Theodor Antic sudaba copiosamente. La temperatura en el interior del estrecho cubículo debía de ser, al menos, de cuarenta o cuarenta y dos grados, y el maldito circuito de refrigeración estaba tan atascado como su vida amorosa. El escáner no cesaba de ronronear anunciando que algo no iba bien, pero lo que realmente no iba bien era el propio Theodor. El sudor le resbalaba a chorros desde el nacimiento de su espeso cabello y varios regueros convergían sobre la punta de su nariz, dejando una gota en suspenso durante unos instantes hasta que se estrellaba contra el suelo metálico de la nave. Theodor sentía algo que le corroía las tripas, probablemente el sucedáneo de chili de la cantina, o la ácida y mala cerveza «de producción nacional», como decía su jefa, Helena Vlasova. Theodor maldijo para sí los circuitos dilatados y atorados y tiró con todas sus fuerzas de la llave inglesa, resoplando como un viejo búfalo. Soltó un par de maldiciones y ante la resistencia de la tuerca empezó a valorar otra vez la posibilidad de meter la máquina arreglalotodo por el estrecho agujero.
—¿Cómo va eso, Teo? —crujió la voz de Helena Vlasova a través de los auriculares.
—Jodidamente mal. Y hace un calor del demonio. Oye, ¿no tenemos una CQ más pequeña?
—Supongo —contestó ella—. En el almacén.
—¿Y quién va a ser tan amable de traérmela?
—No me fastidies, Theodor. Tráetela tú. Yo soy tu jefa, ¿recuerdas?
—Sólo salir de aquí me llevará diez minutos, otros diez para bajar hasta el nivel doce y quince más para volver a entrar…
—Me vas a hacer llorar.
«Púdrete, Blancanieves», pensó Theodor. El dolor del vientre se intensificó al estirarse para pasar por la estrecha abertura. Al menos el aire fresco del pasillo le daría un respiro.
Theodor era de complexión ligera, medía uno sesenta de estatura y pesaba poco más de cincuenta kilos. Tal vez por eso le tocaba siempre la desagradable tarea de meterse en sitios estrechos para reparar las mil cosas accesorias que podían estropearse en una nave estelar, pero de todos modos la salida de la cámara de refrigeración no se presentaba nada fácil. Peleó un rato hasta darse la vuelta y colocarse boca abajo, luego enfiló la salida por el estrecho túnel, apenas un metro hasta el pasillo.
—De acuerdo —dijo la voz de Helena—. Iré yo. No salgas del agujero y espérame…
Cuando se volvió para levantarse de la silla, Helena Vlasova, jefa de mantenimiento del sector 15A de la nave estelar Alexander Yuriatin, creyó oír un ruido, parecido a un gemido, y luego la pesada respiración de Theodor. Miró a la pantalla donde debía verse el campo de visión del técnico y vio ante ella, en un ángulo extraño, el pasillo bruñido y brillante.
—¿Teo? Te dije que arreglaras esa mierda de cámara. Se ve todo torcido.
Helena apretó el auricular, intentando captar algún sonido. Estaba segura de oír la respiración del técnico, pero el pasillo seguía allí, quieto y congelado, como si Theodor se hubiera quedado paralizado.
—Theodor, ¿me oyes? Responde… ¡por Dios! Me tomas el pelo, ¿no? Pues muy bien, ve tú a buscar la jodida CQ, ¿vale?
El largo túnel que separaba las dos estructuras principales de la nave tenía varios nombres, a cual más original. Tren espacial, subestructura de enlace, túnel de servicio… Para los veinte niños de la nave estelar Alexander Yuriatin era «la maqueta»; para los de mantenimiento, «la autopista»; y para la mayor parte del personal, «el corredor». Sus seiscientos setenta y seis metros de longitud y sus veinte de ancho eran realmente como la maqueta a escala de una gran vía de comunicación terrestre. Conductos de energía, de agua, refrigerantes, cables ópticos y demás, dos aceras para pasear, un monorraíl y una pista central larga, brillante y blanca como una lengua de nieve. Las curvas paredes de titanio-lantano se abrían por encima, a intervalos, en vidrio orgánico, indestructible, transparente, que ofrecía el espectáculo del oscuro espacio exterior, inmenso y profundo.
—A veces pienso que la única diversión de nuestro mundo es este pasillo —dijo Helena, acomodándose en el buggy.
A su lado, la doctora Dolores Hart, su amiga y compañera de habitación, sonrió levemente:
—Uno, un tercio —ordenó a la máquina—. Sí, tiene su encanto.
El vehículo se lanzó hacia adelante a una velocidad moderada, dejando atrás la estructura Dos, una esfera de trescientos treinta y ocho metros de diámetro semejante a una gran colmena e idéntica a la Uno; espacio vital para la mitad de los doscientos cincuenta tripulantes de la nave. Reclinada en el asiento, Helena se ajustó mejor las gafas negras y disfrutó del paseo, sobrepasando a solitarios paseantes, a los potentes focos de luz blanca y a pequeños y recoletos espacios, pensados para que dos personas se sentaran frente al infinito.
—Es incómodo eso, ¿no? —dijo Dolores.
—¿Eso?
—Sí, eso de ser albina y tener que ir siempre con las gafas y embadurnada de protector… eso.
—Una se acostumbra. En la Tierra sería mucho peor. Me han dicho que hay zonas donde nadie puede prescindir de las gafas oscuras o las lentillas. No sé qué haría yo allí.
—Sí. —Dolores movió la cabeza, mirando hacia adelante—. Supongo que tiene sus desventajas.
—Las tiene. Pero no me negarás que tengo cierto morbo. —Las dos mujeres rieron—. Aunque no me sirve de nada. No ligo ni a la de tres.
—¿Ni siquiera con Teo? —preguntó Dolores.
—¿Con esa especie de neandertal? —Rieron de nuevo—. Tendría que estar muy desesperada. Lleva fatal lo de tener a una mujer como jefa. Es como un viejo fósil. Y a propósito, ¿sabes algo de lo que le pasa?
—No. Todavía no. —Dolores Hart sacudió la cabeza—. Aunque hay más casos en el hospital. Supongo que esta mañana me traerán muestras para analizar… Los médicos dicen que debe de ser un virus, o tal vez una bacteria, pero no han logrado clasificarlo. Es muy raro.
—Yo conozco a un par de individuos que tampoco sabría cómo clasificarlos. —Helena rió—. ¿Sabes? Desde la última charla con el psicólogo, he empezado a pensar que…
—¿Qué?
—No te rías. La posibilidad de… tener un hijo.
—¡No me digas! ¿Con alguien en particular?
—No lo sé. —Helena rió de nuevo—. Se trata de encontrar al padre adecuado y… Ya llegamos.
El buggy frenó suavemente y se pegó al bordillo de la estación de entrada. A aquella hora, diez de la mañana según los horarios de la Tierra, no había demasiado movimiento, apenas un puñado de personas frente a los ascensores, una joven guía con el uniforme rojo, un par de técnicos charlando en otro buggy y una pareja sentada en la cafetería haciendo manitas.
—Bien —dijo Helena—, ya seguiremos este interesantísimo chismorreo a mi costa. ¿Nos veremos esta noche?
—Por supuesto. Daré recuerdos de tu parte al neandertal.
La doctora Hart vaciló un momento antes de entrar en el despacho del doctor Franklin, jefe de los servicios médicos. A pesar de sus años de experiencia, no podía evitar ponerse nerviosa cuando tenía que hablar con algún superior, aunque éste fuera una persona de su misma edad y más un compañero que un jefe.
—¿Cómo estás? —le preguntó Franklin, estrechándole la mano—. Has trabajado demasiado estos días.
—Hay mucho por hacer —contestó.
—Sí, siéntate. Ya sé que te he distraído, pero es importante.
—Sí, me imagino —dijo Hart—, pero no sé por qué tengo que ir yo. Tú estás al tanto de todo lo que mi equipo está haciendo.
—Lo sé, sí, pero Smithson insistió en que fueras tú la que le contara a la almirante cómo van las cosas. Bien, ¿cómo lo ves?
—Haré lo que pueda.
—Sólo tienes que contar lo que has descubierto. Eso es todo.
—Bien.
—Pues vamos allá.
La sala de reuniones era una estancia amplia y sin vistas al espacio exterior. Probablemente porque era un sitio para trabajar y los diseñadores no habían querido introducir ni un solo motivo de distracción. La doctora Hart entró acompañada de John Franklin y saludó con una inclinación de cabeza.
En la gran mesa metálica del centro de la sala había sólo dos personas, el comandante Smithson, segundo oficial de la Alexander Yuriatin, pero también biólogo e investigador, y la almirante De Lattre de Tassigny, comandante de la nave y máxima responsable de la misión.
—Siéntese, doctora Hart, por favor. Lamento haber interrumpido su trabajo —dijo la almirante con voz suave.
De Lattre era una mujer alta y delgada, con el pelo hirsuto y muy blanco y de una edad incierta, aunque no más de sesenta años, justo en el límite de edad para la tripulación.
—Gracias —dijo la doctora, tomando asiento en un extremo de la mesa.
—Hemos considerado oportuno —siguió De Lattre— pedir su colaboración. Necesitamos información de primera mano y estamos seguros de que usted es la persona adecuada. ¿Le apetece una taza de té?
La doctora se fijó en que no había tetera ni ninguna taza en la mesa.
—No, no, gracias.
—El doctor Franklin —siguió De Lattre tras un ligero carraspeo— nos ha informado de que ha analizado usted a conciencia… el causante de la enfermedad —dijo, mirando su pantalla— del síndrome de insuficiencia respiratoria, ¿no es cierto?
—Sí, sí, señora. En mi informe…
—He leído su informe —la interrumpió De Lattre—, pero queremos saber qué opina usted. La consideramos, por supuesto, la mejor investigadora de los planetas exteriores, y una de las mejores de la Tierra.
—Gracias —murmuró Hart un poco nerviosa—. Bien —titubeó un instante, pero inmediatamente hizo acopio de energía y se lanzó—, se trata, como dice el informe, de una variedad muy virulenta de la bacteria conocida como legionela, o al menos se parece remotamente a ella. Tiene el mismo comportamiento, que yo sepa; es una gram negativa, pero presenta una forma algo diferente, mayor agresividad y sobre todo una velocidad de fisión que nunca había visto hasta ahora. Aún no conocemos sus efectos completos, salvo los derivados de la observación, es decir, sus síntomas, aunque me temo que puede ser muy grave… En mi opinión, pienso que, en un porcentaje de probabilidades muy alto, nos enfrentamos a algo muy peligroso para lo que, me temo, no estamos preparados. Tenemos el mejor hospital que jamás haya tenido la humanidad, en todos los sentidos, incluido un laboratorio capaz de analizar cualquier cosa, pero para eso hace falta tiempo y me preocupa precisamente esa relación entre desarrollo e investigación. Se desarrolla demasiado rápido, y si fuera mortal… no llegaríamos a tiempo.
Franklin intercambió una mirada con la almirante. La doctora Hart notó un crujido que salía de alguna parte indeterminada de la habitación, hasta que fue consciente de que eran sus propios dientes apretados.
—¿Qué quiere decir a tiempo? —preguntó la almirante.
—Quiero decir —dijo Hart— que si en cuarenta y ocho horas, como dice el informe, ha muerto el primer paciente, en los próximos tres o cuatro días pueden morir los otros diez. Eso apenas nos da tiempo de descubrir el comportamiento de la bacteria y faltaría todavía encontrar el modo de eliminarla o de atacar sus efectos… sin contar el previsible aumento de los casos.
—¿Cómo se transmite?
—Estoy segura de que por el aire.
—Dice usted —dijo De Lattre, consultando de nuevo su pantalla— que está trabajando en descubrir cuáles son las células anfitrionas. ¿Ha descubierto algún indicio?
—Creo que sé cuál es… bien… creo saberlo.
—¿Lo sabe o cree saberlo? —preguntó De Lattre.
—Aún no tengo el resultado de los cultivos. Necesito treinta y seis horas más. Es sólo una suposición. Estaba haciendo las pruebas cuando me han llamado. Aún no hay resultados y pensé que…
—Díganos, doctora —apremió la almirante—, ¿dónde cree que se aloja nuestro huésped?
—Creo que en los melanocitos. Sí, eso creo. Las probabilidades son altas, pero todavía no puedo estar segura.
—¿Cuándo tendremos algo concreto?
—Depende de los cultivos. Unas treinta y seis horas para tener un estudio completo.
—Bien —dijo De Lattre tras un silencio—. No la entretengo más. Continúe con su labor y mantenga informado al doctor Franklin de cualquier avance, por pequeño que sea. ¿De acuerdo?
—De acuerdo… sí, sí, almirante. Gracias.
—Gracias a usted, doctora.
Dolores Hart abandonó la sala y pareció como si una losa de plomo hubiera caído sobre los presentes.
—Es mortal —dijo Franklin, sombrío, y añadió—: Y ahora sabemos por qué ocho de los diez afectados son de piel negra.
—¿Se puede atajar la propagación? —preguntó abruptamente la almirante De Lattre.
—Es demasiado pronto para saberlo —contestó Franklin, negando con la cabeza—. Tendríamos que ver cómo evoluciona el resto de los pacientes con la medicación…
—¿Qué les administran? —interrumpió Smithson.
—Inhibidores y algunos derivados de la eritromicina que estamos sintetizando sobre la marcha. Si fuera cierto lo que dice la doctora, podríamos administrar también cefalosporinas experimentales, de la serie Z, o bien tratar al paciente con monobenzona e hidroquinona a fin de eliminar los melanocitos que alojan el virus. El láser…
—¿Blanquear a nuestros enfermos? —murmuró Smithson—. Eso podría provocar cambios con efectos imprevisibles, tal vez un brote de cáncer de piel.
—Tal vez —dijo Franklin—, pero el cáncer es tratable y curable.
—El primer enfermo —Smithson consultó su pantalla—, Christian Samo, suboficial de primera clase destinado en el módulo Uno, ha fallecido hace menos de una hora. El segundo paciente, Sara Weaver, jefa de servicios de mantenimiento en A14, ha entrado en coma, y cuatro enfermos más presentan un cuadro neumónico avanzado.
—Y hace apenas cuarenta y ocho horas de la aparición del primer caso —añadió Franklin.
—¿Qué opina usted? —preguntó De Lattre con el ceño fruncido.
—Diez casos entre doscientas cincuenta personas es una epidemia —respondió Franklin—. Y un diez por ciento de muertes, por ahora, es ya de por sí muy elevado. Creo que deberíamos ponernos en comunicación con Titán y solicitar instrucciones. Tal vez… tal vez, deberíamos cancelar el proyecto Alpha Centauri —dijo Franklin titubeando.
—Bien, señores. —La almirante se puso en pie—. Gracias por su colaboración.
Franklin salió de la sala. De Lattre hizo una seña a Smithson y volvió a sentarse con aire abatido.
—¿Cancelar la misión? —preguntó Smithson.
—Es la opinión del doctor, pero no la mía, desde luego —respondió De Lattre—, y espero que tampoco sea la suya, aunque… no tenemos muchas alternativas. Voy a enviar un informe a Titán inmediatamente. En veinticuatro horas se pondrá en marcha la tercera fase de impulso de la nave. Una vez entremos en esa fase estaremos solos. Se acabó. Dependerá exclusivamente de nosotros encontrar el modo de atajar la enfermedad. Si he de ser sincera… no veo confianza en la actitud de nuestro equipo médico. Y la alternativa…
—La alternativa es detener la tercera fase y abandonar la nave. Utilizar las auxiliares y regresar a Titán. Cancelar la misión —dijo Smithson con un deje de tristeza.
—Y perder miles de millones, años de trabajo y la ilusión de toda la raza humana —añadió De Lattre—. Sí. Es una decisión terrible. Y nosotros debemos tomarla.
—Hay algo que… almirante, si me permite… —dijo Smithson.
—Sí.
—Si abandonamos la Yuriatin en las lanzaderas, tardaremos… ¿un año en regresar a Titán?
—Sí, algo así, tal vez más —respondió la almirante.
—Entonces, ¿de qué nos sirve abandonar la nave? Si la epidemia se propaga de un modo incontrolable, enfermaremos todos en las lanzaderas, y si la mortalidad crece, regresaremos a Titán igual de muertos.
—Podríamos utilizar la hibernación.
—¿Para veinte personas? Es toda la capacidad de las unidades criogénicas. El resto moriría y de paso propagaría el virus. Contaminaríamos todo el sistema de Titán. Nos quedaríamos sin tripulación en activo nada más salir y podríamos acabar perdidos en el espacio o estrellados contra Saturno. Y los que lleguen sanos, salvos y congelados a Titán… allí no hay mejores instalaciones que aquí para combatir la plaga…
—Entiendo. —La almirante hizo una pausa—. ¿Y un equipo médico que trabajara mientras tanto intentando encontrar un remedio?
—Entonces, ¿qué más da ir hacia un lado que hacia otro? —insistió Smithson—. Estamos abandonados a nuestra suerte, vayamos donde vayamos.
Hubo un silencio. El razonamiento de Smithson era impecable.
—Estoy de acuerdo. Tenemos el mejor laboratorio del sistema solar, los mejores investigadores. Informaré al control de la misión y seguiremos adelante. Eso es todo, comandante.