Era como si el frío del espacio hubiera penetrado ya en la nave. Ante los ojos de Helena se abría una gran sala casi vacía, de techo muy alto. Había grandes contenedores pegados a la pared y por los códigos dedujo que eran estructuras para construir asentamientos. Apartamentos, servicios, hangares. Tal vez con la idea de que algún día creciera la población o llegaran a algún mundo habitable, a ese legendario planeta NW-17 en Alpha del Centauro. Pero todo, el suelo y los contenedores, estaban cubiertos de una fina escarcha, señal inequívoca de que los sistemas vitales estaban fallando. Miró el indicador de su traje. Cuarenta grados bajo cero. El nivel de oxígeno era inferior al sesenta y dos por ciento y la presión era dos tercios lo normal. No recordaba haber estado nunca en aquella zona, y dando sus primeros pasos por la superficie resbaladiza, se sintió en parte como un explorador. Tras ella, Krispi la seguía obediente, dispuesto a ayudarla, aunque Helena no pudiera oír el crujido de sus deslizadores sobre el suelo helado.
—¿Dónde está la otra unidad que has activado?
—En su lugar de almacenamiento. Sector 29B del nivel seis.
—Krispi. ¿Te importaría traerla aquí con nosotros? ¿De qué me sirve en su lugar de almacenamiento?
Helena oyó un crujido en los auriculares. De no ser porque trataba con un androide hubiera pensado que murmuraba.
—Activa al ciento por ciento sus conocimientos de mecánica. No necesito que hable conmigo ni funciones superiores, tú te comunicarás con él.
Helena había llegado al otro extremo de la gran sala, de unos cuarenta metros de longitud, cuando el nuevo androide salió de otro de los ascensores.
—Magnus, indícame los compartimientos estancos de acceso al nivel treinta y seis.
Magnus respondió por escrito, lo que indicaba que todavía no había podido solucionar sus problemas de comunicación. La respuesta fue la misma que desde hacía varias horas: «Trabajo en ello».
Al entrar en el nivel treinta y seis, los datos le indicaron una presión de apenas un tercio de la normal. El oxígeno era sólo del cuarenta y dos por ciento y, además de hielo, había cristales rotos por el suelo y objetos diversos, probablemente desplazados por la corriente de aire.
—Magnus. Hazme un informe del estado del nivel treinta y siete. Estructuras y soporte vital. Pásalo también a Krispi.
En la pantalla ocular se desgranaron los datos para finalizar con una pregunta: «¿Quién es Krispi?».
—Por Dios. Estoy tratando con tontos. Krispi, pásale tu número de serie a MGS 1000, por favor.
Dejó que las máquinas se entendieran entre ellas mientras estudiaba los datos. Sentía un deseo enorme de quitarse el maldito traje de astronauta. A pesar de su entrenamiento, hacía ya mucho tiempo que se había acostumbrado a la cómoda y acogedora vida en la Alexander Yuriatin y se sentía torpe, tenía frío y anhelaba volver al hospital, al laboratorio, para seguir con la auténtica y única finalidad de todo aquello. Había llegado al final de la gran sala cuando oyó en sus auriculares la familiar voz de Magnus.
—Reparados los sistemas de comunicaciones. He reprogramado los parámetros para adaptarlos a la contracción temporal, pero será sólo útil en las próximas dos horas y diecinueve minutos. En ese momento será necesario hacer una nueva reprogramación.
—¿Afecta también a las comunicaciones internas o se trata de un problema diferente?
—Afectaba también a las comunicaciones internas, pero he derivado el sistema interno para que funcione de modo independiente.
—Gracias, Magnus. ¿Podemos acceder al nivel treinta y siete?
—Sí, pero es aconsejable que sean las unidades LST las que realicen la reparación.
—De acuerdo. Krispi, lleva a tu ayudante a la zona averiada del nivel treinta y siete y repara los mamparos, las grietas y todo lo que te indique Magnus. Mantenme informada.
Cuando los dos androides desaparecieron tras las puertas del ascensor, Helena notó más que nunca la soledad, como si el amasijo de chatarra llamado Krispi fuera su única compañía.
—Magnus, ¿dónde está John Lee?
—¿Te refieres al gato?
—Claro.
—Está en tu apartamento.
—Bueno, no estoy sola, también está John Lee.
—He decidido ponerme a trabajar inmediatamente en mi propio proyecto —dijo Helena a la pantalla—. Lo llamaré «operación Eva». Me gusta ese nombre. Lo primero era analizar mi propia morfología, mi albinismo y la relación entre él y el virus conocido como LGX. Esa fase ha concluido. Al parecer, según he deducido de los informes, el virus reside en las células conocidas como melanocitos, de las que obviamente yo carezco. Bien, no carezco del todo de ellas, pero las pocas que tengo no son lo bastante receptivas, dice el informe, para albergar al exigente virus. Creo que en este momento conozco lo suficiente de mí misma. El segundo paso consistirá en diseñar un programa capaz de orientarme paso a paso en todo lo que debo hacer para la inseminación. Conforme vaya desarrollando el programa iré obteniendo la información médica que necesite, pero al mismo tiempo voy a seguir un curso de medicina básica que incluiré también en el programa. El siguiente paso será estudiar el funcionamiento y los conocimientos de los androides especializados en apoyo médico. No sé gran cosa de ellos, pero sí tengo suficientes conocimientos de ingeniería para llegar a dominarlos y reprogramarlos si fuera necesario. De todos los pasos que vaya dando enviaré informes a la estación con la intención de que especialistas médicos los analicen y me den las instrucciones oportunas. Magnus se está ocupando de un modo satisfactorio del funcionamiento normal de la nave, aunque tengo que ir activando cada vez más androides LST que se ocupen del mantenimiento. Esto es como llevar un hotel de cinco estrellas sin servicio doméstico. Bien. Eso es todo por el momento.
Victor Marek despertó con la sensación de que su cuerpo pesaba más de lo normal. Por un momento pensó en algo como un frenazo, una pérdida de gravedad o algo así, pero luego recordó el licor de nueces y vio la botella vacía descansando en el suelo, todavía al alcance de su mano.
—Quiero irme de aquí —murmuró todavía con un inmenso dolor de cabeza.
Habían pasado seis meses desde el lanzamiento al espacio exterior de la Alexander Yuriatin y la audiencia que seguía su magacín había perdido interés en la vida de la doctora Helena Vlasova, la única superviviente de una operación que lo había sido todo, la mayor hazaña de la humanidad y el mayor de los fiascos. La orden de regresar a Marte o de desvincularse de la agencia había pillado a Marek en un mal momento y había optado por tomarse un respiro cogiendo una buena borrachera con lo único alcohólico que tenía a mano, un repulsivo licor que le había dejado una resaca inmensa.
Hacía dos meses que el equipo de la misión Alpha Centauri había sido desmantelado, aunque no totalmente. Lubistch había regresado a la Tierra con la última nave correo, camino de la jubilación, y Smith, el misterioso señor Smith, se había quedado al mando de un reducido equipo con la única misión de hacer creer a los sufridos humanos que no habían abandonado a su suerte a la doctora Vlasova.
En la sala de comunicaciones, Marek leyó el último mensaje y luego se quedó mirando a Smith.
—Me voy —le dijo.
El otro no contestó. Tecleó para guardar la comunicación de Vlasova y luego se volvió hacia Marek con una expresión vacua.
—¿Me ha oído? —siguió Marek—. Esto ya no va a ninguna parte. No hago nada aquí. Seis meses para enviarle unos cuantos mensajes y eso es todo. A nadie le interesa ya lo que estoy haciendo. He pedido la baja en la agencia y me vuelvo a mi casa en Marte. Dentro de tres años estaré allí. A tiempo de retirarme y romper amarras, y luego un año más y a la Tierra. A mi granja. Llevo demasiado tiempo en esto.
—Para ella apenas han pasado veinte días —dijo Smith.
—¿Cómo lo sabe?
—Por las fechas y las horas de sus comunicados. Su velocidad es ya inmensa, el tiempo se contrae y la estamos perdiendo.
—Más a mi favor —afirmó Marek—. ¿Qué deduce de su último comunicado?
—Que progresa y que su vida tiene un sentido. Seguramente se está haciendo a la idea de que ya no nos necesita.
—Ya. Bien. Espero que le vaya bien, pero supongo que aún le harán falta los médicos, si es que esta locura de comunicaciones se puede mantener.
—Por el momento sí. —Smith sacudió la cabeza—. A mí también me gustaría dejarlo ya. Es como mirar a un pájaro que se va alejando. No va a volver ni puedo hacer nada por él. Hágame un favor. Una última comunicación. Dígale que a partir de ahora serán los médicos, especialistas en ginecología, fecundación y obstetricia, los que van a hablar con ella.
—¿Y usted? ¿Se marcha también?
—Pronto —respondió Smith—. En cuanto yo mismo diga que ya no soy necesario aquí. Me enviarán a cualquier otra parte. Tal vez a las minas, o al sistema de Júpiter.
—Se acabó Alpha Centauri —dijo Marek.
—Para nosotros me temo que sí. Pero no se deprima. En realidad, aunque todo funcionara a la perfección, estaríamos en la misma situación, perdiéndoles por momentos. Al menos, para mí es un consuelo.
La gran nave Argonaute lanzó sus fingers hasta los muelles de la Estación Titán, y los sistemas automatizados empezaron a descargar de inmediato las mercancías. Por el finger principal empezaron a desfilar los pasajeros, despiertos de su hibernación hacía apenas dos días, intentando ver por los ventanales la imagen del gigantesco Saturno, el espectáculo más maravilloso que jamás hubieran contemplado en sus vidas.
Acomodado en la lanzadera, Victor Marek se había sumergido en sus propios pensamientos, tratando de hacerse a la idea de que su vida, a pesar del importante giro que iba a dar, no estaba acabada, ni mucho menos. A punto de cumplir los sesenta años, le quedaban por delante todavía unos cuarenta, aplicando simplemente la estadística de finales del siglo XXIV. Tal vez un poco menos de lo que debía de quedarle a Helena Vlasova.
Con un gesto y una sonrisa, Marek agradeció al auxiliar de vuelo el refresco que depositó en su mano y contempló el hermoso espectáculo ocre de Titán, donde había pasado el último año de su vida. Por un momento pensó que no había valido la pena, que seis años de viaje entre ida y vuelta para cubrir en primera persona una información era algo que ya estaba obsoleto, que nada lo podía justificar. «Los espectadores se deben acostumbrar a que la información ya no necesita informadores», le había dicho él mismo a su jefe. Elevó la copa, brindando por los seis mil mineros atrapados bajo la superficie del satélite y luego apuró el cóctel tranquilizante y antiestrés.
—¡Eh!, señor Marek.
—¡Vaya, capitán! —exclamó sorprendido.
La ahora capitán Ivanovna le estrechó la mano con fuerza y se sentó junto a él. Al margen de su graduación, una estrella más, poca cosa más había cambiado en ella desde que la había conocido un año atrás. Seguía siendo una mujer joven, de cara angulosa y expresión un tanto fría, pero con muchas buenas cualidades cuando las dejaba salir a la superficie.
—¡No me diga que deja Titán! —exclamó Marek.
—Pues sí. Vuelvo a la Tierra después de cinco años. Se iba usted sin despedirse.
—No me gustan las despedidas.
—Tiene usted razón. A mí tampoco. ¿Qué piensa hacer?
—Por el momento me voy a Marte. Tal vez trabaje un año más, aún no lo sé. Y luego a la Tierra.
—Ja —rió Ivanovna—. ¿A su granja de Queensland?
—Eso es.
—Es una pena —dijo Ivanovna.
—¿A qué se refiere? ¿A mi retirada del periodismo?
—No. —La capitán rió de nuevo—. Me refería a la misión, a Alpha Centauri. Ha suscitado un gran debate en la Tierra. Los partidarios de olvidarse del salto al espacio han ganado adeptos. Yo diría que se equivocan, que eso es estancarse.
—Estoy de acuerdo —dijo Marek—. Su tiempo también se contrae.
Ivanovna le miró sin entenderle. Al fin y al cabo no tenía por qué saber que lo que más le dolía de todo aquello era su vieja amiga Natalia, o Helena, perdida en la inmensidad del espacio.
Desde el fondo de la lanzadera, Marek notó el temblor de los motores y la pequeña nave se elevó en el hangar enfilando hacia la Argonaute.
—Bienvenidos a la lanzadera Cástor perteneciente a la nave planetaria Argonaute —dijo una voz—. El trayecto hasta la nave durará veinte minutos y desde las ventanas de estribor podrán admirar una imagen irrepetible del satélite Titán sobre el fondo de Saturno. Muchas gracias.
—Bien —dijo Ivanovna—, disfrutemos del viaje, ¿no le parece?
—De acuerdo, pero no crea que se me ha olvidado que me encerró en un calabozo. Se lo perdonaré si me consigue un poco de whisky.
La capitán Ivanovna rió de buena gana mientras la lanzadera se deslizaba veloz hacia su nave nodriza.