II

Victor Marek, periodista al servicio de la agencia EAP, contempló la inmensa sala central del Cecom, el Centro de Comunicaciones de Titán, en órbita alrededor del satélite de Saturno. Antaño, con un cuarto de su superficie, había sido la Estación Titán I, pero construidas en la superficie del satélite las dos estaciones mineras, se había reconvertido en la base para el salto más fantástico que jamás hubiera dado la Humanidad, el viaje al sistema Alpha Centauri.

El lugar era poco menos que un caos en el que a Marek le costaba encontrar su lugar. En la sala, del tamaño de un transatlántico, cientos de técnicos, ingenieros y ayudantes pululaban entre terminales, pantallas táctiles y cuadros de mando. Pequeños buggys individuales y ascensores llevaban arriba y abajo al personal civil y militar. Las enormes pantallas ofrecían fantásticas visiones del sistema de Saturno y cuatro panorámicas desde diferentes ángulos de un objeto lejano semejante a las pesas de un levantador, la nave estelar Alexander Yuriatin.

Con las manos en los bolsillos, Marek paseaba por uno de los corredores centrales, observándolo todo con aire distraído, grabando con la minicámara situada sobre su hombro y con los micrófonos repartidos por su ropa. El resultado, cuando se decidiera a editarlo, sería un gran volumen de información sonora y visual, de la que difícilmente aprovecharía apenas un uno por ciento.

Recién llegado a Titán, desde su base en la ciudad de Marstown, en Marte, todavía no había conseguido habituarse a la distancia, la enorme distancia de todo lo que conocía hasta el momento. Le había sorprendido el tamaño de la estación, casi el doble que la ciudad marciana de la que provenía, lo que confirmaba la tesis de su director de informativos: «Las cifras no dicen nada, hijo, lo tienes que ver. Todo lo tienes que ver».

Y lo había visto. Una estructura en el espacio de casi 300 kilómetros cuadrados y cuarenta mil habitantes. Pero lo más interesante de todo, aparte de sus locales de ocio y sus profesionales del sexo, expertos en ingravidez, era que la finalidad de todo aquel gigantesco complejo estaba al servicio del ambicioso proyecto Alpha Centauri, la salida del hombre al espacio exterior.

—Ve a Titán y cuéntale a la gente cómo es la partida de las carabelas —le había dicho su jefe.

Y allí estaba él, cincuenta años, marciano de nacimiento, no muy alto, delgado y lampiño, con treinta años de periodismo a sus espaldas en la Tierra, en Marte y en las estaciones espaciales, dispuesto a contarle a doscientos millones de personas, o a dos o tres mil millones si había suerte, los últimos instantes de vida en el sistema solar para los tripulantes de la Alexander Yuriatin.

—¿Le gusta lo que ve? —dijo la teniente Ivanovna a su espalda.

—¡Ah! Hola, teniente. Impresiona sí, pero no estoy seguro de que me guste. ¿No tienen un bar por aquí?

—En el nivel inferior. Aquí sólo se trabaja.

—Ya. Me he percatado. Y dígame, teniente, ¿usted no baja nunca al estadio inferior?

—¿No estará intentando invitarme? —preguntó la teniente con una media sonrisa.

A Marek le había encantado que le asignaran como guía a una mujer, pero a pesar de encontrarla atractiva, no era nada fácil tirarle los tejos. La teniente Ivanovna era lo más parecido a una máquina de combate. Tan dura y tan helada como el mismo satélite bajo sus pies, o sobre su cabeza, no estaba muy seguro. Aunque tal vez era sólo el aspecto militar de su personalidad.

—Nada más lejos de mis intenciones, teniente —respondió Marek—. Más bien querría tomar un trago de algo que no sea agua reciclada de pipís.

—Tiene usted un modo muy particular de verlo. Tal vez cuando acabe mi servicio.

—Dígame —dijo Marek, señalando al frente—, ¿eso es el cronómetro?

—Eso es. El cronómetro de la operación Alpha Centauri. Faltan veintitrés horas y doce minutos para iniciar la tercera fase de los motores.

—Como en los viejos cohetes, ¿no?

—Algo así —dijo la teniente, colocándose a su lado—. Y no sabe usted lo que daría por estar ahí dentro, en la Alexander Yuriatin.

—¿No está usted casada?

—No. ¿Y usted?

—Ya no —dijo Marek, rebuscando en sus bolsillos—. ¡Por el espacio! Todavía no me he acostumbrado a no fumar. No hago más que buscar el paquete de Galvay.

—Creí que estaba prohibido también en Marte.

—Sí, pero ya sabe lo que dicen de las normas. ¿No pudo ir como tripulante por alguna razón?

—No. Ninguna en especial. Lo solicité y me lo denegaron, así de simple, como a otros miles.

—Qué pena.

—Es usted un poco cínico, ¿no?

—No más que otros periodistas. ¿Sabe? He visto muchas cosas y cuando me propusieron hacer este reportaje, pensé que era una buena idea viajar a Titán. Si todo va bien, pasaré aquí unas semanas, informaré a nuestro querido planeta madre de cómo sus hijos salen disparados a la nada y luego, si el viaje de vuelta no acaba conmigo, tal vez me retire. Tengo una granja en Australia, en Queensland. Agua, sol, pastos y soledad. Y ése es mi interés en la operación Alpha Centauri.

—Me asombra usted —dijo la teniente.

—Créame, yo también me asombro a mí mismo.

—¿Entonces qué opina de la gente que ha embarcado en la Yuriatin?

—Qué importa lo que opine yo.

—Usted va a informar a la Tierra —dijo Ivanovna con un deje de reproche—. Importa, y mucho, lo que usted piense. Puede transmitir esperanza y fe en lo que se está haciendo o desgana y sensación de que es totalmente inútil.

—No me creo tan importante. Fíjese en esa gente. ¿Cuántos son? ¿Doscientos cincuenta? ¿Ha oído hablar de la leyenda del arca de Noé?

—No. No he oído hablar de la leyenda del arca de Noé.

—No se enfade conmigo. Acompáñeme a dar una vuelta y se la contaré.

Marek la tomó del brazo y se la llevó entre las filas de consolas, pantallas y técnicos.

—Es muy interesante —dijo la teniente después de oír su explicación—. Un mito es sólo eso, un mito. Se mitificaba el origen de las personas, de los defectos humanos o de la historia, y ese mito cuadra muy bien con lo que van a hacer esas personas.

—Sí, pasarse la vida encerrados en una lata.

—No me haga reír. ¿Y qué me dice de nosotros? ¿O de los habitantes de la Tierra? ¿No estamos todos encerrados en mayor o menor medida?

—Sabe usted a qué me refiero, teniente —dijo Marek malhumorado—. Setecientos años. Esa cosa se va a pasar setecientos años vagando por el espacio hacia ninguna parte. ¿Cree usted siquiera que acertarán en la estrella Alpha del Centauro? Ni siquiera pueden saber eso. ¡Por todos los dioses! Si sólo fuera una cuestión de puntería, ya sería un desastre… Esa gente y sus descendientes, si es que los tienen, van a ir hacia la nada durante una eternidad, si antes no mueren todos por un… accidente, o un choque con algo, o simplemente de aburrimiento. No entiendo qué hacen allá arriba. Mire, yo me he tomado este viaje a Saturno como una jubilación porque hay que pasar media vida hibernado, y esa gente va al fresco. Ya ve si es un viaje sin sentido que ni siquiera los hibernan, ¿para qué? ¿Para que estén cien años viviendo en su lata en lugar de cincuenta?

—¿Cree usted saberlo todo? No ha entendido nada, señor Marek, nada de nada.

—Pues explíquemelo. Me gustaría entenderlo, le aseguro que me gustaría mucho.

—Esa gente no viaja, señor periodista. No viaja. Esa gente vive, simplemente vive, está viviendo su vida en una nave espacial, en su arca de Noé. Eso es todo. Como usted y como yo, como los millones de habitantes de la Tierra, con la única diferencia de que ellos sí van a alguna parte, señor periodista. Somos nosotros los que damos vueltas sin sentido. ¿Por qué cree que no van congelados? Están viviendo su vida.

Victor Marek se quedó con la palabra en la boca mientras la teniente Ivanovna se adelantaba a grandes zancadas.

Unos metros más adelante, una sólida escalera metálica conducía hasta el verdadero centro neurálgico de la estación de comunicaciones. Y algo en el interior de la sala acristalada llamó la atención de Victor Marek. Dos oficiales discutían a viva voz, aunque las voces no lograban atravesar el grueso cristal. Uno de ellos, un joven con galones de mayor, pálido y de cabello pajizo, salía en aquel momento a toda velocidad de la sala de mando, hablando por su pequeño intercomunicador y casi atropellando a Ivanovna. Pasó rápidamente a menos de un metro de Marek, quien sólo acertó a captar la palabra «horas» y algo así como «retorno» o «retro», o algo parecido. En un momento, el instinto de Marek se disparó, como si hubiera aparecido una pieza frente al arma del cazador. Subió despacio la escalera de la cabina de mando donde la teniente hablaba con el centinela armado. Ahí tuvo el primer tropiezo de su recién estrenada misión cuando el soldado de guardia le paró en seco, poniéndole la mano sobre el pecho.

—No puede pasar, señor.

—Claro que puedo pasar, soldado. Tengo un pase especial del comandante en jefe de la estación. Dígaselo, teniente.

—Los pases han sido anulados —dijo Ivanovna.

—No me diga. ¿Qué pasa ahí? ¿Quién dice que han sido anulados?

—La alarma, señor Marek.

—No he oído ninguna alarma. ¿Nos atacan los alienígenas? —Se volvió hacia el soldado—. Déjeme pasar. Estoy en mi derecho.

—No, señor —insistió Ivanovna—. Ha sonado la alarma silenciosa y todos los pases han quedado anulados.

Marek siguió la mirada del soldado, que le señalaba hacia una columna cercana y, efectivamente, el periodista vio parpadear la luz roja, en silencio.

—Será mejor que nos vayamos, señor Marek —dijo la teniente.

—¿Quién nos ataca, naves desconocidas? ¿Alguien de los suyos se ha vuelto loco? —preguntó, inclinándose al oído del soldado.

—No puede pasar, señor —dijo el centinela sin pizca de sentido del humor. Sus ojos oscuros y fríos y el arma que empuñaba con fuerza acabaron por disuadir a Marek.

—De acuerdo. Vámonos.

—¿Qué sucede? —preguntó Marek.

Ivanovna acababa de hablar por su intercomunicador y lucía una expresión aún más seria que de costumbre.

—La verdad es que no lo sé. Se ha dado la alarma en toda la estación y se me ha ordenado que cuide de usted.

—Que me vigile quiere decir.

—Llámelo como quiera, pero lo cierto es que no sé qué pasa.

—Pues habrá que averiguarlo, ¿no le parece? —Marek sonrió—. Necesito hablar con el jefe del proyecto…

—Me temo que no va a ser posible. Está reunido.

—Ahí. —Marek señaló a la cabina de mando, donde todo parecía haber vuelto a la normalidad, aunque las luces rojas seguían parpadeando. Del alto oficial que discutía acaloradamente, ni rastro.

—¿Adónde han ido todos? —preguntó.

—Ya se lo he dicho, a una reunión.

—Mire, teniente —dijo Marek, moviendo el hombro para enfocarla con la cámara—. Hagamos un trato. Yo le prometo no decir ninguna tontería más contra los tripulantes de la Yuriatin, ni siquiera en línea, y usted consigue que hable con el director Lubistch. ¿De acuerdo?

—Para empezar desconecte eso —ordenó la teniente.

—Eso está hecho —obedeció Marek. Desconectó la cámara principal y, automáticamente, conectó discretamente la mini de su solapa.

—Y sus micrófonos.

Marek manipuló en su muñequera.

—Ahora escúcheme —siguió Ivanovna—: La alarma no tiene nada que ver con esta estación. No sucede nada. Es sólo un medio de poner un poco de orden, de retirar de los pasillos a la gente que no hace nada y evitar que la prensa, es decir, usted, se meta donde no le llaman. ¿Está claro?

—Eso quiere decir que si aquí no hay problemas, los hay en la Alexander Yuriatin.

—Yo no he dicho eso.

—Vamos, teniente. No van a ser problemas en mi granja de Queensland. Hay una alarma. Si aquí no pasa nada, pasa en el objeto de toda esta estación. ¿Con quién hablaba?

—No puedo decir nada a ese respecto —insistió Ivanovna.

—Entonces, ¿para qué tengo que desconectar la cámara? —Hizo ademán de volver a conectarla.

—Espere. ¡Maldita sea! De acuerdo, es en la Alexander Yuriatin. Algún problema, no sé qué pasa, y eso se lo puede creer. No tengo ni idea.

—Sí. Bien. La creo, pero tengo que hablar con Lubistch.

—Haré lo que pueda.

—Estupendo.

El siguiente paso de Victor Marek fue meterse en su habitación del pomposamente llamado Hotel Carlton-Titán, de apenas veinte metros cuadrados, y ponerse a trabajar en la edición del material grabado. No había gran cosa, pero hizo hincapié en las imágenes de idas y venidas nerviosas de algunos mandos de la estación y en las palabras de la teniente Ivanovna. Grabó treinta segundos con su alocución y finalmente consiguió un multidocumento de menos de tres minutos y unas quinientas palabras de texto con un título sugestivo: «Peligra el arca de Noé», y lo colocó en la red subespacial. Antes de quince minutos, los diez mil millones de habitantes del sistema solar sabrían que algo grave estaba pasando y entonces ya no tendría sentido el secreto.

Cuando salió del hotel, las luces rojas de la alarma silenciosa se habían apagado. Los pasillos del color del acero estaban desiertos y las pantallas, mudas, seguían ofreciendo una gran variedad de imágenes, desde los anillos de Saturno a la nave, que parecía pequeña y frágil, pasando por imágenes informativas de la Tierra, paisajes lunares y películas de aventuras. Bajó al nivel inferior por una de las escaleras mecánicas y se metió en el primer antro que encontró, una sala oscura, llena de gente y de ranuras expendedoras de cualquier cosa.

En las pantallas se repetía lo mismo que había visto fuera, además de un par de películas pornográficas, y se quedó frente a un informativo mientras pedía cerveza en voz alta a una de las máquinas.

El noticiario tardó veinte minutos en incluir su trabajo y Marek lanzó una exclamación obscena cuando lo vio reducido a veinte segundos, un miserable spot con algunas imágenes de Titán, de la Yuriatin, y apenas unas líneas de texto donde había anunciado el poco tiempo que faltaba para la tercera fase. Nada de la alarma, ni de la charla con Vlasova.

Furioso, Marek intentó navegar por la información desde su agenda digital, pero no había nada, ni una simple referencia. El resto de cadenas informativas lo mismo, no hablaban más que del inminente encendido de la tercera fase de los motores, el motor lumínico que enviaría la nave en un viaje sin retorno hasta Alpha Centauri.

—¡La madre que os parió! —exclamó en voz baja.

Cuando salió de la cafetería, el puñado de clientes seguía pendiente de las pantallas. Apenas había emergido Marek al nivel superior cuando vio acercarse a la teniente Ivanovna. Con ella venían dos soldados con la negra y peligrosa arma láser colgada del hombro.

—¿Señor Victor Marek? —dijo la teniente, lívida y casi sin desencajar la mandíbula.

—Pues claro, ¿tanto he cambiado? ¿Ha tenido Lubistch algo que ver o son sólo mis jefes?

—Queda usted detenido.

—¿Ah, sí? ¿Y dónde me va a encerrar?

La teniente hizo un gesto y, en menos de cinco minutos, Marek se contestó a sí mismo.

—Le llamamos la ducha —dijo la teniente.

Marek vio una especie de armario con una litera y un agujero en el suelo.

—No me harán eso…

—Por supuesto que sí. No se preocupe. Se le administrará un tranquilizante en el aire para que no sufra claustrofobia. Estamos autorizados por el reglamento de control de la estación a mantenerle encerrado hasta que se disponga su salida. Ha sido dada la alarma y usted ha contravenido la orden expresa de mantener el silencio de las comunicaciones.

—Eso es una estupidez y no me meteré en ese agujero.

—Se meterá, señor Marek. Ya lo creo que se meterá.