XXXII. ¡DE SETENTA, DOCE!
¡DE SETENTA, DOCE!

Aquel mismo día, por la tarde, la Paracuta abandonaba el litoral de la Tierra día esfinge, que habíamos tenido siempre al Oeste desde el 21 de Febrero.

Hasta el límite del círculo antártico teníamos que recorrer unas 400 millas. Llegados a aquellos parajes del Océano Pacífico, ¿tendríamos, lo repito, la feliz probabilidad de ser recogidos por un ballenero retrasado en los últimos días de la estación de pesca, o por algún navío de una expedición polar?

Esta segunda hipótesis tenía su razón de ser. En efecto: cuando la goleta se encontraba en escala en las Falkland y… ¿no se hablaba de la expedición del lugarteniente Wilkes, de la marina americana? La división, compuesta de cuatro barcos, el Vincennes, el Peacock, el Porpoise, el Flying–Fish, ¿no había abandonado la Tierra de Fuego en Febrero de 1839, con varios barcos que le seguían en vista de una campaña al través de los mares australes?

Lo que desde entonces había sucedido, lo ignorábamos… Pero ¿por qué Wilkes, después de haber procurado remontar las longitudes occidentales, no había tenido la idea de buscar paso remontando las orientales?

En este caso hubiera sido posible que la Paracuta encontrase alguno de sus barcos.

En suma: lo más difícil era adelantarse al invierno y aprovechar la mar libre, donde toda navegación no tardaría en ser imposible.

La muerte de Dirk Peters había reducido a doce el número de los pasajeros de la Paracuta. Esto era lo que restaba de la doble tripulación de las dos goletas: la primera formada por treinta y ocho hombres, y la segunda por treinta y dos; total: ¡setenta!

Pero no se olvide que la expedición de la Halbrane había sido emprendida para cumplir un deber de humanidad, y que cuatro de los sobrevivientes de la Jane la debían su salvación.

Y ahora, abreviemos. No hay para que extenderse sobre el viaje de vuelta, favorecido por la circunstancia de las corrientes y de la brisa. Por lo demás, las notas que sirvieron para formar este relato no fueron encerradas en una botella arrojada a la mar, y recogida por casualidad en los mares de la Antártida. Las he traído yo mismo; y aunque la última parte del viaje no se haya efectuado sin grandes fatigas, trabajos y peligros, y, sobre todo, sin grandes inquietudes, esta campaña ha tenido nuestra salvación por desenlace.

En primer lugar, algunos días después de la partida de la Tierra día esfinge, el sol se había al fin ocultado tras el horizonte del Oeste, y no debía reaparecer en todo el invierno.

En medio, pues, de la semiobscuridad de la noche austral, la Paracuta prosiguió su monótona navegación. Verdad que frecuentemente aparecían las auroras polares, esos admirables meteoros que Cook y Forster vieron por vez primera en 1773. ¡Qué magnificencia en el desarrollo de su arco luminoso, en sus rayos que se ensanchan o recogen caprichosamente, en el resplandor de aquellas opulentas sábanas de luz, que aumentan o disminuyen repentinamente, y convergen hacia el punto del cielo indicado por la línea vertical de la aguja de la brújula! ¡Y qué variedad de formas en los pliegues y repliegues de sus facetas, que se coloran desde el rojo claro al verde esmeralda!

¡Sí! Pero aquello no era el sol; no era astro irremplazable que durante los meses del verano antártico había sin cesar iluminado nuestros horizontes. De la larga noche de los polos se desprende una infidencia moral y física de la que nadie puede librarse, de una impresión funesta y enervante a la que es difícil escapar.

De los pasajeros de la Paracuta, únicamente el contramaestre y Endicott conservaban su habitual buen humor, insensibles a los disgustos y a los peligros de aquella navegación. Exceptúo también al impasible Jem West, dispuesto a hacer frente a cualquier eventualidad, y hombre que estaba siempre a la defensiva. Respecto a los dos hermanos Guy, la dicha de haberse encontrado les hacía olvidar frecuentemente las preocupaciones del porvenir.

En verdad que todo elogio que hiciera de Hurliguerly resultaría pálido… Se animaba uno solo con oírle repetir con su segura voz:

—Llegaremos a buen puerto, amigos míos; llegaremos a buen puerto. Y si pensáis bien en ello, notaréis que durante nuestro viaje las felices casualidades han superado a las malas. Sí… Ya lo sé: hay la pérdida de nuestra goleta… ¡Pobre Halbrane, elevada por los aires como una pelota, y precipitada después en el abismo como una avalancha! Pero en compensación hay el ice–berg que nos ha conducido a la costa, y la canoa de Tsalal que nos ha unido al capitán William Guy y a sus tres compañeros. ¡Y tened la seguridad de que la corriente y la brisa que nos han arrastrado hasta aquí nos llevarán más lejos aun!… Me parece que la balanza se inclina a favor nuestro. Con tantos triunfos en el juego no es posible perder la partida. ¡Una sola cosa puede causarnos disgusto, y es que vamos a ser repatriados a Australia o Nueva Zelanda, en vez de ir a arrojar el ancla en las Kerguelen, junto al muelle de Christmas–Harbour, ante el Cormorán Verde!

¡Gran descorazonamiento, en efecto, para el amigo Atkins; fastidiosa eventualidad!

Durante ocho días la ruta fue mantenida sin desviación al Oeste, ni al Este, y en el 21 de Marzo la Paracuta perdió a babor la vista de Halbrane–Land.

Doy siempre tal nombre a esta tierra, puesto que su litoral se prolongaba sin discontinuidad hasta aquella latitud, y no era dudoso para nosotros que constituía uno de los vastos continentes de la Antártida.

Claro es que si la Paracuta cesó de seguirla, es porque la corriente la llevaba al Norte. Cuando se separaba, redondeábase hacia el Nordeste.

Aunque las aguas de aquella parte de la mar estuviesen libres, aun arrastraban, sin embargo, una verdadera flotilla de ice–bergs o ice–fields, estos semejantes a pedazos de un inmenso vidrio roto, aquellos de extensión superficial o de una altura considerables. De aquí las serias dificultades y también peligros incesantes de una navegación en medio de las sombrías brumas, cuando se trataba de maniobrar a tiempo entre aquellas masas movientes, o para encontrar pasos o evitar que nuestra canoa fuese aplastada como el grano bajo la muela.

Además, actualmente el capitán Len Guy no podía conocer su posición ni en latitud ni en longitud. Ausente el sol, y siendo muy complicados los cálculos por la posición de las estrellas, era imposible tomar altura. Así es que la Paracuta se abandonaba a la acción de la corriente que impulsaba invariablemente al Norte, según, las indicaciones de la brújula. Sin embargo, teniendo en cuenta su velocidad media, había motivo para creer que en el día 27 de Marzo nuestra canoa se encontraba entre los paralelos 68 y 69, es decir, salvo error, solamente a unas setenta millas del círculo antártico.

¡Ah!… ¡Si en el curso de esta peligrosa navegación no hubiera existido ningún obstáculo!; si hubiera estado asegurado el paso entre la mar interior de la zona austral y los parajes del Océano Pacífico, la Paracuta hubiera podido llegar en pocos días al límite de los mares australes. Pero algunos centenares de millas más, y el banco de hielo presentaría su inmóvil muralla; y a menos que hubiera algún paso libre, sería preciso contornearle por el Este o el Oeste… Verdad que una vez franqueado…

Y bien: una vez franqueado estaríamos a bordo de una frágil embarcación, sobre aquel terrible Océano Pacífico, en la época del año en que redoblan las tempestades, y en que los barcos no soportan impunemente los golpes de mar.

No queríamos pensar en ello… El cielo vendría en nuestra ayuda.

Seríamos recogidos… Sí… Seríamos recogidos por algún navío.

El contramaestre lo afirmaba, y no había sino creer al contramaestre.

Entretanto, la superficie del mar comenzaba a condensarse, y fue preciso varias veces romper los ice–fields a fin de abrirse paso.

El termómetro no marcaba más que 4° (15° 56' c. bajo cero).

Sufríamos mucho con el frío y los rafales en aquella embarcación sin puente, aunque estuviéramos provistos de gruesas mantas.

Afortunadamente había carne en conserva para algunas semanas, tres sacos de galleta y dos barriles de ginebra intactos. El agua dulce nos la procuraban los témpanos fundidos.

Durante ocho días, hasta el 2 de Abril, la Paracuta debió aventurarse entre las cimas del banco de hielo, cuya cresta se perfilaba a una altura comprendida entre setecientos y ochocientos pies sobre el nivel del mar. No se podían ver sus extremidades ni al Poniente ni al Levante, y si nuestra canoa no encontraba un paso libre, no conseguiríamos franquearle.

Gracias a la más dichosa de las casualidades, se encontró el paso y seguimos por él en medio de los mayores peligros. ¡Sí! Hubo necesidad de todo el celo, de todo el valor, de toda la habilidad de nuestros hombres y de sus jefes para salir airosos en el empeño. A los dos capitanes Len y William Guy, al lugarteniente Jem West y al contramaestre debemos gratitud eterna.

Estábamos al fin sobre las aguas del Sur–Pacífico.

Pero durante la larga y penosa travesía nuestra embarcación había sufrido mucho. Usado su calafateo y amenazando separarse sus tablones, hacía agua por más de una costura. Se la vaciaba sin cesar, pero embarcaba mucha agua.

Verdad que la brisa era suave, la mar más en calma de lo que podía esperarse, y el verdadero peligro no estaba en los riesgos de la navegación. Venía de que en aquellos parajes no había a la vista ni navío ni ballenero, recorriendo los lugares de pesca. En los primeros días de Abril estos lugares quedan abandonados, y nosotros llegábamos con retraso de algunas semanas.

Como debíamos saber luego, hubiera bastado con estar allí dos meses antes para encontrar los barcos de la expedición americana.

Efectivamente: el 21 de Febrero, por 95° 50' de longitud y 64° 17' de latitud, el lugarteniente Wilkes exploraba aquellos mares con uno de sus navíos, el Vincennes, después de haber reconocido una extensión de costas que se desarrollaba sobre setenta grados de Este a Oeste.

Luego, como la mala estación se aproximaba, había virado de bordo y vuelto a Hobart–Town, en Tasmania.

El mismo año, la expedición del capitán francés Dumont d’Urville, que partió en 1838, en una segunda tentativa para elevarse al polo, reconoció el 21 de Enero la tierra Adélie, en los 66° 30' de latitud y 38° 21' de longitud oriental, y después, el 29 de Enero, la costa Clarie en los 64° 30' y 129° 54'. Terminada su campaña, después de estos importantes descubrimientos, el Astrolabe y la élée abandonaron el Océano antártico, poniendo el cabo hacia Hobart–Town.

Ninguno de estos barcos se encontraba, pues, en estos parajes, y cuando la Paracuta, aquella cáscara de nuez, se vio sola más allá del banco de hielo, en una mar desierta, pensamos que no era posible salvarnos.

Mil quinientas millas nos separaban entonces de las tierras más próximas, y el invierno databa de un mes…

El mismo Hurliguerly reconoció que acababa de faltarnos la última probabilidad, con la que contaba.

El 6 de Abril estábamos al fin de nuestros recursos; el viento comenzaba a refrescar, y la canoa, violentamente sacudida, amenazaba hundirse.

—¡Navío!

Esta palabra fue arrojada por el contramaestre, y en el mismo instante distinguimos un barco, a cuatro millas de distancia al Norte, bajo las brumas.

Inmediatamente hicimos señales, que fueron vistas. Después de ponerse al paso el navío, echó su bote mayor a la mar para recogemos.

Era el Tasman, un tres–mástiles americano de Charleston, en el que fuimos cordialmente recibidos. El capitán trató a mis compañeros como si fueran compatriotas suyos.

El Tasman venía de las islas Falkland, donde había sabido que siete meses antes la goleta inglesa Halbrane se había dirigido hacia los mares australes en busca de los náufragos de la Jane. Pero como la estación avanzaba y la goleta no aparecía, se pensó que se había perdido en las regiones antárticas.

Aquella última travesía fue rápida y feliz. Quince días después el Tasman desembarcaba en Melboume, provincia de Victoria, de Nueva Holanda, a los tripulantes de las dos goletas que habían sobrevivido, y allí fueron pagadas a nuestros hombres las primas ofrecidas, y bien ganadas realmente.

Los mapas nos indicaron entonces que la Paracuta había desembocado en el Pacífico entre la tierra Clarie de Dumont d’Urville y la tierra Fabricia, reconocida por Belleny en 1838.

Así terminó aquella aventurada y extraordinaria campaña, que costó tantas víctimas. Y para decirlo todo, si los azares y las necesidades de la navegación nos arrastraron hacia el polo austral más lejos del punto a que nuestros predecesores llegaron, si hasta pasamos el eje del globo terrestre…, ¡cuántos descubrimientos de incalculable valor quedan aun por hacer en tales parajes!

Arthur Pym, el héroe tan brillantemente celebrado por Edgard Poe, mostró el camino… ¡Síganle otros, y vayan a arrancar al Esfinge de los hielos los últimos secretos de la misteriosa Antártida!