de Júpiter, y de origen finlandés; apenas si le había conocido en las primeras reuniones, cuando el personal seleccionado iba creando sus propios grupos de afinidad. Nunca había sentido, ni remotamente, una atracción por él. En realidad no recordaba haber sentido una especial atracción por ninguno de los tripulantes de la nave.

—Magnus, pon algo de música.

Se dejó llevar por unas notas suaves y trató de fijar en su memoria a Nils Andersen, el hombre que iba a ser el padre de su hija. «Porque será una niña —pensó—. Y la debería llamar Eva, madre del género humano. Porque ella será la madre de un nuevo género humano».

—Magnus, si da positiva la ecomicroscopia, ¿cuándo podrás hacer el test?

—Los primeros rastros de HCG podrían encontrarse dentro de unos doce días.

Helena se acomodó de nuevo, todavía en la incómoda postura con las piernas separadas apoyadas en el sillón ginecológico. Respiró hondo y empezó a fantasear con la presencia de un nuevo miembro de la tripulación. «Debería prepararme para su educación —pensó—, estudiar psicología infantil, pedagogía, incluso música o pintura para poder enseñarle. Y biología…». Se aterrorizó nada más pensar en la cruda realidad. «Si no es albina, no sobrevivirá».

—Magnus. ¿Hay rastro del virus?

—Sigue presente en el aire. No he podido determinar su origen.

—¿Has analizado el agua de las biosferas?

—Por supuesto. No hay rastro.

—¿Hay noticias de Titán?

—No, Helena. Ya debes de haber absorbido todo el líquido seminal. Puedes dejar esa postura.

—Esperaré un poco más.

—Como quieras.

—¿A qué distancia estamos del sistema solar?

—Es difícil saberlo.

—Inténtalo.

—Probablemente del orden de sesenta mil millones de kilómetros. Intento calcularlo en tiempo real, pero es difícil… Las ecuaciones de Kaplan no parecen responder bien.

—Sí, ya sé.

Helena se levantó y se quedó de pie un instante, mirándose a sí misma. Sintió un ataque de pudor ante Krispi y su ayudante y se puso los pantalones. Luego volvió a tumbarse en la misma postura.

—Magnus, pon en marcha dos LST especializados en agricultura.

—De acuerdo, Helena.

—¿Cuándo me vas a decir algo?

—En un par de horas.