VII

La Ciudad de las Estrellas de Sydney ofrecía un sinfín de posibilidades de ocio, pero para el joven Jean Jobert, recién llegado de Europa, no tenía atractivo alguno. A bordo del veloz deslizador vio pasar ante sí la inmensa pista, los hangares con las lanzaderas, los estilizados edificios y los lejanos bosques de eucaliptos. El aeropuerto en el que acababa de aterrizar, primer paso para el salto al espacio infinito, era sólo uno de los cuatro que enlazaban la Ciudad de las Estrellas con el resto de la Tierra. Desde allí, las lanzaderas establecían un puente aéreo permanente con la Ciudad Espacial, en órbita, donde las grandes naves entraban y salían con destino a su viaje de años hacia los planetas exteriores.

No obstante, para Jobert, reportero de la agencia Europa News, el trayecto no iba a ser tan largo, ni mucho menos. El viaje emprendido en París hacía unas horas le iba a llevar a una granja agrícola perdida en el nordeste australiano, a un rincón de Queensland, lejos de la vorágine de la gran ciudad.

El taxi le dejó en el aeropuerto Foster, central de los vuelos interiores, y en pocos minutos el jet subsónico se elevó con su docena de pasajeros a bordo en dirección a Townsville.

Era ya noche cerrada cuando aterrizó en el pequeño y moderno aeropuerto, pero al entrar en la ciudad, pareció como si de golpe el tiempo hubiera retrocedido al siglo XXI o a finales del XX. Viejos letreros de neón centelleaban sus azules y sus rosados y las luces de baja intensidad dejaban ver un cielo negro atiborrado de estrellas.

Aquella noche, Jean durmió bien en un confortable y pequeño hotel, y por la mañana le despertó el ajetreo de una ciudad agitada por los zumbidos de los viejos vehículos eléctricos. Se veían muy pocos deslizadores, que junto con las grandes pantallas publicitarias daban una escasa imagen de modernidad.

Eran poco más de las diez de la mañana cuando el miniHarrier de despegue vertical salió del aeropuerto rumbo a Croyden. Jobert aprovechó las dos últimas horas de viaje para repasar una vez más los datos del hombre al que debía visitar. Victor Marek, ochenta y ocho años, periodista retirado de la agencia Mars Town y de muchas cadenas de televisión. Premiado infinidad de veces, condecorado y reconocido por varias universidades. Nacido en Marte. Uno de los últimos profesionales que habían viajado a los lugares donde se producían las noticias, antes de que aquello pasara de moda definitivamente. De algún modo, el propio Jobert estaba recuperando aquel viejo método. Marek se había negado a mantener con él una simple charla virtual. «Quiero olerle, amigo, el olfato no engaña», le había dicho. Y allí estaba Jean Jobert, viajando hasta una comarca perdida cerca de un tal torrente Norman donde Marek pasaba su jubilación cultivando verduras y criando avestruces.

Después de un infernal viaje en deslizador casi aplastado por el sol, Jobert se encontró frente a un hombre de estatura mediana, con la piel tostada y el cabello blanco. Vestía un traje térmico azulado y llevaba al cuello un antiguo pañuelo de cuadros que podía haber estado en un museo. Sin embargo, a pesar de las arrugas y las canas, Victor Marek tenía una chispa de vivacidad y de inteligencia en los ojos que no pasó desapercibida al escéptico periodista.

—¿El señor Marek? —dijo, tendiéndole la mano.

—¿El señor Jobert? —contestó él, estrechándosela.

Dentro de la casa, Jobert empezó a pensar que, después de todo, Marek no andaba equivocado sobre cuál era el modo de vivir bien. Era una construcción que sólo por el estilo recordaba a una vieja granja. Dentro, la decoración contribuía a reforzar esa sensación, pero el clima, los accesorios y los sistemas de mantenimiento y de comunicaciones la ponían a la vanguardia de la tecnología.

—Tiene usted una casa magnífica —comentó.

—¿Se esperaba una granja como la de las viejas películas? Tengo algunos empleados, un par de androides y un sistema automatizado como el del Ministerio de Defensa. Le aseguro que no vivo en el pasado. Sólo que me gusta la soledad y aquí la tengo si me hace falta.

—Extraño para un hombre nacido en las colonias marcianas.

—Tal vez. ¿Usted dónde ha nacido?

—En París —contestó Jobert.

—¿Y nunca ha salido al espacio?

—Lo normal. He estado en la Luna, en la estación espacial, y virtualmente…

—¡Oh, los viajes virtuales! ¿Quiere una copa?

—Sí, gracias. ¿No le gustan los viajes virtuales?

—Ya sabe que no —dijo Marek mientras una silenciosa barra parecía materializarse desde la pared.

Preparó dos vasos de un azul celeste, escarchados, y le alargó uno a Jobert.

—Pruebe esto. Se llama margarita blue. Es una variedad de la tradicional margarita mexicana. ¿Conoce México?

—Sí. He estado allí. Es usted un enamorado de la Tierra.

—Nos suele pasar a los alienígenas —dijo sonriendo.

—¿Qué le hizo dejar el periodismo?

—¿Esto es ya la entrevista?

—Eso depende de usted, pero básicamente estoy interesado en conocerle. Es usted algo así como un mito en la profesión.

—Una especie de ballena.

—Yo no diría tanto.

—Vamos, no se corte. —Marek se rió—. Los tipos como yo están extinguidos, pero eso no deja de ser normal. Me jubilé hace veinte años, o dieciocho para ser exactos. Ahora todo funciona de modo virtual. Usted puede montar su reportaje sobre Titán sin moverse de su casa. Bien, en mi época también se hacía, o se podía hacer, pero aún se valoraba que el autor visitara el lugar de los hechos. Claro que la fidelidad de una grabación dependía mucho del profesional que la hacía.

—Ahora nos permitimos ser más creativos, la tecnología ya no es problema.

—La tecnología siempre es un problema, amigo mío —dijo Marek escéptico—, aunque no lo parezca. Pero seguro que pensará que eso son cosas de viejos. ¿Ha leído algo sobre el intento de golpe de Estado de Fujida el siglo pasado?

—Sí, es un tema interesante.

—La tecnología al servicio de la tiranía. Lo mismo que en la guerra. Fujida usó por ver primera vez los LST de combate. Máquinas maravillosas, eficaces, inteligentes. Androides con lo peor del ser humano: la agresividad, la violencia, la frialdad. Y un buen día actúan de manera imprevisible y no quieren pelear. Todavía hoy se estudia por qué se comportaron de esa forma.

—Las comunicaciones no se nos rebelan. Obedecen.

—Eso cree usted. Sí, eso cree. ¿Quiere hablar de la misión Alpha Centauri?

—Ésa era mi intención —dijo Jobert.

—Las comunicaciones. Ése era uno de los problemas.

—Aún lo es.

—O sea que la misión no se ha terminado —dijo Marek, súbitamente interesado.

—Teóricamente sí. Hace veinte años se canceló y se disolvió el equipo de seguimiento en Titán.

—¿Y en la práctica?

—He estado en el centro espacial de Houston y en el de Baikonour —dijo Jobert—. He visto los archivos. He hablado incluso con la general Ivanovna.

—¿General? ¡Vaya carrerón! Hace años que no sé nada de ella. ¿Qué hace?

—Se licenció en el sesenta y ocho, nada más conseguir su estrella.

—Una persona interesante. ¿Le apetece comer un delicioso estofado de avestruz?

—¿Por qué lo dejó todo? —volvió a preguntar Jobert, con la taza de café a medio camino hacia sus labios.

—Por nada en particular. Si piensa que me sentí especialmente mal por lo que pasó, le diré que no. Nada de eso. Mi ciclo se había acabado. Tenga en cuenta las circunstancias. Cuando salí rumbo a Titán, en el cuarenta y dos, yo tenía cincuenta y dos años, estaba en lo mejor de mi carrera y podía trabajar, si quería, durante diez años más, o quince. Hasta que me ofrecieron ir a Saturno. Imagínese, tres años de viaje hibernado, una estancia de tres o cuatro años, más otros tres años de vuelta. Eso sin contar con que yo quería acabar aquí en Queensland, y que ya tenía el terreno comprado. Es lo que nosotros llamábamos un «reportaje terminal». El último y luego la jubilación.

—Pero sólo estuvo allí poco más de seis meses.

—Sí. Se jodió todo. Y perdone por la expresión.

—¿Qué pasó exactamente? Se dijo que un virus, pero nunca llegó a saberse realmente. Fue declarado alto secreto y no hubo explicaciones. Y sigue sin haberlas.

—Un virus —dijo Marek mientras servía otra taza de café a ambos.

El sol se estaba poniendo, tiñendo de rojo la campiña. Marek se puso en pie y contempló los campos mientras sorbía su café humeante.

—¿Sabe que reciclamos el ciento por ciento del agua? —dijo—. Como en cualquier nave espacial o en las colonias exteriores. En la que yo nací, en Marstown, nadie se imaginaba lo que era ver correr el agua, y eso que ya se había conseguido entonces regenerar algo a partir del hielo del subsuelo. Pero la exuberancia de la Tierra… No hay nada en el espacio como esto.

—¿Ni siquiera NW-17?

—Mire, mi querido amigo, siempre he dudado que ese planeta tenga las mínimas condiciones. Y le diré más, algunas veces he dudado que exista.

—Mucha gente lo ha dudado siempre. Pero la Agencia Espacial dijo que sí, que existe y que es habitable.

—Sí, un virus —repitió Marek como para sí.

—Hábleme de eso —le apremió Jobert.

—O sea que sigue existiendo comunicación con la nave Alexander Yuriatin —siguió Marek, replegado sobre sí mismo—. No lo esperaba. En realidad me desentendí de todo aquello, pero supongo que es posible, aunque mi pobre amiga Natalia estará tan vieja como yo y…

—No, señor Marek. En eso se equivoca. Los tripulantes no están tan viejos como usted.

—Ya. La contracción del tiempo. —Marek se sorprendió, ya que el joven hablaba de tripulantes, en plural. ¿Lo habrían mantenido tan en secreto que nadie sabía que habían muerto?

—La contracción temporal y el efecto Doppler causaban problemas en las comunicaciones —siguió Marek—, y supongo que aún los causan, ¿no?

—Algunos, pero no estoy muy informado de cuestiones técnicas, la verdad. Tengo mis fuentes y he conseguido una información que, creo, es mucho más interesante.

—Vaya, señor Jobert, ¿y la va a compartir conmigo?

—Un intercambio —contestó Jobert.

—¿Qué quiere de mí? —dijo Marek después de soltar una carcajada.

—La historia, su historia. Todo lo que fue censurado y no pudo enviar a la Tierra. Qué pasó, qué sabe usted de ese virus, si es que existe, quién era el famoso señor Smith que desapareció en el satélite.

—¿Y a cambio, cuál es esa información tan interesante que va a darme?

—El tiempo, señor Marek. Sé el tiempo que ha transcurrido en la nave en los dieciocho años que hace que usted salió de Titán.

—¿Cuánto tiempo? —dijo Marek, tenso por primera vez en toda la charla.

—Tres meses, trece días y… —Jobert miró su reloj— dieciséis horas…