Mientras se embadurnaba de crema protectora, Helena observó en la pantalla, convenientemente oscurecida, cómo el reloj desgranaba la cuenta atrás para el encendido de los motores fotónicos, el «nohar», como lo llamaban coloquialmente, el «No Hay Regreso».
La cabina permanecía en una oscuridad casi absoluta, con una débil luz infrarroja, suficiente para las necesidades de sus ojos, excesivamente claros para soportar la luz. Se sentía bien, relajada tras la ducha de aire caliente y lo bastante cansada como para dormir siete u ocho horas de un tirón, pero en vez de eso se sentó frente a la pantalla y solicitó comunicación con el hospital.
—Sí, soy Helena Vlasova, ingeniero jefe de mantenimiento del sector Uno. Solicito información sobre el estado de Theodor Antic.
La respuesta «información confidencial» la dejó sorprendida. Insistió, solicitando una explicación, pero el sistema permaneció mudo. Conectó después con el canal de noticias para constatar que seguía en línea la misma información que a primera hora de la tarde. Los casos de lo que se calificaba de «neumonía» habían aumentado en un trescientos por cien y se había establecido una cuarentena general, prohibiendo la circulación del personal fuera de sus zonas de emergencia. No se daba información personalizada.
Mecánicamente, Helena se puso un albornoz y volvió a sentarse frente a la pequeña pantalla. Marcó el número de Dolores y esperó hasta que la imagen de su amiga, peinada y maquillada como para una fiesta, apareció sobre un fondo azul cobalto.
—Hola. No soy Dolores, soy el contestador de Dolores —dijo su voz—. Ahora no estoy visible. Deja un mensaje cuando quieras…
—Dolores. Dolores, soy yo. ¿Estás ahí? Vamos, contéstame…
Sólo le respondió el silencio absoluto; ni un ruido, ni siquiera la insoportable música de fondo.
La despertó el pitido del comunicador y de un vistazo vio la hora en el reloj luminoso; apenas tres horas de sueño. «A toda la tripulación. Aquí el centro de seguridad de la nave estelar Alexander Yuriatin. Todo el personal fuera de servicio acuda a los puntos de reunión, repito, todo el personal fuera de servicio acuda a los puntos de reunión».
No era exactamente una alarma, pero meses de entrenamiento surtieron su efecto, y en menos de tres minutos, el amplio cruce de pasillos en el nivel siete acogía a una decena de personas. No obstante, Helena frunció el ceño preocupada. Según las normas de seguridad de la nave, aquel punto debía reunir aproximadamente a unas cuarenta personas, descontadas las que en aquel momento estuvieran de guardia.
Frente al exiguo grupo, la pared se iluminó con una gran pantalla holográfica en la que apareció la almirante De Lattre de Tassigny. Vestía el sobrio uniforme gris de la flota espacial, únicamente con los tres galones dorados de almirante sobre la bocamanga. Llevaba la cabeza descubierta, con el pelo corto y las pobladas cejas que le habían valido el sobrenombre de doctora Nietzsche. Helena la encontró más cansada y demacrada que el día anterior en la sala de reuniones, como si no hubiera dormido, y se fijó también en sus esfuerzos para sonreír, de modo que cuando lo intentaba, sólo conseguía esbozar una extraña mueca, como si invisibles hilos le estiraran hacia arriba las comisuras de los labios. El gran tamaño de la imagen, el doble de la estatura normal, hacía que fuera más evidente su patético esfuerzo por mostrarse simpática.
—Como ya deben de saber —decía, forzando la voz—, dentro de seis horas procederemos al encendido de los motores terciarios, lo que implica que no hay vuelta atrás, el real y verdadero inicio de nuestro viaje. Todos ustedes conocen las implicaciones de esta acción y para ello se han preparado durante años…
Helena se distrajo mirando a su alrededor mientras con voz cada vez más teatral, la almirante seguía situando la operación Alpha Centauri por encima del nivel del descubrimiento de América o el salto a Saturno. No obstante, había algo que a Helena le iba entrando poco a poco, inundando su mente como una marea negra. ¿Dónde está la gente? ¿Qué está pasando?
La almirante cerró el comunicador y se sentó en el sillón giratorio. Lo dejó balancear un poco hasta encararse con el gran ventanal abierto al espacio, negro y con unas cuantas manchas de estrellas arracimadas. No había podido quitarse de encima la opresión en el pecho. En cierto modo, a pesar de la seguridad de estar cumpliendo con su deber, se estaba abriendo paso en la terrible angustia del fracaso. Su silencioso asistente se acercó con la tetera en la mano y De Lattre se percató del violento temblor de sus manos, lo cual hizo que el líquido se derramara fuera de la taza.
—Perdón, almirante. No me encuentro muy bien.
—No importa, capitán. Sería mejor que fuera al hospital.
—Preferiría quedarme aquí, almirante, si no le importa.
—Green. No está usted en condiciones. Le ordeno que se vaya al hospital…
—A la orden —dijo el capitán Green, y en el mismo momento se derrumbó en el suelo, como un muñeco roto.
De Lattre era una mujer fuerte, pero fue incapaz de levantarle del suelo, y a duras penas lo consiguió ayudada por un enfermero que acudió a su llamada. De pronto, sola en el despacho, se dio cuenta de que todos sus ayudantes y los más altos oficiales de la nave estaban en el hospital o habían muerto: Lourenço, jefe de ingenieros, y Smithson, y ahora Green. Rozó la derrota por un momento, pero no había peleado en las dos últimas guerras para rendirse ante la adversidad, así que, estirando el cuerpo, elevó la barbilla y salió del despacho.
No había nadie en el pasillo, ni en los ascensores. La primera persona con la que se cruzó fue otro enfermero, visiblemente afectado, a quien tuvo que ayudar a llegar al hospital. En cierto modo se alegró de la actividad en el centro médico, posiblemente el único lugar de la nave en el que todo parecía normal.
—¿Puedo hablar con el doctor Franklin? —preguntó a un oficial médico.
—El doctor Franklin ha fallecido hace una hora.
—¿Cómo no se me ha informado?
—¿Cómo? —le espetó el oficial al borde de un ataque de histeria—. ¿Que cómo no se le ha informado? ¿Es necesario informarle de que hemos superado el setenta por ciento de bajas? ¿Es necesario informarle de que esta nave se queda muerta a pasos agigantados?
—Compórtese —exigió la almirante, mirando de reojo al puñado de personas que se habían vuelto para mirarles. En los ojos de todos ellos, personal médico y pacientes, vio las huellas de la enfermedad: los ojos enrojecidos, la piel amarillenta, la mucosidad desbordándoles, las manos temblorosas.
—¡Por Dios! —murmuró la almirante—. ¿Y el doctor… Schumacher?
—Schumacher está en coma, almirante. ¿Cuándo va a parar esta locura? ¿Cuándo vamos a regresar?
—Eso, ¿cuándo vamos a volver? —dijo otra voz.
—Queremos regresar —añadió otra.
—¡Doctora! —exclamó de pronto De Lattre.
La doctora Hart acababa de aparecer en la estancia. La enfermedad parecía respetarla todavía, pero su rostro era la viva imagen del cansancio y la desesperación. Le hizo una seña y se metieron en un pequeño despacho donde fallaba el aire acondicionado y el frío se estaba dejando sentir.
—¿No pensará seguir con esto? —dijo Hart.
—¿Seguir con esto? ¿Qué quiere decir?
—¿No van a cancelar la misión? Dentro de cuatro horas saldremos disparados al espacio exterior sin posibilidad de regresar.
—No serviría de nada —susurró la almirante—. Hay que encontrar una solución médica ya.
—Pues olvídelo. Será mejor que haga algo o esta nave sólo llevará cadáveres.
—¿Qué hay de sus análisis? Usted encontró el anfitrión y conoce el virus. Debe de tener alguna línea de investigación…
—No hay tiempo, almirante. La enfermedad avanza a pasos agigantados. La mortalidad es ya del ciento por ciento, hemos perdido el control. El doctor Franklin lo ha intentado todo, pero él mismo ya ha muerto. Se acabó. O para usted el nohar o esto ya es historia.
—Es inútil.
—¿Es inútil? —murmuró la doctora.
—El sistema de propulsión es un todo, un gran reactor fotónico, ya está funcionando y no se puede detener una reacción en cadena. Es como pedir que se apague el sol. Pero eso es ya lo de menos. Nuestra única opción eran las lanzaderas, pero estamos demasiado lejos. No es posible.
—Explíqueme eso.
—Es muy simple, es una cuestión de inercia y distancia. Ya hemos sido lanzados para salir del sistema solar, sólo que vamos más lentos antes de que entre en ignición el motor fotónico. Las lanzaderas no tienen combustible de fusión suficiente para volver a Titán, y aunque lo tuvieran, moriríamos antes de llegar. Aunque lo más probable es que nos quedáramos vagando, como mucho, en el sistema de Plutón. Y eso sin contar que ya no tendríamos el laboratorio y el hospital. La única esperanza era encontrar el modo de matar el maldito virus.
—Lo hemos intentado. Le juro que lo hemos intentado.
Helena se despabiló de pronto, como si el zumbido de un despertador le hubiera cortado en lo mejor del sueño. Sentía la boca pastosa, los ojos como cargados de arena y un crepitar intermitente en la cabeza. Al cabo de unos instantes se dio cuenta de que lo que crujía a cortos intervalos no estaba en su interior, sino en uno de los tubos de luz azul del pequeño apartamento, que parpadeaba inseguro. La pantalla del comunicador estaba encendida, con imágenes moviéndose en silencio, llenas de color, de dientes perfectos y de zumos con colores espectaculares. Se sentó sobre la litera, cruzando las piernas en lo que ella llamaba siempre la primera fase. La segunda consistía en descolgar las piernas fuera, rascándose los pies desnudos uno contra otro, y la tercera, en saltar al suelo enmoquetado.
Mecánicamente se lavó los dientes, se dio una ducha de aire caliente y se vistió con el uniforme de trabajo. Sin embargo, en todos sus movimientos había algo extraño, una especie de prevención, como si algo muy ligero fuera a romperse a la menor brusquedad. Se dio cuenta de que tenía los ojos arrasados en lágrimas y una profunda opresión en el pecho que la atenazaba hasta el punto de casi impedirle respirar. Se encontró de pronto hablando en voz alta, mirando fijamente al espejo:
—Lo que realmente me interesa es si Dios tenía alguna elección en la creación del mundo…
Rompió a llorar sin saber por qué, y lo que más le afligió no fue la sensación de vacío, de inmenso vacío, sino el hecho objetivo de llorar.
—Vamos —dijo en voz alta—, no pasa nada. Tienes que salir y…
La megafonía de la nave estaba en silencio y los pasillos vacíos, algo habitual en los últimos días. Las gafas oscuras le ofrecieron una imagen familiar. Accionó su comunicador personal mientras caminaba hacia la estación del deslizador y llamó a Dolores, aunque no obtuvo respuesta, ni siquiera el contestador, pero de pronto recordó que su amiga había muerto hacía dos días y las manos le empezaron a temblar espasmódicamente.
«No te pongas nerviosa», se dijo.
Los tres deslizadores estaban tal y como los recordaba de la noche anterior y las luces, encendidas al mismo ritmo que el sol despuntaba en la Tierra, iluminaban ya el larguísimo corredor en dirección al módulo Uno. Notaba un peso cada vez más fuerte en el pecho y le costaba respirar. A lo lejos, sobre la pista bruñida, había algo oscuro que rompía la monotonía. Algo que se iba haciendo cada vez más grande conforme el deslizador, a velocidad media, se acercaba a ello. Lo supo, Helena supo lo que era antes de llegar, pero luchó por que las lágrimas no afloraran de nuevo. Respirar le resultaba cada vez más difícil, y el aire silbó a través de sus bronquios cuando detuvo el vehículo a unos pasos de un cuerpo caído. Era un hombre, un técnico con su mismo uniforme gris. No le conocía, o tal vez sí y no recordaba su nombre. Estaba como desmadejado, como si simplemente se hubiera dejado caer, con la cabeza apoyada contra la pared brillante y fría. La luz iluminaba su cara pálida, sus ojos cerrados, el pelo ralo y castaño, y un ligero hilo de sangre le resbalaba desde la nariz hasta la barbilla, partiendo el labio cárdeno y apretado.
Helena venció su temblor y puso la oreja sobre su pecho para convencerse de que estaba muerto. Todo él olía tenuemente a química, como si en un supremo esfuerzo hubiera atiborrado su cuerpo de medicamentos para evitar lo inevitable.
Y entonces lo oyó. Oyó como un carraspeo eléctrico y una voz. O sólo un sonido.
—No, es una voz.
Instintivamente echó a correr hacia el módulo Uno, gritando:
—¡Eh! ¡Estoy aquí, estoy aquí!
Al darse cuenta de lo absurdo de aquella reacción, volvió sobre sus pasos, subió en el deslizador y lo lanzó a toda velocidad por la autopista.
Cuando llegó hasta el control de llegadas, la voz había cesado. Gritó con todas sus fuerzas y luego trató infructuosamente de abrir las puertas de acceso al módulo Uno. Los dedos le temblaban cuando intentaba teclear los códigos de acceso y su voz no era reconocida por el ordenador de seguridad, que repetía una y otra vez: «Persona no autorizada», «persona no autorizada», «persona no autorizada».
—¡Jódete! —gritó, casi ahogándose.
—La presión de aire de la zona está por debajo del ochenta y dos por ciento —dijo la voz—. Fuga en el nivel treinta y siete del módulo Dos. Repito. La presión de aire está por debajo del ochenta y dos por ciento. Fuga en el nivel treinta y siete del módulo Dos.
Jadeando, Helena se dirigió al control de mantenimiento.
—Al menos eso sí sé hacerlo —dijo.
Le costó un trabajo enorme sentarse frente a la pantalla de control, pero ésta sí reconoció su voz y sus códigos. Tecleó rápidamente, buscando el nivel treinta y siete, y dio la orden: sellar nivel treinta y siete, chequeo de toda la estructura del nivel…
Se dejó caer casi sin aire y apoyó la cabeza sobre el respaldo de la silla.
—Sellado el nivel treinta y siete del módulo. Presión del aire ochenta por ciento y subiendo. Detectada fuga en sistema de aire hacia las bodegas de vacío. No hay comunicación al exterior.
—Gracias a Dios. ¿La puedes… arreglar? —preguntó en un jadeo.
—Arreglo primario —dijo la voz tras unos segundos—. Cierre de los conductos dieciséis y diecisiete. Sellado adicional de la cámara de vacío. Se ha detenido la fuga. Precisará soldadura.
—Gracias —dijo Helena, y luego se dejó caer hasta el suelo.
El control de llegadas estaba sumido en la oscuridad y el aire era fresco y puro, con un leve olor ácido. Helena abrió los ojos y lo primero que vio fue uno de los androides, un ejemplar LST estándar de mantenimiento plantado frente a ella, como si la mirara con sus células fotoeléctricas a modo de ojos. Las puertas de acceso al módulo Uno estaban abiertas, así que Helena, recuperada la lucidez, supo que se habían sellado automáticamente nada más detectar la pérdida de aire en el complejo Dos y se habían vuelto a abrir al recuperar el nivel normal. El androide no se parecía en nada a un ser humano, sino más bien al contrario, tenía más aspecto de una vieja motocicleta puesta en pie, extraordinariamente versátil y adaptado a la vida en la nave Yuriatin.
—¿Qué diablos eres? —preguntó Helena, poniéndose en pie.
—Unidad LST dos, cero, siete, nueve, beta —respondió la máquina—. Estación de mantenimiento.
Por un momento, Helena se plantó ante los ascensores, como hubiera hecho cualquier día para acudir al taller central del módulo Uno. Luego recordó el cadáver tirado en el pasillo y decidió hacer algo al respecto, pero al momento se percató de que debía de ser de noche, hora de descanso, y no era momento para actividades. Una de las partes de su entrenamiento había consistido en inculcar una estricta disciplina en cuanto a horarios, el único modo de controlar su organismo en un medio tan extraño como una nave absolutamente artificial. «Nunca deben ustedes variar sistemáticamente sus horarios. El cuerpo humano puede admitir los cambios normales como turnos, madrugones o juergas nocturnas, pero no un caótico régimen de vida sin días o noches ordenados. El caos es enemigo de la salud mental y física».
Se sentía muy despierta, pero también muy cansada, así que, seguida por el LST, se metió en una de las cafeterías y se tendió en un sofá. El techo era de un azul cobalto, la idea que los extraterrestres tenían de un atardecer en la Tierra, decorado con algunas nubes blancas con reflejos rojizos. El espacio ocupado por el bar no era más que un salón de menos de cincuenta metros cuadrados y, que Helena recordara, era la primera vez que lo veía vacío. Allí había pasado largas tardes con George, el oficial que finalmente había decidido casarse con una enfermera del módulo Dos, y también las ligeras borracheras con Dolores hablando de hombres y de su falta de tacto. Deseó que el sueño la librara de los recuerdos y en un arranque se metió detrás de la barra y se tomó una botella de whisky.
—Al menos no tengo que dar cuentas a nadie —dijo.
Despertó con un terrible dolor de cabeza y con una idea fija en la mente: los cadáveres.
—Dios, los cadáveres. No puedo dejarlos por ahí. Contaminarán el aire y… ¡oh, cielos!
Se echó a llorar y gritó a las paredes brillantes de metal. Al acercarse a la puerta del bar, le asaltó un terror paralizante. Sólo pudo dar un paso al frente, lo justo para que se abriera la puerta con un chasquido y una silueta se recortara contra la luz exterior.
Helena gritó con todas sus fuerzas hasta que vio claramente al androide parado frente a la puerta.
—¡Por el amor de Dios! Máquina infernal, déjame en paz.
Salió al pasillo y de ahí a la estación del deslizador. Qué angustiosa era la sensación de que todo estaba igual, exactamente igual a como lo había dejado hacía unas horas. Sintió una punzada en el estómago, hasta que fue consciente de que era hambre. Volvió al bar seguida por el androide, sacó unas barritas de chocolate de una máquina y luego se sirvió un café caliente y bien cargado.
Se sintió mejor y volvió otra vez a la estación. Una de las pantallas de comunicaciones parpadeaba, intentando llamar su atención. Tecleó hasta que vio los códigos de un mensaje. «Comunicación prioritaria en treinta segundos. Origen: Estación Titán, mando de la operación Alpha Centauri. Destino: mando de la nave Alexander Yuriatin o, en su defecto, oficial de servicio de la nave Alexander Yuriatin». Se quedó como hipnotizada mirando la pantalla hasta que apareció en ella la imagen de un hombre de uniforme. Al cabo de un rato se dio cuenta de que el sonido estaba cerrado, pero no le importó demasiado. Abrió otro de los canales y dijo con voz débil:
—Soy Helena Vlasova. Número de serie dos, tres, diecinueve, zeta, doce. De servicio… no, libre de servicio… en la nave estelar Alexander Yuriatin. Están todos muertos, muertos… están todos muertos…
—¿Sabe que podría ponerle ante un juez y condenarle por sedición de acuerdo con el código de justicia militar? —dijo el hombre sentado frente a Victor Marek. No llevaba uniforme de la Flota, pero estaba claro que era militar o estaba muy relacionado con los militares—. Eso sin contar con que se quedaría usted sin trabajo inmediatamente y sería enviado a Marte en el próximo viaje.
El hombre tenía unos ojos fríos, azules y acuosos, y una inexpresividad general, como si todo lo que estuviera más allá de su nariz lo aburriera. Victor Marek optó por contemporizar, elevó las cejas poniendo su mejor cara de ignorancia y extendió las manos.
—No entiendo por qué tendría que hacer eso —contestó—. Es posible que haya vulnerado alguna disposición, pero en ningún momento se me dijo que quedaban anulados mis privilegios. Me dio la impresión de que se trataba de un exceso de celo de la teniente Ivanovna. Al fin y al cabo no parecía que pasara nada…
—No me fastidie, señor Marek. Usted es un metomentodo, con pedigrí, por decirlo de alguna manera, pero metomentodo. Sabía perfectamente que estaba vulnerando las normas y aun así lo hizo, pero como ha podido comprobar, este asunto va más allá de una noticia para un telediario.
—¿Qué ocurre? ¿Qué pasa en la Yuriatin?
—Ésa no es la cuestión.
—¿Ah, no? ¿Y cuál es la cuestión, señor…?
—Se trata de si está usted dispuesto a colaborar o no.
—¿Colaborar? ¿Con quién?
—¿Está dispuesto o no está dispuesto?
—¿Tengo alternativa?
—No. A no ser que quiera llamarle alternativa a la salida judicial.
—Está bien —dijo Marek tras un momento de reflexión—. Todavía me duelen las articulaciones. No me ha gustado su calabozo.
—Veamos. —El hombre de los ojos azules se echó hacia atrás en la silla y miró atentamente a Marek—. Usted estudió comunicación en la ciudad de Marstown durante cinco años.
—Sí. Allí me licencié.
—Formó parte de un grupo… político, luanguistas, durante el primer año de carrera.
—Sí. Era muy joven, aún tenía ideas.
—Y allí conoció a unas cuantas personas, de origen checo casi todos, con los que no ha mantenido relación posterior.
—¿Adónde quiere llegar?
El hombre pasó los dedos por la mesa frente a él. Apareció una pantalla de ordenador, que giró silenciosamente hasta enfrentar a Marek con la foto tridimensional de una mujer. Era albina, no cabía duda, con el pelo de un amarillo blanquecino, incluso el de las cejas, los ojos muy claros, enfermizamente claros y la piel casi transparente. Delgada, seductoramente extraña y guardada en algún lugar de su mente, con los viejos recuerdos.
—Natalia —dijo Marek—. Natalia, no recuerdo el apellido.
—Su nombre es ahora Helena Vlasova. Se lo cambió hace años, tras sus… problemas con la ley.
—¿Qué tiene que ver ella con… lo que sea? ¿Qué hace aquí usted con su foto?
—¿La recuerda?
—La recuerdo. Claro que la recuerdo. Era una buena amiga. Formaba parte de mi grupo, pero me imagino que eso ya lo sabe. Le perdí la pista cuando empezó el segundo curso. Creo recordar que había viajado a los planetas exteriores.
—Efectivamente. —La pantalla giró, dando la espalda a Marek—. Cambió su especialidad de comunicación por la ingeniería mecánica y estudió en Ceres, en la escuela de astronáutica. Terminada la carrera, en la época de los grandes cambios, ingresó en la Flota, lo que indica que ocultó muy bien su pasado. Luego viajó a Titán y fue destinada al proyecto Alpha Centauri. Es una mujer muy brillante. Número uno de su promoción, varios premios en su especialidad. En fin, una auténtica mujer del espacio.
—¿Viaja en la nave Yuriatin?
—Sí. Viaja en la nave Alexander Yuriatin —respondió, por primera vez, el hombre.
—¡Vaya! Eso sí que es una sorpresa. Claro, en la lista de tripulantes no reconocí su nombre y nada me llamó la atención. Así que finalmente lo consiguió.
—¿Qué quiere decir con que lo consiguió?
—Era una soñadora. Quería… bueno, además de querer arreglar el mundo, quería arreglar, no sé, la galaxia. Siempre había dicho que quería viajar al espacio exterior. Es curioso.
—¿Qué es curioso? —preguntó el hombre.
—¿Tiene un cigarrillo? —El hombre rebuscó en un bolsillo y ofreció un arrugado paquete a Marek con un encendedor dentro.
—¿No está prohibido? —preguntó Marek nada más encender uno.
—Dígame, ¿qué es curioso?
—Pues que en todos estos años no he vuelto a acordarme de ella. Es de esas personas que no dejan huella. No sé cómo decirle. Y el caso es que era una chica notable. Muy inteligente, sí, pero su problema…
—¿El albinismo?
—Sí. Es un mal asunto. Imagínese. Es albina, bueno, creo recordar que lo era en un porcentaje muy alto. Marte era llevadero para ella, pero aun así tenía que embadurnarse de protectores, tomar pastillas, vestirse como si estuviera en el espacio exterior y llevar gafas o lentillas oscuras a todas horas. Supongo que vivir en la Yuriatin es mejor para ella, lejos del sol. Bien. —Dio una calada, saboreando el humo—. Ahora dígame, ¿a qué viene esto? Mi antigua compañera está en la Yuriatin, ¿y qué pasa con eso?
—El grupo al que pertenecían fue disuelto por la policía. Detuvieron a algunos de sus integrantes, entre ellos usted.
—Sí, éramos muy jóvenes.
—¿Qué clase de relación tuvieron?
—¿Si nos acostamos? En absoluto. No llegamos a intimar. Ya le digo que era una chica muy inteligente.
—¿Cree que ella le recordaría?
—No lo sé. ¿Cómo ha averiguado usted todo esto? Ni siquiera tiene el mismo nombre.
—Es muy sencillo, señor Marek. —Por segunda vez el hombre respondió a una de sus preguntas—. Sólo hay que cruzar historiales.
—¿Quién es usted? —preguntó Marek, súbitamente malhumorado—. ¿Tiene acceso a cualquier historial?
—Soy algo así como usted —dijo el hombre—. Un informador.
—Sí. Entiendo —admitió Marek—. No sé si me recordaría. Tal vez sí. Bien, yo a ella sí. No todos los días conoce uno a una albina. Pero un tipo como yo roza la vulgaridad, si no es que cae en ella.
—Necesitamos que hable con ella —dijo el hombre, echándose hacia atrás en el respaldo del sillón.
—¿Que hable? No le entiendo.
—Queremos que hable con Helena Vlasova. Le pondremos en comunicación con ella. Necesitamos a alguien en quien pueda confiar, alguien que le dé confianza.
—¿No pueden hablar ustedes? ¿Por qué yo?
—No hemos conseguido que nos escuche —dijo el hombre tras sopesar la respuesta un instante—. No quiere hablar con nadie.
—¿Y qué le hace pensar que hablará conmigo?
—Usted era su mejor amigo, señor Marek. Por protegerla fue a la cárcel casi un año, hasta que llegó la amnistía. ¿Cree que no lo sabemos? Usted le facilitó la salida de Marte, la puso en contacto con redes clandestinas que la ayudaron a cambiar de nombre y a iniciar una nueva vida. Es usted la persona que más ha hecho por Helena Vlasova, o Natalia Bromski. Confiará en usted.