—Magnus. Quiero un informe de las posibilidades de embarazo en seres humanos. —Helena se echó hacia atrás en el asiento reclinable y tomó en sus manos la taza de chocolate caliente. Junto a ella, sobre la mesa, John Lee ronroneaba, jugueteando con un cable.
—¿De embarazo o de reproducción? —dijo la voz del ordenador.
—Vaya. Sutilezas. Hablemos de… por el momento, de embarazo.
La pantalla ofreció a Helena al momento una especie de reportaje almibarado con niños llorones en sus cunas, parejas con amplias sonrisas y casa con jardín. La visión de parejas haciendo el amor causó en Helena una sensación extraña.
—Magnus. Por razones obvias creo que podemos prescindir del método… diríamos normal. ¿De acuerdo? Dame un informe médico de posibilidades de embarazo… sin participación masculina directa.
Magnus no contestó y la pantalla cambió a un amplio reportaje sobre reproducción asistida, in vitro y clonación. A medida que las explicaciones se iban desgranando y dando detalles, Helena las anotaba mentalmente, las hacía avanzar y retroceder y se iba haciendo una idea cada vez más clara de lo que estaba buscando.
—Magnus, ahora quiero que vuelvas a explicármelo todo otra vez, pero con criterio médico, profesional, ¿entiendes?
—Entiendo.
Esta vez fue más difícil. Helena tenía que detener el relato continuamente y usó la grabadora de voz para ir anotando datos y acumulando reservas y preguntas.
—Magnus, ¿la clonación me garantizaría un embrión albino?
—Al noventa por ciento.
—¿Por qué no al cien por cien?
—Porque en tus genes tienes latente la pigmentación humana normal de la piel blanca. En algún momento del proceso podrían convertirse en dominantes.
—Pero puedo seleccionar los genes.
—Desde luego. Entonces las posibilidades se disparan al noventa y ocho por ciento.
—Sí. —Helena se quedó pensativa un momento, acariciando con el dedo al gatito—. ¿Qué posibilidades hay de embarazo con implantación de un embrión clonado?
—Las mismas que si es un embrión fertilizado con espermatozoides externos.
—¿Y eso es?
—Del sesenta por ciento.
—Bien. Ahora grabaré un mensaje para Titán, pero no lo envíes hasta que lo repasemos con detalle.
Aquella noche, a Helena le costó mucho conciliar el sueño. No estaba segura, pero tenía que haber soñado algo relativo a todo aquel asunto porque se despertó de pronto con la sensación de que algo en su interior no iba bien. De hecho, cayó en la cuenta, de pronto, de que su menstruación se había retrasado. «¿Es cierto? —se dijo—. ¿Se me ha retrasado?». Su diario de papel encuadernado con una espiral metálica, uno de los objetos personales que había llevado con ella a la nave, para regocijo y burla de sus compañeros, no le dio ninguna información, pues hacía más de tres meses, desde los aciagos días del virus, que no había hecho anotación alguna.
—¡Magnus! ¡Magnus!
—¿Qué ocurre, Helena?
—¿Sabes si… si he tenido mi menstruación normal? No sé, no lo recuerdo…
Hubo un instante de silencio y Helena se sintió mareada y a punto de vomitar.
—Tengo datos que confirman que has tenido tus menstruaciones, o al menos así lo indican algunos parámetros.
—¿Qué quieres decir? ¿No puedes hablar claro?
—Quiero decir que sólo puedo analizar datos indirectos, como higiénicos, análisis de aguas residuales, máquinas lavadoras, desperdicios y partículas en suspensión…
—De acuerdo, de acuerdo. Perdona. Estoy un poco nerviosa. ¿Qué hago discutiendo con una máquina? Me voy a volver loca…
—Buenas noches, Helena.
—¡Lo que faltaba! Buenas noches.
—Debes saber que incluso sin producción propia de óvulos, las posibilidades de…
—¡Cállate!
Los exhaustivos análisis de sangre y orina y las biopsias de sus escasos melanocitos no habían detectado rastro alguno del virus, pero aun así, Helena, cuando recorría los pasillos, sentía como si su visitante, el maldito virus asesino, estuviera agazapado en los rincones, esperándola tras una brillante columna, en el fondo de un vaso o desplazándose silencioso por el aire.
—Magnus, ¿has analizado el aire?
—No me lo has ordenado.
—Hazlo.
—¿Y qué busco?
—El virus LGX. ¿Puedes hacer una desinfección total de bacterias y ácaros?
—No es conveniente. Existen millones de ácaros beneficiosos y aun absolutamente necesarios para la vida, ya lo sabes.
—La vida. ¿A esto le llamamos vida?
—Te recomiendo una sesión de psicología virt…
—¡Cállate! Calla por…
—Acaba de llegar una comunicación de Titán.
—Pásala a la sala.
Helena se vio a sí misma corriendo por el bruñido pasillo en dirección a la sala de comunicaciones. Hacía días que había reconocido que su único modo de comunicarse, de sentirse humana, pasaba por ese sutil cordón umbilical con la estación de Titán, pero también, y en cierto modo, con Magnus o con Krispi.
—Lista, pásala —dijo nada más tomar asiento.
—Un momento, Helena, tengo que reorganizar la señal. Tiene efectos desconocidos y llega en muy mal estado. Tardaré unos segundos.
—De acuerdo.
La persona que apareció en pantalla era totalmente desconocida. Era una mujer, no vestía uniforme y debía de tener unos cincuenta años o menos a juzgar por su piel tersa y sus rasgos un poco aniñados. Le sonrió como si pudiera verla y luego se acercó un poco al objetivo, como si quisiera hablarle en confianza.
—Doctora Vlasova. Soy la doctora Van der Lubbe, doctora en medicina. Soy experta en reproducción, aunque en materia de mecánica o de electrónica soy una nulidad, se lo aseguro. —Hizo una pausa para beber agua—. He sustituido al señor Marek, creo que se ha jubilado o algo así…
«¿Jubilado? —pensó Helena—. Si tiene mi edad…».
—… y de todos modos le seré más útil que un hombre. Verá, hemos analizado sus posibilidades, tal y como usted nos ha pedido, y la conclusión del comité que sigue el proceso es que la clonación y selección de genes y embriones es la mejor solución para conseguir un bebé… ellos hablan de feto —añadió como si le hiciera una confidencia—, ya sabe, con sus mismas características de albinismo. No obstante, algunos de los miembros y yo misma no estamos de acuerdo con esa posibilidad y hemos considerado necesario exponerle nuestras dudas. La manipulación genética y la clonación son técnicas extremadamente complejas. Muy complejas, demasiado, opinamos una minoría del equipo. —La doctora Van der Lubbe volvió a beber agua. ¿Estaba nerviosa?
Helena escuchó atentamente sus explicaciones técnicas. Detuvo un momento la grabación y se tomó unos instantes de reposo. Le empezaba a doler la cabeza.
—Helena.
—Sí, Magnus.
—He detectado la presencia del virus LGX en el aire.
—¿Estás seguro?
—Completamente.
—¿De dónde sale?
—No tengo datos suficientes. Tal vez de los cadáveres, pero no tengo informes actualizados.
—Krispi. ¿Krispi?
—Sí, doctora.
—¿Dónde estás?
—Módulo A. Nivel 37.
—¿Qué haces?
—Compruebo las reparaciones.
—¿Hay algún problema?
—En absoluto.
—Vuelve al centro de comunicaciones.
—Estaré allí en seguida.
—¿Te ocurre algo? —preguntó Magnus.
—Una horrible jaqueca.
—¿Quieres algún analgésico?
—No. Krispi me hará un masaje.
Helena conectó de nuevo la grabación y volvió a oír las características técnicas de la clonación y la selección genética.
—¡Dios santo! —exclamó—. No lo conseguiré nunca.
—… sin embargo —seguía la doctora Van der Lubbe—, la fecundación in vitro mediante esperma de un donante escogido, de los que sin duda usted dispone, es relativamente sencilla, y puede optar entre la implantación del óvulo en el útero, que no la engaño, tampoco es fácil, y el desarrollo in vitro y en las cámaras Netsky con las que va equipada la nave.
—¡Joder! —exclamó Helena.
Krispi había aparecido silenciosamente y se había colocado tras ella, esperando instrucciones.
—Naturalmente, queda la opción, digamos, más sencilla desde el punto de vista técnico y que entraña diversos riesgos. Es la fecundación artificial en su propio útero mediante una inyección de esperma. Es relativamente sencillo. Estoy segura de que tiene usted conocimientos suficientes y ayuda técnica. El problema es que utilizará usted un esperma con su información genética sobre melanocitos y que el índice de acierto puede estar en el treinta por ciento. Pero —la doctora volvió a acercarse— entre nosotras… ésa es la opción que elegiría una mujer. Será usted madre, con todas sus connotaciones, bueno, o casi todas. Si no sale bien a la primera, puede usted repetirlo cuantas veces sea necesario, y cada vez lo hará mejor. Eso sí, elija siempre un donante de piel lo más blanca posible. Su… indeseable compañero de viaje puede que aún esté vivo en algún lugar. No tenemos suficiente información. Bien, eso es todo en lo que se refiere a su proyecto. Ahora hablemos de su inquilino…
Helena cortó el mensaje y se dejó caer hacia atrás.
—Krispi —llamó.
El androide posó en su cuero cabelludo sus dedos metálicos con una suavidad que parecía imposible y empezó a masajear la cabeza de Helena.
—Eres el hombre perfecto —dijo Helena y cerró los ojos—. Magnus, ¿cuántos hombres fértiles había en la nave hasta la aparición del virus?
—Ciento veinticinco, ciento diecinueve descontando a niños impúberes.
—¿De cuántos tienes esperma congelado?
—De ciento diecinueve.
—Hazme una base de datos con las características de los ciento diecinueve.
—La tengo.
—Elimina de la lista a todos los de piel negra.
—Listo.
—¿Cuántos quedan?
—Sesenta y ocho.
—¿Hay alguno con características albinas?
—Ninguno, Helena.
—¿Tienes datos sobre el color de la piel?
—¿Te refieres al tono?
—Eso es.
—Lo tengo.
—¿Cómo lo tienes clasificado?
En la pantalla apareció una paleta de colores rectangulares en diversos tonos de piel. Helena se incorporó para mirarlos detenidamente e hizo un gesto con la cabeza para que Krispi dejara de masajearla.
—¿Tienes datos sobre la calidad de semen?
—Sí, Helena.
—Elimina los de menos de veinte millones de espermatozoides por mililitro.
—No hay ninguno.
—¿Cuál es el límite superior de concentración?
—Dos casos superan ligeramente los veinticinco millones por mililitro.
—¿Y la movilidad?
—Todos están dentro de los parámetros normales.
—Elimina a todos los que posean alguna enfermedad genética latente.
—Existen predisposiciones con porcentajes ínfimos.
—Elimínalos. ¿Cuántos quedan?
—Sesenta y dos.
—Haz un promedio de presencia de espermatozoides y elimina a los que queden por debajo.
—Quedan cincuenta.
—¿Tienes datos sobre la presencia genética de melanocitos?
—Los tengo, pero los parámetros son semejantes en todos los individuos.
—Haz un promedio y elimina los que lo sobrepasen.
—Quedan veinticuatro.
Helena se quedó un instante pensativa. Era una sensación extraña. Así se debía sentir una princesa cuando elegía a su futuro marido.
—¿Se te ocurre algún parámetro más para eliminar candidatos? —preguntó.
—Tal vez deberías ir a elementos positivos, como la inteligencia.
—De acuerdo, búscame los coeficientes intelectuales más altos.
—Hay seis casos de coeficientes entre ciento diecinueve y ciento veinticuatro, un caso de ciento cuarenta y uno. El resto están entre ciento diez y ciento diecinueve. ¿Quieres datos del test afectivo de Klaus?
—Sí.
—Doce de nivel C.
—Cruza los doce con los seis casos entre ciento diecinueve y ciento veinticuatro.
—Hay dos coincidencias —dijo Magnus.
Helena sintió que el corazón le latía con fuerza.
—Selecciona esos dos como donantes. Ahora cruza los doce de nivel C de Klaus con los diecisiete de coeficientes intelectuales inferiores a ciento diez.
—Cuatro coincidencias.
—Bien. Dame características físicas de los seis. —Helena se quedó mirando los datos de la pantalla. Estaturas, pesos, color de los ojos y pelo, incluso curiosidades como el número de pie, la longitud de pene y señales corporales.
«¿Qué estoy haciendo? —se dijo—. ¿Es necesario?».
—Magnus.
—Sí, Helena.
—¿Tienes filmaciones de esos seis… tripulantes?
—Claro. ¿Quieres verlos?
—No lo sé.
—Puedo esperar, Helena.
El termómetro del enorme hangar señalaba casi sesenta grados bajo cero. Helena se sentía cómoda dentro del traje, tanto por la agradable temperatura que le proporcionaba como por el aire tibio que le entraba regularmente en los pulmones. A través del visor, convenientemente climatizado, podía ver con toda claridad el amplio espacio cubierto por las doscientas cuarenta y nueve cajas metálicas en el suelo, las unas junto a las otras. Tras ella, Krispi y el nuevo ayudante que habían puesto en marcha permanecían en silencio. Habían transcurrido casi dos semanas desde la última transmisión de Titán y Helena había empleado el tiempo en sus estudios de medicina. Se sentía muy capaz de adquirir los conocimientos suficientes en un tiempo récord y, en realidad, los exámenes parciales a los que la sometía Magnus estaban resultando satisfactorios. Pero nada de eso tenía sentido sin neutralizar a su asesino, al inquilino, como le había llamado la doctora Van der Lubbe.
—Magnus. ¿Sería posible lanzar al espacio todos los… féretros?
—Desde luego, Helena.
Helena se paseó entre ellos. Era la primera vez que lo hacía y no fue capaz de determinar qué era lo que sentía exactamente. No había nombres en las cajas metálicas, todas del mismo gris brillante y todas del mismo tamaño. Ni siquiera podía saber cuáles pertenecían a los niños. A Jan, el rubísimo hijo de los Hendrik, o a Phillipe, del más negro ébano, hijo de Sara Mboma, el genio del ajedrez y de los ordenadores. De pronto el llanto la rompió y se dejó caer de rodillas, sollozando con fuerza.
—¿Quiere una taza de chocolate, doctora? —dijo la voz de Krispi.
Anegada en lágrimas, Helena no pudo contener la risa.
—No, Krispi. Gracias, ahora no. ¿Magnus?
—Sí, Helena.
—¿Cuánto tardarías en lanzar al espacio los féretros?
—Cuestión de un par de horas, pero… ¿cuál es la finalidad de esa acción?
—Verás… temo que el virus viva todavía en ellos. No me veo con ánimos de exhumarlos a todos y hacerles un examen forense. ¿Entiendes?
—Entiendo.
—Y hay algo más… No tiene sentido guardarlos aquí para… nada. El espacio es un buen sitio para que se pierdan…
—Eso no es exacto.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que la nave Alexander Yuriatin es el único objeto espacial en este sector. Estamos a una distancia del orden de cincuenta mil millones de kilómetros de Sedna…
—¿Qué dices?
—Cincuenta mil millones de kilómetros según la última lectura, pero se hace difícil hacer medias, dado que seguimos una aceleración constante y los tiempos se contraen…
—Déjalo. ¿Qué me ibas a decir?
—Que somos el único objeto en el espacio entre el sistema solar y el sistema Alpha Centauri y, por tanto, la única atracción gravitatoria significativa, y todo objeto lanzado desde esta nave tenderá a girar en torno a ella.
—¡Dios santo!
—Te recomiendo la incineración. Era el sistema previsto inicialmente y existen las instalaciones adecuadas. En menos de veinticuatro horas podría estar listo.
—¡Dios!
—¿Quieres que prepare un oficio religioso?
—No, Magnus, no quiero. Krispi.
—Sí, doctora.
—¿Sabes lo que es una inhumación, un enterramiento?
—Por supuesto, doctora Vlasova.
—Pues quiero que cojas uno de los féretros, de los pequeños, y lo entierres en una parcela de césped en Bio-2. ¿Sabes la profundidad y todo eso?
—Lo sé, doctora.
—Pues hazlo. Magnus, con el resto procede a la incineración.
—Sí, Helena.
—Y luego guarda aquí las urnas y sella este hangar. Por cierto, prepárame las filmaciones de los seis seleccionados, ¿de acuerdo?
—Lo que tú digas, Helena.
La granja del torrente Norman, en Queensland, tenía el mismo aspecto que doce años atrás. Tal vez los eucaliptos eran un poco más altos y la hierba un poco más amarilla, pero, por lo demás, a Jean Jobert le dio la misma impresión que le había dado entonces. El aerodeslizador le dejó muy cerca de la casa, junto a media docena más, un poco polvorientos y refulgentes al sol. La tumba estaba abierta detrás de la casa, con la amplia llanura al frente, el rumor del agua cercana y los setos altos y todavía bien recortados. Había una docena de personas más, pero Jobert se fijó inmediatamente en la general Ivanovna. Seguía manteniendo su porte erguido, los rasgos duros y afilados, y el pelo se le había vuelto más blanco, sin concesiones a la coquetería.
—¿General? —dijo Jobert, tendiéndole la mano.
Ella se la estrechó, frunciendo el ceño, sin reconocerle.
—¿Le conozco? —dijo.
—Jobert. La entrevisté hace doce años en…
—¡Ah! Cielos, perdóneme. —Le estrechó la mano con más fuerza—. La edad, ¿sabe? Voy a cumplir los ciento veinte y la memoria va fallando. ¿Cómo está usted? ¿Consiguió lo que se proponía?
—Por supuesto que no —contestó Jobert, sacudiendo la cabeza—. Marek me lo contó todo, sí, pero no hubo forma de que me autorizaran a contactar con… ya sabe usted.
—Sí, lo sé. Lo siento, pero se lo advertí. Es alto secreto y seguirá siendo alto secreto. Cada vez más.
—De todos modos no he desistido —aseguró Jobert—. Tengo una entrevista la próxima semana. No sé ni con quién la verdad, pero es alguien que, dicen, podría autorizar una charla con Titán.
—Hablar con Titán no es lo difícil, se lo aseguro. ¿Qué le contó nuestro amigo? —Señaló con la cabeza el féretro de madera junto a la zanja abierta.
—Pues que sólo hay una persona con la que hablar en la nave Yuriatin —dijo Jobert, bajando la voz hasta hacerla imperceptible.
—¿Entiende por qué el secreto? ¿Qué va a hacer usted con esa información?
—Me temo que nada. No puedo ir contando por ahí cosas que no puedo probar. De hecho, yo creo que la mayor parte de la gente cree que Alpha Centauri fue un fracaso y que todos están muertos. Incluso hay un par de películas en las que se cuenta la muerte de toda la expedición, explosiones nucleares, virus y esas cosas.
—¿Trata usted de sonsacarme, señor Jobert? —dijo la general con una sonrisa.
—¿Señor Jobert? —llamó un hombre de mediana edad y trajeado.
—Soy yo —respondió, tendiéndole la mano.
—Soy Robert Ender, editor de varias cadenas de televisión de Sydney y de Canberra. Es usted una persona muy conocida aquí.
—Gracias. Le presento a la general Ivanovna.
—¡Una general! Mis respetos o mis saludos, no sabría decirle. —Jobert sonrió, pero no así la general.
—¿No tenía familia el señor Marek? —preguntó la general.
—No que yo sepa —contestó Ender—. Sólo algunos amigos por aquí. Se los presentaré.
Transcurrieron casi dos horas entre las presentaciones y el sencillo y laico oficio fúnebre. La casa de Marek seguía siendo tan acogedora como Jobert la recordaba y un par de amigos del fallecido hicieron los honores como anfitriones.
—¿A qué se dedica ahora, general, si me permite la curiosidad? —preguntó Jobert.
—Jubilada. Ya sabe. Cuidar el jardín y escribir mis memorias.
—¿No tiene hijos, un marido, nietos?
—Soy un soldado, señor Jobert, eso no es compatible con el matrimonio y menos para un miembro de la flota exterior. Sólo en la ida y vuelta a Saturno me perdí los mejores años de la vida. ¿Y usted?
—Sí. Me casé, me divorcié, me volví a casar, tengo dos hijos que van a la universidad y me dedico al periodismo, aunque lo cierto es que tengo la mente en otro sitio.
La general calló un momento. Bebió un sorbo de la copa que tenía en la mano y luego sacó su comunicador del bolsillo de la americana.
—¿Cuándo tiene esa entrevista?
—El miércoles, en Baikonour.
—Le daré el nombre y el teléfono de una persona. Llámele y dígale que va de mi parte, pero convencerle es cosa suya.
—No sabe cuánto se lo agradezco.
—No. A mí no. Agradézcaselo a Marek.
El hombre que recibió a Jean Jobert en el cosmódromo de Baikonour debía de tener al menos ciento treinta años, una edad notablemente avanzada incluso para lo que era habitual. Desde luego que, lógicamente, debía de estar ya jubilado, o al menos próximo a la jubilación. El despacho era todo lo sobrio que podía esperarse de un personaje que respondía únicamente al nombre de Smith. Cuando la general le dio su nombre, Jobert pensó que tal vez podría tratarse del mismo misterioso Smith del que Marek le había hablado y esa impresión se reforzó cuando se sentó frente a él en la incómoda silla metálica. De ser el mismo, tenía que haber sido un hombre muy joven cuando estuvo en Titán, haciendo lo que fuera que hiciese en torno a la operación Alpha Centauri. Por lo demás, podía tratarse de un funcionario cualquiera de la Agencia Espacial o de las compañías comerciales que tenían su base o sus oficinas en el gigantesco cosmódromo.
El despacho tenía un ventanal que daba a una de las pistas donde tres lanzaderas, con sus panzas abiertas, recibían carga y pasaje con destino a la Estación Espacial. Nada más entrar, Jobert se dio cuenta de que el ambiente y, probablemente, la conversación, iban a ser de lo más relajado. Música ambiental, café recién hecho y las paredes pintadas de un suave color pastel.
—Perdone que no me levante, señor Jobert, pero uno ya no está para muchos trotes. El médico me ha recomendado que no trabaje, pero él tiene la misma edad que yo y sigue en la brecha. Así que…
—Le entiendo.
—Pero siéntese, siéntese. ¿Un poco de café?
Jobert saboreó una taza mientras la conversación transcurría por lugares comunes como el momento político, la general Ivanovna o los recientes tifones en Asia que habían causado inmensos desastres. No obstante, Jobert no se dejó engañar por la aparente afabilidad de Smith. Los ojos vivos y duros del funcionario no dejaban de observarle y la ausencia total de elementos en el despacho hacía que su función y su personalidad quedaran en el anonimato.
—La general Ivanovna me ha pedido que le reciba y que le ayude en la medida de lo posible. Es una persona muy querida para mí y con la que me une una gran amistad. Creo que no le podría negar casi nada. ¿Qué quiere usted exactamente?
—Quiero hablar con Helena Vlasova.
El silencio fue la primera respuesta. Luego Smith tomó un sorbo de café y juntó las manos frente a él, sobre la mesa pulida y vacía, como si rezara.
—¿Quién le ha hablado de Helena Vlasova? ¿La general?
—Marek.
—Marek. Debí suponerlo. No se lo reprocho. De todos modos cumplió su palabra la mayor parte del tiempo. ¿Qué le dijo?
—Que es la única superviviente del proyecto Alpha Centauri. Que sigue allí.
—Él no sabía si sigue allí —rezongó Smith.
—¿Pero sigue?
—¿Para qué quiere hablar con ella?
Jobert supo entonces que seguía viva.
—Es una exclusiva única en la historia del periodismo. Oír a alguien que está a miles de millones de kilómetros en el espacio… fuera del sistema solar. Quiero hablar con ella, saber qué pasó, qué planes tiene, cómo es la vida en solitario, condenada a ser el último ser humano.
—Apunta usted muy alto. ¿Tiene idea de los efectos de la contracción del tiempo? ¿El efecto Kaplan?
—Suficiente.
—¿Cómo de suficiente?
—Sé que en la Yuriatin han pasado apenas seis meses y que su aceleración es enorme, que se hace imposible aplicar las ecuaciones de Kaplan.
—¿Y el efecto Doppler?
—Sí, lo conozco. Las ondas de radio o de luz se separan tanto que provocan una deriva hacia el rojo.
—La luz hacia el rojo, pero las comunicaciones son exasperantemente lentas. Distorsiones de unas características desconocidas. En definitiva, lo que usted pide es imposible.
—¿No se puede hablar con ella?
—No en el sentido en que usted lo dice.
—Dígame entonces en qué sentido puedo hacerlo.
—Todavía no me he decidido a ayudarle. De hecho, yo no existo, esta reunión tampoco y si no fuera por la general, jamás tendríamos esta charla.
—Lo sé.
—¡Vamos!, convénzame, señor Jobert.
—Creo que es inútil, señor… Smith. Usted ya ha tomado su decisión antes de que yo entrara por esa puerta. Sea lo que sea, está decidido y nada de lo que yo diga lo puede cambiar.
—Es usted una persona notable, señor Jobert. ¿Qué más le contó mi buen amigo Marek?
—Me habló de usted, de Ivanovna y de sus veleidades de juventud con Helena Vlasova. Me habló de cierta… epidemia o algo parecido en la nave Alexander Yuriatin, aunque de eso no tenía demasiada información. Del Centro de Comunicaciones de Titán.
—Se desmanteló, ya no existe.
—Sí, eso me dijeron.
—¿Ha estado usted en la Estación Espacial? —preguntó Smith.
—Sí.
—Las comunicaciones con Titán, como usted sabe, están sujetas a protocolos especiales, las frecuencias son limitadas y luego está la seguridad.
—Sí, supongo que no es fácil.
—¿Qué está usted dispuesto a hacer por conseguir esa… entrevista?
—¿Qué quiere decir?
—¿Estaría dispuesto a viajar a Titán?
Esta vez sí que Jean Jobert se quedó sin habla. En sus planes figuraba moverse por todo el mundo sin ningún problema. De hecho, viajaba con frecuencia entre París, Sydney o Boswash, había dado clases en Londres y en Dakar y había estado en la Estación Espacial y en la Luna. Pero el salto a Saturno… eso era otra cosa.
—No sé si estoy dispuesto a viajar a Titán. Es una opción… vital, diría yo.
—Exacto. Es una parte importante de la vida dedicada a ello. Le aseguro que es algo impagable de lo que uno nunca se arrepiente.
—No parece usted una persona que se arrepienta de nada, si me permite decirlo, señor Smith.
Smith sonrió.
—Oficialmente, la operación Alpha Centauri se canceló en el año 2314 —siguió Smith—. Se desmantelaron las instalaciones en la estación de Titán y se repatrió a la mayor parte del personal. La nave se dio oficialmente por perdida, no hay comunicaciones, no hay constancia de nada, ni presupuestos, ni información. Nada. Titán se sigue dedicando a las actividades mineras. Hay un trabajo ciclópeo de regeneración de su atmósfera para hacerlo habitable, un trabajo de décadas o de siglos tal vez, se trabaja en Japeto y en Tetis.
—Pero… —dijo Jobert.
—Si está usted dispuesto a llevar a cabo su… idea, no le queda más remedio que viajar allí. Suponiendo que haya alguna comunicación con la nave Yuriatin, nunca saldrá del centro de recepción de Titán, jamás. Es alto secreto, y usted, yo o quien sea se juega la cabeza si esa comunicación sale del sistema de Saturno.
—Pero… ¿viajar a Saturno?
—Hay una nave equipada y lista, la Huygens, en la Estación Espacial. Creo que está prevista su salida a finales de marzo. Tiene usted dos meses para preparar su viaje, liquidar sus asuntos en la Tierra, ya sabe.
—¿Por qué me lo pone tan fácil?
Smith respiró profundamente y Jobert vio por primera vez una chispa de expresividad en sus ojos.
—Porque yo daría cualquier cosa por volver a Titán.