No conocía demasiado bien a Stroud hasta hace poco, y en realidad tampoco lo conozco ahora. Por consiguiente, no podría aventurar cómo o de qué manera encajaba en los patrones de Janoth.
Cuando me aconsejó que no intentara dar el perfil del hombre tipo Crimeways, eso no me dijo nada. Era el consejo típico que daban en todas nuestras publicaciones, y, por lo que yo sabía, Stroud no era más que otra de las muchas personas entusiastas, ambiciosas y egocéntricas de la organización que pasaban de un despacho a otro, de una alianza a otra, de una moda ética o política a otra, y que no tenían otro interés verdadero en la vida que ganar cada año más dinero, y siempre más que sus colegas.
Sin embargo, tenía la impresión de que Stroud no era tan simple. Todo lo que sabía de él, de hecho, era que se consideraba muy agradable, que parecía valorar mucho su propio ingenio y que nunca compraba nada de lo que hacíamos aquí.
Ni yo tampoco. Hasta ahora.
León Temple estaba en el despacho de Stroud cuando entré a última hora de la mañana del lunes para pedirle a Stroud que autorizase una orden de pago que juraba que le hacía falta para esa nueva misión tan histérica en la que parecía que todo el mundo menos yo estaba trabajando. Por lo que pude enterarme, Temple no hacía nada más que revolotear por el salón de cócteles del Van Barth con una mariposilla linda y juguetona que atiende por Janet Clark.
Mientras me dirigía al despacho de Stroud tratando de pensar en el mejor modo de dirigirme a él, me sentía como un extraño. Todos participaban en una fiesta larga y feliz, mientras yo me pasaba los días en el antiguo departamento de Homicidios o en las desvencijadas ruinas de la fiscalía del distrito.
Una vez que Stroud me firmó la orden para retirar el efectivo y León Temple se marchó, me di la vuelta y me retrepé en el alféizar de la ventana, detrás de la mesa de despacho. Él hizo girar la silla en redondo y bajo la luz que entraba descubrí algo que hasta entonces no había notado, que aquel hombre tenía la cara arrugada y unas facciones duras.
—¿Hay alguna novedad, Emory? —me preguntó.
—Bueno, sí. Es más que nada cosa de rutina. Pero quería comentarte otra cosa.
—Dispara.
—¿Sabes aquello tan extraño que pasó hace una semana, el sábado por la noche?
—¿La noche del asesinato?
—Sí. Pero es algo referente a Individuos Financiados. Pues esa noche me encontré con Fred Steichel, que es director editorial adjunto de Jennett-Donohue. ¿Lo conoces?
—Lo he visto alguna vez. Pero no sé a qué te refieres.
—Bueno, yo soy bastante amigo de Fred. Su mujer y la mía fueron juntas a clase, y siguen viéndose a menudo. Nos encontramos en una cena y luego hubo una buena fiesta. Fred se emborrachó y empezó a contarme todo lo de Individuos Financiados. Y la verdad es que sabía mucho del tema, tanto como yo.
Stroud no mostró una gran preocupación.
—No hay razón para que no lo supiera. No es ningún secreto. Todas las cosas de ese tipo acaban circulando.
—Claro, pero eso es en general. Y esto era distinto. Fred está muy bien cuando está sobrio, pero cuando se emborracha se pone insoportable, y esa noche procuraba con todas sus fuerzas mostrarse lo más desagradable posible. Se divertía recitando todos nuestros cálculos, citando las conclusiones a las que habíamos llegado, y hasta repitió algunos de los enfoques que intentamos durante una temporada y luego abandonamos. La cuestión es que tenía los números exactos, conocía con toda precisión los pasos que habíamos dado y, por ejemplo, se sabía una serie de frases que yo personalmente había usado en mis informes. No una cosa más o menos correcta en general, sino absolutamente literal. En otras palabras, que ha habido una filtración en alguna parte y él ha tenido acceso a nuestras investigaciones, nuestros informes y nuestras conclusiones.
—¿Y entonces?
—Bueno, pues me quedé bastante mosqueado. Una cosa es que en Jennett-Donohue oigan rumores sobre lo que estamos haciendo, y otra muy distinta que tengan acceso a archivos que se supone que son confidenciales. Quiero decir que, ¡qué demonios! No me gustó nada la manera en que Fred hablaba de Individuos Financiados. Como si se tratase de un peso muerto. Según él, yo estaba perdiendo el tiempo. Era sólo cuestión de semanas o de días que archivasen todo aquel plan. Cuanto más lo he estado pensando, menos me gusta. No puede ser que consiguiera esos datos por casualidad, y sus fanfarronadas no se basaban sólo en haber bebido de más.
Stroud asintió.
—Entiendo —dijo—. Y pensaste que era algo de lo que teníamos que enterarnos.
—Lo pensé y lo pienso. No es que pretenda entenderlo, pero es mi criatura y he invertido un montón de trabajo en ella, y para mí es algo más que uno de esos espejismos comunes y corrientes que presentamos aquí cada día. Me fascina. Tiene algo que resulta casi real. —Ahora al menos Stroud me escuchaba con interés, ya que no con asentimiento, y reforcé mis argumentos—. No se trata simplemente de otra flecha de inspiración que alguien lanza al aire. Se trata de un negocio a lo grande. Y en el momento en que sabes que puede existir una sociedad en la que cada uno de sus individuos tiene un valor monetario real de un millón de dólares, y que va pagando dividendos sobre sí mismo, sabes también que nadie va a torpedear, asfixiar o arruinar una inversión totalmente segura.
Stroud me dirigió una sonrisa tímida y comprensiva, pero helada.
—Ya lo sé —dijo—. Está bien, hablaré con Hagen o con Earl de esta curiosa filtración de nuestro material confidencial.
—Pero ahí está la cuestión, yo ya lo he hecho. Eso es lo más raro de ese sábado por la noche. Te llamé por teléfono primero pero no te encontré, y entonces llamé a Hagen. Él sí que estaba y se mostró de acuerdo conmigo en que era algo condenadamente importante. Dijo que lo comentaría con Earl, y que quería verme a primerísima hora del lunes por la mañana. Y desde entonces no he vuelto a tener noticias de él.
Stroud se repanchingó en la silla para estudiarme, muy desconcertado.
—¿Llamaste a Hagen aquella noche?
—Tenía que informar a alguien.
—Naturalmente. ¿A qué hora le llamaste?
—Casi inmediatamente. Le dije a Steichel que iba a llamar y el cabrón se echó a reír.
—Sí, pero ¿a qué hora?
—Bueno, sobre las diez y media. ¿Por qué?
—¿Y hablaste sólo con Hagen? Con Earl no hablaste, ¿o sí?
—No hablé con él, no. Pero debía de estar allí cuando llamé. Porque aquella noche estaba allí, como sabes.
Stroud apartó la vista de mí, con el ceño fruncido.
—Sí, ya lo sé —dijo con voz muy cansada, distante—. Pero ¿recuerdas lo que dijo Hagen exactamente?
—Exactamente no. Me dijo que lo comentaría con Earl. Así que esto es una confirmación del paradero de Earl, ¿no es cierto? Y Hagen dijo que nos veríamos el lunes por la mañana. Pero el lunes por la mañana no supe nada de él ni he vuelto a tener noticias desde entonces, y empiezo a preguntarme qué está pasando. Supuse que tal vez te hubiera traspasado todo el asunto a ti.
—No, lo lamento, pero no. Pero averiguaré qué está pasando, naturalmente. Estoy completamente de acuerdo contigo en que es importante. Y con Hagen. —Volví a ver aquella sonrisa invernal, esta vez a varios grados bajo cero—. Una vida humana valorada en un millón de dólares sería toda una historia digna de publicarse, ¿no crees? No te preocupes, Emory, tu sueño infantil no se perderá.
Era uno de esos cabrones con magnetismo que siempre me han gustado y he admirado, y por supuesto, envidiado y odiado, y me encontré con que le estaba creyendo, como un idiota. Sabía que aquello no podía ser verdad, pero me creí que Stroud estaba sinceramente interesado en proteger Individuos Financiados, y que encontraría algún modo de estudiar la cosa con detenimiento y después, al final, conseguiría inventarse una prueba de selección importante y eficaz. Sonreí mientras me sacaba del bolsillo unas cuantas notas y le dije:
—Bueno, pues eso es todo lo que tenía que decir. Y ahora, aquí están los últimos datos que tiene la poli sobre el asesinato de la Délos. Ya te dije que sabían que la chica estuvo fuera el fin de semana, desde el viernes por la noche hasta el sábado por la tarde. —Stroud hizo un medio asentimiento de cabeza y concentró su atención. Continué—: Ayer descubrieron dónde había estado. Estuvo en Albany con un hombre. Encontraron en su apartamento una carterita de cerillas de una sala de fiestas de Albany que no distribuye sus cerillas de costa a costa, sólo las dan en el propio local, y durante la consiguiente comprobación de rutina en los hoteles de Albany descubrieron que era allí donde había estado. ¿Lo tienes?
Asintió de nuevo, brevemente, y esperó con expresión dura y distante. Yo seguí:
—Por cierto, la poli lo sabe todo sobre el trabajo que estamos haciendo, y están convencidos de que el hombre que buscamos aquí y el que estuvo con la Délos en Albany el viernes y el sábado pasado son la misma persona. ¿Eso te sirve de algo o te da alguna pista?
—Sigue —me dijo.
—Eso es todo. Van a mandar allí a un hombre suyo esta tarde o mañana por la mañana con un montón de fotos para que las enseñe en la sala de fiestas, el hotel y por todas partes. Ya te dije que tienen la agenda de esa Délos. Pues, bueno, esta mañana me dejaron echarle un vistazo. Han estado reuniendo fotos de cada uno de los hombres que se mencionan en esa lista, que es bien larga, y lo más probable es que el tío que estuvo con ella en Albany sea uno de ellos. ¿Me sigues?
—Te sigo.
—Por la descripción general de ese hombre que les dio por teléfono el personal del hotel y del club de Albany, saben que es prácticamente seguro que no se trata de Janoth. En el hotel firmaron el registro como el señor y la señora Andrew Phelps-Guyon, más falso imposible. ¿Te dice algo ese nombre?
—No.
—Por cierto, tu nombre también estaba en la agenda de esa mujer.
—Sí —dije—. Conocía a Pauline Délos.
—Bueno, pues eso es todo.
Stroud pareció ponerse a valorar la información que le había dado.
—Buen trabajo, Emory —dijo, y me ofreció una sonrisa rápida y sin calor—. Por cierto, ¿en el departamento buscan una foto mía?
—No. Ya la tienen. Una que tú diste en algún momento para hacerte un carné o el pasaporte. El tipo que han mandado al norte tiene toda una colección. Se lleva sesenta o setenta fotos.
—De acuerdo.
—Si quieres puedo ir a Albany con ese tipo —dije—. Aunque no consiga ninguna otra cosa, me imagino que por lo menos será capaz de identificar a esa persona que andas buscando.
—Estoy seguro de que sí —dijo—. Pero no te molestes. Creo que eso podemos hacerlo mejor sin salir de aquí.