Una vez salieron todos de mi despacho camino de sus respectivos encargos, hice entrar a Emory Mafferson. Su cara gordezuela ostentaba un luto perpetuo, su cerebro hervía en el caos y sus ojos castaños parecían siempre querer escaparse de detrás de aquellas gruesas gafas, aunque no creo que pudiera ver nada a más de tres metros. Pero a pesar de todo había algo en Emory que me hacía considerarlo un periodista con sustancia y un investigador con imaginación.
—¿Cómo te van las cosas con Individuos Financiados? —le pregunté.
—Perfectamente. Se lo expliqué todo a Bert y estamos terminando el artículo juntos.
—¿Estás seguro de que Bert lo entiende?
La expresión de Emory empeoró aún más.
—Por lo menos tanto como yo —dijo finalmente—. Tal vez mejor. ¿Sabes? No puedo evitar tener la sensación de que hay algo sólido detrás de esa idea. Es una visión completamente nueva, revolucionaria, en el campo de la previsión social.
—Bueno, ¿y qué te preocupa?
—¿Cómo puede hacerse una revolución sin una revolución?
—Eso déjaselo a Bert Finch, sin más. Ya tiene todas tus notas de Futureways y sabrá interpretar los datos, por lo menos hasta donde tú hayas llegado. ¿Piensas que puedes dejar que Bert siga solo a partir de ahora?
Emory suspiró.
Si le comprendía bien, más de una tarde supuestamente dedicada a sesudas investigaciones en la biblioteca o a entrevistarse con algún experto en seguros las habría pasado en Belmont, en el estadio de los Yankees o incluso en casa, en la cama.
—Todas las cosas buenas tienen que terminarse alguna vez, Emory.
—Supongo que sí.
Fui directamente al grano:
—En estos momentos tengo que trabajar en un encargo de fuera que es muy especial. Y a la vez, se ha cometido uno de los asesinatos más sensacionales del año y, sin duda, adquirirá proporciones cada vez mayores. De modo que, en algún momento, Crimeways querrá sacar un gran artículo sobre él.
—¿La Délos?
Asentí con la cabeza.
—Y no quisiera que Crimeways tenga que jugar con malas cartas. Tú querías entrar en nuestra plantilla fija. Esto puede servirte para empezar. Suponte que te acercas al departamento de Homicidios de la calle Center y pillas todo lo que puedas, cómo y cuándo sucedió. Y en cuanto te enteres de algo, me llamas inmediatamente por teléfono. Estaré ocupado con este otro encargo, pero quiero estar al corriente del asunto Délos, de cada una de sus fases.
Emory me pareció más pasmado y demacrado que nunca. Aquellos ojos castaños de pez dieron tres vueltas nadando por el cuenco de sus lentes.
—Por Dios, no esperarás que yo destape yo solo este asunto, ¿verdad?
—Desde luego que no. Si quisiéramos destaparlo, le dedicaríamos un gran despliegue, treinta o cuarenta reporteros. Sólo quiero tener a punto todos los datos cuando los polis hagan público el caso. Tú lo único que tienes que hacer es mantenerte al corriente de los acontecimientos. E informarme sistemáticamente a mí, y sólo a mí. ¿Lo has pillado?
Emory pareció aliviado y dijo que lo había entendido. Se levantó para marcharse. Mi contingente de detectives privados no era mucho más alto cuando estaba de pie, e incluso impresionaba todavía menos que sentado.
—¿Tienes algo por dónde empezar? —preguntó.
—Nada. Lo mismo que tú, nada más.
—¿Y a Bert no le importará?
Le dije que eso ya lo arreglaría yo y le mandé ponerse en marcha. Una vez que se hubo marchado, me quedé sentado mirando aquel Estudio sobre el furor de Patterson que tenía delante, en la pared de enfrente. Y lo único que hice fue ponerme a pensar.
La firma se veía claramente, y aunque moviese el lienzo hacia abajo metiéndolo más en la parte baja del marco, no podría ocultarla. No creía que eso fuera posible, pero igual sí, tal vez hubiera personas de la organización Janoth capaces de reconocer un Patterson sólo por su estilo.
No podía quitar de allí aquel cuadro. Aunque lo cambiase por otro, alguien se daría cuenta del cambio. Puede que Roy no, ni los redactores o los reporteros, pero sí alguna otra persona. Lucille o cualquiera de las otras chicas, la secretaria de alguien, algún ayudante de investigación.
¡Ojalá el cuadro no estuviese allí! Y sobre todo, ojalá nunca hubiera llevado a casa La tentación de Judas.
Porque Georgette había visto el cuadro nuevo.
Hagen estaba convencido de que a través del cuadro podríamos encontrar a quien lo había comprado. Si lo consideraba necesario, insistiría en que hiciésemos una investigación mucho más intensa de ese dato, búsqueda que yo, para mi salvaguarda, había asignado a Don Klausmeyer. Sabía que Don nunca conseguiría una pista clara que llevase del artista al vendedor, y no digamos hasta mí. Pero Hagen podía dar pasos por su cuenta en cualquier momento; y a mí se me ocurrían unos cuantos que podían resultar peligrosos.
Sería mejor que destruyese La tentación.
Si alguien hacía su tarea demasiado bien, si Hagen se ponía a trabajar por su cuenta, si le llegaba alguna información veraz antes de que yo pudiera cortocircuitarla, aquel cuadro me crucificaría sin remisión. Tenía que librarme de él.
Me puse el sombrero y entré en el despacho de Roy con dos ideas a medio formar: destruir ese cuadro enseguida y encontrar un medio de identificar a Earl Janoth en la calle 58 Este a través de otros testigos. Y no podía confiar en nadie más que en mí mismo para hacer ambas cosas.
—Voy a salir a comprobar una pista, Roy —le dije—. Toma el mando durante un rato. Y por cierto, he asignado a alguien para seguir el asesinato de Pauline Délos. Seguramente tendremos que ocuparnos de eso en algún número próximo, ¿no crees? —Asintió en silencio, pensativo—. Se lo he asignado a Mafferson.
Volvió a asentir con la cabeza, con expresión seca y remota.
—Supongo que Janoth querrá que por lo menos sigamos el caso —me dijo—. Y por cierto, he ordenado que me preparen la lista de personas desaparecidas de costumbre.
Se trataba de un sistema de cruce de los datos que entraban, y tan rápidamente como entraban, simplificarlos para facilitar las referencias. Yo mismo había ayudado a hacerlo en un momento u otro.
Mientras salía volví la cabeza y le comenté, muy dinámico:
—Así me gusta.
Fui hasta los ascensores, bajé y atravesé la calle hasta el garaje. Había decidido coger el coche, ir hasta Marble Road y quemar el lienzo de inmediato.
En el garaje me encontré con Billy, el chófer de Earl Janoth, que salía. Acababa de dejar el coche de Janoth dentro. Como yo habría ido tal vez una docena de veces en él, me saludó con la cabeza, amable pero impasible.
—Buenos días, señor Stroud.
—Buenos días, Billy.
Nos cruzamos y de pronto me sentí frío y alerta. Había dos personas en las que Janoth confiaba sin límite, Steve Hagen y Billy, su sombra física. Cuando localizaran al desconocido misterioso, si lo localizaban, Billy sería el encargado de ejecutar la decisión final. Él sería el hombre. Puede que él no lo supiera, pero yo sí.
En el interior del garaje, un operario sacaba brillo al Cadillac ya reluciente de Janoth. Me dirigí hacia él, grabando en mi memoria la matrícula del coche. Alguien más, en alguna parte, lo habría visto aquella noche, y también a Earl, esperaba yo, y los habría visto donde se suponía que no estaban.
—¿Quiere su coche, señor Stroud?
Lo saludé y le dije que sí. A menudo me había detenido un par de minutos a charlar de béisbol, caballos, whisky o mujeres con ese empleado.
—Esta tarde tengo que hacer un recadito —le dije, y le dirigí una parca sonrisa—. Apuesto a que este autobús le da un montón de complicaciones.
En respuesta obtuve una sonrisa de complicidad.
—Complicaciones no exactamente —me confesó—. Pero han venido los polis y le han dado un buen repaso por arriba y por abajo. Y a nosotros también. Si se había limpiado desde el sábado por la noche, cuánto tiempo había estado fuera el sábado por la noche, si me había fijado en la gasolina, en el cuentakilómetros o en algo especial. Diantre, si nosotros nunca nos fijamos en esas cosas. Sólo sabíamos, naturalmente, que no lo habíamos lavado y que ni siquiera le habíamos puesto gasolina.
Llamó a otro de los operarios para que trajera mi coche y, mientras esperaba, le pregunté:
—Me imagino que los polis le aplicaron el tercer grado al chófer.
—Desde luego. Un par de ellos estuvieron aquí y lo interrogaron otra vez hace unos minutos. Pero el chófer no tiene por qué preocuparse. El señor Janoth tampoco. Habían ido a una cena en algún sitio y luego fueron directamente en el coche a otro. A casa de su amigo, el señor Hagen. Para nosotros todo cuadra. Nunca guardan el coche en este garaje por las noches ni los fines de semana, así que ¿qué vamos a saber nosotros? Pero lo de los polis no me importa. Lo único es que ese chófer no me gusta. No es por nada en concreto, sólo que…, bueno.
Me miró y yo le hice un signo invisible para responderle, y entonces me trajeron el coche.
Entré y arranqué en dirección a Marble Road. Pero no había recorrido más de tres manzanas cuando empecé a pensármelo de nuevo, y esta vez con un ánimo diferente.
¿Por qué tenía que destruir ese cuadro? Me gustaba. Era mío.
¿Quién era un hombre mejor, Janoth o yo? Voté por mí. ¿Por qué tenía que sacrificar una cosa de mi propiedad por su causa? ¿Quién era? Sólo era otro engranaje mediano del gran reloj.
Al gran reloj no le gustaban mucho los cuadros. A mí sí. A este cuadro en particular la gran maquinaria lo había arrojado al cubo de la basura. Y yo lo había salvado del olvido, yo en persona. ¿Por qué iba a tirarlo otra vez?
Había grandes cantidades de posibles cuadros buenos que no llegaban a ser pintados. Y si nadie los abortaba o los dejaba perderse, entonces aparecía alguien para destruirlos.
Tal y como enviarían a Billy para destruirme a mí. ¿Y por qué iba a aceptar yo jugar en el equipo de un sistema tan mortífero como ése?
¿Qué podría llevarme a conformarme con eso?
Newsways, Commerce, Crimeways, Personalities, The Sexes, Fashions, Futureways, la organización entera estaba repleta y rebosante de frustrados diversos: exartistas, científicos, campesinos, escritores, exploradores, poetas, abogados, médicos, músicos; todos ellos se pasaban sus vidas conformándose, por cierto. ¿Y conformándose con qué? Con formar parte de una especie de máquina gigantesca, sin objeto y diseñada al azar, que los hacía ir siempre corriendo en busca de psicoanalistas, que los enviaba a sanatorios mentales, les producía hipertensión y úlceras de estómago, los mataba a base de hemorragias cerebrales, ataques cardíacos y, a veces, suicidios. ¿Por qué debía pagar yo un tributo aún mayor a esa maquinaria fatal? Sería más fácil y más sencillo ser aplastado tratando de desmontar sus engranajes que ser machacado por ayudarla a funcionar.
Al infierno con el gran artilugio. Yo era un diletante profesional. Y siempre había creído que muy bueno. Decidí seguir con esa profesión.
Giré por una calle lateral y conduje hacia la 58 Este. Podía llegar a un compromiso. De momento podía apartar el cuadro de la circulación. Pero destruirlo sería una pérdida de tiempo, sin duda. Como mucho significaría un breve respiro. Su destrucción no compensaba el esfuerzo, sencillamente.
Yo podría vencer a la máquina. El superreloj seguiría funcionando siempre, era demasiado gigantesco para detenerlo. Pero no tenía cerebro, y yo sí. Podría escaparme de él. Que Janoth, Hagen y Billy perecieran entre sus engranajes. Les encantaba. Les gustaba sufrir. A mí no.
Pasé de largo por la calle 58 Este y empecé a seguir el rumbo que debía haber tomado el otro coche cuando se marchó de allí. O bien Janoth había despedido a Billy cuando llegaron y había vuelto en taxi, o bien le había dicho que volviese más tarde. En cualquier caso, Janoth había cenado en casa de los Wayne, según todas las versiones, y luego, como yo sabía, había ido a la 58 Este, y después, por supuesto, tenía que haber ido directamente a casa de Hagen.
Seguí el recorrido más lógico hasta casa de Hagen. Vi que había dos paradas de taxi cerca. Janoth podía haber ido a una de ellas en caso de volver en taxi, a no ser que mientras estaba entre las dos paradas hubiera encontrado uno en marcha. Seguro que no fue tan tonto como para coger uno junto a la calle 58.
La parada que estaba más lejos era la opción más probable. Podía empezar por allí, enseñando una foto de Janoth, luego probar la siguiente y, si fuera necesario, podía incluso preguntar en las compañías de taxis por los que hubieran hecho servicios aquella noche por las cercanías. Pero ésa ya era una misión demasiado grande para un hombre solo.
Cronometrando el recorrido, fui desde la casa de Hagen a la de los Wayne, y una vez allí di la vuelta y me dirigí lentamente de regreso a la calle 58 Este. La ruta que Earl debía de haber seguido me llevó unos treinta minutos. Si la pelea hubiera durado otros treinta minutos, eso significaba que Earl había empleado más o menos una hora. Eso coincidía con los datos que yo conocía.
Quizá hubiese parado en algún sitio durante el camino, pero no se me ocurrió ningún local probable.
Eso me dejaba sólo dos pistas posibles, un taxi en el que Earl pudiera haber huido, o la posibilidad de que algún empleado del edificio de Pauline o de Hagen lo hubiera visto.
Era todo muy endeble. Pero era algo.
Volví a la oficina, metí el coche de nuevo en el garaje y subí al 2619. Allí no había nadie, ni tampoco ninguna nota. Me fui directo al 2618. Roy, León Temple y Janet Clark estaban allí.
—¿Ha habido suerte? —me preguntó Roy.
—No lo sé —dije.
—Bueno, empiezan a llegar algunos informes. —Roy hizo un gesto señalando con interés el panel de referencias cruzadas que habían desplegado en una gran pizarra que cubría la mitad de una pared—. Ed Orlin telefoneó hace un rato. Localizó el Gil’s sin problemas y ha situado allí al hombre y la mujer sin la menor duda. Material interesante. Creo que ya estamos yendo hacia algún sitio.
—Magnífico —dije.
Me acerqué a la pizarra que estaba encabezada con un titular: X.
En la columna denominada «Nombres, alias», leí: ¿George Chester?
Bajo «Descripción» decía:
Pelo castaño, corto, altura mediana, peso mediano.
Pensé: Gracias, Ed.
«Frecuenta»: Tiendas de antigüedades, Van Barth, Gil’s. En cierta época frecuentaba el Gil’s casi cada noche.
Todo eso era cierto.
«Historial»: ¿Publicidad? ¿Periodismo? Anteriormente regentó una taberna en el norte del estado.
Muy caliente.
«Costumbres»: Colecciona pintura.
«Carácter»: Excéntrico, poco práctico. Bebedor importante.
El último encabezamiento era algo que había añadido Roy en los asuntos Isleman y Sandler. Se imaginaba que lo había inventado él y le daba el valor consiguiente.
Plantado junto al retrato en palabras de mí mismo, dije:
—Parece que estamos yendo hacia algún sitio.
—Eso no es todo —me dijo Roy—. León y Janet acaban de llegar del Van Barth y han traído más. Estábamos comentándolo antes de ponerlo en la pizarra.
Miró a León y éste soltó su información en tercera persona, con un lenguaje nítido y preciso.
—Así es —dijo—. Lo primero de todo, se ha demostrado que Chester estuvo en el salón-bar el sábado por la noche. No dejó en el guardarropa el cuadro de Judas que había comprado, pero le oyeron hablar de él con la mujer que lo acompañaba. Y la mujer era Pauline Délos.
Fingí sorpresa.
—¿Estás seguro?
—No hay ninguna duda, George. El camarero, el barman y la chica del guardarropa la reconocieron en las fotografías que han publicado los periódicos de hoy. La Délos estuvo allí el sábado por la noche con un hombre que responde a la descripción de la pizarra, y estuvieron hablando de un cuadro que se llamaba Judas algo. De todo eso no caben dudas. —Se quedó mirándome un buen rato, y como yo no decía nada acabó preguntándome por fin—: Me parece que es bastante significativo, ¿no te parece? ¿No crees que esto cambia el carácter de la investigación en la que andamos? Personalmente, pienso que sí. Alguien planteó esa misma pregunta esta mañana y ahora me parece que tenía toda la razón.
—Suena lógico —dije—. ¿La policía sabe que la Délos estuvo allí el sábado por la noche?
—Desde luego. Todos los del Van Barth se lo dijeron.
—¿Sabe la policía que estamos buscando al hombre que estaba con ella?
—No. Pero ellos ya estarán buscándolo también, sin duda. Nosotros no dijimos nada, porque pensamos que era una exclusiva nuestra. Pero ¿qué hemos de hacer ahora? Andamos buscando a ese George Chester, y me parece que la conexión con la Délos es tremenda.
Asentí en silencio y descolgué el teléfono de Roy.
—Es cierto —dije luego. Cuando se puso Steve Hagen, bramé por el aparato—: ¡Steve! ¡Escucha! La mujer que estaba con nuestro hombre era Pauline Délos.
El otro lado de la línea permaneció mudo durante cinco, diez, quince, veinte segundos.
—¡Aló! ¿Steve? ¿Estás ahí? Soy George Stroud. Hemos descubierto que la mujer que estaba con la persona que buscamos era Pauline Délos. ¿Esto significa algo para ti?
Miré a Roy, Janet y León. Parecían simplemente expectantes, sin segundas intenciones evidentes en sus rostros. Al otro lado del teléfono oí lo que me pareció un leve suspiro de Steve Hagen.
—Nada en especial —dijo con cautela—. Ya sabía que se veía con ese intermediario. Quizás hubiera debido decírtelo. Pero el hecho de que estuviera con él esa noche no afecta al asunto que tenemos entre manos. Lo que queremos, y lo que necesitamos tener, es el nombre y circunstancias de ese individuo. En lo concerniente a nuestra investigación, lo de la Délos es un callejón sin salida. El asesinato es una historia, y esto nuestro es otra distinta y sin relación. ¿Está claro?
Dije que le había entendido perfectamente y después de cortar la conexión repetí sus explicaciones casi palabra por palabra a las otras tres personas de la habitación.
Roy pareció satisfecho.
—Sí —dijo—. Pero lo que yo dije desde el principio es que este caso me parecía relacionado con alguna crisis reciente, y ahora sabemos condenadamente bien que es así.
Se levantó, fue a la pizarra y cogió una tiza. Miré cómo escribía «Personas relacionadas», y debajo: «Pauline Délos». Donde la línea se encontraba con «Tienda de antigüedades», «Gil’s» y «Van Barth», repitió el nombre. Y luego añadió una nueva columna.
—Al mismo tiempo, León y Janet nos trajeron algo más tangible —continuó—. Contádselo a George.
La voz escasa y comedida de León reanudó el informe.
—Cuando se marcharon del salón de cócteles del Van Barth, nuestro personaje olvidó algo pero no volvió a por ello.
Sólo pude mover los labios:
—¿Sí? —dije.
León señaló con la cabeza la mesa de Roy y con los ojos indicó un sobre. Me dirigí hacia él como si estuviera flotando, preguntándome si todo aquello no sería una farsa extravagante que habían organizado a sangre fría con Hagen en mi honor, o si realmente había olvidado o extraviado algo que me delataba sin remedio. Pero el sobre estaba en blanco.
—Un pañuelo —oí que decía León como si estuviera muy lejos—. Es probable que podamos seguir su pista, porque evidentemente es un pañuelo caro y tiene algo que diría que es una marca de lavandería antigua.
Por supuesto. Ella me lo había pedido prestado. Lo usé cuando se le derramó el cóctel y luego se lo di a ella. Y se le había olvidado allí.
Giré el sobre y lo agité para que el pañuelo cayese por la solapa sin pegar. Sí. Incluso se podía ver, débilmente, la vieja marca.
—Mejor que no lo toques, George —dijo León—. Puede que consigamos sacar alguna huella dactilar. Es un género muy fino y liso.
Así que tuve que hacerlo. Recogí el pañuelo y lo desdoblé. Lo dejé caer y lo extendí completamente con mucho cuidado y precaución.
—Me imagino que ya tendrá muchas —dije—. De la camarera, del cajero, tuyas, un juego más no importará mucho. —Inspeccioné el familiar cuadrado de tela con atención y seriedad. Era de un juego que había comprado hacía cosa de un año en Blanton’s & Dent’s. Y tenía la marca de la lavandería, muy débil y borrosa pero recuperable, de varios meses de antigüedad, en la bastilla. La debían de haber puesto la última vez que, después de pasar una semana en la ciudad, envié algunas de mis cosas a una lavandería del centro—. Sí, me imagino que esta pista se podrá seguir.
Volví a doblar el pañuelo y lo metí otra vez en el sobre. Ahora ya podía justificar la presencia de mis huellas dactilares en él, pero sabía que no me sería posible salvar al propio pañuelo del rodillo investigador.
Le tendí el sobre a León.
—¿Quieres llevar esto a Sacher & Roberts? —Era un gran laboratorio comercial que empleábamos para esos trabajos—. Según lo que encuentren, pondremos a otro equipo a trabajar en ello. Imagino que Dick y Louella os relevaron en el Van Barth’s.
—Oh, desde luego. Nuestro hombre va allí una o dos veces a la semana, según nos dijeron.
—Así que tenemos a nuestro personaje cubierto en ese sitio que se llama Gil’s y en el Van Barth —señaló Roy—. En cuanto vuelva por allí, lo habremos pillado.
Asentí bastante pensativo y dije:
—Es cierto. Volverá a uno de los dos sitios. Y entonces lo tendremos.
No sé cómo se disolvió la reunión. Creo que León se fue a Sacher & Roberts, y me parece que dejé a Roy apuntando algunos datos adicionales en la gráfica de nuestros avances. Le dije que comiera algo y descansase cuando hubiera terminado, que yo me marcharía sobre las siete.
Si verdaderamente podían encontrar huellas en aquel pañuelo, tendríamos que ofrecer voluntariamente las nuestras, las mías y las de los demás. De eso ya me había ocupado. Pero permanecí en mi despacho un rato largo, muy largo, tratando de recordar si mis huellas dactilares podrían aparecer en la bolsa de fin de semana de Pauline. Esa doble aparición no podría explicarse. O difícilmente.
Me concentré en revivir el último día con Pauline. No. No había tocado aquel maletín en ningún sitio excepto en el asa, y sin duda los toques posteriores de Pauline las habrían emborronado completamente.
En algún momento de la tarde recibí una llamada de Don Klausmeyer.
—Ah, sí, Don —dije—. ¿Ha habido suerte con la Patterson?
La voz premiosa, pedante y maliciosa de Don me dijo:
—Ha sido un poco complicado, pero la encontré. He estado hablando con ella casi una hora, me ha estado enseñando catálogos antiguos de sus exposiciones, he mirado esos cuadros suyos de quinta categoría y he tenido que pelear para quitarme de encima a sus cuatro críos.
—Okay. Dispara.
—He descubierto un dato muy significativo. Louise Patterson fue la cliente que pujó sin éxito por su propio cuadro aquella noche en la tienda del anticuario. Un amigo suyo había visto el cuadro allí y se lo dijo, y Patterson tenía la esperanza de poder comprarlo para quedárselo. Dios sabe por qué.
—Entiendo. ¿Algo más?
—¿No lo entiendes? Era la propia Patterson la que estuvo en la tienda esa noche.
—Ya lo he entendido. ¿Y?
—Y me describió al hombre que compró el cuadro con gran detalle. ¿Estás preparado para apuntar?
^-Vamos a ello.
—La que habla es la Patterson. Comillas. Era un cabrón engreído y pagado de sí mismo, un sabelotodo con ínfulas igual que otros diez millones de ejecutivos de segunda hechos en serie. De pelo castaño, ojos castaños, pómulos altos, rasgos simétricos y finos. Tenía una cara que parecía que la lijase y afeitase cinco veces al día. Pesaría entre setenta y setenta y cinco kilos. Traje de tweed gris, sombrero azul oscuro y corbata. Dice que sabe de pintura, y desde luego que la obra de L. Patterson la conoce bien, seguro que la colecciona, pero sólo porque atrae a los esnobs. Mi opinión personal es que esa señora se sobrevalora. Aunque admite que durante los últimos diez años la han tenido olvidada. Pero sigamos adelante. Nuestro hombre tiene mucho de exhibicionista. Se imagina que es Superman y juega a hacer ese papel. La mujer que estaba con él era guapa, si te gustan las lesbianas estilo modelos de Park Avenue. Cerrar comillas. ¿Lo has cogido?
—Sí.
—¿Sirve de algo?
—De algo sí —dije.
—Estuve fisgoneando un poco por el estudio-almacén donde vive, Dios, aquello es un paraíso para ratas y termitas. Me tuvo mirando kilómetros y kilómetros de cuadros. En plan artístico es algo imposible —¿qué podía saber Don de eso?—, pero me recordaban algo que estoy seguro que he visto en algún sitio hace muy poco. Si consiguiera acordarme de qué es, tal vez tuviera una nueva pista.
Se echó a reír y yo le imité, pero no dejaba de contemplar el Estudio sobre el furor que tenía en la pared de enfrente.
—Tal vez te acuerdes, pero no te preocupes mucho. Mañana te veo.
Colgó y yo seguí mirando aquella pintura, sin verla de verdad, sus buenos cinco minutos. Luego recogí las notas que había garabateado, fui al despacho vacío de Roy e introduje como debía la información de Don en nuestro gráfico. En efecto y de momento, aquello parecía ir cristalizando en una descripción muy poco agradable de mí mismo. Y después de aquello, fui a sacar tres buenas fotografías recientes de Earl Janoth de los archivos.
Roy volvió poco después de las siete. Dispusimos los turnos del día siguiente y luego me marché con la sensación de que, por el momento, ya había tenido más de lo que podía aguantar. Pero todavía me quedaba trabajo por hacer.
En la parada de taxis que había seleccionado por la tarde como la más probable, conseguí el primer tanto real. Un buen tanto. Uno de los taxistas identificó a Janoth como el pasajero al que había llevado poco después de las diez de la noche del último sábado. El taxista estaba bien seguro. Se acordaba de cuándo y dónde lo había recogido, y dónde se había bajado. A una manzana de la casa de Hagen. Comprendí que aquello podía salvarme el cuello como un último recurso desesperado. Pero no necesariamente salvaría mi hogar.
Ya era en torno a medianoche cuando llegué a Marble Road. Georgia y Georgette estaban dormidas.
Encontré La tentación de san Judas donde lo había dejado, en un armario de abajo, y veinte minutos después ya lo tenía bien escondido detrás de otro lienzo.
Sería fácil descubrirlo si realmente daban conmigo alguna vez. Pero si alguien conseguía llegar tan lejos, yo estaría acabado de todos modos.