EARL JANOTH, II

Una vez en la acera giré hacia la entrada, pero al hacerlo descubrí a Pauline. Se despedía de alguien en la esquina siguiente. No le veía la cara, pero reconocí su silueta, la forma de mantener el cuerpo erguido y de moverse, y reconocí también el sombrero que ella misma ayudó a diseñar recientemente. Y el abrigo beige. Me quedé allí plantado y ella echó a andar hacia mí. Al hombre que estaba con ella no lo reconocí, aunque no dejé de mirarlo hasta que se dio la vuelta y se metió en un coche sin que su cara dejase de estar entre sombras.

Cuando Pauline llegó a mi lado venía serena y sonriente, una mezcla entre un poco afectuosa y un poco distante, tan controlada como siempre.

—Hola, querida —le dije—. Qué suerte encontrarte.

Se apartó con la mano un mechón de pelo inexistente y se detuvo junto a mí.

—Esperaba que volvieses ayer —dijo—. ¿Has tenido un buen viaje, Earl?

—Perfecto. ¿Has pasado un fin de semana agradable?

—Maravilloso. He ido a montar a caballo y a nadar, he leído un libro fantástico y he conocido a unas cuantas personas, unos jóvenes muy interesantes.

En ese momento estábamos ya dentro del edificio. Miré hacia abajo y vi que llevaba un maletín de fin de semana.

Oí, aunque no pude ver, que alguien se movía detrás del alto panel que separaba la centralita de los apartamentos y, como de costumbre, no había señales de nadie más. Quizás aquel aislamiento fuera una de las razones por las que a Pauline le había gustado aquel sitio desde un principio.

El ascensor era automático, no tenía ascensorista, y estaba ya en la planta baja. Abrí la puerta, la dejé pasar, entré y apreté el botón del quinto piso. Señalé hacia la calle con la cabeza.

—¿Era uno de ellos? —pregunté.

—¿De quiénes? Ah, te refieres a esos amigos nuevos. Sí.

El ascensor se detuvo en el quinto. La puerta de dentro se deslizó para abrirse sin ruido y la propia Pauline empujó la del rellano. Anduve tras ella diez o doce pasos por el pasillo alfombrado hasta el 5 A. En el interior del pequeño apartamento de cuatro piezas había tanto silencio y tanto aire estancado que parecía imposible que alguien hubiera entrado allí desde hacía días.

—¿Qué anduviste haciendo?

—Bueno, primero fuimos a un sitio terrible de la Tercera Avenida que se llama Gil’s. A ti te encantaría. Yo, personalmente, lo encontré un aburrimiento. Pero es una especie de combinación entre una taberna y una fundación arqueológica antigua. Una mezcla disparatada. Después de allí anduvimos arriba y abajo por la calle, comprando antigüedades.

—¿Qué clase de antigüedades?

—Cualquier cosa que nos pareciese interesante. Al final compramos un cuadro, bueno, es decir, lo compró él, en una tienda que está como a tres manzanas de aquí. Una pintura espantosa y toda vieja sacada directamente del cubo de la basura. O eso parecía, y prácticamente se la quitó de las manos a otra clienta que también pujaba por el cuadro. No había más que un par de manos pintadas, de un artista que se llama Patterson.

—¿Un par de qué?

—De manos, cariño. Simplemente unas manos. Era una pintura sobre Judas, o eso fue lo que entendí. Después de eso nos acercamos al Van Barth, tomamos unas cuantas copas y me trajo a casa. Y ahí es cuando apareciste tú. ¿Satisfecho?

La miré abrir la puerta del armario pequeño del recibidor y soltar la maleta dentro, y luego cerrar la puerta y volverse de nuevo hacia mí con sus cabellos deslumbrantes, sus ojos profundos y su rostro perfecto, renacentista.

—Suena como si hubiera sido una tarde interesante —dije—. ¿Y quién era esa nueva amistad?

—¡Oh! Sólo un hombre. No lo conozco. Se llama George Chester, trabaja en publicidad.

Seguro que sí. Y yo me llamo George Agropolus. Pero, claro, yo he vivido mucho más que ella en este mundo, y, ya puestos, más que su amiguito. Me quedé mirándola un momento, sin decir nada, y me devolvió la mirada, aunque un poco demasiado a propósito. Casi sentí lástima por aquel nuevo satélite que acababa de dejar, fuera quien fuese.

Sirvió brandy para los dos de un frasco que estaba junto al salón y, por encima del cristal de su copa, entornó los ojos con esa expresión de intimidad que se supone adecuada para adaptarse a la textura de cualquier situación. Di unos sorbos a la mía, convencido otra vez de que en este mundo sólo quedan cenizas. Frías, consumidas, que no merecen ningún esfuerzo. Era un estado de ánimo que Steve nunca compartía, un estado de ánimo exclusivamente mío. Me pregunté si sería posible que otras personas experimentasen también esa sensación, al menos de vez en cuando, pero era muy poco probable.

—Por lo menos esta vez es un hombre —dije.

Me respondió cortante:

—¿Qué quieres decir exactamente con eso?

—Lo sabes perfectamente.

—¿Ya estás otra vez con lo mismo? ¿Echándome en cara lo de Alice? —Su voz punzaba como una avispa. Con Pauline el fondo nunca estaba muy lejos de la superficie—. Nunca te olvidas de Alice, ¿verdad?

Me terminé el brandy, alargué la mano para buscar el frasco y me serví otra copa. Con tono cortés y una lentitud deliberada, dije:

—No. ¿Y tú?

—¿A qué demonios te refieres, eh? ¡Napoleón de pacotilla!

Me terminé el brandy de un solo y placentero trago.

—Y tú no te olvidas de Joanna, ¿verdad? —dije, en voz bastante baja—. Ni de aquella mujer de Berleth, ni de Jane, ni de aquella refugiada austriaca. Ni de Dios sabe quién más… No puedes olvidarte de ninguna, ¿verdad?, incluida la próxima.

Pareció que se ahogaba, hubo un instante de silencio y luego saltó como una fiera veloz. Algo que creo que era un cenicero pasó al lado de mi cabeza, se estrelló contra la pared y me regó con una polvareda de finos cristales.

—¡Hijo de puta! —explotó—. ¿Y tú hablas? ¿Precisamente tú? ¿Te atreves? ¡Es que no tienes perdón!

Con un gesto mecánico volví a coger el frasco y vertí más brandy en mi copa. Busqué a tientas el tapón y traté de volver a ponerlo. Pero al parecer no lograba encajarlo.

—¿Sí? —dije.

Estaba de pie al otro lado de la mesita baja con la cara hecha una maraña de rabia.

—¿Y qué me dices de Steve Hagen y tú?

Me olvidé del tapón. Sólo pude quedarme mirándola.

—¿Qué? ¿Qué te han dicho de mí? ¿Y de Steve?

—¿Crees que estoy ciega? ¿Es que os he visto alguna vez a los dos juntos sin que anduvieseis tonteando?

Me sentí atónito, mareado, y como si algo negro y enorme empezase a crecer dentro de mí. Repetí la palabra mecánicamente, como un eco.

—¿Tonteando? ¿Steve y yo?

—Como si no llevaras toda la vida casado con ese tipo. Y como si no lo supieras. ¡Venga, so hijoputa, finge que estás sorprendido!

Había dejado de ser yo. Había allí un gigante de treinta metros de altura que me hacía moverme, que manipulaba mis manos, mis brazos y hasta mi voz. Me estiró las piernas y descubrí que estaba de pie. Apenas si podía hablar. Mi voz se había convertido en un susurro entrecortado.

—¿Puedes decir eso de Steve? ¿Del hombre más cabal que he conocido jamás? ¿Y de mí?

—¡Pues claro! ¡Si no eres más que una pobre imitación de ese gorila rubito! ¿Tan memo eres que en todo este tiempo no te has dado ni cuenta? —Y entonces, de repente, gritó—: ¡No, Earl! ¡No!

Le pegué en la cabeza con el frasco de cristal y retrocedió dando tumbos por la habitación. Mi voz le dijo:

—¡No puedes decir eso! ¡No puedes decir eso de nosotros!

—¡No! ¡Oh, Dios mío, Earl! ¡No! ¡Earl! Earl, Earl.

Le di una patada a la mesita que se interponía entre ambos y fui tras ella. Volví a golpearla y ella seguía hablando con aquella terrible voz suya, así que le pegué otro par de golpes.

Y entonces se quedó tendida en el suelo, callada por fin y en una posición un poco torcida. Le dije:

—Todo tiene un límite. Hay cosas que un hombre no puede aguantar.

No me contestó. No se movió.

Estuve un rato largo, muy largo, plantado allí junto a ella. No se oía ni un solo ruido, excepto el rumor lejano y amortiguado del tráfico en la calle. El frasco seguía en mi mano. Lo levanté, miré el borde de abajo y vi que estaba ligeramente manchado y con unos cuantos pelos pegados.

—Pauline.

Estaba tumbada boca arriba, como si contemplara algo muy lejano que tampoco se moviera. Fingía que estaba inconsciente.

El miedo que me iba invadiendo empezó a ser cada vez más y más intenso, mientras mis ojos miraban cómo aquella cabeza hermosa y brillante sangraba lentamente. La expresión de su rostro no se parecía a nada de este mundo.

—¡Oh, Pauline, por Dios! ¡Levántate!

Solté el frasco de cristal y le puse la mano sobre el corazón, por debajo de la blusa. Nada. La cara ni se le movió. No había pulso, ni respiración, ni nada. Sólo el calor de su cuerpo y un leve perfume. Me incorporé lentamente. Estaba muerta.

De modo que toda mi vida había desembocado en este extraño sueño.

Sentí que me inundaban unas oleadas de náuseas y oscuridad que nunca hasta entonces había conocido. De repente aquello, aquel subproducto de la carroña, se había convertido en la suma total de todo. De todo lo que había habido entre nosotros. De todo lo que había hecho en mi vida. Aquel accidente.

Porque había sido un accidente. Dios es testigo. Un accidente absurdo.

Vi que tenía manchas en las manos y en la pechera de la camisa. Salpicaduras en los pantalones y en los zapatos. Y cuando paseé la mirada por la habitación vi que había gotas de sangre hasta en la parte de arriba de la pared del salón junto a la que me había sentado primero.

Necesitaba algo. Muchísimo. Ayuda y consejo.

Fui al cuarto de baño, me lavé las manos y pasé una esponja por la camisa. Me di cuenta de que tenía que ir con mucho cuidado. Tenía que ir con mucho cuidado con todo. Cerré los grifos sujetándolos con el pañuelo. Si su amiguito hubiera estado allí, habría dejado sus huellas digitales. Y otros tal vez. Cualquier otra persona. Y habría habido muchos otros.

Volví al cuarto donde Pauline continuaba tendida en la alfombra, en la misma postura. Me acordé del frasco de cristal tallado y del tapón. Los limpié con mucho cuidado, y también el vaso. Luego iba a coger el teléfono, pero en ese mismo momento me acordé de la centralita de abajo y desistí.

Me deslicé fuera del apartamento empleando de nuevo el pañuelo a guisa de guante. Al entrar había abierto Pauline. Las últimas huellas de sus dedos se encontrarían en el pomo, la llave y el marco.

Estuve un buen rato escuchando ante la puerta del 5 A. No se oía ruido alguno por los pasillos, ni tampoco detrás de aquella puerta cerrada. Comprendí con un vértigo de temor y de pena renovado que dentro de aquel piso no volvería a haber vida. Al menos no para mí.

Sin embargo, había habido mucha vida en otros momentos. Todo se vino abajo para quebrarse en unos pocos y únicos instantes que ahora suponían una amenaza mortal e irreal.

Avancé sin hacer ruido por el pasillo alfombrado y bajé las escaleras. Desde la altura del rellano del primer piso apenas podía ver parte de la cabeza entre gris y calva del encargado de la centralita. No se había movido, y si se comportaba como siempre, no se movería.

Bajé sin hacer ruido el último tramo de escaleras y crucé sigilosamente sobre la alfombra del vestíbulo hasta la puerta. Allí, en la puerta, me volví a mirar mientras la abría. Nadie vigilaba ni tampoco había nadie a la vista.

Una vez en la calle anduve varias manzanas y luego, en una parada de una esquina, cogí un taxi. Di al taxista una dirección a dos manzanas del lugar al que supe automáticamente que quería ir. Estaba un kilómetro y medio más allá.

Cuando salí del coche y llegué al edificio al que había decidido ir, todo estaba tan en silencio como en el de Pauline.

Allí no había ascensor automático como en el de Pauline, y no quería que me viera nadie en aquellas condiciones. De modo que subí andando hasta el apartamento, en el cuarto piso. Llamé al timbre y de repente tuve la convicción de que nadie me abriría.

Pero sí.

La puerta se abrió y me encontré ante el rostro amable, inteligente, firme y un tanto curtido de Steve. Iba en bata y en zapatillas. Al verme abrió más la puerta y entré.

—Tienes un aspecto fatal —me dijo—. ¿Qué pasa?

Pasé por su lado, entré en la sala de estar y me senté en un gran butacón.

—No tengo derecho a venir aquí, pero no tenía otro sitio adonde ir.

Había entrado en la sala de estar detrás de mí y me preguntó, sin inmutarse:

—¿Qué ha pasado?

—¡Dios! No lo sé. Dame una copa.

Steve me dio una copa. Cuando me dijo que iba a llamar para que le subieran hielo, lo detuve.

—No metas a nadie más en esto —dije—. Acabo de matar a alguien.

—¿Sí? —Se quedó esperando—. ¿A quién?

—A Pauline.

Me miró con intensidad, se sirvió una copa y le dio un par de sorbitos pequeños sin dejar de mirarme.

—¿Estás seguro?

Aquello era demencial. Contuve una carcajada salvaje y, en vez de eso, le solté, seco:

—Estoy seguro.

—Muy bien —dijo despacio—. Se lo estaba ganando. Tendrías que haberla matado hace tres años.

Le dirigí la mirada más larga y con más intención que le había dirigido jamás. En el hermetismo de su rostro apuntaba un acerado filo de burla. Comprendí lo que le rondaba por la cabeza: «Era una perdida, ¿por qué te molestas por ella?», y sabía lo que me rondaba a mí por la cabeza: «Tal vez yo sea la persona que está más sola en este mundo».

—He venido aquí porque es probable que ésta sea mi última salida, Steve —le dije—. Me enfrento a…, bueno, a todo. Pero pensé que… ¡Demonios, no sé lo que pensé! Pero si crees que hay algo que deba hacer…, bueno, pensé que tal vez tú supieras qué es.

—Se lo merecía —repitió con calma Steve—. Era una vulgar payasa de segunda.

—No hables así de Pauline, Steve. Era una de las mujeres más buenas y generosas que han existido.

Se terminó su copa y la dejó como al desgaire.

—¿De veras? ¿Y por qué la mataste?

—No sé, simplemente no lo sé. De aquí iré a ver a Ralph Beeman; y después a los polis, y después supongo que a prisión o incluso a la silla. —Me terminé la copa—. Perdona que te haya molestado.

Steve hizo un gesto con la mano.

—No seas tonto —dijo—. Olvida esa historia de la cárcel. ¿Qué me dices de la organización? ¿No sabes lo que pasará en el mismo instante en que te veas metido en un problema grave?

Me miré las manos. Estaban limpias, pero habían podido más que yo. Y comprendí lo que iba a pasar en la organización al minuto de no estar yo allí o de que me viera envuelto en un problema de aquel tipo.

—Sí —le dije—. Sí lo sé. Pero ¿qué otra cosa puedo hacer?

—¿Quieres luchar o prefieres rendirte? No eres el primer tío de este mundo que se ha visto metido en un jaleo. ¿Qué quieres hacer? ¿Vas a presentar batalla o pretendes darte por vencido?

—Si existe alguna oportunidad, la aprovecharé.

—Si pensase que ibas a hacer otra cosa no te conocería.

—Y además, no es sólo la organización, por grande que sea. También está mi cuello, por supuesto. Y quiero salvarlo, naturalmente.

—Por supuesto —dijo Steve. Y yendo a lo práctico, añadió—: Bien, dime qué pasó.

—No podría detallártelo. Apenas si lo sé.

—Inténtalo.

—Esa zorra. ¡Oh, Dios santo! Pauline…

—¿Sí?

—Dijo que yo…, la verdad es que nos acusó a los dos, pero es algo absolutamente fantástico. Me había tomado unas copas y ella debía de llevar también unas cuantas. Dijo una cosa sobre nosotros. ¿Puedes creerlo?

Steve no se inmutó.

—Ya sé lo que diría. Es muy capaz. ¿Y después? —preguntó.

—Eso es todo. Le pegué en la cabeza con algo. Un frasco de coñac. Puede que dos veces. O tres. Puede que diez. Sí, un frasco de cristal tallado. Y borré las huellas que pude haber dejado. Debía de estar loca, ¿no crees tú?, para decir una cosa así… A veces se dedicaba a hacer de buscona de lujo por ahí, Steve, ¿te lo había dicho alguna vez?

—No hacía mucha falta.

—De modo que la maté. Antes de darme cuenta. Dios, no tenía ninguna intención de hacer una cosa así. Medio minuto antes, ni imaginarlo. No lo entiendo. Y ahora la organización va a tener problemas, problemas serios. ¿Ya te lo había dicho?

—Me lo habías dicho, sí.

—Bueno, esta noche, durante la cena, ya estaba seguro. Y ahora esto. ¡Oh, Dios mío!

—Si quieres que se salve todo el tinglado tienes que mantener la cabeza fría. Y los nervios. Sobre todo los nervios.

De improviso, y por primera vez en cincuenta años, se me llenaron los ojos de lágrimas. Qué vergüenza. Casi no podía verlo. Le dije:

—De mis nervios no te preocupes.

—Así se habla —dijo Steve sin alterarse—. Y ahora quiero que me cuentes los detalles. Quién te vio entrar allí, en el apartamento de Pauline. ¿Estaba el portero, o el de la centralita? ¿Quién te llevó allí? ¿Cómo te marchaste? Quiero saber hasta el más mínimo detalle de lo que pasó, lo que ella te dijo y lo que tú le dijiste a ella. Lo que hizo ella y lo que hiciste tú. Dónde estuviste esta noche antes de ir a su casa. Entretanto te prepararé ropa limpia. Tienes la camisa y los pantalones salpicados de sangre. Me desharé de ellos. Así que vamos allá.

—Muy bien —dije—. Estuve cenando en casa de los Wayne. Y parecía que no existiera otro tema de conversación que el tremebundo follón en que se está metiendo Empresas Janoth. ¡Dios! ¡No sabes lo encantados que estaban con mis dificultades! No podían pensar ni hablar de otra cosa.

—Eso puedes ahorrártelo —dijo Steve—. Ve al grano.

Le conté que cuando me había marchado de casa de los Wayne, Bill me llevó en el coche hasta la de Pauline.

—De Bill no tenemos que preocuparnos —dijo Steve.

—¡Dios! —le interrumpí—. ¿De verdad crees que podré salir de ésta?

—Dijiste que habías limpiado las huellas del frasco, ¿verdad? ¿En qué más pensabas cuando lo hacías?

—Fue algo automático.

Hizo un gesto con la mano, como para desechar ese argumento.

—Cuenta.

Le conté todo el resto. Que había visto a aquel desconocido que acompañó a Pauline y que después habíamos tenido una pelea en su piso, que ella me había dicho esto y yo le había dicho aquello y lo que sucedió después. Se lo expliqué todo lo mejor que pude recordar.

Finalmente, Steve me dijo:

—Bueno, todo parece estar correcto salvo una cosa.

—¿Qué?

—El tipo que te vio entrar en el edificio con Pauline. No te vio nadie más, pero él sí. ¿Quién era?

—Te he dicho que no lo sé.

—¿Y él te reconoció?

—No lo sé.

—Sólo hay una persona en el mundo que te vio entrar en casa de Pauline, ¿y no sabes quién era? ¿Ni siquiera sabes si te conocía, o si te reconoció?

—No, no, no. ¿Por qué? ¿Tan importante es?

Steve me lanzó una mirada insondable. Buscó lentamente un cigarrillo, alargó lentamente el brazo para coger una cerilla y encendió el pitillo. Después de expulsar la segunda bocanada de humo con la misma lentitud y de apagar y tirar la cerilla con aire pensativo, exhaló a conciencia una tercera carga de los pulmones, se volvió y me dijo:

—Puedes jurar que lo es. Cuéntame todo lo que sepas o puedas saber de ese individuo. —Tiró la ceniza en el cenicero—. Absolutamente todo. Puede que tú no lo sepas, pero es la clave del montaje que hagamos. De hecho, Earl, él es quien marca la diferencia. Toda la diferencia, prácticamente.