GEORGETTE STROUD

No vi a George cuando volvió a casa anoche. Había estado trabajando hasta tarde, a pesar de que era domingo. De todas formas, no lo había visto llegar ninguna noche en toda la semana pasada. No era raro que trabajase hasta tarde, tanto aquí como en la oficina. Había noches que ni siquiera volvía a casa.

Pero ese lunes por la mañana supe que algo era diferente. No se trataba simplemente de otro trabajo largo y duro, aunque eso fue lo que él me dijo.

Cuando bajó a desayunar, vi que no era una impresión infundada. Ahora estaba segura de que se trataba de algo completamente desacostumbrado y me propuse averiguar qué era. Le dio un beso a Georgia y otro a mí y se sentó. Siempre que empezaba a desayunar comentaba algo sobre el primer plato que viera por allí. Pero esta vez empezó a tomarse el pomelo sin decir nada.

—Cuéntame un cuento, George —le pidió Georgia en ese momento como si fuera una idea totalmente nueva que se le acabara de ocurrir.

—¿Un cuento? ¿Un cuento? Y por cierto, ¿qué es un cuento? Nunca he oído hablar de eso.

La respuesta era correcta, pero un poco mecánica.

—Sigue. George dijo que me lo contarías. Me lo prometió.

—Está bien, te contaré un cuento. Trata de una niñita que se llamaba Sofía.

—¿Cuántos años tenía?

—Seis.

Otra vez algo me sonó mal. La niña siempre tenía que ir sonsacándole antes de que le dijera la edad que quería oír.

—¿Y qué hizo la niña?

—Bueno, en realidad este cuento es sobre Sofía y su mejor amiga, otra niña pequeña.

—¿Y cómo se llamaba?

—Pues Sonia, eso es.

—¿Cuántos años tenía?

—Seis.

—¿Y qué hicieron?

Me di cuenta por primera vez de que había adelgazado mucho. Y cuando habló conmigo, era como si no estuviera allí. Normalmente se envolvía en nubes de confeti, pero cualquiera que lo conociese bien comprendía exactamente qué quería decir y por dónde se le podía encontrar.

Ahora, en cambio, era como si en realidad no estuviera. Sus fugaces evasiones ya no eran fugaces. Eran evasiones auténticas. Y las nubes de confeti, puertas de hierro.

Me vino a la cabeza que había estado igual hacía dos años, durante el lío que me enteré que había tenido con Elizabeth Stoltz. De ésa estaba bien segura. Pero antes de ésa había habido otras; entonces lo había creído y ahora lo creía más que nunca.

Me invadió una oleada de irrealidad absoluta. Y reconocí bien esa sensación, los primeros pinchazos de dolor de una enfermedad en la que vas a recaer. Era demasiado horroroso para ser verdad. Y era aquello lo que acababa por hacerlo tan horroroso.

—Bueno, pues Sofía nunca veía a su amiga Sonia excepto en algunas ocasiones. Sólo cuando Sofía se subía a una silla y se miraba en el espejo para peinarse o lavarse la cara. Siempre que hacía eso se encontraba a Sonia, nada menos, allí delante de ella.

—¿Y entonces qué hacían?

—Entonces tenían largas, largas conversaciones. «A ver, ¿qué pretendes metiéndote siempre delante de mí?», preguntaba Sofía. «Márchate de aquí, Sonia, y déjame en paz».

—¿Y qué decía Sonia?

—Bueno, eso es lo más raro de todo. Sonia nunca decía ni una palabra. Ni una palabra. Hiciera lo que hiciese Sofía delante del espejo, Sonia la copiaba. Hasta cuando Sofía le sacaba la lengua a Sonia y la llamaba mono de imitación.

—¿Y entonces qué pasó?

—Eso siguió igual durante mucho tiempo y Sofía estaba muy enfadada, puedes creerlo. —Sí, George, Sofía estaba muy enfadada. ¿Cuántos años duró eso, George?—. Pero se lo pensó bien y un día le dijo a Sonia: «Si no dejas de entrometerte en mi camino cada vez que vengo a mirarme en el espejo, Sonia, pues, vaya, yo tampoco me quitaré nunca de tu camino».

—¿Y entonces qué?

—Eso es justo lo que hizo Sofía. Cada vez que Sonia, la niña que nunca hablaba, venía delante del espejo para peinarse, Sofía hacía lo mismo. Y todo lo que hacía Sonia, Sofía lo copiaba inmediatamente.

No. No creo. Creo que cada una hacía una cosa diferente. Sencillamente, se apartaron la una de la otra.

No puede ser. No puedo volver a pasar por ese horror.

Pero ¿qué le pasa? ¿Se ha vuelto loco? No puedo volver a caer otra vez en ese abismo terrible.

¿No cambiará nunca? ¿No madurará? Se ha portado muy bien desde lo de aquella chica, Stoltz. Creía que aquélla iba a ser la última, porque tenía que ser la última. Hay un límite que los nervios no pueden sobrepasar sin desgarros y magulladuras y continuar viviendo. Y si eso es lo que pasa, no podré aguantarlo otra vez.

¿Está completamente cuerdo? No puede estarlo si está tan ciego.

—Tengo una mejor amiga —anunció Georgia.

—Eso espero.

—Una nueva.

—¿Y qué hacéis tu mejor amiga y tú?

—Jugamos a juegos. Pero algunas veces me roba las ceras. Se llama Pauline.

—Ya. Y luego, ¿qué pasa?

Era demasiado torpe, como algo ensayado que va saliendo de una máquina, de una radio o un tocadiscos.

Sonó la bocina del autobús escolar y Georgia se levantó de un salto. Le limpié la cara con mi servilleta, fui tras ella al vestíbulo y la vi correr en busca de su cartera del colegio, que contiene un bloc de dibujo, un libro con ilustraciones y también, la última vez que la revisé, un puñado de cuentas sueltas, unos cuantos cacahuetes olvidados y el capuchón roto de una estilográfica.

Le di un beso de despedida y me quedé un momento mirándola bajar corriendo por la acera. Quizás estuviera equivocada.

Tenía que estar equivocada. Estaría equivocada. Hasta que me viera obligada a reconocer lo contrario.

Cuando volvía hacia la sala del desayuno vi el último número de Newsways y me acordé de una cosa. Me lo llevé conmigo.

—George —le dije—, te olvidaste de traer el Newsways de casa.

Siguió con sus huevos y su café y dijo distraído:

—Se me fue de la cabeza. Traeré uno esta noche sin falta. Y Personalities, que acaba de salir.

—No te preocupes por el Newsways, compré uno ayer.

Me miró y vio la revista. Durante un instante vi algo raro que nunca había visto antes dibujarse en su cara, pero luego desapareció tan deprisa que no estaba segura de haberlo visto de verdad.

—Trae algo sobre lo que pensaba preguntarte —le dije—. ¿Has leído el artículo sobre Louise Patterson?

—Sí, lo he leído.

—Es fabuloso, ¿no? Dice justo todo lo que tú llevas años diciendo. —Le cité una frase del artículo—: «El homunculus crece hasta alcanzar un tamaño monstruoso, con toda la fuerza de una enorme explosión, gracias a un nuevo talento que surge de pronto como un meteorito atravesando los cielos túrgidos, por lo demás tan pretenciosos, del mundo del arte contemporáneo. Puede que Louise Patterson observe sus modelos a través de un microscopio, pero el pincel que maneja es gargantuesco».

—Sí, es fabuloso, pero no es lo que llevo años diciendo.

—De todos modos, reconocen su talento. No seas tan negativo, sólo porque emplean palabras distintas de las que empleas tú. Por lo menos admiten que es una gran pintora, ¿no es cierto?

—Eso sí.

Algo sonaba desafinado. Sus palabras pretendían sonar ligeramente escépticas, pero el tono de su voz no era demasiado neutro.

—Por todos los santos, George, no finjas que no te ha gustado. Debes de tener siete u ocho pattersons, y ahora resulta que son terriblemente valiosos.

—Incalculable. Me parece que ésa es la palabra que usan en Newsways. —Soltó la servilleta y se levantó—. Tendré que darme prisa. Creo que iré en coche como siempre, a no ser que lo necesites tú.

—No, por supuesto que no. Pero espera, George. Hay otra cosa más. —Busqué otro párrafo del mismo artículo y se lo leí—: «Esta semana, el máximo interés en el mundo del arte se centra en el paradero de la obra maestra perdida de Patterson, su famoso Judas, que se considera el lienzo más cotizado entre todas las obras de valor incalculable salidas del estudio de la artista. Representa dos manos enormes que se intercambian una moneda, y es un soberbio estudio en amarillo encendido, rojo y marrón tostado, una pintura que hace algunos años fue muy conocida y luego desapareció sin dejar rastro». Y etcétera.

Levanté los ojos de la revista.

—Bien presentado, pero no muy llamativo —dijo George—. Hacen que parezca un arco iris en mitad de la noche.

—No es eso lo que quiero decir. ¿Tú no sabes nada de ese cuadro?

—¿Por qué habría de saberlo?

—¿No he visto yo una pintura sin enmarcar que trajiste a casa hace cosa de una semana y que era algo así?

—Pues claro que sí, Georgie. Una copia.

—Ah, bien. ¿Y qué pasó con ella?

George me guiñó un ojo, pero sin calor alguno en el gesto. Sin nada. Simplemente un guiño en blanco.

—Me lo llevé al despacho, naturalmente. ¿De dónde crees que iban a sacar esos manazas una descripción tan precisa del original? —Me dio una palmada en el hombro y un beso fugaz—. Tengo que irme corriendo. Te llamaré esta tarde.

Cuando se fue y oí el coche bajar por el camino de entrada, dejé la revista y me incorporé lentamente. Fui hasta la cocina a ver a Nellie, comprendiendo lo que es sentirse vieja, verdaderamente vieja.