Cinco días después de que Steve empezase a organizar la búsqueda ya teníamos material suficiente en torno a aquel maldito fantasma como para escribir una larga biografía. Teníamos fechas, direcciones, currículum, una descripción física completa y radiografías de hasta el último pensamiento, emoción o impulso que hubiera tenido nunca. Conocía a aquel cretino mejor que su propia madre. Si cerraba los ojos, podía verlo de pie delante de mí, con un conato de sonrisa imbécil en una cara demasiado bien hecha, y podía oír su voz, suave, estudiada y seductora, soltando todas esas fantasías y simplezas que tanto le encantaban, casi podía alargar la mano y tocar a aquel fantasma horroroso que había irrumpido en mi vida desde ninguna parte para traerme la muerte de Pauline y mi posible ruina.
Y sin embargo, todavía no teníamos al hombre en carne y hueso. No teníamos nada.
—Sinceramente, creo que me estáis ocultando algo —dijo George Stroud. Hablaba con Steve. Yo había insistido en estar presente, aunque sin participar directamente, cuando volviésemos a examinar la parálisis que parecía estar afectando a nuestros planes—. Y pienso que ese algo, sea lo que sea, es el único dato sólido que necesitamos para poner punto final a todo el asunto.
—Limítate a los hechos —dijo Steve—. Tu imaginación corre más que tú.
—No creo.
Estábamos en el despacho de Steve, él detrás de su mesa, yo a un lado y Stroud frente a Steve. La habitación estaba llena de sol, pero a mí me parecía en penumbra, como el fondo de una piscina llena de agua. Creo que no había dormido más de dos horas por noche durante la última semana.
Aquellos malditos lobos estaban cada vez más cerca. Me habían interrogado docenas de detectives y funcionarios de la fiscalía del distrito tres, cuatro e incluso a veces cinco veces al día, todos los días. Al principio habían sido correctos. Ahora ya no se preocupaban demasiado de seguir siéndolo.
Y Wayne lo sabía. Carr lo sabía. Todos lo sabían. Sólo era un secreto para el público en general. En el distrito del sur de la ciudad y en el de la calle 42 era de conocimiento general. Nadie me había llamado o se había acercado a mí abiertamente desde hacía días. Cuanto más de cerca me apretaba la banda de los políticos, más lejos se iba mi propia gente. Cuanto más me aislaban, más fácil se ponía todo para la policía. Yo podía manejar una jauría de lobos, pero no dos.
En realidad no había verdaderas pruebas contra mí. Todavía no. Pero tampoco había perspectiva alguna de que fueran a relajar la presión para conseguirlas.
Eso podía soportarlo. Pero teníamos que encontrar a ese condenado espectro, y encontrarlo antes de que otro lo hiciera. Era la única amenaza seria a la que me enfrentaba. Si la policía daba con él primero, y podía ser así en cualquier momento y acabaría siéndolo, yo ya sabía exactamente lo que iba a decir ese tipo y lo que iba a suceder.
No tenía el menor sentido. Disponíamos de aquella montaña de datos y aun así, a efectos prácticos, estábamos exactamente donde habíamos empezado.
—Está bien, atengámonos a los hechos —dijo Stroud a Steve—. Dices que ese hombre es la figura clave de un tinglado político-industrial. Pero no hemos descubierto ni una sola conexión política ni ninguna conexión financiera dignas de mencionarse. ¿Y por qué no? Yo digo que porque no las hay.
Steve le dijo cortante:
—Las hay. Sencillamente no habéis cavado lo bastante profundo como para sacarlas. Yo no me guardo nada, excepto rumores y sospechas. Y eso no te serviría para nada bueno. De hecho, simplemente te desorientarían.
La voz de Stroud era suave y bastante agradable, pero hablaba con demasiado énfasis.
—No podrían desorientarme más de lo que estuve cuando, sabiendo como sabías que la Délos estaba en medio de toda la situación, no sé por qué te olvidaste de contármelo.
Esas disputas sin sentido no nos llevaban a ninguna parte. Tuve que intervenir.
—¿Y cuál es tu opinión, George? —le pregunté—. ¿Cómo explicas el hecho de que parezca que andamos en círculos? No es propio de ti quedarte estancado tanto tiempo en un asunto tan sencillo como éste. ¿Cuál es tu sincera teoría sobre este asunto?
Stroud se volvió y me miró con una mirada penetrante, sostenida. Era uno de esos que yo siempre había clasificado como personas ultraperspicaces, que no son buenas para la acción pero sí muy agudas para la lógica y la teoría puras. Era del estilo de los que resuelven una mano de bridge de un vistazo y hasta la última baza, pero que en cualquier simple trato de negocios estaría indefenso. La serenidad fría de luchador y jugador que tenía Steve a él le faltaba por completo, e incluso debía de considerarla como algo ajeno o inhumano, si es que llegaba a entenderla.
Después de cinco días con aquel trabajo, a Stroud ya se le notaba la tensión. Eso era bueno, porque así entendería que no se trataba de una mera historia rutinaria.
—Sí, tengo una teoría —me dijo—. Creo que el asesinato de Pauline Délos y el hombre al que buscamos están tan íntimamente conectados que son lo mismo. Me veo obligado a rechazar la idea de Steve de que sólo están relacionados circunstancialmente el uno con el otro.
Asentí. Era inevitable, por supuesto. No habíamos escogido a Stroud para dirigir la investigación por lo guapo que era, por su desbordada imaginación ni por su vanidad, que era colosal.
Miré a Steve, confiando en que de allí en adelante procedería con más sensatez.
—Entiendo tus razonamientos, George —dijo—. Y pienso que estás en lo cierto. Pero hay algo que has pasado por alto y que ahora tendríamos que considerar. Sabemos que Pauline estaba al tanto de esa, gran trapisonda. Entre bastidores, había ayudado a organizar la trama, fragmentariamente, claro, de todo el caso. Naturalmente, habría seguido con ello si hubiera podido. Pues supongamos que hizo justamente eso. Supongamos que alguien la pilló haciéndolo. Y fue más rápido que ella. ¿Has pensado en esa posibilidad?
Stroud se quedó en silencio, distante y pensativo. Me temo que era un poco demasiado listo para aquel asunto.
—Si lo que anda en juego llega hasta ese punto, y si la otra parte ya ha rebasado ese límite —dijo, y se paró para hacer una pausa aún más larga—, entonces tenemos muy malas compañías. O nuestro hombre está ahora en México y sigue huyendo todavía más al sur, o ya lo habrán quitado de en medio para que nunca se vuelva a saber nada de él.
—Eso es imposible —le dijo Steve, cortante—. Verás por qué. Un hombre como ése, excéntrico, con un círculo amplio y variado de amistades, casado y con un hijo por lo menos, una posición de responsabilidad en alguna parte, dejaría un hueco bastante grande si desapareciera de repente de la circulación. Y vosotros estáis en contacto directo con la oficina de personas desaparecidas… ¿desde cuándo?
—El martes por la mañana.
—El martes. Y no se ha denunciado la desaparición de ninguna persona como nuestro hombre. Seguro que esa noticia se filtraría de algún modo por algún sitio. Si no ha desaparecido, significa que sigue circulando por ahí. —Stroud asintió, cauteloso, y Steve pasó rápidamente a otro punto—. Ahora vamos a observar un poco más de cerca algunas de las otras pistas. ¿Seguís comprobando la lista de licencias de venta de licores suspendidas o no renovadas en Consumo?
Stroud se pasó un pañuelo por la frente sudorosa.
—Sí, pero eso es como buscar una aguja en un pajar. Las hay a cientos. —Stroud se quedó un momento mirando abstraído su pañuelo, después dobló la tela con gran meticulosidad y se lo guardó con lentitud y cuidado—. Me han pasado la lista directamente a mí. Si aparece algo, os enteraréis enseguida.
Era bastante raro que dijera aquello. Pues claro que nos enteraríamos.
—¿Has visto el artículo que sacó Newsways sobre esa tal Patterson? —preguntó Steve, y Stroud respondió que lo había visto—. Es demasiado pronto para obtener resultados. Pero con la cobertura que le estamos dando, vamos a poner a esa mujer de nuevo en el mapa. Seguro que habrá alguien que reconozca ese cuadro de Judas y, gracias a nuestra descripción, lo recordará. Con lo que hemos dicho de que tiene un valor «incalculable», seguro que lo localizamos. Tengo el presentimiento de que ese cuadro servirá para clavar a nuestro hombre en la pared.
Stroud sonrió ligeramente pero no dijo nada, y a continuación siguieron examinando otras líneas de investigación referentes a las nóminas de impuestos, listas de agencias de publicidad, periódicos, huellas dactilares en un pañuelo, y todas acababan en la misma niebla vaporosa. Al final, oí que Steve decía:
—Pasemos a todos esos bares, galerías de arte y etcétera.
—Todo vigilado.
—Exacto. ¿Y por qué todavía no ha aparecido por allí nuestro hombre? Para mí es algo increíble. No hay nadie que abandone de repente su rutina y sus costumbres de toda la vida. A no ser que tenga una buena razón.
—Yo ya he sugerido que habrá huido del país o lo habrán matado —dijo Stroud—. Te daré unas cuantas versiones más de esa misma teoría general: puede que sea él mismo quien mató a la Délos, y en ese caso es muy natural que no quiera estar demasiado visible. O sabe que tiene socios peligrosos, conoce el paño y se ha buscado un escondite justo allí donde esté para que no le pase a él lo mismo.
Aparté deliberadamente la vista de Steve y también de Stroud. De una manera bastante curiosa, la conclusión a la que Stroud acababa de llegar era casi perfecta. La habitación se quedó demasiado silenciosa durante un momento.
—¿Piensas que puede considerar que corre peligro? —preguntó entonces Steve.
—Sabe que hay alguien que está jugando fuerte. ¿Cómo no iba a estar preocupado?
—Y lo que hace es mantenerse muy bien escondido. —Parecía que Steve buscaba a tientas alguna idea. Miró distraídamente a Stroud—. O por lo menos, se mantiene bien lejos de todos los sitios a los que iba siempre hasta ahora. —Steve se quedó un momento callado y luego preguntó—: ¿Cuántas personas de la organización saben algo de este trabajo especial, George?
Stroud no pareció entenderle bien.
—¿De los nuestros?
—De aquí, de Empresas Janoth. ¿Cuántos calculas?
—Bueno —respondió Stroud con una leve sonrisa—, con cincuenta y tres personas trabajando en el asunto en estos momentos yo diría que todo el mundo sabe algo del tema. Todos los dos mil.
—Sí —admitió Steve—. Supongo que sí.
—¿Por qué?
—No, por nada. Por un instante pensé que tenía algo. —Steve volvió a ser él mismo y se inclinó hacia delante, agresivo—. Muy bien, supongo que ya lo hemos repasado todo. Y sigue siendo nada.
—¿Piensas que se me ha pasado por alto algún detalle por alguna parte? —preguntó Stroud.
—Tú sigue adelante con todo, nada más.
—Seguiré. Ahora que hemos decidido que el asesinato y nuestro chico particular son mellizos, hay un montón de pistas más que podemos seguir.
—¿Qué pistas?
Stroud se levantó para irse. Se puso un cigarrillo en la boca y reflexionó antes de encenderlo.
—En primer lugar, pondré a unos cuantos hombres a investigar todas las paradas de taxi que estén cerca del apartamento de Pauline Délos. La noche que la mataron, y pocos minutos después de eso, alguien cogió un taxi para marcharse de aquel vecindario, y no pudo evitar que se fijaran bien en él. —Encendió el cigarrillo, aspiró profundamente y exhaló el humo al desgaire—. El taxista se acordará y nos contará todo lo que sepa de él.
Clavé los ojos en Steve y los dejé clavados. Comprendía, porque no miró en mi dirección ni una décima de segundo.
—Ahí no te sigo, George —dijo en un tono completamente plano.
—Pues es muy sencillo. Nuestro individuo llevó a Pauline al Gil’s, a una serie de tiendas de antigüedades y al Van Barth. ¿Por qué no iba a acompañarla también a casa? Es evidente que lo hizo. Nuestro cronometraje coincide con el de la policía. La llevó a su casa y luego tuvo que marcharse. Pasara lo que pasase en la casa, fuera quien fuese el que la matase, viera lo que viese o supiera lo que supiese, tenía que marcharse. La primera línea de investigación y la más obvia es pensar que se marchó en un taxi.
Me vi obligado a decir:
—Quizá tuviera su propio coche.
—Quizá sí.
—Y puede haberse ido caminando —dijo Steve—. O haber cogido un autobús.
—Eso es cierto. Pero no podemos permitirnos pasar por alto el hecho de que también podría no haber hecho ninguna de esas cosas. Que podría haber cogido un taxi. Así que apostaremos por esa posibilidad, y esperemos que haya suerte. —A Stroud nunca le había faltado confianza en sí mismo, y ahora parecía estar aureolado de ella. Se dirigió hacia la puerta. Una vez allí, se detuvo y, para finalizar, añadió—: Tengo la corazonada de que descubriremos que cogió un taxi, que localizaremos al taxista, averiguaremos adonde fue y podremos echar el cierre a toda nuestra investigación.
Después de que saliera se produjo un largo y absoluto silencio. Steve miraba muy concentrado la puerta que se cerró tras él. Pensé que podía leer su mente.
—Sí. Tienes razón —dije.
—¿En qué?
—Echaremos el cierre a la investigación y ya está. Vamos a anular el asunto.
—No, ni hablar. ¿Por qué íbamos a hacerlo? Estaba pensando en otra cosa. Es sobre Stroud, no me gusta ese cabrón.
—Da lo mismo. No quiero que Stroud se ponga a buscar ese taxi.
Vi que en Steve iba creciendo de modo perceptible una rabia furiosa que se alimentaba de sí misma.
—Eso da lo mismo. Nunca van a relacionarte con eso. Tenemos un buen personal, pero no tanto. Lo que me preocupa es saber qué demonios nos tiene atascados. ¿Por qué la única idea inteligente que se le ha ocurrido a Stroud es la que no nos gusta? Está claro que anda siguiendo algún atajo, pero ¿cuál?
—Apártalo de este trabajo. Inmediatamente. Antes de que mande a otro equipo en búsqueda del taxista. No soporto la manera en que trabaja su cerebro.
Los ojos de Steve brillaban como los de un animal, y parecían igual de insensibles.
—No podemos abandonar la investigación, y no tiene sentido sustituir a Stroud. Tenemos que seguir adelante y Stroud tendrá que entregar la mercancía. Pero tendrá que hacerlo más que deprisa, eso es todo. Nosotros iniciamos la carrera por la pista de dentro pero ahora vamos perdiendo ventaja minuto a minuto.
Pensé en esos cazadores que acechaban la caza mayor, y que mientras lo hacían, sus presas acechaban a su vez a sus propias presas, y cuando el círculo terminaba por cerrarse un desastre desconocido se cernía sobre los cazadores. Era cosa del destino. Dije:
—No conoces bien toda la situación. Últimamente ha habido una serie de reuniones informales del consejo, realmente secretas, y en la cena del sábado pasado…
Steve me interrumpió sin dejar de mirarme.
—Sí. Ya me lo contaste.
—Bueno, pues si todo este asunto nuestro fuera por mal camino, o si se saliera de madre, no les haría falta nada más para pasar abiertamente a la acción. Estoy seguro de que llevan los últimos cuatro o cinco días debatiendo el tema. Y si eso pasara…, bueno, eso sería incluso peor que esto.
Fue como si Steve no me hubiera oído. Me miró fijamente, como desde las alturas de la totalidad de la vida, profundo y firme como un ídolo de bronce deshumanizado. Y entonces, sorprendentemente, preguntó:
—Me parece que no has dormido mucho últimamente, ¿verdad?
—No. Desde que pasó eso, no.
Asintió en silencio y luego, con voz persuasiva y determinación impersonal, dijo:
—Vas a irte a una clínica. Tienes una infección de garganta. Olvídate de todo. El doctor Reiner ha dicho que tienes que estar en cama un par de días. Sin recibir visitas. Excepto yo.