V

Un desagradable zumbido despertó a Marek. Luego una mano, cualquier cosa menos delicada, le sacudió de modo inmisericorde.

—Vamos, despierte.

—¿Qué ocurre? ¿Se quema la estación espacial?

—Quieren verle en el centro de comunicaciones —dijo la teniente Ivanovna.

Cuando Marek entró en el Cecom, éste funcionaba a toda máquina. El lugar bullía con técnicos, soldados y operadores moviéndose de un lado para otro. El hombre de los ojos azules estaba de pie junto a una pantalla holográfica iluminada.

—Está emitiendo. Su amiga se comunica con usted.

Marek estaba todavía algo aturdido cuando se sentó frente a la pantalla. Era ella, no cabía duda, era Natalia, la misma y etérea compañera de estudios a la que había salvado su blanco pellejo hacía muchos años. Los albinos no envejecemos, le había dicho ella cuando se despidieron, dos estudiantes, verdes todavía, dispuestos a comerse al mundo. Y ahora veía que era cierto.

—… y entonces todo fue muy rápido, ¿sabes? —decía la voz de Natalia con una extraña distorsión—. No conseguí ni siquiera enterarme bien de lo que estaba pasando…

—¿Por qué se oye tan mal? —preguntó Marek.

—Tiene que ver con el efecto Doppler.

—… una mañana me levanté y estaban todos muertos. No sé ni quienes fueron los últimos, ni tampoco sé exactamente por qué yo estoy viva. No he tenido valor para entrar en el hospital y ver los informes médicos, pero seguro que tiene algo que ver con mi albinismo…

—¿Me he perdido mucho? —volvió a preguntar Marek.

—No, sólo un par de minutos. Luego se los paso. Era un saludo, para usted. Bien, de hecho habla para usted.

—… y me he ido organizando, pero estoy sola. Inmensamente sola. No me atrevía a hablar con nadie. No estoy muy segura de estar cuerda, ya sabes. A lo mejor estoy hablando sola, pero Magnus me dice que el mensaje sale y es recibido…

—¿Quién es Magnus? —preguntó Marek.

—MGS 1000, el ordenador de a bordo —respondió el hombre.

—… estás escuchando ahora. Estoy muy asustada. Esto es… inmenso. Tal vez era un poco estrecho para doscientas cincuenta personas, aunque nunca lo había pensado, pero ahora, ¡Dios!, no puedo seguir. Lo siento. No sé cuánto tardará en llegar el mensaje. Bien, se lo preguntaré a Magnus. Y otro tanto de vuelta. Dime algo. Necesito saber que existen personas en alguna otra parte.

Un chasquido y Marek se encontró con la superficie oscura de la pantalla y un vacío inmenso.

—Es inhumano —dijo.

—Ella confía en usted.

—¿En mí? ¿Y qué mierda puedo hacer yo por ella? —gritó Marek fuera de sí—. Ustedes la han enviado allí, malditos cabrones, ustedes la han metido en esa lata y la han lanzado al espacio. ¡Joder! Debería aconsejarle que se suicidara, sería más humano que tenerla allí de conejillo de Indias.

Marek se levantó con violencia, derribó la silla y se fue hacia la salida a grandes zancadas.

—Ella confía en usted —repitió el hombre.

Marek se detuvo frente a la puerta y por un instante se oyó chirriar su cerebro luchando contra las ganas de desaparecer. Se dio cuenta de que su interlocutor no le había amenazado si no cumplía el trato, no le había recriminado nada. Tal vez estaba tratando con seres humanos.

—¿Cómo se llama usted? —preguntó Marek sin volverse.

—Smith —respondió el otro.

—¿Smith?

—Sí.

Marek soltó una risa y se volvió.

—Bien, señor Smith, ¿qué se supone que tengo que hacer?

—Contestarle. Que no se sienta sola. Conseguir que mire los informes médicos, que nos cuente qué ha pasado y por qué, que lleve una vida normal y nos mantenga al tanto del estado de la nave. En definitiva, que prosiga con la operación Alpha Centauri, en la medida de lo posible.

—¿Qué? —Marek hizo una mueca—. ¿Me toma el pelo, señor Smith? Eso es tan increíble como su nombre. La operación era llevar a colonos de la Tierra por el espacio hacia el planeta NW-17 en órbita alrededor del sistema Alpha Centauri. Los antepasados de un grupo de gentes del espacio que dentro de setecientos años estarían allí y desembarcarían como enviados terrícolas. Somos de la Tierra, venimos en son de paz. ¡Qué maravilla! Pero ahora va una pobre chica sola. Se acabó. No hay misión.

—Aun así. —Smith se sentó de nuevo y sacó un cigarrillo—. De acuerdo, quite la última parte. No hay misión. Queda saber qué ha pasado, conocer qué virus o lo que sea que ha matado a la tripulación. Tener información de primera mano del comportamiento de la nave, estudiar alternativas… y sobre todo acompañar a esa mujer que va a estar sola el resto de su vida, dure lo que dure.

Marek respiró hondo y volvió a sentarse frente a la pantalla, junto a Smith.

—Muy bien. Vamos a hacer compañía a mi vieja amiga.

Detrás de los verdes tallos de maíz se removía alguna cosa y Helena lo miró de reojo, tratando de no asustarlo. Era una especie de bola de algodón, blanca y negra, pequeña y gruñona. Era un gato, un auténtico y trémulo gatito, vivo como ella misma. El borde de las gafas no le dejaba ver con claridad con el rabillo del ojo, pero estaba segura de que el animalito dormía tranquilamente, tembloroso y probablemente bien alimentado. Despacio, Helena se acercó hasta observarlo de cerca, luego ojeó a su alrededor tratando de localizar a la celosa madre. En lo alto de la cúpula brillaba el sol artificial y hasta ella llegaba el rumor del curso de agua cercano. De algún lugar salía la música, la bucólica suite de Peer Gynt que había elegido para su paseo por el campo de Bio-1.

Helena sabía que había parejas de gatos bajo la cúpula, pero nunca había visto ninguno hasta ese momento. El que estaba contemplando no tendría más de un día de vida. Lo recogió con sumo cuidado y notó cómo el animalito se enroscaba un poco, apenas más grande que su mano.

El comedor ofrecía un aspecto impecable. Con una mano, Helena recogió la bandeja del dispensador mientras con la otra sujetaba al gatito contra su pecho. La luz, tenue, adaptada a sus ojos demasiado sensibles, daba un aire acogedor a la estancia, pero dos docenas de mesas metálicas vacías le seguían pareciendo un paisaje desolado. En la puerta, atento como un centinela, estaba su androide favorito. De hecho, era casi el único que usaba, pues no le apetecía tener un regimiento de ellos moviéndose por los pasillos. Había decidido llamarle Krispi, como el payaso, y la máquina, después de asimilarlo, respondía perfectamente.

—Krispi, llévame la bandeja.

La máquina la recogió delicadamente de sus manos y se deslizó detrás de ella mientras Helena frotaba su mejilla contra la piel suave y cálida del gatito. Eligió para comer uno de los rincones acogedores del pasillo, pensado para un momento de intimidad o de reflexión. «Hace mucha falta pensar, dadas las circunstancias», le decía a menudo Dolores Hart. Helena comió con buen apetito, dejó luego el gatito sobre la mesa y se entretuvo en ver cómo lamía la leche contenida en un platillo.

—Te llamaré John Lee —dijo—, como John Lee Hooker. Magnus, ¿tienes música de John Lee Hooker?

—La tengo. Un total de ciento seis interpretaciones…

—Vale. Ponme algo, aleatorio. No me preguntes qué. Krispi, vigila a John Lee. Que no se pierda de vista y que no estropee nada.

Con las manos en los bolsillos, oyendo blues de la Tierra, Helena caminó por el largo pasillo en dirección a los ascensores. Estaba en el módulo Dos, nivel doce, una zona residencial con comedores, dormitorios, apartamentos, gimnasios y salas de tratamientos estéticos. Incluso un par de piscinas. Su segunda decisión, la más importante, estaba ya tomada, aunque todavía no había iniciado lo que debían ser los primeros pasos. De pequeña, sus padres siempre le habían llamado obstinada y cabezota porque nada parecía haber en el mundo, o en los mundos, que ella no pudiera hacer si se lo proponía. Y eso que su actividad se veía siempre entorpecida por el albinismo, los cuidados especiales y la necesidad de gafas, protecciones y una organización férrea de su vida para no correr peligro. «No entiendo cómo no han inventado algo que te libere de tanto rollo», le decía a veces Dolores. Y añadía que tal vez ella, la destacada doctora Hart, podría dedicarse a investigar su extraño síndrome.

Las puertas del ascensor se abrieron silenciosas ante ella y a continuación ordenó que le llevara al nivel seis, zona hospitalaria.

—Hay una instrucción de cuarentena —dijo Magnus.

—Anúlala.

—Anulada.

No había nada extraño. Sabía positivamente que todos los cuerpos habían sido retirados, incluido el de Samuel Levi, médico, el último fallecido. También había dado órdenes a Krispi de que lo limpiara y desinfectara todo y que recolocara todos los equipos en su sitio. «Orden. Al menos un poco de orden», se dijo.

En todos los lugares de la nave que había visitado había ido observando un orden que consideraba suficiente, pero su campo de movimiento era todavía restringido y sólo muy poco a poco iba explorando nuevos lugares, como ahora. Las farmacias y los pequeños dispensarios distribuidos por toda la nave habían sido suficientes para obtener analgésicos, tampones, algodón y otros pequeños artículos necesarios. Pero ahora estaba allí, en el lugar en que se había sostenido una lucha a muerte contra el virus que había acabado por vencer. ¿O no había vencido?

Se vio a sí misma frente a un espejo y por un momento casi no se reconoció. Llevaba el pelo revuelto y descuidado, la cara un poco demacrada, sin una brizna de pintura o maquillaje, los labios resecos y las pestañas ralas y como apelmazadas.

—Pero ¿quién eres, Helena, Robinson Crusoe?

Salió del hospital y buscó febrilmente por los pasillos. Parecía como si todos los espejos de la nave salieran a su paso para ofrecerle su propia imagen, hasta que se dejó caer jadeante junto a una puerta cerrada.

—Magnus, ¿tengo cerca algún… centro de estética?

—Una sala de baños, manicura y maquillaje en el nivel once. Sector 12C.

La pulida superficie del espejo le devolvió una imagen completamente diferente. Después de horas de baño, exfoliación y maquillaje, Helena Vlasova había cambiado completamente de aspecto y a sus propios ojos se volvía a ver como una mujer atractiva y segura de sí misma.

—Eso está bien —dijo en voz alta—. Ahora seamos consecuentes con mi primera decisión.

Con una suave sonrisa de satisfacción encendió la pantalla holográfica y ante ella apareció la imagen de Victor Marek.

—Hola —dijo la distorsionada voz llegada desde Titán—. Ya ves, me han convencido para que hable contigo, pero les he puesto una condición. Nada de chorradas ni de mentiras. Sobre todo quieren que sepas que no estás sola, que aquí hay mucha gente pendiente de ti, pero les he dicho que eso no te sirve de gran cosa, que vas disparada hacia no sé dónde y no tienes a nadie contigo. Supongo que eso lo sabes tú mejor que yo y no te van a engañar con simbolismos. Es cierto que aquí hay un montón de gente ocupándose de la misión Alpha Centauri, pero maldita la gracia…

Helena sonrió viendo los esfuerzos de Marek por simular que no pasaba nada, que él estaba ahí al lado, al alcance de la mano, preparado para ayudarla como otras veces. Pero la cruda realidad era que su mensaje, a la velocidad de la luz, había tardado más de una hora en llegarle, modificado y contaminado por el efecto Doppler. Que la nave Alexander Yuriatin se aceleraba constantemente, que el sistema solar desaparecería de su vida en unas semanas y que por delante le quedaba únicamente la soledad del espacio, una vida incierta, tal vez treinta o cuarenta años si antes no acababa con ella una enfermedad, un accidente, el tedio… o ella misma.

Sólo tenía una esperanza, y oyendo a Victor Marek iba convenciéndose a sí misma de que su segunda decisión, la verdaderamente importante, era su única garantía de supervivencia.

—… así que esperan que les transmitas los datos. Se quejan de que está bloqueado el envío, que Magnus, bueno como se llame eso, tiene instrucciones de no enviar nada sin tu consentimiento. Claro, ahora eres la comandante de la nave, de la misión y de… en fin. No sé qué más decir, sólo que para mí siempre has sido importante y con gusto volvería a nuestros buenos viejos tiempos y te salvaría otra vez.

Esta vez Helena contestó de inmediato. Explicó que había tomado una decisión, la primera, y que no era otra que mantenerse en comunicación siempre que fuera posible. Tecleó las órdenes a Magnus para que enviara el informe sobre el síndrome de inmunodeficiencia respiratoria y luego despachó un escueto comunicado explicando su situación y sus planes, su segunda decisión.

—Es una decisión tomada y sólo espero que la comprendáis. Y gracias, Victor. Siempre te he considerado mi amigo. —Terminó con lágrimas en los ojos.

El hospital estaba igual, pero esa vez era Helena la que había cambiado. Se sentía decidida y cargada de energía. Se sentó frente a una de las pantallas con John Lee en su regazo y empezó pidiendo información sobre sí misma, sobre el albinismo y sobre su caso concreto. Los ojos le dolían cuando le venció el sueño y se quedó dormida, derrumbada sobre la mesa.

Le despertó el sonido de una de las alarmas que no pudo identificar. John Lee había desaparecido y Magnus trabajaba febrilmente, con todos sus sistemas disparados, pero no le dio ningún tipo de información. Desde el ensayo de desconexión de los primeros días, Helena había dejado que Magnus controlara la nave al ciento por ciento, y sólo le desconectaba de vez en cuando el automatismo de las comunicaciones para emitir sus mensajes a Titán.

Y algo estaba pasando.

—Magnus, ¿me oyes? ¿Qué ocurre?

No le respondió la voz, sino un mensaje escrito en una de las pantallas. «Fallo en los sistemas de comunicación interna. Fallo en la estanqueidad del nivel treinta y siete del módulo Uno. Reactivada fuga en el sistema de aire hacia las bodegas de vacío».

«¡Dios mío!», exclamó para sí.

Las puertas estancas del módulo Uno estaban cerradas, así que dedujo que el aire en el módulo Dos y en el corredor debía de estar ya perdiendo densidad. Con una lucidez casi extraña empezó a trabajar como un bien entrenado astronauta. «Al fin y al cabo, lo soy», se dijo. Lo primero fue enfundarse uno de los trajes espaciales, el único modo de que Magnus le permitiera salir del módulo sellado. Luego tomó uno de los comunicadores auxiliares para asegurarse de que el fallo no la dejara sin el apoyo de Magnus, y seguidamente dio instrucciones a Krispi para que activara otra de las unidades androide en el módulo Dos.

—Y tú, ¡acompáñame! —le ordenó.

El compartimiento estanco se abrió obedientemente y, metida en el traje espacial, Helena salió al corredor, en suave penumbra.

Todo funcionaba correctamente, las luces, el deslizador, incluso la densidad del aire era suficiente si se hubiera quitado el casco, pero los instrumentos del traje señalaban un viento de fuerza uno en progresión conforme se acercaba al módulo Uno.

Helena descubrió que algo sí había cambiado en su viejo hábitat. Briznas de papel, de polvo y de restos que ni siquiera sabía que estaban volaban a lomos del aire que se retorcía por los pasillos y las escaleras. Se dio cuenta de que la fuga podía ser preocupante, porque aun muy lejos del nivel treinta y siete era perceptible la velocidad del viento. Rápidamente calculó en su muñeca el volumen de aire que perdía y la preocupación fue ganando terreno en su interior.

—Magnus, ¿puedes oírme?

En la pantalla desplegada ante su ojo derecho se desgranó la respuesta: «Sí, pero el fallo de comunicaciones me impide la respuesta de voz».

—¿Hay alguna otra derivación del problema de comunicaciones que pueda ser perjudicial para mí o para la misión?

«No funcionan las comunicaciones con la Estación Titán», escribió Magnus.

—Repite eso.

«No funcionan las comunicaciones con la Estación Titán», volvió a escribir.

—¿El fallo es definitivo?

«Todavía no tengo datos suficientes. Trabajo en ello», desgranó la máquina.

—Mantenme informada. ¿Puedes sellar el nivel treinta y siete?

«Lo estoy intentando —respondió Magnus—, pero ha cedido un mamparo y precisa reparación. ¿Quieres que cierre los niveles treinta y seis y treinta y ocho?».

—De acuerdo, séllalos.

La corriente de aire cesó al instante y Helena se metió en uno de los ascensores.

—Nivel treinta y cinco.

Cuando la puerta del ascensor se abrió, Helena Vlasova se quedó petrificada.

—Quiere tener un hijo —dijo el hombre llamado Smith.

—¿Cómo? Repita eso —respondió Karl Lubistch, jefe de la misión Alpha Centauri en Titán.

—Que la astronauta Helena Vlasova quiere tener un hijo.

—¡Por todos los diablos! ¿Ya ha perdido el juicio? Está entrenada para vivir en el espacio, no debería tener problemas de estabilidad mental, al menos no tan pronto.

—No creo que sea una cuestión de estabilidad mental —dijo Smith.

—¿Ah, no?, ¿un hijo? —Lubistch parecía furioso—. ¿Y cómo espera hacerlo? No es médico, no tiene a nadie que la ayude, no puede dar a luz sola… no está previsto. ¡Por el espacio! Está loca.

—Si me permite, señor, tiene toda la vida para hacer la carrera de medicina si quiere, tiene androides y sistemas más eficaces que la ayuda humana. Puede hacer una inseminación artificial, o como puñetas se llame, y puede dar a luz sola. Millones de mujeres lo han hecho antes.

—¿Está usted de acuerdo con ella?

—Ésa no es la cuestión, señor. Empiezo a conocer a Helena Vlasova y me da la impresión de que si ha decidido hacer algo, lo va a hacer. Recuerde que eligieron a los mejores para la tripulación de la Alexander Yuriatin. De acuerdo, su especialidad no es la medicina o la biología, pero eso no quiere decir nada. Si esa mujer se propone hacerlo, lo hará. He estudiado el equipamiento y los medios de la nave Alexander Yuriatin. Si todo funciona, y creo que funciona, no le falta nada para una inseminación artificial, un embarazo y un parto.

—¿Y el virus? —preguntó sombrío Lubistch—. Matará al niño en cuanto nazca. Si es que llega a nacer. Y no me diga que puede nacer albino. Lo sé. Puede nacer albino, pero hay una posibilidad entre cuatro.

—Tal vez el virus ya está tan muerto como la tripulación. Que sepamos sólo puede vivir en los melanocitos.

—¿Y si ella es portadora? No la hemos analizado. En realidad no sabemos si ella lleva el virus en estado latente.

—Es albina. No tiene melanocitos —respondió Smith.

—Tiene muy pocos, pero tiene. El mismo informe remitido por ella lo dice. Y no se ha analizado para buscar el virus. Me imagino que no quiere saberlo.

—¿Qué sugiere entonces, señor? En realidad estamos hablando de un problema a miles de millones de kilómetros que se aleja de nosotros a velocidad creciente hasta alcanzar los cuarenta mil kilómetros por segundo. No creo que nos concierna. Además, ¿qué podemos hacer?

—Aún existe la secuencia de autodestrucción —dijo Lubistch.

—No podemos hacer eso.

—Claro que podemos. ¿Qué motivo hay para seguir, señor Smith?

—Una vida humana. O tal vez dos.

—No hay comunicación con la Alexander Yuriatin.

—¿Qué quiere decir con que no hay comunicación? —preguntó Smith malhumorado.

—Las frecuencias están cortadas —respondió el operador—. Cuando emitimos un mensaje, sabemos que ha llegado, una especie de acuse de recibo. Y no lo hemos recibido. Tal vez es un efecto nuevo de la aceleración, o de la contracción del tiempo. No podemos saberlo.

El operador se quedó mirando a Smith esperando instrucciones, pero éste no hizo sino dar media vuelta y salir de la sala.

—Todo es inútil —dijo Smith, sentado frente a Marek—. El proyecto Alpha Centauri incluía un estudio de las comunicaciones afectadas por la aceleración. El efecto Doppler, la contracción del tiempo y todo eso. Los técnicos lo están estudiando y ya está. A nadie le importa su amiga.

—A mí sí, y creía que a usted también.

—No hay nada que hacer. Las comunicaciones no funcionan y no tenemos ni idea de qué puede pasar. El tiempo debería funcionar como decían Einstein y Kaplan, pero algo no va bien. La aceleración parece mayor de la prevista y en constante aumento, de modo que para ella apenas habrán pasado unos días cuando nosotros llevamos ya casi cuatro meses desde que dieron el salto.

—Entonces, ¿qué? ¿Nos olvidamos de ella?

—¿Y qué hacemos, señor periodista? Están trabajando para restablecer las comunicaciones, pero no creo que sea ningún fallo técnico. No. Nos enfrentamos ya a lo desconocido. La hemos perdido.

—¿Y su proyecto? El de ella, quiero decir, eso de ser madre.

—Entre usted y yo, Marek. Confío en que lo haga. No se puede usted imaginar cuánto deseo que lo haga.

—Si ha recibido el último mensaje —dijo Marek—, al menos sabrá que estamos con ella y que la apoyamos.

—Usted y yo. No se lo he dicho a Lubistch. Si averigua que le he dado ánimos, me enviará a la estación minera como guardia de seguridad.