GEORGE STROUD, VI

La abominación del lunes por la mañana es el mayor denominador común de todo el mundo. Es lo mismo para el millonario que para el paria, porque no puede haber nada peor. Pero yo sólo iba con un cuarto de hora de retraso respecto del gran reloj cuando me senté a desayunar, comentando que las ciruelas de esta mañana habían crecido muy deprisa desde las pasitas del bizcocho de anoche. La mesa temblaba y vibraba rítmicamente con el tamborileo constante de los pies de Georgia. Volvió a venirme el pensamiento de que un niño bebiendo leche tiene la misma expresión vacía y satisfecha que la vaca bien alimentada que la produjo. Hay ahí un auténtico parentesco espiritual.

Era una bella mañana soleada, de auténtica primavera, una primavera para siempre. Empezaba mi segunda taza de café y hacía planes para arreglar el jardín cuando Georgette me dijo:

—George, ¿has visto el periódico? Hay una noticia terrible de una mujer que me parece que conocimos. En casa de Janoth.

Esperó mientras yo cogía el periódico. No tuve que buscar mucho. Habían encontrado a Pauline Délos asesinada. Era la noticia principal de la primera página.

Como no entendía nada ni me lo creía, leí los titulares dos veces. Pero la foto era de Pauline.

La noticia decía que habían encontrado el cuerpo sobre el mediodía del domingo, y que la muerte se había fijado alrededor de las diez de la noche anterior. Sábado. Yo la había dejado sobre esa hora.

—¿No es la misma persona? —preguntó Georgette.

—Sí —respondí—. Sí.

La habían golpeado y matado con un pesado frasco de cristal tallado. No habían detenido a nadie. Estaban interrogando a sus amigos más próximos; uno de ellos, decía la historia, era Earl Janoth, pero el editor no la había visto desde hacía varios días. Había pasado la velada cenando con unos conocidos y después de cenar había pasado varias horas discutiendo asuntos de negocios con un socio suyo.

—Una historia horrorosa, ¿verdad? —dijo Georgette.

—Sí.

—¿No vas a terminarte el café? ¡George!

—¿Sí?

—Termínate el café de una vez y te llevaré a la estación.

—Sí. Está bien.

—¿Pasa algo?

—No, desde luego que no.

—Bueno, cielos. No pongas esa cara tan seria.

Sonreí.

—Por cierto —siguió ella—. No te he dicho que me ha gustado el cuadro nuevo que trajiste. Ese de las dos manos. Pero está en muy mal estado, ¿no?

—Sí, así es.

—Es otro Patterson, ¿verdad?

En mi cerebro cien timbres de alarma sonaban sin cesar.

—Bueno, quizá.

—Por todos los santos, George, no tienes por qué limitarte a los monosílabos. ¿No puedes decir algo más que «sí», «no», «quizá»? ¿Es que pasa algo?

—No. No pasa nada.

—¿De dónde has sacado el cuadro nuevo?

—Pues…, lo cogí por ahí.

Sabía perfectamente bien que había visto a Earl entrar en aquel edificio a las diez en punto del sábado por la noche. Cuando entraron en el portal estaba bien viva. Y ahora él declaraba que hacía varios días que no la veía. ¿Por qué? No podía haber más que una respuesta.

¿Pero me habría reconocido él?

Lo hubiera hecho o no, ¿cuál era mi situación? Verme involucrado me pondría inmediatamente bajo los focos. Y eso significaba, para empezar, hundir a Georgette, a Georgia, mi hogar, mi vida.

También me situaría en la escena del crimen. Y eso no me gustaba nada. Nada podría encubrir mejor a Janoth.

Sin embargo sabría, casi con toda certeza, que alguien lo había visto allí. ¿O acaso imaginaría que no?

—¡George!

—¿Sí?

—Te he preguntado si conocías mucho a esa Pauline Délos.

—Muy poco.

—Dios santo. La verdad es que esta mañana no estás demasiado charlatán.

Volví a sonreír, me bebí el resto del café y dije:

—Es un asunto espantoso, ¿verdad?

De algún modo u otro, Georgia marchó camino de la escuela y yo llegué a la estación. En el tren que me llevaba a la ciudad leí todos los periódicos y memoricé virtualmente todo lo que se sabía de aquella muerte, pero no obtuve ninguna información adicional relevante.

Al llegar a la oficina, me fui directo a mi despacho y, en cuanto llegué, mi secretaria me dijo que Steve Hagen me había llamado y había dicho que fuera a verlo en cuanto llegase.

Subí de inmediato a la planta treinta y dos.

Hagen era un hombre bajito, moreno, duro, cuya alma había sido alcanzada por un rayo, cosa que le había gustado. Su madre era una cámara acorazada de banco y su padre una calculadora IBM. Sabía que era casi tan leal a Janoth como a sí mismo.

Después de saludarnos y hacer un par de comentarios irrelevantes, dijo que quería encargarme una misión especial.

—Cualquier cosa que estés cocinando allá abajo déjala por el momento —dijo—. Esto es más importante. ¿Trabajas en algo especial en este momento?

—Nada. —Luego, ya que no podía evitarse hablar de ello, dije—: Por cierto, acabo de leer el asunto de Pauline Délos. Es un asunto espantoso. ¿Tienes alguna idea…?

La confirmación de Steve fue breve y fría:

—Sí, mal asunto. No tengo ni idea de nada.

—Imagino que Earl estará…, bueno…

—Lo está. Pero la verdad es que no sé más de lo que sabes tú.

Miró por encima de su mesa y localizó unas notas. Juntó los papeles, los repasó y se volvió de nuevo hacia mí. Hizo una pausa de una manera que indicaba claramente que ahora nos meteríamos en harina.

—Tenemos un trabajo entre manos, no difícil pero sí delicado, y al parecer tú eres el mejor entre todo nuestro personal para dirigirlo. —Lo miré, esperando, y continuó—: En esencia, el trabajo es éste: queremos localizar a una persona que no sabemos quién es. La verdad es que se trata de encontrar a alguien que ha desaparecido. —Esperó otra vez y, al ver que yo no decía nada, me preguntó—: ¿Te parece bien llevarlo tú?

—Por supuesto. ¿De quién se trata?

—No lo sabemos.

—¿Entonces?

Rebuscó entre sus notas.

—La persona que buscamos fue el pasado sábado por la tarde a un bar de la Tercera Avenida que se llama Gil’s. Iba acompañado por una rubia bastante despampanante, también sin identificar. Más tarde fueron los dos a una tienda de antigüedades de la Tercera Avenida. En realidad, fueron a varias. Pero en una compraron un cuadro que se titula Judas o algo por el estilo. El hombre le compró el cuadro al tendero pujando más que otro cliente, una mujer que también quería comprarlo. Era una pintura de una artista que se llama Patterson. Según nuestros archivos —Steve Hagen empujó hacia mí un sobre delgado de papel grueso traído del archivo—, esta Louise Patterson fue muy conocida hace diez o doce años. Puedes leerlo todo para ponerte al día. Pero el cuadro que compró el hombre que buscamos representa dos manos, según creo, y estaba en bastante mal estado. No sé cuánto pagó por él. Después de allí, él y la mujer que lo acompañaba fueron al salón de cócteles del Van Barth a tomar unas copas. Es posible que dejase el cuadro en el guardarropa, o también puede que lo siguiera llevando consigo.

No, no era así. Lo había dejado en el coche. Steve se detuvo y me miró. Yo tenía la lengua como papel de lija. Y le pregunté:

—¿Por qué queréis encontrar a ese hombre?

Steve cruzó las manos por detrás del cuello y dejó vagar la mirada por el espacio, a través de los amplios ventanales diáfanos de la planta treinta y dos. Desde donde estábamos sentados veíamos cientos de kilómetros de Nueva York y los campos de Nueva Jersey. Cuando se volvió de nuevo hacia mí era un perfecto autorretrato de la inocencia. Hasta su voz se había convertido en una buena reproducción fonográfica de un amigo ligeramente confidencial.

—Francamente, ni siquiera nosotros lo sabemos.

Esto fue para mí como una racha de viento helado.

—Pero debéis de tener alguna idea. Porque si no, ¿por qué molestarse?

—Sí, tenemos una idea. Pero no es nada definido. Pensamos que nuestro personaje es una figura importante, de vital importancia en realidad, en una trama política y de negocios que ya ha alcanzado unas proporciones considerables. Nuestro individuo no es necesariamente una persona importante por sí mismo, pero tenemos razones para creer que es el engranaje entre un cártel industrial y una maquinaria política, el hombre que conoce de verdad toda la trama. Creemos que cuando lo encontremos podremos reventar toda esa situación.

Así que Earl había ido directamente a ver a Hagen. Y Hagen sería por tanto el socio que le proporcionaría la coartada. Pero ¿para qué querían a George Stroud?

Era evidente que Earl sabía que le habían visto, y tenía miedo de haber sido reconocido. Podía imaginarme cómo se sentiría.

—Es bastante vago todo, Steve —dije—. ¿No puedes contarme algo más?

—No. Tienes razón, es vago. Nuestra información se basa por completo en rumores y chivatazos, y en algunas, bueno, coincidencias sorprendentes. Cuando localicemos a nuestro hombre tendremos algo definitivo por primera vez.

—¿Y para qué es? ¿Una historia para Crimeways?

Hagen dedicó un buen rato a pensar en esa pregunta. Finalmente, con evidente reticencia, dijo:

—Creo que no. En este momento no sé qué enfoque le daremos cuando tengamos los datos. Al final, puede que le dediquemos mucho espacio en alguna de nuestras publicaciones. O podemos decidir que es mejor usarlo de un modo totalmente diferente. Todo está en el aire.

Empecé a hacerme una idea un tanto borrosa de una teoría. Lo puse a prueba.

—¿Quién más anda metido en esto? ¿Tendremos que cooperar con alguien? ¿Con la poli, por ejemplo?

Con precaución y de mala gana, Steve me contestó:

—Absolutamente no. Esta historia es exclusivamente nuestra. Y así debe seguir siendo. Tendrás que acudir a otras instancias en busca de información, naturalmente. Pero sólo a pedir, nunca a dar. ¿Está perfectamente claro?

Estaba empezando a estarlo.

—Muy claro.

—Bien; ahora, ¿crees que después de formar tu propio equipo, tan grande como quieras, podrás localizar a esa persona? La única información adicional que tengo es que podría llamarse George Chester, y que se trata de un individuo de altura y complexión normales y peso entre setenta y ochenta kilos. Y es posible que trabaje en publicidad. Pero la pista mejor es ese sitio que se llama Gil’s, la tienda donde compró el cuadro y el bar del Van Barth. Y el cuadro, quizá la pintora. Tengo la impresión de que el cuadro es lo que puede darnos la pista.

—No sería imposible —dije.

—Queremos a ese tipo rápidamente. ¿Podrás hacerlo?

Si yo no lo hacía, lo haría otro. Así que tendría que ser yo.

—Ya lo he hecho antes.

—Sí. Por eso te hemos escogido.

—¿Y qué tengo que hacer cuando encuentre a esa persona?

—Nada. —La voz de Steve era agradable, pero enérgica—. Simplemente hazme saber cómo se llama y dónde se le puede encontrar. Eso es todo.

Era como asomarse por encima del alféizar de una de esas ventanas del piso treinta y dos y mirar a la calle. Yo siempre tenía que mirar más de una vez.

—¿Y qué pasa cuando lo hayamos localizado? ¿Cuál es el paso siguiente?

—Eso déjamelo a mí, nada más.

Hagen me miró con frialdad y yo le devolví la mirada. Vi que en aquellos ojos no había lugar para la menor duda. Janoth conocía el peligro en que se hallaba y Hagen también, y para Hagen no había literalmente límite alguno. Ni el más mínimo. Por añadidura, aquel pequeño cartucho de dinamita era inteligente y tenía sus propios medios, sus métodos particulares.

—Bien, este encargo tiene prioridad sobre cualquier otra cosa, George. Puedes entrar a saco en cualquiera de las revistas, emplear la oficina que sea y a cualquier redactor o corresponsal. Todos los recursos de que disponemos. Y tú estás al mando.

Me puse de pie y recogí las notas que había tomado. Estaba en un aprieto tan palpable como si me ajustaran en un torno. Si acudía corriendo a la poli, mi vida personal quedaría destrozada. Y si Hagen y sus amigos especiales me pillaban en algo, me matarían.

—Muy bien, Steve —dije—. Doy por hecho que tengo carta blanca.

—La tienes. Gastos, personal, todo. —Hizo un gesto con la mano hacia las ventanas que dominaban diez millones de personas—. Nuestro hombre está ahí fuera, en algún lugar. Es un trabajo sencillo. Encuéntralo.

Yo también miré por las ventanas. Allá fuera había cantidad de territorio. Una nación dentro de una nación. Si escogía el personal adecuado, desviaba la investigación por donde me fuera posible, la estancaba cuando pudiera hacerlo y la aceleraba cuando no hubiera peligro, podía pasar mucho mucho mucho tiempo hasta que diesen con George Stroud.