GEORGE STROUD, III

Empresas Janoth ocupaba los nueve últimos pisos del edificio Janoth, pero no era ni mucho menos el mayor conglomerado de su sector en Estados Unidos. Jennett-Donohue constituía un grupo de publicaciones más grande, lo mismo que Beacon Publications y Devers & Blair. Aun así, nuestra organización ocupaba un puesto especial y estaba lejos de ser la más pequeña entre las muchas empresas que editaban revistas de literatura e información sobre temas políticos, técnicos y de negocios.

La revista más importante y conocida del grupo era Newsways, un semanario de interés general con una tirada de cerca de dos millones de ejemplares. Estaba en el piso treinta y uno. Por encima de ella, en el último piso del edificio, estaban las oficinas comerciales, los departamentos de publicidad, contabilidad y distribución, junto con el cuartel general particular de Earl Janoth y Steve Hagen.

Commerce era una revista semanal de economía cuya tirada, en torno a un cuarto de millón de ejemplares, estaba muy por debajo de su verdadero número de lectores y de su influencia real. Como complemento, publicaba un boletín diario de cuatro páginas, Trade, y emitía cada hora un servicio de noticias por cable, Commerce Index. Ocupaban el piso treinta.

La planta veintinueve albergaba un amplio surtido de periódicos y revistas técnicas, la mayoría mensuales, que iban desde el deportivo Sportland a The Frozen Age (productos alimenticios congelados), The Actuary (estadísticas de vida y seguros), Frequency (radio y televisión). y Plástic Tomorrow (el futuro es de los plásticos). En ese piso estaban también diez o doce publicaciones de esas que hablan sobre lo que nos deparará el futuro inmediato o sobre bricolaje, aunque ninguna de ellas tenía una gran tirada, y algunas no eran más que antiguas ocurrencias de Earl Janoth en un momento de inspiración y de las que probablemente ya se había olvidado.

Los dos pisos siguientes en orden descendente albergaban el depósito de cadáveres (es decir, los archivos), la biblioteca y las salas de consulta en general, los departamentos de ilustración y fotografía, una sala de primeros auxilios pequeña pero suficiente y de uso frecuente, unos lavabos, las centralitas de teléfonos y una sala de recepción para atender al público en general.

Sin embargo, los cerebros de la organización había que ir a buscarlos a la planta veintiséis. Albergaba Crimeways, con Roy Cordette de director adjunto (despacho 2618); yo, que soy el director ejecutivo (despacho 2619), Sydney Kislak y Henry Wyckoff, ayudantes de dirección (2617), y seis redactores que ocupaban dependencias anexas. En teoría éramos auténticos registros de los departamentos de policía del país, perros guardianes de sus bolsillos y de sus conciencias, y en ocasiones de su moral, sus modales en la mesa o cualquier otra cosa que se nos viniera a la cabeza. Nosotros diagnosticábamos los delitos: si el FBI tenía que salir en la prensa una vez al mes, sería cosa nuestra. Si un guardia de Twin Oaks, Nebraska, tenía que demostrar que era un crítico social penetrante, o si el Consejo Nacional de Obispos Protestantes Episcopalianos tenía que llevar a cabo cierta cantidad de trabajos de campo, también lo sacaríamos adelante nosotros. En resumen, éramos el termómetro de la salud del país, el registro de los delitos presentes y pasados, los profetas de los crímenes futuros. O eso habíamos dicho colectivamente en tal o cual ocasión.

Con nosotros también estaban en la planta veintiséis otras cuatro revistas con una estructura similar: Homeways (algo más que una simple revista para el hogar), Personalities (no solamente las historias de éxito más sobresalientes del mes), Fashions (moda humana, no vestidos), y The Sexes (asuntos amorosos, matrimonios, divorcios).

Por último, en los dos pisos de debajo de nosotros estaban los gabinetes para investigaciones de largo alcance, el departamento jurídico, los encargados de relaciones públicas de la organización, material de oficina, el departamento de personal y un nuevo fenómeno bautizado como Futureways, dedicado a estudiar la evolución social planificada, un empeño del que podría surgir desde un solo volumen a una revista nueva, un discurso a los postres de una cena en cualquier sitio o, sencillamente, desaparecer de repente sin dejar ni el menor rastro. Edward Orlin y Emory Mafferson formaban parte de su plantilla.

Así era el cuartel general de Empresas Janoth. Delegaciones en veintiuna ciudades importantes del país y veinticinco en el extranjero nutrían diariamente, cada hora, ese centro nervioso. Y el alimento era servido por corresponsales, científicos, técnicos y profesores de primera fila desde cualquier rincón del mundo. Era un imperio de la inteligencia.

Si lo necesitaba, cualquier revista de la organización podía reclamar ayuda y asesoramiento a cualquier otro de sus elementos o a todos ellos. Crimeways lo hacía muy a menudo.

Habíamos seguido la pista de Paul Isleman, un financiero desaparecido, y lo habíamos encontrado. Ese tanto me lo podía apuntar yo. Y habíamos hecho trabajar al departamento jurídico, al de contabilidad y a una docena de reporteros de nuestra cabecera y de otras más para desenmarañar los fraudes ocultos de Isleman, al tiempo que Bert Finch, uno de nuestros mejores redactores, dedicaba un mes completo a explicar aquel complicado asunto con toda claridad al público.

Habíamos encontrado al hombre que mató a la esposa de Frank Sandler, y esa vez ganamos a la policía por tres décimas de segundo. Ésa también se la podía apuntar George Stroud. Yo había localizado a aquel individuo gracias a nuestros propios archivos… con ayuda de un equipo que formamos para ese trabajo.

Pasé por mi despacho y fui directamente al de Roy, sólo me detuve para dejar el sombrero y la chaqueta. Estaban todos en el 2618, con cara de cansancio pero tenaces y un tanto pensativos. Nat Sperling, que era un tipo enorme, muy moreno y torpón, hablaba con voz monótona guiándose con unas notas.

—… En una granja a unos cuarenta y siete kilómetros de Reading. El individuo utilizó una escopeta, un revólver y un hacha.

La mirada distante e inquisitiva de Roy se posó en mí el tiempo de un destello y volvió a Sperling. Le preguntó, paciente:

—¿Y…?

—Y fue una de esas matanzas con una cantidad de sangre increíble, de esas que parece que suceden a menudo en lugares perdidos.

—Tenemos un hombre en Reading —meditó Roy en voz alta—. Pero ¿este asunto nos interesa?

—Por el resultado que logró el tipo —dijo Nat—. Cuatro personas, una familia entera. Eso es un homicidio a gran escala, da igual dónde haya ocurrido.

Roy suspiró y nos ofreció apenas un esbozo de comentario.

—Los números no significan nada. Todos los días mueren asesinadas varias docenas de personas.

—Pero no cuatro de una tacada y por el mismo individuo.

Sydney Kislak, sentado en el amplio antepecho de una de las ventanas de detrás de Elliot, lanzó un apunte certero:

—La elección de las armas. De tres clases diferentes.

—Bueno, ¿y de qué iba el asunto? —prosiguió Roy imperturbable.

—Celos. La mujer le había prometido al asesino fugarse con él, o por lo menos eso pensaba él, y cuando en vez de eso se lo quiso quitar de encima, el tipo le pegó un tiro, y otro al marido, y después agarró una pistola y un hacha para sus dos…

—En un caso así —murmuró Roy, abstraído—, lo más importante a considerar es el motivo. ¿Tiene relevancia para nuestra publicación? ¿Es delictivo? Y a mí lo que me parece es que, simplemente, este pájaro se enamoró. Es verdad que hubo algo que se torció, pero básicamente actuó empujado por el amor. Así que a menos que podáis demostrar que el instinto sexual lleva inherente algo delictivo o antisocial… —Roy abrió y cerró los dedos de la mano que reposaba en la mesa delante de él—. Pero creo que deberíamos pasarle esta historia a Wheeler para que la publique en Sexes. O quizás en Personalities.

—O en Fashions —murmuró Sydney.

Roy seguía mirando expectante a Nat, en cuyas ingenuas facciones pugnaba por aparecer, a su pesar, una expresión de admiración. Se concentró de nuevo en sus notas, decidió al parecer dejar de lado dos o tres de sus apuntes y continuó.

—Hay un robo fantástico de un banco en St. Paul. Más de medio millón de dólares, el botín más grande de la historia.

—El más grande sin la bendición de la ley —le corrigió Henry Wyckoff—. Eso fue anoche, ¿verdad?

—Ayer por la tarde. Tengo a la oficina de Minneapolis siguiendo el caso y ya sabemos que fue una banda de tres personas por lo menos, puede que más, que llevaban más de tres años preparando el golpe. Lo extraño del asunto es que los de la banda constituyeron una sociedad con todas las de la ley hace tres años, pagaban sus impuestos y se habían asignado a sí mismos unos sueldos que ascendían a 175 000 dólares mientras elaboraban sus planes y preparaban el atraco. Manejaban sus fondos a través del banco que tenían como objetivo y se cree que hicieron varios ensayos generales en el propio lugar de los hechos antes del golpe de ayer. Hasta habían entrenado a un par de guardias de seguridad para que hicieran de figurantes sin saberlo. A uno de ellos le pagaron con una bala en la pierna.

Nat se interrumpió y Roy parecía mirar a través de él, con un atisbo de ceño fruncido en delicado equilibrio con la curiosidad pintada en sus ojos azules y tolerantes.

—Más cifras —sentenció con delicadeza—. ¿Qué diferencia hay en que sea medio millón, medio millar o sólo medio dólar? ¿Tres años, tres meses o tres minutos? ¿Tres delincuentes o trescientos?

¿Qué lo hace tan significativo como para que tengamos que ocuparnos de ello?

—El punto de vista profesional, ¿no crees tú? —sugirió Wyckoff—. Mantenerse dentro de la ley mientras hacían los trabajos preparatorios. Los ensayos. Trabajar todo ese tiempo con el propio banco. Si te paras a pensarlo, Roy, vaya, es que no hay banco o empresa en el mundo que esté a salvo de una banda con paciencia, recursos e inteligencia suficientes. Aquí tenemos la última palabra en técnicas delictivas, equiparar unos métodos comerciales con otros métodos comerciales. Demonios, dale a un número de personas suficiente el tiempo, el dinero y la inteligencia suficientes y acabarán desvalijando Fort Knox.

—Exactamente —dijo Roy—. ¿Y eso es nuevo? El ataque que llega a la altura de la defensa, la defensa que contrarresta el ataque, ésa es toda la historia del crimen. Ya hemos publicado muchas veces, demasiadas, las características esenciales de esta misma historia bajo muy diversos disfraces. Ahí no veo mucha cosa para nosotros. Le dedicaremos dos o tres párrafos en Crime Wavelets: «Unos bandidos austeros y laboriosos invierten 175 000 dólares y tres años de esfuerzo para llevar a cabo el robo de un banco. Logran un beneficio neto de 325 000 dólares». Con tres hombres trabajando durante tres años —calculó—, la cosa sube a algo más de treinta y seis mil por año. Sí. «Este modesto salario, sin proporción con el riesgo y la destreza puestas a prueba, demuestra una vez más que el criminal nunca gana… lo suficiente». Poco más o menos. A ver, ¿no podemos conseguir algo de un poco más de nivel? Seguimos necesitando tres artículos de portada.

Nat Sperling no tenía más sugerencias. Vi que eran ya las 10.45, y con poco o nada hecho, la idea de ir a comer pronto resultaba un sueño inútil. Además iba a tener que desechar cualquier esperanza de celebrar hoy una reunión con Roy y Hagen. Tony Watson tomó el relevo y empezó a hablar con ráfagas bruscas y nerviosas, interrumpidas por pausas ocasionales debido a una angustia demasiado fuerte. A mí me parecía que su neurastenia debería haber mejorado, o incluso haberse curado por completo, después de los cuatro o cinco mil dólares que llevaba gastados en psicoanálisis. De todas formas, considerando los riesgos de nuestra profesión, bien podría ser que sin esos tratamientos, ahora mismo Tony ya sería completamente mudo.

—La Comisión de Acción Social tiene un informe que piensan publicar el mes que viene —dijo después de que esperásemos durante un rato a que prosiguiera—. Pero podemos conseguir copias. Yo ya lo he leído. Es sobre el negocio de los abortos ilegales. De lo más completo. La comisión se ha pasado tres años investigando. Lo han cubierto todo, desde los que operan a pequeña escala a los sanatorios privados más grandes y caros. Quién los protege, por qué y cómo. Cifras totales estimadas de cada año, número de muertes y de procesamientos. Efectos sobre la salud, pros y contras. Causas, resultados. Es un estudio exhaustivo que va directo al tema. El primero que se hace. Oficialmente, quiero decir.

Mucho antes de que Tony hubiese terminado, a Roy ya le caía la barbilla sobre el pecho mientras tomaba unas rápidas notas.

—¿Sacan alguna conclusión? ¿Recomiendan alguna medida? —preguntó.

—Bueno, el informe apunta causas complejas. La causa principal de interrupción del embarazo entre las mujeres casadas es la económica, y entre…

—Da lo mismo. Nosotros tendremos que sacar nuestras propias conclusiones. ¿Qué dicen sobre la asistencia a la tercera edad?

—¿Cómo? Bueno, nada que yo recuerde.

—Da lo mismo, creo que ahí sí que tenemos algo. Cogeremos el informe y explicaremos cuál es su auténtico significado. Empezaremos dando las cifras de los beneficios que obtienen los supervivientes gracias a la seguridad social. Especialmente las primas de funerales, y subrayaremos los contrastes más evidentes. Por una parte, aquí está lo que el Estado se gasta cada año en enterrar a los muertos, mientras que aquí, en el otro extremo de la escalera de la vida, está lo que se gasta en impedir nacimientos. Ponte en contacto con la Academia de Medicina y con el Colegio de Médicos y Cirujanos y que te den una breve historia de las prácticas abortivas, y llévate un fotógrafo. Quizá tengan una colección de instrumental primitivo y moderno. Unas cuantas fotos resultarán muy efectivas. Y puede que una breve explicación de los métodos antiguos resulte todavía más efectiva.

—Uno de ellos era la magia —le dijo Bert Finch a Tony.

—Estupendo —dijo Roy—. No dejéis de meter eso también. Y tú puedes ponerte en contacto con la Sociedad Americana de Servicios Funerarios para que te den datos adicionales de lo que nos gastamos en morirnos y contrastarlo con lo que se gasta en impedir vidas. Llama a media docena de grandes almacenes y pregúntales qué cantidad se gasta de media una futura madre en ropa y accesorios hasta dar a luz. Y no te olvides de meter una o dos buenas citas de Jonathan Swift sobre los niños irlandeses.

Miró a Tony, cuyo rostro pecoso y huesudo parecía cargado de reticencia.

—Eso no es exactamente lo que tenía en la cabeza, Roy. Pensaba que nos limitaríamos a echarle un poco de dramatismo a los resultados. Los resultados de la comisión.

Roy trazó una raya por debajo de las anotaciones de su libreta.

—Y eso es lo que vamos a hacer, una exposición del negocio de los abortos ilegales. Un panorama de toda la cuestión de la herencia y la ilegitimidad. Pero vamos a analizarlo desde una perspectiva más elevada, eso es todo. Así que, ahora, adelante con la historia, y cuando aparezca el informe oficial lo repasaremos de arriba abajo y llamaremos la atención sobre las implicaciones reales de una visión general al mismo tiempo que señalamos las omisiones que pueda tener. Pero sin esperar a que se publique el estudio. ¿No podrías tener listo un borrador antes de, digamos, dos o tres semanas?

El silencio asfixiante de Tony Watson nos indicó claramente que unos dos mil dólares del tratamiento se habían marchado por el desagüe. No obstante, en ese momento, logró articular:

—Lo intentaré.

La reunión continuó como todas las anteriores, y como, de no producirse un portentoso milagro, continuarían muchos cientos de reuniones futuras.

Al mes siguiente, la cuádruple matanza de Nat Sperling en una granja solitaria sería un tiroteo en un ático de Chicago, la inclinación de Tony por la investigación sociológica nos proporcionaría nuevos informes sobre libertad condicional, novedades en estadísticas de seguros, una decisión de largo alcance del Tribunal Supremo. No importaba gran cosa de qué asunto se tratase. Lo que importaba era nuestro virtuosismo particular y colectivo.

Al fondo del vestíbulo, en el despacho de Sydney, había una ventana desde la que, mucho tiempo antes, se había tirado un director adjunto ya casi olvidado. Yo me preguntaba de vez en cuando si lo habría hecho después de una reunión como aquélla. Recogió sus notas, recorrió el pasillo hasta su despacho, abrió la ventana y saltó al vacío. Así de sencillo.

Pero nosotros no estábamos locos.

No éramos críos de una guardería progresista que se contaban unos a otros sus fantasías grandilocuentes. Ni las cosas que hacíamos allí eran completamente inútiles.

Lo que decidíamos en aquella habitación sería leído tres meses después por más de un millón de nuestros conciudadanos, y lo que leyesen lo aceptarían como algo definitivo. Puede que no supieran que lo estaban haciendo, puede que por un momento incluso estuvieran en desacuerdo con nuestras decisiones, pero aun así seguirían los razonamientos que les presentásemos, recordarían las frases y el tono de autoridad, y al final, una vez sedimentadas, sus opiniones serían las nuestras.

Desde luego, un asunto distinto era de dónde procedían nuestros razonamientos lógicos. El movimiento impulsor llegaba sin más, y nosotros nos limitábamos a registrar sobre la esfera gigante que el gran reloj mostraba al público la hora correcta dentro del sistema horario.

Pero ser la medida con la que tantas vidas se conformaban y se guiaban nos hacía albergar a veces extrañas y vanas ilusiones.

A las doce menos cinco, hasta el sumario provisional que preparábamos para el número de abril resultaba demasiado endeble. León Temple y Roy se habían enfrascado en una discusión bastante inútil sobre un programa de radio que León interpretaba como un profundo asalto a la razón y, por consiguiente, como un delito gravísimo, mientras que Roy replicaba que el programa no era más que una pequeña molestia sin importancia.

—Tiene un nivel muy bajo, ¿por qué tenemos que darle publicidad gratuita? —preguntaba—. Es como los libros, las películas o el teatro sin calidad suficiente, simplemente no entran en nuestros planes.

—Como los timos y el dinero falsificado —se mofó León.

—Ya lo sé, León, pero después de todo…

—Después de todo —intervine yo—, ya son las doce y no hemos llegado a los elementos fundamentales, al punto clave.

Roy echó una mirada alrededor sonriendo.

—Bueno —dijo—, si tú tienes algo, suéltalo antes de que se pudra.

—Puede ser que lo tenga —le respondí—. Lina pequeña idea que puede irle bastante bien a todo el mundo, nosotros incluidos. Es sobre Futureways. Todos sabemos algo de lo que hacen por ahí abajo.

—Esos alquimistas… —ironizó Roy—. Pero ¿lo saben ellos?

—Tengo una fuerte sensación de que con eso de los Individuos Financiados han perdido el rumbo —empecé—. Haríamos un doble servicio si sacásemos nosotros el tema, porque sería un globo sonda que les podría ser útil.

Expliqué más la cosa. En teoría, Individuos Financiados era un proyecto importante. El meollo del asunto consistía en capitalizar a gente joven dotada de mucho talento con cantidades suficientes para que pudieran educarse en buenas condiciones, controlando sus estudios, y después invertir el capital acumulado en alguna empresa rentable, con cuyos beneficios se devolvería la deuda originaria. Con el préstamo inicial, negociable como cualquier bono o acción, se pagarían también unas primas de seguro de vida que garantizasen el volumen total de la inversión y un dividendo anual razonable.

Por supuesto que no todas las personas capitalizadas —Individuos Financiados era la marca que habíamos registrado para el proyecto— iban a obtener los mismos resultados, por mucho talento que tuvieran inicialmente. Pero con los Individuos Financiados se operaba como conjunto, con una dirección única, y nuestras cuentas demostraban que el balance final de la empresa acabaría proporcionando unos beneficios tremendos.

Ni que decir tiene que el proyecto significaría muchísimo para las personas que resultaran seleccionadas. Se capitalizaría a cada uno con algo así como un millón de dólares a partir de los diecisiete años de edad.

Expliqué a los presentes que las implicaciones sociales de una aventura así, llevadas a sus últimas consecuencias, significaban no sólo el fin de la pobreza, la ignorancia, la enfermedad y la inadaptación, sino también, inevitablemente, de la delincuencia.

—Podemos iniciar un nuevo enfoque del problema de la delincuencia —concluí—. La delincuencia no es más inherente a la sociedad que la difteria, los coches de caballos o la magia negra. Estamos acostumbrados a pensar que los delitos sólo desaparecerán en alguna lejana utopía. Pero las condiciones para eliminarlos están ahí, al alcance de la mano. Ahora mismo.

Era una idea a la medida de Crimeways, y todo el personal lo sabía. Roy dijo, cauteloso:

—Bueno, eso nos muestra una perspectiva de disminución de la delincuencia. —En su rostro delgado asomaba una ristra de consideraciones—. Veo claro en qué puede ser cosa nuestra. Pero ¿qué pasa con la gente de ahí abajo? ¿Y con los del piso treinta y dos? Es un tema suyo, y ellos tendrán sus propias ideas de cómo tratarlo, ¿no?

Dije que creía que no. Mafferson, Orlin y media docena más de los del piso de abajo que estaban en la oficina de investigación conocida como Futureways llevaban casi un año trabajando intermitentemente en Individuos Financiados, sin resultados visibles por el momento y con pocas probabilidades de llegar a tenerlos.

—La cuestión es que no saben si quieren deshacerse de Individuos Financiados ni qué hacer si no lo dejan. Me parece que Hagen agradecería que hubiera movimientos, de cualquier clase. Podemos hacer un esquema previo de la idea.

—«Un mañana sin delitos» —improvisó Roy—. «La investigación nos muestra por qué. Las finanzas, cómo». —Se quedó un momento pensativo—. Pero no veo con qué imágenes, George.

—Gráficos.

Lo dejamos ahí. Por la tarde me dieron luz verde para el artículo tras una llamada de tres minutos a Hagen. Luego hablé con Ed Orlin, que estuvo de acuerdo en que Emory Mafferson era el hombre adecuado para trabajar con nosotros, y al momento Emory hizo acto de presencia.

Lo conocía sólo superficialmente. No medía mucho más de metro cincuenta y daba la impresión de ser más alto sentado que de pie. Emanaba de él un aura de confusión, ligera pero constante.

Después de que concretáramos los detalles de su nuevo puesto, sacó a colación un asunto personal.

—Oye, George.

—Dime.

—¿Cómo ficháis al personal de Crimeways? ¿Después de organizar Individuos Financiados?

—¿Por qué? ¿Quieres unirte a nosotros?

—Bueno, creo que voy a tener que hacerlo. A Ed Orlin se le veía casi feliz cuando descubrió que venía a trabajar aquí arriba un tiempo.

—¿No te llevas bien con Ed?

—Nos llevamos bien. A veces. Pero empiezo a pensar que yo no doy el perfil de Futureways. Conozco los síntomas. Ya me ha pasado antes, ¿sabes?

—Tú escribes cuentos, ¿verdad?

Emory parecía andar buscando la verdad a tientas.

—Bueno…

—Comprendo. Si lo que quieres es trasladarte aquí, yo no tengo inconveniente, Emory. Pero, por cierto, ¿cómo demonios es el perfil de Futureways?

Los ojos castaños de Emory se agitaron detrás de sus gruesas gafas como dos peces de colores perdidos y aislados. Su concentración interna era fantástica.

—En primer lugar, tienes que creer que estás dando forma a algo. El destino, por ejemplo. Después, es mejor no hacer nada que pueda llamar la atención. Es fatal, por ejemplo, que aparezcas con una idea nueva, y es igual de fatal que no se te ocurra ninguna. ¿Entiendes lo que quiero decir? Y, sobre todo, es peligroso entregar un texto ya terminado. Todo tiene que ser muy serio, y todo tiene que estar pendiente. ¿Entiendes?

—No. Pero no intentes dar el perfil de Crimeways, es lo único que te pido.

Pusimos a Emory y a Bert Finch a trabajar en equipo en «Un mañana sin delitos», y a las cinco llamé por teléfono a Georgette para decirle que iría a cenar a casa, después de todo, pero Nellie me dijo que Georgette había ido a casa de su hermana Ann porque había surgido una emergencia con alguno de sus hijos. Que volvería tarde, y podría ser que ni volviese. Le dije a Nellie que me quedaría a cenar en la ciudad.

Eran las cinco y media cuando entré solo en el Silver Lining. Me tomé una copa y repasé lo que les hubiera dicho a Roy y Steve Hagen si estuvieran presentes para escucharme. No me sonó tan convincente como por la mañana. Sin embargo, tenía que haber alguna forma. Podía hacer algo, tenía que hacerlo, y lo haría.

La barra del Silver Lining no está a más de seis o siete metros de las mesas más próximas. Detrás de mí, en una de ellas, oí una voz de mujer que decía que tenía que irse, y a continuación otra voz que decía que tenían que volver a verse pronto. Me volví a medias y vi que la que había hablado primero se marchaba, y luego vi quién era la otra mujer. Era Pauline Délos. Reconocí la cara, la voz y la figura de una tacada.

Nos miramos a través de la sala y antes de haberla situado del todo ya la había saludado con un gesto y una sonrisa. Ella hizo otro tanto, y casi de la misma manera.

Cogí la copa y me acerqué a su mesa. ¿Por qué no?

Le dije que por supuesto ella no se acordaría de mí y me respondió que por supuesto que sí.

Le dije que si podía invitarla a una copa. Podía.

Era rubia como el demonio y llevaba cantidad de pintura encima.

—Usted es el amigo del presidente McKinley —me dijo. Tuve que admitirlo—. Y este sitio es donde estuvo hablando con él. ¿Está aquí esta noche?

Paseé la vista por toda la sala.

Supongo que se refería a Clyde Polhemus, pero no estaba.

—Esta noche no —dije—. En vez de eso, ¿qué le parecería cenar conmigo esta noche?

—Me encantaría.

Creo que como primera medida nos tomamos un sidecar de brandy de manzana. No parecía que aquella fuese sólo la segunda vez que nos veíamos. Y en un instante, un montón de cosas empezaron a moverse y a mezclarse entre ellas como si hubieran estado allí desde siempre.