GEORGE STROUD, II

Unas cinco semanas más tarde me desperté una mañana de enero con una carta que me había escrito Bob Aspenwell desde Haití en la cabeza. No sé por qué me vino a la memoria aquella carta en el momento que empezaba a despertarme. La había recibido muchos días antes. Toda la carta hablaba del calor que disfrutaban allí, de la tranquilidad y, sobre todo, de la sencillez.

Decía que era una república negra, y yo me sonreí entre sueños, viéndonos a Bob y a mí urdir una revuelta de blancos decididos a evitar que nos vendieran como esclavos a Crimeways. Entonces me desperté del todo.

Lunes por la mañana. En Marble Road. Un lunes importante.

Roy Cordette y yo habíamos programado una reunión de la redacción al completo para preparar el número de abril, uno de esos paquetes sorpresa que son buenos para el ego y la imaginación de todo el mundo. El gran reloj andaba a paso descansado y yo iba bastante bien de su brazo.

Pero aquella mañana, delante del espejo del cuarto de baño, tuve la seguridad de que cierto mechón gris en la sien derecha había avanzado al menos otro pasito de medio centímetro. Aquello revivía una visión ya familiar, que empezaba con la certeza de la muerte en uno de los platillos de la balanza y terminaba con la impotencia senil en el otro.

¿Quién es ese viejo patético de pelo blanco que junta papeles en aquella mesa de allí? —preguntó una voz joven y vivaz. Pero la desconecté a toda prisa y escogí otra—: ¿Quién es ese caballero tan distinguido de cabellos blancos y aspecto de intelectual que entra en el despacho del director?

¿No sabes quién es? Es George Stroud.

¿Y quién es?

Bueno, es una larga historia. Antes era director general de todo el ferrocarril. —¿Ferrocarril? ¿Y por qué no algo con un mayor futuro por delante?—. De la compañía aérea. Dirigió esta aerolínea durante sus primeras etapas, las pioneras. Hoy podría ser uno de los hombres más importantes del mundo de la aviación, pero algo se torció. No sé exactamente qué, sólo sé que hubo un escándalo tremendo. Stroud tuvo que declarar ante un jurado, pero la cosa era tan gorda que tuvieron que taparla y se libró. Pero después de aquello, se acabó lo que se daba. Ahora le dejan colocar los papeles y los cigarros en la mesa de la sala del consejo cuando hay reunión. El resto del tiempo rellena los tinteros de las oficinas y vuelve a poner en orden las pilas de folletos de viaje.

¿Y para qué se molestan en dejar que siga aquí?

Bueno, porque algunos consejeros son unos sentimentales y el hombre les da pena, y además tiene una mujer y una hija que mantener. —Para el carro, muchacho. Para eso aún faltan años y años—. Tres hijos, no, creo que son cuatro. Jóvenes brillantes y encarnizados defensores de Stroud. No toleran que digan nada malo de él. Se creen que sigue siendo el que dirige todo este tinglado. ¿Y lo has visto con su mujer alguna vez? Son la pareja de viejos más pendientes el uno del otro que he visto en mi vida.

Al secarme la cara me miré en el espejo. Hice que aquellas facciones sombrías, blandas, un tanto inquisitivas, se inmovilizaran de golpe, se pusieran en tensión.

—Mira, Roy, la verdad es que tenemos que hacer algo. —¿Algo respecto a qué?—. Respecto a sacar un poco más de dinero.

Vi el gesto vago de la mano de dedos largos y finos de Roy Cordette, y me di cuenta de que se refugiaba a toda prisa en el mundo de los elfos, los duendes y las palabras falsas.

Yo creía que ya habías discutido todo eso con Hagen hace tres meses, George. La cosa ya no admite dudas, tú y yo estamos llegando al límite. E incluso más.

—¿Y cuál es el límite, tú lo sabes?

Yo diría que es el nivel general de toda la organización, ¿no crees?

—Para mí no. Yo no estoy loco por este trabajo precisamente, ni por un contrato, ni por vivir en esta jaula de oro repleta de pájaros dorados. Creo que ya va siendo hora de que hagamos una demostración de verdad.

Pues adelante. Te tendré presente en mis oraciones.

—He dicho nosotros dos. De alguna manera, esto afecta a tu contrato tanto como al mío.

Ya lo sé. Tengo una idea, George. Mira ¿por qué no hablamos de esto entre los tres? Informalmente. Hagen, tú y yo.

—Buena idea —alargué la mano hacia el teléfono—. ¿A qué hora te vendría bien?

¿Quieres decir hoy?

—¿Por qué no?

Bueno, yo esta tarde voy a estar bastante ocupado. Pero está bien. Si Steve no está demasiado ocupado, sobre las cinco.

—A las seis menos cuarto en el Silver Lining. Después de la tercera ronda. ¿Sabes? Jennett-Donohue tiene planes para añadir cinco o seis revistas nuevas. Procuraremos tenerlo presente.

Eso he oído, pero me parece que son de un nivel bastante bajo. Aparte de que ya hace un año que circula ese rumor.

Una voz real echó abajo aquella escena imaginaria.

—¿Es que no vas a bajar nunca, George? George tiene que coger el autobús del colegio, ¿sabes?

Le grité a Georgette que ya iba y volví a la habitación. Y cuando nos reuniéramos con Steve Hagen, ¿qué? Empezó a latirme una vena en la frente. En cuestiones de negocios, Janoth y él actuaban como una sola persona, salvo que bajo la figura flaca y elegante de Hagen fluía sin descanso a través de sus venas una virulencia nueva, inesperada, fundida.

Me pasé el peine ante el tocador del dormitorio y la mancha gris recuperó sus proporciones normales. Al diablo con Hagen. ¿Por qué no acudir directamente a Janoth? Por supuesto.

Dejé el peine y el cepillo encima del tocador, me incliné hacia delante, apoyado en un codo, y le solté al espejo:

—Cortas tú, Earl. La carta más baja se va de la ciudad en veinticuatro horas. La más alta se queda con todo.

Me puse la corbata y la chaqueta y bajé. Georgia alzó la vista pensativa desde el círculo de copos de cereales desperdigados que rodeaba habitualmente su lugar en la mesa. Desde abajo se elevaba el ruido suave, constante, zas, zas, zas, que marcaba rítmicamente con los pies sobre el travesaño de hierro de la mesa. Un rayo de sol se desparramó sobre la mesa, puesta cerca de la ventana, e iluminó el servicio de plata, la cafetera, las caras de Georgia y Georgette. Las bandejas reflejaban más luz desde el aparador adosado a la pared. Sobre el mueble, mi segundo cuadro favorito de Louise Patterson, enmarcado en tabla fina de nogal, parecía colgar de las nubes por encima del aparador, de la habitación y, de alguna manera, de la casa entera. Otra pintura de Patterson estaba colgada en la pared de enfrente, y había dos más en el piso de arriba.

Las facciones generosas, expresivas y naturales de Georgette se volvieron hacia mí, y sus ojos del color del mar me recorrieron con el interés de un cirujano amable. Les di los buenos días y un beso a cada una. Georgette llamó a Nellie y le dijo que ya podía traer los huevos y los gofres.

—Zumo de naranja —dije, bebiéndome el mío—. Las naranjas acaban de decirme que vienen de Florida.

Mi hija me lanzó una mirada de sorpresa.

—Yo no les he oído decir nada —dijo.

—¿No? Una ha dicho que han venido todas de un rancho grande, cerca de Jacksonville.

Georgia se pensó aquello y luego agitó la cuchara para descartar de plano la idea. Al cabo de unos buenos veinte segundos de silencio pareció recordar algo y preguntó:

—¿Con quién hablabas?

—¿Yo? ¿Con quién? ¿Cuándo? ¿Dónde?

—Hace un momento. Arriba. George dijo que estabas hablando con alguien. Los dos lo oímos.

—¡Ah!

La voz de Georgette sonó neutral, pero bajo la neutralidad latía el entusiasmo de un testigo inocente que está esperando ver la primera sangre en una discusión de barra de bar.

—Creo que será mejor que nos des tu propia explicación —dijo.

—Bueno, pues esa persona, George… Era yo, que estaba ensayando. Los músicos tienen que ensayar mucho antes de tocar. Los atletas tienen que entrenarse antes de correr y los actores ensayan antes de actuar. —Me apresuré a refugiarme tras la aprobación muda e inteligente de Georgette—. Y yo siempre repaso unas cuantas palabras por las mañanas antes de empezar a hablar. ¿Puedes pasarme las galletas, por favor?

Georgia sopesó la respuesta, decidió no tomarla en consideración y dijo:

—George me dijo que ibas a contarme un cuento, George.

—Muy bien, te contaré un cuento. Es sobre un copo de maíz solitario. —Ya había logrado captar toda su atención—. Parece ser que había una vez una niña pequeña.

—¿Cuántos años tenía?

—Unos cinco, creo. O puede que siete.

—No, seis.

—Tenía seis. Y había también un paquete de copos de maíz…

—¿Cómo se llamaba?

—Cynthia. Y los copos de maíz, cientos de copos de maíz, habían crecido juntos en el mismo paquete y habían jugado a muchos juegos y habían ido juntos al colegio, así que eran muy amigos. Y entonces, un día el paquete se abrió y lo vaciaron entero en el tazón de Cynthia. Y ella se puso leche y nata y azúcar, y luego se comió uno de los copos. Y al cabo de un rato aquel copo, que estaba allí abajo, en la barriga de Cynthia, empezó a preguntarse cuánto tardarían en llegar sus amigos. Pero no llegaban nunca. Y cuanto más esperaba, más solo se sentía. Verás, es que el resto de los copos de cereales no llegaron más que al mantel, un montón acabó en el suelo, unos cuantos aterrizaron en la frente de Cynthia y otros pocos detrás de sus orejas.

—¿Y después qué más?

—Bueno, pues nada más. Al cabo de un rato el copo de maíz se sintió tan solo que se quedó sentado y se echó a llorar.

—¿Y luego qué hizo?

—¿Qué podía hacer? Cynthia no sabía comer los cereales como es debido, o a lo mejor es que ni lo quería intentar, de modo que a la mañana siguiente le pasó lo mismo. Un copo de maíz volvía a encontrarse completamente solo en la barriga de Cynthia.

—¿Y entonces qué?

—Bueno, pues se echó a llorar, y aquello siguió pasando y pasando tantos días que a Cynthia le dolía la barriga todas las mañanas. Y no podía descubrir por qué, porque después de todo no había comido prácticamente nada.

—¿Y entonces qué pasó?

—Pues que no le gustó, eso es lo que pasó.

Georgia empezó a comer sus huevos pasados por agua, que prometían seguir el mismo camino que los cereales. Bajó la cucharilla hasta apoyar el mango en la mesa y dejó descansar la barbilla en la punta, removiendo los pies y dando pataditas en el travesaño. El café de mi taza se estremecía ligeramente con cada golpe.

—Siempre me cuentas ese cuento —me recordó—. Cuéntame otro.

—Hay uno de una niña pequeña… Cynthia, que tiene seis años…, la misma, ya ves tú…, que también tenía la costumbre de dar golpecitos con los pies en la mesa cuando comía. Día tras día, semana sí y semana también, año tras año, daba pataditas y más pataditas. Hasta que un buen día, la mesa dijo: «Ya estoy más que cansada de esta historia», y, sin más, echó una pata para atrás y, ¡zumba!, lanzó a Cynthia por la ventana de una patada. Menuda sorpresa.

Aquel cuento tuvo un éxito completo. Los pies de Georgia se pusieron a golpear a un ritmo redoblado e hizo caer la leche que le quedaba.

—Frena un poco, chico maravilla —dijo Georgette al pasar la bayeta. Se oyó una bocina delante de la casa y limpió la cara de Georgia con un experto movimiento del babero—. Ahí está el autobús, cariño. Coge tus cosas.

Durante aproximadamente un minuto, un pequeño meteorito subió, bajó, corrió por todos los cuartos de la planta baja y desapareció dando grititos. Georgette volvió al cabo de un rato para fumar su primer cigarrillo y tomar su segundo café. Entonces, mirándome a través de una fina cortina de humo, me dijo:

—¿Te gustaría volver a trabajar en un periódico, George?

—Dios no lo quiera. No quiero volver a ver otro coche de bomberos en mi vida. A no ser que vaya montado en él, en la parte de atrás del camión bomba, donde está la escalera. El que va detrás de todo siempre gira al revés del que va en el asiento del conductor. Creo.

—A eso me refiero.

—¿A qué dices que te refieres?

Crimeways no te gusta. La verdad es que Empresas Janoth no te gusta nada. Lo que te gustaría es precisamente ir en dirección contraria a todo eso.

—Te equivocas. Completamente. A mí me encanta todo ese carrusel.

Georgette vaciló, insegura. Pude sentir los trabajosos pasos que seguía su razonamiento para llegar a una conclusión provisional:

—No creo mucho en los gallos metidos en corral ajeno. El precio es demasiado alto, ¿no te parece, George? —Procuré aparentar desconcierto—. Quiero decir que, bueno, la verdad, a mí me parece algunas veces, cuando me pongo a pensar, que eras mucho más feliz, y yo también, cuando teníamos el albergue de carretera. ¿No es verdad? Y ya puestos, era todo mucho más divertido cuando trabajabas de detective en el hipódromo. Por Dios, ¡hasta aquel trabajo de noche en la radio! Era una locura, pero me gustaba.

Me terminé el gofre, mientras recorría el mismo circuito de recuerdos que sabía que ella también iba recorriendo. Controlador de una brigada de albañiles, empleado de un hipódromo, propietario de una taberna, reportero de prensa y después redactor, asesor de publicidad y al final… ¿qué? ¿Ahora qué?

De todas aquellas experiencias no sabía, al contemplarlas retrospectivamente, cuál me había dado más placer y cuál me había fastidiado más. Y sabía que plantearme aquella cuestión, incluso de pasada, era una pérdida de tiempo.

El tiempo.

Uno sube corriendo como un ratón por el viejo y lento péndulo del gran reloj. El tiempo se escurre alrededor y por encima de sus enormes agujas, y uno se pierde entre las intrincadas ruedas, resortes y muelles de sus mecanismos internos, tratando de hallar —entre los enmarañados laberintos de la máquina, con todas sus escapatorias falsas, sus peligrosos callejones sin salida y sus rampas empinadas, trampas naturales y señuelos artificiales— una recompensa auténtica, el premio de verdad.

Pero entonces el reloj da la una y es hora de marcharse. Hay que bajar corriendo por el péndulo para convertirse de nuevo en un prisionero que ha de repetir una y otra vez la misma huida.

Porque, naturalmente, el reloj que mide las estaciones, las ganancias y las pérdidas, el aire que respira Georgia, la fuerza de Georgette, las cifras que tiemblan en los diales de mi propio tablero de instrumentos interno, ese reloj gigante que marca el orden y establece las pautas del propio caos, no ha cambiado nunca, no cambiará ni será cambiado jamás.

Me di cuenta de que estaba mirando a la nada y dije:

—No. Soy el gallo más de su corral que hayas visto en tu vida.

Georgette aplastó el cigarrillo y preguntó:

—¿Te llevas el coche?

Pensé en Roy, en Hagen y en el Silver Lining.

—No. Y puede que vuelva a casa tarde. Ya te llamaré.

—Muy bien. Te llevaré a la estación. Puede que también me acerque yo un rato después de comer.

Mientras me acababa el café eché un vistazo rápido a los titulares de las tres primeras páginas del periódico de la mañana y no encontré nada nuevo. Un robo de récord en un banco de St. Paul, pero no era para nosotros. Me puse la chaqueta y el sombrero mientras Georgette daba instrucciones a Nellie, saqué el coche del garaje y toqué el claxon. Cuando Georgette salió me cambié de asiento y se puso al volante.

Esa mañana en Marble Road era fresca pero no fría, y había mucha luz. Todavía quedaban parches de nieve de una tormenta reciente en los prados oscuros y en los montes lejanos que asomaban sobre el complicado encaje negro de las ramas de los árboles desnudos. Al salir de Marble Road, nuestra urbanización para ejecutivos en ascenso, promotores en descenso y vendedores inamovibles, cruzamos por delante de las venerables (aunque ligeramente baqueteadas por el tiempo) y enormes construcciones cuadradas donde vivían sus más antiguos habitantes. En el límite de la población, ya detrás de Marble Road, aparecían las casas más grandes, dispersas por el monte. En ellas había montones de dinero, por cierto. Dentro de unos tres años, nosotros también podríamos adquirir unas cuantas hectáreas por allí.

—Confío en que esta tarde podré encontrar las cortinas que quiero —dijo Georgette sin darle importancia—. La semana pasada no tuve tiempo. Me pasé dos horas largas en la consulta del doctor Dolson.

—¿Si? —Entonces comprendí que quería decirme algo—. ¿Qué tal van las cosas con el doctor Dolson?

Contestó sin quitar los ojos de la calzada.

—Dice que cree que todo irá perfectamente.

—¿Que cree? ¿Qué quiere decir eso?

—Bueno, está seguro. Todo lo seguro que puede estar. La próxima vez estaré perfectamente.

—Fantástico. —Cubrí su mano con la mía—. ¿Por qué lo guardabas en secreto?

—Bueno. ¿Tú sigues pensando lo mismo?

—Oye, ¿por qué crees que he estado pagándole a Dolson? Pues sí, claro.

—Es que me lo preguntaba.

—Bueno, pues no lo hagas. ¿Ha dicho cuándo?

—En cualquier momento.

Estábamos ya en la estación y en ese momento entraba el tren de las 9.08. Le di un beso, le pasé un brazo por los hombros y tanteé en busca de la manilla de la puerta con el otro.

—En cualquier momento, pues. Ve con cuidado de no dar un resbalón, hay muchas aceras heladas.

—Llámame —me dijo antes de que cerrase la puerta.

Le dije que sí con la cabeza y eché a andar hacia la estación. En el kiosco de dentro cogí otro periódico y seguí mi camino. Tenía cantidad de tiempo. Vi a un atleta correr una manzana de casas más allá.

Para mí el viaje en el tren empezaba siempre por la sección de anuncios de «Negocios», mi preferida en cualquier periódico, continuaba con las noticias de las salas de subastas, una ojeada a las páginas de deportes, estadísticas de seguros y después las de entretenimientos. Por último, cuando el tren se sumergía bajo tierra me preparaba para el día volviendo a repasar el índice y leyendo lo esencial de las noticias. Si hubiera pasado algo importante, yo ya lo habría asimilado cuando varios miles de viajeros avanzáramos decididos sobre el pavimento del gran hormiguero de la estación sabiendo cada uno de nosotros, a pesar de los intrincados senderos que trazábamos, dónde ir y qué hacer exactamente.

Y cinco minutos más tarde, a dos manzanas de allí, llegué al edificio Janoth, que se alzaba como una eterna deidad de piedra en medio del bosque de sus congéneres. Parecía preferir los sacrificios humanos, de carne y espíritu, a cualquier otra muestra de devoción. Y se los ofrecíamos libremente a diario.

Entré en el vestíbulo para ofrecer el mío entre sus ecos.