Y todo aquello pasó, así, sin más. Y pasaron dos meses enteros. Y durante esos dos meses, Mafferson y yo desarrollamos todos los datos y el trabajo de base para lo de Individuos Financiados, y elaboramos también un artículo sobre quiebras y bancarrotas para el número de mayo y un reportaje muy detallado sobre la compraventa de huérfanos para el de junio.
Hasta que una noche, a primeros de marzo, me entró una de esas murrias. Cogí el teléfono y averigüé el número que necesitaba por medio de nuestro servicio de información confidencial. Cuando me contestaron, dije:
—Hola, Pauline. Soy tu abogado.
—Ah, sí —dijo ella al cabo de unos segundos—. Ese abogado.
Hacía un día primaveral, le dije, porque así era: el primero. Nos citamos para tomar unos cócteles en el Van Barth.
Georgette y Georgia estaban en Florida, volverían dos días después. Earl Janoth estaba en Washington, al menos durante un par de horas y probablemente durante una semana. Era viernes.
Aquella noche, antes de marcharme, entré en el despacho de Roy y lo encontré reunido con Emory Mafferson y Bert Finch. Me imaginé que Emory estaría lleno de dudas con respecto a lo de «Un mañana sin delitos, la ciencia nos muestra el porqué, las finanzas el cómo».
Emory decía:
—Veo claro que Individuos Financiados funciona perfecto sobre el papel. Con las cotizaciones de los seguros y las estadísticas de negocio veo que funciona con unas cuantas personas, las que están financiadas, pero lo que no consigo ver es lo que puede pasar si el mundo entero entra a formar parte del capital de la corporación. ¿Entiendes a qué me refiero?
Roy mostraba su mejor expresión de hombre confiado, paciente y comprensivo.
—Bueno, se supone que ahí es donde se tiene que llegar —dijo—. Y creo que es algo muy bonito, ¿no te parece?
—Déjame que te lo diga de otra manera, Roy. Si una persona que está capitalizada con un millón de dólares recupera en un momento dado su inversión inicial más un beneficio equis, se producirá una avalancha tremenda de peticiones de individuos que quieren ser financiados con un incremento del beneficio. Y en muy poco tiempo todo el mundo estará chupando del bote, salvo los accionistas. ¿Qué sacan ellos de ese planteamiento?
La paciencia de Roy aumentó a ojos vista de peso y de volumen.
—Dividendos —dijo.
—Claro, pero ¿qué pueden hacer con ellos? ¿Qué habrán obtenido? Nada más que una ganancia en efectivo. En cambio no podrán disfrutar de esas vidas organizadas a la perfección y con una gran suma remanente para invertir en cualquier empresa nueva y rentable. A mí me parece que los únicos que arriesgan el pescuezo en este invento son los que suscriben las acciones que hacen posible todo el asunto.
—Olvidas —dijo Roy— que cuando esto lleve funcionando unos pocos años, los propios individuos financiados serán los primeros en reinvertir su capital en el fondo original, así que ambos grupos serán partes permanentemente interesadas en el mismo proceso.
Decidí que se las apañaban muy bien sin que yo interviniese, así que me marché.
En la barra del Van Barth me encontré con mi bella desconocida, que vestía un conjunto gris y negro bastante austero, una especie de traje sastre sin serlo. No había tenido que esperarla más de diez minutos. En cuanto nos pusimos de acuerdo en qué iba a tomar ella, Pauline dijo, muy seria:
—No tendría que estar aquí, ¿sabes? Me da la impresión de que es un peligro conocerte.
—¿A mí? ¿Un peligro yo? Las gatitas de un mes ya se ponen en guardia cuando ven que me acerco. Abren los ojos por primera vez, afilan las garras y maúllan, por si las moscas.
Sonrió sin muchas ganas y repitió sin énfasis:
—Eres una persona peligrosa, George.
Me pareció que no era el punto más adecuado sobre el que insistir, de modo que decidí tocar uno distinto y enseguida fue todo mucho mejor. Nos tomamos otra copa y luego, al cabo de un rato, nos fuimos a cenar a Lemoyne’s.
Me había pasado prácticamente las últimas tres semanas viviendo solo, desde que Georgette y Georgia se habían marchado a Florida, y tenía ganas de hablar. Así que hablé. Le conté el chiste de la ballena y el submarino, le expliqué por qué las películas mudas eran la Edad de Oro del cine, por qué Lonny Trout era un boxeador para boxeadores, y después sugerí que fuéramos en coche hasta Albany.
Fue lo que acabamos haciendo. Volví a experimentar el placer de conducir subiendo por los altos que bordean el único río perfecto del mundo, el río que nunca se desborda, nunca se seca y sin embargo nunca parece ser el mismo dos veces. Llegamos a Albany por etapas, al cabo de unas tres horas.
A mí siempre me había gustado esa ciudad, que no es tan vulgar como podría parecerle a un viajero circunstancial, sobre todo durante el período de sesiones legislativas. Si hay algo que a Manhattan se le ha pasado por alto, aquí está.
Tras inscribirnos con un nombre que me inventé con no poco cuidado e imaginación (Sr. Andrew Phelps-Guyon y Sra.), salimos a la calle y dedicamos un par de horas a comer y beber, un poco de espectáculo y unos bailes en un night-club exageradamente caro que tenía una buena pista no demasiado concurrida. Pero fue una noche con un decidido toque de primavera, arrancada de los propios engranajes de los mecanismos internos, y valió su peso en oro.
Tomamos el desayuno sobre las nueve y un poco más tarde salimos de regreso a la ciudad, viajando despacio, por una carretera distinta. Otra vez seguíamos un río, por supuesto, pero un río diferente, por supuesto, y por supuesto que me enamoré de él completamente. Pauline también ayudó a ello, por supuesto.
A última hora de la tarde del sábado llegamos a las proximidades de la calle 58 Este, al edificio del apartamento de Pauline. Era lo bastante temprano como para que tuviera que admitir que tenía tiempo, cantidad de tiempo. Así que fuimos al Gil’s. Pauline jugó tres rondas del juego. Cuando le pidió a Gil que le sacase el cuervo de Poe pensé que ahí lo había pillado, pero se le presentó con un mirlo o algo así disecado, en un estado terminal muy avanzado de mohosidad. Le explicó que se trataba del auténtico pájaro que había inspirado a Poe y que éste se lo había regalado personalmente al abuelo de Gil, que era buen amigo suyo. Y entonces me acordé de que hacía mucho tiempo, tres meses, que no husmeaba por el barrio de los anticuarios.
Eso está en la Tercera Avenida, bajando desde la calle 60 hasta la 42 o por allí. Puede que haya tiendas mejores, más grandes, más caras y más auténticas dispersas por otras partes de la ciudad, pero de algún modo, les falta el espíritu de aventura y descubrimiento que tienen aquéllas. Una noche pregunté en un comercio de la Tercera Avenida si tenían la flauta del flautista de Hamelin. Resultó que sí que la tenían ellos. No me acuerdo de lo que hice con ella después de comprarla por cosa de diez dólares y llevármela primero a la oficina, donde al parecer perdió toda su potencia, y más tarde a casa, donde a alguien se le rompió y acabó desapareciendo. Pero la Tercera Avenida no tuvo la culpa de que yo no supiera cuidar de la flauta como es debido.
Esa tarde Pauline y yo anduvimos revolviendo unas cuantas cosas no demasiado interesantes: calentadores de cama primitivos de Nueva Inglaterra, ruecas de hilar convertidas en lámparas de pie y de mesa, los aguamaniles con patas de toda la vida transformados en tronas para niño, mesas de libros y carritos de té. Cosas todas muy prácticas y razonables que reflejaban con más acierto el ingenio del siglo XX que la imaginación de los artesanos que las hicieron. Algunas cosas tenían su interés, pero ninguna entusiasmaba.
Y entonces, hacia las siete y media, cuando algunas de las tiendas ya estaban cerrando, llegamos a un local de la calle 50, pequeño pero realmente atestado de trastos. Puede que ya hubiera estado allí antes, pero no lo recordaba, y al parecer el dueño tampoco se acordaba de mí.
Anduve un rato revolviendo por mi cuenta sin ver nada que se me hubiera pasado por alto en otra ocasión, pero disfrutaba respondiendo a las preguntas que Pauline me iba haciendo. Luego, al cabo de varios minutos entró alguien y el diálogo que se estableció en la parte delantera de la tienda fue atrayendo más y más mi atención.
—Sí, tengo —oí decir al propietario con cierta sorpresa—. Pero no sé si serán exactamente del tipo que usted quiere. Aquí casi nadie pregunta por un cuadro, desde luego. Ese cuadro lo puse en el escaparate porque estaba enmarcado. ¿Es ése el que le interesa?
—No. Pero tiene usted más, ¿verdad? Un amigo mío que estuvo aquí hace un par de semanas me dijo que tenía más.
La clienta era una morena alta y monolítica, vestida con descuido y con una cara que parecía un ciclón contenido.
—Sí, tengo más. Aunque no están en perfectas condiciones.
—No me importa —dijo la clienta—. ¿Puedo verlos?
El comerciante localizó un rollo de lienzos que había en un estante de arriba y los bajó. Para entonces yo ya me había deslizado hacia la parte delantera de la tienda y asistía como partícipe silente de las negociaciones. El comerciante ofreció a la mujer el rollo entero y yo prácticamente apoyé la barbilla en su hombro izquierdo.
—Mírelos usted misma —le dijo a la mujer.
Luego volvió la cabeza, con el ceño fruncido, y durante una fracción de segundo uno de sus ojos se cernió gigantesco y se clavó en uno de los míos. Los míos sólo expresaban la curiosidad de una persona bien educada.
—¿De dónde sacó esto? —le preguntó la clienta.
Desenrolló el paquete de lienzos, que medían metro veinte por metro cincuenta aproximadamente, unos algo más y otros algo menos, y observó con detalle el primero de todos, que se veía al revés desde donde ella miraba. Era la imagen de un clíper de Gloucester a toda vela, y era igual que cualquier otro cuadro de grandes veleros, con la única diferencia de que un cerco de suciedad, como el que deja una taza de café pero más grande, orlaba el navío y varias millas de océano. Decir que no estaba en perfecto estado sería un auténtico perjurio. Yo diría que el cerco tenía un tamaño similar al de un tonel, y es probable que de ahí hubiese salido.
—Eran parte de un lote —le dijo precavidamente el de la tienda.
La mujer le cortó en seco con una risotada fuerte y entrecortada.
—¿Parte de un lote de qué? —le preguntó—. ¿De cosas para quemar? ¿O género viejo del que usan en las tiendas de baratillo para envolver la loza?
—No sé de dónde proceden. Ya le dije que no estaban en muy buen estado.
Echó para atrás el cuadro de arriba y dejó a la vista un gran jarro de margaritas. Esta vez nadie dijo nada. Yo me limité a cerrar los ojos un par de segundos y luego ya no lo vi.
El tercer lienzo era un ejemplo decente del estilo «vivienda protegida y patio con basura»; lo feché en unos quince años antes, más o menos; no reconocí la firma, pero podía ser obra de uno cualquiera de los quinientos o seiscientos pintores profesionales que habrían pintado esa misma escena un poco mejor o un poco peor.
—Francamente bueno —dijo el propietario de la tienda—. Buen colorido. Real.
La morena alta y cuadrada pasó al siguiente con toda intención. Era otro gran velero Gloucester, éste navegando en la otra dirección. Tenía el mismo magnífico cerco color café que todos los demás. Y el siguiente era una cesta de gatitos. Seguro que la viejecita encantadora que lo había pintado lo tituló Mis gatitos. En fin, por lo menos la exposición tenía variedad. Los pintores de barcos de vela se limitaban a los barcos de vela, los pintores de patios con basuras los pintaban por kilómetros, y sin duda la viejecita encantadora habría pintado cientos y cientos de gatos. Nuestra galería los tenía todos.
—Me temo que no va a tener usted nada que me interese —dijo la mujer.
El hombre lo admitió tácitamente y la mujer reanudó la exhibición. Otras dos pinturas pasaron sin comentario alguno y vi que sólo quedaban dos o tres más.
Entonces descubrió otra más, con parsimonia, y yo me quedé sin respiración. Era de Louise Patterson. No había error posible: el tema, el tratamiento, el efecto. Hermanos y hermanas de aquel cuadro colgaban de las paredes de mi casa en Marble Road. Tiempo atrás había pagado novecientos dólares por uno de ellos, y no mucho menos por los demás, todos ellos escogidos en las exposiciones normales de Patterson en la calle 57.
La clienta ya había deslizado un dedo por debajo del lienzo para separarlo del que venía a continuación y apartarlo cuando yo me aclaré la garganta y comenté sin darle importancia:
—Ése me gusta bastante.
Me miró de forma poco amistosa, levantó el lienzo y lo sostuvo delante de ella con los brazos estirados. Hacía frunces en las partes de los bordes que no estaban deshilachadas y mostraba unas cuantas manchas indefinidas que se añadían a la marca de fábrica, el enorme cerco de color café. Estaba en unas condiciones espantosas, ni más ni menos.
—A mí también —declaró sin ambages—. Pero está hecho una mierda. ¿Cuánto pide por él?
La pregunta iba dirigida al propietario. A mí me ignoró por completo.
—Bueno…
—Dios, qué desastre…
Con ese segundo disparo no hay duda de que rebajó a la mitad el precio que iba a decir el comerciante.
—No sabría decir muy bien en cuánto puedo valorarlo exactamente —admitió—. Pero ¿qué le parece si se lo doy por diez dólares?
Era literalmente cierto que yo no tenía idea del valor de un Patterson en el mercado en ese momento. Sí sabía que nada fabuloso; pero, por otra parte, aunque Patterson hacía años que no exponía y probablemente ya estaría muerta, no me parecía posible que su obra hubiera caído en un eclipse total. Las cosas suyas por las que yo había pagado unos cientos de dólares resultaron verdaderas gangas en el momento de comprarlas, y no mucho después los lienzos de la artista se cotizaron mucho más, aunque sólo por un tiempo.
Dirigí a la mujer una sonrisa deslumbrante.
—Yo hablé primero —le dije; y luego, al vendedor—: Le doy cincuenta dólares.
El hombre, que hubiera debido contentarse con vender muebles de terraza restaurados, se quedó claramente sorprendido y desconcertado. Me di perfecta cuenta del momento en que se encendió una bombilla gigante en su cabeza: aquí tengo algo, seguramente un Rembrandt.
—Bueno, no sé —dijo—. Es evidente que se trata de una pintura buena. Muy apreciable. Tenía pensado hacer que me tasaran este lote cuando tuviera tiempo. Ésta es la primera vez que he podido ver de verdad este lote. Creo que…
—No es un Rafael o un Rubens, ni un Corot —le aseguré.
Se inclinó hacia delante y observó el cuadro más de cerca. El lienzo representaba dos manos, una dando una moneda y la otra recibiéndola. Nada más. Transmitía todo el sentido, el significado, el drama del dinero. Pero el propietario intentaba ahora desdoblar la esquina derecha de debajo de la tela, donde esperaba encontrar una firma trazada de modo legible. Empecé a sudar.
—Pat algo —anunció mientras la escrutaba con atención; un instante después ya sonaba decepcionado—. Vaya. Patterson 32. Me suena ese nombre, pero no me acuerdo de qué.
Dejé que aquel cristalino perjurio se muriera de muerte natural. La morena grandota, con un cuerpo que parecía un armario de cocina antiguo, tampoco dijo nada. No hacía falta, era evidente que no tenía los cincuenta dólares. Y yo tenía que quedarme con aquel cuadro.
—Es una obra de gran calidad —empezó otra vez el comerciante—. En cuanto la hayan limpiado quedará magnífica.
—Me gusta —dije—. Por cincuenta pavos.
Me contestó con rodeos.
—Me imagino que la persona que lo pintó titularía el cuadro Trabajo duro. O algo así.
—Yo lo titularía Judas —intervino Pauline—. No, La tentación de Judas.
—Sólo hay una moneda —dijo el comerciante, muy serio—. Tendrían que ser treinta.
Todavía sin saber qué hacer, cogió los lienzos y se puso a mirar los que aún no habíamos visto. Un silo con una vaca delante. Una bonita escena de niños jugando en la calle. La playa de Coney Island. Decepcionado por no despertar mayor interés, declaró:
—Y esto es todo lo que tengo.
Me dirigí a la mujer morena:
—¿Por qué no se lleva usted Niños en Grand Street por unos cinco dólares? —dije con una sonrisa cristalina—. Yo me quedaré el Judas.
Soltó una carcajada estentórea, descomunal, tanto que no sabría decir si era amistosa u hostil. Era, simplemente, atronadora.
—No, gracias. Ya tengo suficientes niños con los míos.
—Le regalo a usted un marco. Que se lo pongan aquí mismo, y así se lo podrá llevar a casa.
Mi frase produjo una nueva carcajada, seguida de un rugido.
—Guárdese el dinero para su obra maestra de cincuenta dólares.
Lo dijo en tono despectivo. Yo le pregunté, con ironía en la voz:
—¿Cree usted que no los vale?
—Una pintura que vale algo, seguro que vale mucho más que esa cantidad —bramó encendida—. ¿No le parece? O vale diez dólares, o un millón de veces más.
Mentalmente me sentí de acuerdo con aquella actitud tan razonable, pero al parecer el dueño de la tienda también lo estaba. Y yo tenía que conseguir el cuadro. No era culpa mía que sólo me quedasen unos sesenta dólares, en vez de diez millones, después de uno de los fines de semana más caros de la historia.
—Pero ¿qué sé yo de pintura? —continuó—. Nada. No permitan que interfiera en lo suyo. —Y soltó otra carcajada estremecedora—. Puede que algún día tenga en mi casa el papel pintado conveniente y el espacio adecuado para colocar ese Niños en Grand Street como se merece. Resérvemelo.
A continuación se marchó, y en medio de la paz que se instaló de nuevo en la tiendecita dejé bien claro que pagaría por la tela lo que había dicho y no más, y finalmente también nosotros nos marchamos, pero yo con mi premio.
Pauline todavía tenía un poco de tiempo, así que nos paramos en el salón de cócteles del Van Barth. Dejé el lienzo en el coche, pero en cuanto pedimos las bebidas Pauline me preguntó por qué diantres lo había comprado, y volví a describírselo a modo de explicación. Acabó por decir que le gustaba bastante, sí, pero no le parecía que tuviera una fuerza tan extraordinaria.
Estaba claro que era incapaz de «ver» la pintura. No por culpa suya: mucha gente nace con ese defecto, lo mismo que otros nacen daltónicos o sin oído. Pero intenté explicarle qué significaba la obra de Louise Patterson en términos de simplificación de lo abstracto y nuevas intensificaciones cromáticas. Después argumenté que algún significado tenía que tener el arte para ella, porque sin duda había dado con el título perfecto para el cuadro.
—¿Y cómo sabes que es el adecuado? —me preguntó.
—Porque lo sé. Lo siento así. Porque es justamente lo que yo vi en el cuadro.
Con el impulso del momento decidí, y así se lo dije, que Judas debía de haber sido un conformista nato, el típico tipo mediocre que se elevó muy por encima de sí mismo cuando se vio metido en un grupo de gente que vivía casi al margen de la sociedad y, no digamos ya, de cualquier negocio de provecho.
—Cielos, hablas de él como si fuera un santo —dijo Pauline frunciendo el ceño y con una sonrisa.
Le dije que era muy probable que lo fuera.
—Un hombre como ése, con la naturaleza adecuada para no salirse de la fila pero que siempre anda perdiendo el paso, tiene que haber sufrido el doble que los demás. Hasta que, al final, la tentación fue excesiva. Al igual que muchos otros santos, cuando fue tentado, cayó. Pero sólo brevemente.
—¿Eso no es un poco retorcido?
—En cualquier caso, ése es el título de mi cuadro —dije—. Gracias por el servicio.
Brindamos por ello, pero a Pauline se le derramó el cóctel.
Acudí al rescate con mi pañuelo, y tras unos instantes de agitación la dejé que terminara ella el trabajo mientras yo llamaba al camarero para pedirle más bebidas y que limpiase la mesa mojada. Al cabo de un rato tomamos algo de comer, unas copas más y un montón de charla.
Cuando salimos del local era ya muy oscuro, y la acompañé en coche las pocas manzanas que había hasta la 58 Este. El apartamento de Pauline, donde yo no había entrado nunca, estaba en uno de esos pueblos austeros y permanentes de las calles sesenta. Me pidió que aparcara un poco alejado de la entrada y me explicó con calma:
—No creo que sea prudente por mi parte entrar con una bolsa de viaje ajena. Y acompañada.
El comentario no decía nada, pero en un momento me dio la medida exacta e incómoda de los riesgos que corríamos, pequeños pero muy reales. Borré la idea de mi cabeza y no dije nada, pero pasé de largo por delante del edificio y aparqué a media manzana de la entrada y su toldo iluminados.
Allí me bajé para darle la maleta ligera que se había llevado a Albany y nos quedamos parados unos momentos.
—¿Puedo llamarte por teléfono? —le pregunté.
—Naturalmente. Llama, por favor. Pero tenemos que ser…, bueno…
—Por supuesto. Ha sido maravilloso, Pauline. Prácticamente todo perfecto.
Me sonrió y dio media vuelta.
Al mirar más allá de aquellos hombros que se alejaban, me pareció ver vagamente una limusina que se detenía junto a la acera del otro lado, frente a la entrada de los apartamentos. Algo me resultó familiar en la silueta y la forma de moverse del hombre que salió del coche. Metió otra vez la cabeza en el vehículo para dar instrucciones al chófer y luego se volvió un instante en mi dirección. Vi que era Earl Janoth.
Se dio cuenta de que Pauline se le acercaba y estoy convencido de que al mirar hacia ella me vio. Pero no creo que pudiera reconocerme: la farola más próxima estaba a mis espaldas.
Y si me reconocía, ¿qué? Aquella mujer no era de su propiedad.
Ni yo tampoco, por cierto.
Entré en el coche, arranqué el motor y los vi desaparecer juntos en el portal iluminado.
Mientras me alejaba no me sentía muy feliz tras aquella casualidad tan poco feliz, aunque, por otra parte, tampoco me parecía que se hubiera producido un daño irreparable.
Volví a pasar por el Gil’s. Era la típica noche animada de los sábados. Bebí un montón de copas, sin hablar gran cosa con nadie, y después me llevé el coche al garaje y cogí el tren de la 1.45 a casa. Era temprano, pero quería estar despejado cuando Georgette y Georgia regresaran de Florida por la tarde. Volvería a coger el tren, iría a buscarlas en el coche y las llevaría a casa.
Me llevé la maleta a Marble Road y no me olvidé de La tentación de san Judas, por supuesto. La extendí sobre la mesa del comedor, sin más ceremonias. Habría que limpiar la tela, repararla y enmarcarla.
Eché una ojeada a los pattersons de las estancias de la planta baja y al de arriba, el de mi estudio, antes de irme a la cama. La tentación era mejor que cualquiera de ellos.
Se me ocurrió que tal vez me estuviera convirtiendo en uno de los coleccionistas de pattersons más destacados de Estados Unidos. O de cualquier parte.
Pero antes de meterme en la cama vacié la bolsa de mano, volví a poner en su sitio las cosas que contenía y luego guardé también la bolsa…