¡Por Dios, nunca había pasado antes una noche así! Presumo de no dejarme llevar nunca por mis impulsos y no me porto jamás como un maleducado, pero esa gente, que se supone que son amigos míos, rebasaban el límite, podría haberlos estrangulado a todos, uno por uno.
Ralph Beeman, que es mi abogado desde hace quince años, no mostró ni el más puñetero interés, ni una mínima simpatía cuando surgió, o alguien trajo a cuento, la cuestión de la renovación de las emisiones de Commerce Index. El grupo entero se puso a debatir abiertamente el tema, como si yo fuera una especie de espíritu inmaterial y no estuviese allí presente en absoluto, y como si fuera a perder la franquicia en este mismo momento. De hecho, los tíos se pusieron a sopesar diversas alternativas para cuando la perdiese.
—Ralph y yo tenemos algo que decir sobre eso —dije con vehemencia, pero el cobarde cabrón no movió ni un dedo. La más pura neutralidad.
—Oh, sin la menor duda. Renovaremos la licencia, pelearemos contra quien haya que pelear.
A mí me sonó como si pensase que la guerra ya estaba perdida. Le lancé una mirada cortante, pero no se dio por aludido. Hubiera sido mejor que Steve estuviera presente. Es muy espabilado a la hora de captar los vientos y corrientes subterráneas que yo noto a mi alrededor pero no puedo medir.
Éramos diez de los nuestros y cenábamos en casa de John Wayne, y puesto que se trata de un dirigente político zalamero pero capaz, lo normal hubiera sido que, puestos a discutir de algo, fuera de política. Pero, por Dios, desde que entré en su casa, una vieja pesadilla decadente que tiene cien años por lo menos, no hablamos de nada más que de Empresas Janoth y de las dificultades que estábamos pasando. Pero yo no estoy pasando ninguna dificultad. Ni pienso pasar por ésta tampoco.
Entonces se produjo un momento muy incómodo, cuando Hamilton Carr me preguntó que qué tal me había ido por Washington. Acababa de volver de ahí y tuve la desagradable sensación de que sabía con toda exactitud a quién había visto y en qué asuntos andaba. Aunque en realidad no pasaba nada. Había pensado ampliar las bases societarias y legales de Empresas Janoth, y el viaje a Washington era simplemente para obtener información rápida y fiable sobre los procedimientos a seguir para lograr esos fines y cumplir toda la regulación de la Comisión del Mercado de Valores.
Como Ralph Beeman había ido conmigo, aunque no había dicho gran cosa mientras estuvimos allí, le envié otro mensaje de empatía mental. Pero no había manera. ¿O es que, en realidad, todos ellos andaban conspirando contra mí? Otros viajeros por los nuevos continentes de la razón han sido cogidos con la guardia baja antes de ahora.
Pero Hamilton Carr no era enemigo; por lo menos yo nunca lo había considerado así. Era, simplemente, mi asesor bancario. Y desde siempre conocía hasta el último céntimo de lo que valía cada papel emitido por Empresas Janoth y en manos de quién estaba. Esa noche me dijo:
—¿Sabes que Jennett-Donohue sigue queriendo comprar o fusionarse?
Solté una carcajada tremenda.
—Sí —le dije—. Yo también. ¿Por cuánto quieren vender?
Carr sonrió. Era un gélido signo de desacuerdo. Vete al infierno, pensé yo, ¿qué pasa ahora?
Estaba presente una puñetera tipa extranjera con un acento inglés tremebundo, que atendía por el nombre de Lady Pearsah, o algo igual de insignificante, que me explicó con todo detalle qué era lo malo que tenían mis revistas. En realidad, según ella, todo era malo en ellas. Pero ni se le pasaba por la cabeza que yo había hecho grandes esfuerzos y asumido dispendios enormes para contratar a los mejores escritores y redactores, para tener las cabezas mejor dotadas y las mentes más amplias que se puedan tener. Que había rastreado por periódicos y revistas, por las mejores universidades, que pagaba los sueldos más elevados de la profesión para disponer del que, a mi juicio, era el mejor equipo de periodistas que se hubiera reunido nunca bajo el mismo techo. La buena señora gorgoteaba incansable, la nuez se le movía exactamente igual que el buche pelado de un pavo, pero oyéndola hablar parecía que yo hubiera sacado a mis redactores de diferentes hospitales, manicomios y penitenciarías.
Hubiera podido sonreír y asentir a todo lo que me decía, pero no estaba dispuesto a sonreír ante lo que me decían Carr, Beeman y, para acabar de rematarlo, un individuo que atendía por Samuel Lydon.
—¿Sabe usted? —me dijo—. Es posible que no haya siempre la misma demanda de productos con presentación de calidad que ha habido hasta ahora. He recibido informes de los distribuidores. —Como todo el mundo; son cosas de conocimiento público—. Supongo que preferirá que sea totalmente sincero con usted, señor Janoth.
—Naturalmente.
—Bueno, pues las devoluciones de varias de sus revistas clave muestran extrañas fluctuaciones. Me refiero a que no están en proporción con las de otras publicaciones. —En ese momento lo situé: era el vicepresidente ejecutivo de una organización local de distribuidores—. Me pregunto si se conoce la razón exacta.
Aquello tanto podía ser una ignorancia colosal como una impertinencia descarada. Si sabía la razón exacta. Lo miré fijamente, pero no me molesté en replicar.
—Tal vez sea cosa de esa revista de astrología suya —dijo Geofffey Balack, un inútil malicioso, grosero y falso de arriba abajo. Era una especie de columnista. Una vez lo tuve contratado, pero su trabajo no resultó demasiado satisfactorio y cuando nos dejó para aceptar otro trabajo pensé que en realidad era un cambio afortunado para todos. Ahora que lo veía, no recordaba muy bien si se había marchado él o lo había despedido Steve. O puede que yo. Y ahora se pasó la mano de delante atrás por aquella cabeza de pelo más bien ralo. Era ofensivo—. Es algo que nunca he podido entender. ¿Por qué?
Yo mantuve mi sonrisa, pero me costaba un buen esfuerzo hacerlo.
—Compré esa revistilla sólo por el título: Stars, estrellas. Pero hoy día ya no tiene nada que ver con la astrología. Es prácticamente la máxima autoridad en astrofísica.
—¿Popular?
Eso tampoco merecía respuesta. Y ése era alguien al que en algún momento habíamos considerado un periodista con visión crítica e integridad. Y los buenos redactores cuestan dinero, pero yo estoy contento de pagárselo. Pero resultaban cada vez más y más caros. Otras empresas editoriales, aun cuando no se moviesen en el mismo campo ni mucho menos, siempre se alegraban de arrebatarnos elementos del equipo, y sin embargo era raro que se metiesen entre ellos, unos con otros. Nos pasábamos la vida perdiendo personal, nuestros mejores hombres de verdad se iban a otras empresas (agencias de publicidad, productoras de cine, radio), que les ofrecían unos sueldos sencillamente increíbles. Un hombre al que habíamos descubierto nosotros, al que habíamos ido criando hasta que dábamos con la manera perfecta de sacar a la luz lo mejor y más profundo que llevaba dentro, de pronto y como el que no quiere la cosa nos abandonaba para irse a escribir porquerías en un programa de perfumes o los discursos de cualquier portavoz político. Con contrato o sin contrato, y por unas cifras que sólo pensar en igualarlas sería poco menos que la ruina para la organización.
Y si no era eso, querían escribir libros. O se volvían locos. Aunque en realidad, Dios sabe que la mayor parte lo eran de nacimiento y su permanencia con nosotros apenas servía para retrasar el problema y aplazar una temporada el inevitable proceso.
Bueno. Todavía teníamos los mejores redactores que se podía tener, y a la competencia le tocaba seguir manteniéndose alerta.
Cuando llegábamos al punto en que Jennett-Donohue o Devers & Blair le ofrecían veinticinco mil dólares a un redactor jefe de quince mil, le subíamos a treinta mil. Si la radio ofrecía cincuenta mil a alguien que nos era imprescindible de verdad, le dábamos sesenta mil. Y cuando Hollywood empezó a quitarnos a los redactores de base y los reporteros tentándoles con un millón…, bueno, pues ya está. No sirve de nada hacerse mala sangre. Aunque a veces es imposible evitarlo.
Ya eran las diez —la hora más temprana posible— cuando por fin conseguí marcharme. Tenía muchas cosas de las que ocuparme sin aguantar las tonterías extra de ese grupito concreto.
Todo es sólo cuestión de los nervios y las glándulas que has heredado. Por mucho que trates de racionalizarlo, o tienes una actitud negativa y amargada ante las personas y las cosas, como les pasa a todos éstos, o tienes una actitud positiva y constructiva; es una simple cuestión de cómo funcionan las glándulas. Así que no es algo de lo que pueda presumir demasiado. Pero tampoco pueden presumir ellos.
En el coche, le dije a Bill que me llevase a casa, pero a medio camino cambié de idea. Le dije que me llevase a casa de Pauline. Puede que incluso estuviera allí, demonios. Mi casa no era un sitio donde ir después de una velada desperdiciada entre cínicos de pacotilla, sentimentales sin ilusiones y conspiradores frustrados.
Sin decir palabra, Bill giró el volante y torció en la esquina siguiente. Eso me recordó su forma de cumplir mis órdenes desde hacía más de treinta años, ya fuera durante la época más caliente de una batalla por la distribución que libramos allá en el Oeste, o más adelante, cuando hubo la huelga de imprentas al norte del estado. Por eso estaba conmigo todavía. Si ni siquiera hablaba conmigo después de treinta años y pico, ya no hablaría nunca con nadie.
Cuando el coche llegó delante del edificio y me bajé, metí la cabeza por la ventanilla de su lado y le dije:
—Vete a tu casa, Bill. Ya cogeré un taxi. No creo que te necesite hasta mañana a última hora de la tarde.
Me miró, pero no dijo nada; separó el coche del bordillo y se alejó.