XXXI
LA ESFINGE DE LOS HIELOS

Dos días después no quedaba ninguno de los sobrevivientes de las dos goletas en aquella parte del litoral antártico. El 21 de Febrero, a las seis de la mañana, la embarcación, en la que íbamos los trece, abandonó la ensenada y dobló la punta de Halbrane–Land.

Desde la antevíspera habíamos discutido la cuestión de la partida.

De ser resuelta afirmativamente, no había día que perder. Durante un mes —como máximo— la navegación sería posible en aquella porción de la mar comprendida entre los paralelos 86 y 70, es decir, hasta las latitudes ordinariamente limitadas por el banco de hielo. Más allá, tal vez, tendríamos la probabilidad de encontrar algún ballenero acabando la tarea de la pesca, o ¿quién sabe?, un barco inglés, francés o americano, terminando una campaña de exploración en los límites del Océano Austral. Terminada la primera quincena de Marzo, en aquellos parajes no había ni pescadores ni navegantes, y sería preciso abandonar toda esperanza de ser recogidos.

En primer lugar, nos preguntamos si no sería preferible invernar allí, como lo hubiéramos hecho a no llegar William Guy, instalándonos por los siete u ocho meses de invierno en aquella región, que no tardaría en ser invadida por espesas tinieblas y excesivos fríos; y al comenzar el verano, cuando la mar estuviera libre, la embarcación se dirigiría hacia el Océano Pacífico, y tendríamos tiempo de franquear las mil millas que de él nos separaba. ¿No era este acto de prudencia y cordura?

Sin embargo, por mucha que nuestra resignación fuera, ¿cómo no espantarnos ante la idea de una invernada en aquella costa, aunque la caverna nos ofrecía suficiente abrigo, aunque la vida estuviera allí asegurada, por lo menos en lo que a la alimentación se refería? ¡Si!… Resignado está uno mientras las circunstancio lo obligan a la resignación. Pero, al presente, en que se ofrecía ocasión de partir, ¿cómo no intentar el último esfuerzo en vista de un próximo repatriamiento? ¿Cómo no intentar lo que habían intentado Hearne y sus camaradas, y esto en condiciones infinitamente más favorables?

El pro y el contra de la cuestión fueron detenidamente examinados. Después que cada uno emitió su opinión, se tuvo muy en cuenta que, en rigor, si algún obstáculo detenía la navegación, la embarcación podría siempre ganar aquella parte de la costa, cuyo yacimiento conocíamos con exactitud. El capitán de la Jane se mostró partidario de la partida inmediata, de la que Len Guy y Jem West no temían las consecuencias. Me uní a su opinión, de la que participaron nuestros compañeros.

Solamente Hurliguerly opuso alguna resistencia. Le parecía imprudente dejar lo cierto por lo dudoso. ¿Serían bastantes tres o cuatro semanas para franquear la distancia comprendida entre Halbrane–Land y el círculo antártico? ¿Y cómo, en caso de necesidad, volver contra la corriente que llevaba al Norte? En fin, el contramaestre hizo valer algunos argumentos que merecieron ser examinados. Sin embargo, únicamente Endicott participó de su opinión, por costumbre, sin duda, de considerar las cosas desde el mismo punto de vista que el contramaestre. Además, discutido, y bien discutido todo, Hurliguerly se declaró presto a partir, puesto que esta era nuestra opinión.

Los preparativos quedaron terminados en seguida, y el 21, a las siete de la mañana, merced a la doble acción de la corriente y del viento, dejábamos atrás, a distancia de cinco millas, la punta de Halbrane–Land. Durante la tarde se borraron gradualmente las alturas que dominaban aquella parte del litoral, la más elevada de las cuales nos había permitido ver la tierra en la ribera Oeste del Jane–Sund.

Nuestra canoa era una de esas embarcaciones que se usan en el Archipiélago de las Tsalal para la comunicación entre las islas.

Por el relato de Arthur Pym sabíamos que unas de estas canoas se asemejaba a jangadas o barcos planos, y las otras a piraguas de balancines —la mayor parte muy sólidas—. A las últimas de las mencionadas pertenecía la nuestra, de unos cuarenta pies de larga por seis de anchura, la proa y popa levantadas, lo que permitía evitar los virajes, y que se gobernaba con varios pares de remos.

Debo hacer notar que en la construcción de la canoa no había entrado ni un solo pedazo de hierro, ni un clavo, ni clavijas, ni panetas, pues dicho metal es absolutamente desconocido en las Tsalal. Ligaduras hechas con una especie de bejuco, con la resistencia de un hilo de cobre, aseguraban la unión de las tablas con gran solidez. La estopa estaba reemplazada por un musgo engomado que, al contacto del agua, tomaba dureza metálica.

La dimos el nombre da Paracuta, que es el de un pescado de aquellos parajes, groseramente esculpido en la embarcación.

La Paracuta, había sido cargada con tantos objetos como podía contener sin molestar mucho a los pasajeros: vestidos, mantas, camisas, blusas, pantalones de lana gruesa y capotes impermeables, algunas velas, berlingas, arpeos, remos, bicheros, los instrumentos para hacer el punto, y fúsiles, pistolas, carabinas, pólvora y balas. El cargamento se componía de varios barriles de agua dulce, de whisky y de ginebra, de cajas de harina, carne en conserva, legumbres secas y buena reserva de café y de té. Habíase añadido un hornillo y varios sacos de carbón para alimentarle durante algunas semanas. Verdad que si no conseguíamos pasar el banco de hielo, si era preciso invernar en los ice–bergs, como dichos recursos no tardarían en faltar, todos nuestros esfuerzos habían de tender a volver a Halbrane–Land donde el cargamento de la goleta debía asegurar nuestra existencia durante muchos meses aun.

Y bien: aunque no consiguiéramos lo que queríamos, ¿sería preciso renunciar por eso a toda esperanza? No, y propio es de la humana naturaleza unirse al más débil de sus resplandores. Recordaba lo que Edgard Poe dice del ángel del valiente…, ese genio que preside los acontecimientos de la vida, y cuya función consiste en preparar los accidentes que pueden asombrar, pero que son engendrados por la lógica de los hechos. ¿Por qué no habíamos de ver aparecer a este ángel en la hora suprema?

Claro es que la mayor parte del cargamento de la Halbrane había sido abandonado en la caverna, al abrigo de las intemperies del invierno, a disposición de los náufragos, si alguna vez iban a aquel sitio. Una berlinga que el contramaestre había colocado sobre el promontorio no dejaría de atraer la atención de aquellos. Por lo demás, ¿qué navío se atrevería a elevarse a tales latitudes después de nuestra goleta?

Las personas que se embarcaron en la Paracuta eran: el capitán Len Guy, el lugarteniente Jem West, el contramaestre Hurliguerly, el maestro calafate Hardie, los marineros Francis y Stem, el cocinero Endicott, el mestizo Dirk Peters y yo, de la Halbrane, y el capitán William Guy, y los marineros Roberts, Covin y Trinkie, de la Jane. Total, 13: la cifra fatídica.

Antes de partir, Jem West y el contramaestre habían tenido cuidado de colocar un mástil en el tercio de nuestra canoa. Este mástil, mantenido por un estay y por obenques, podía sostener una ancha mesana, que fue cortada de la gavia de la goleta. Midiendo la Paracuta seis pies de anchura en el bao principal, se había podido dar algo de cruzamen a esta vela de fortuna.

Sin duda este aparejo no permitiría por el pronto navegar más de prisa. Pero después, con el viento en la popa hasta alta mar, aquella vela nos imprimiría velocidad suficiente para hacer en cinco semanas, con una media de 30 millas por veinticuatro horas, las 1000 millas que nos separaban del banco de hielo.

Nada excesivo era contar con esta velocidad si la corriente y la brisa continuaban arrastrando la Paracuta, hacia el Nordeste.

Además utilizaríamos los remos cuando el viento no nos favoreciera, y cuatro pares, manejados por ocho hombres, asegurarían aun cierta velocidad a la embarcación.

Nada de particular tengo que mencionar durante la semana que siguió a la partida. La brisa no cesó de soplar del Sur. Ninguna contracorriente desfavorable se manifestó entre las riberas del Jane–Sund.

Tanto como era posible, y mientras la costa de Halbrane–Land no se alejara demasiado al Oeste, los dos capitanes pensaban ir a una o dos encabladuras de ella, que nos ofrecería refugio en el caso de que un accidente pusiera nuestra canoa fuera de uso. Verdad es que, ¿qué sería de nosotros en aquella tierra árida al principio del invierno? Más valía no pensar en ello.

Durante los ocho primeros días, remando cuando la brisa caía, la Paracuta, nada había perdido de la velocidad media, indispensable para tocar al Océano Pacífico en aquel corto lapso de tiempo.

El aspecto de la tierra no cambiaba; siempre el mismo suelo infértil, los bloques negruzcos, playas arenosas, sembradas de raras hierbecillas, y alturas abruptas y desnudas en lontananza.

El estrecho arrastraba algunos témpanos, drifts flotantes, packs de 150 a 200 pies de longitud, unos en forma alargada, circulares otros, y también ice–bergs, que nuestra embarcación pasaba sin gran trabajo. Lo que nos producía alguna inquietud era pensar que tal vez estas masas se dirigieran hacia el banco de hielo y cerraran los pasos que en aquella época debían estar francos.

No hay que decir que entre los trece de a bordo la inteligencia era perfecta. No teníamos que temer la rebelión de un Hearne. A propósito de este, nos preguntábamos si la suerte había favorecido a los desdichados arrastrados por el sealing–master. ¿Cómo se había efectuado la peligrosa navegación a bordo de su canoa sobrecargada, que el menor ramalazo de la mar pondría en peligro?… Sin embargo, ¡quién sabía si Heame conseguiría lo que no conseguiríamos nosotros por haber partido diez días más tarde!

Mencionaré de pasada que Dirk Peters, conforme se alejaba de aquellos lugares, en los que no había encontrado huella de su pobre Pym, mostrábase más taciturno que nunca —lo que yo no hubiera creído posible—, y ni aun me respondía cuando yo le dirigía la palabra.

Aquel año era bisiesto, y en mis notas he debido poner la fecha del 29 de Febrero, día que era precisamente el aniversario del nacimiento de Hurliguerly, el que pidió que fuera celebrado con algún aparato a bordo de la canoa.

—¡Es lo menos que puede pedirse —dijo riendo—, puesto que no se me puede festejar más que cada cuatro años!

Bebióse a la salud de aquel valiente hombre, algo hablador, pero el más confiado y duro de todos, y cuyo buen humor nos distraía.

Aquel día la observación dio 79° 17'por latitud, y 118° 37' por longitud.

Se vio que las dos riberas del Jane–Sund estaban entre los meridianos 118 y 119, y que la Paracuta no tenía más que franquear unos 12° para llegar al círculo polar.

Después de haber practicado este examen, muy difícil de obtener a causa de la poca elevación del sol sobre el horizonte, los dos hermanos habían extendido sobre un banco el mapa, tan incompleto entonces, de las regiones antárticas. Le estudié con ellos, y procuramos determinar aproximadamente qué tierras ya reconocidas había en aquella dirección.

Es preciso no olvidar que desde que nuestro ice–berg había pasado el polo Sur, habíamos entrado en la zona de las longitudes orientales, comprendidas del cero de Greenwich al grado 180.

Así, pues, debíamos abandonar toda esperanza: de ser repatriados a las Falklands, o de encontrar balleneros en los parajes de las Sandwich, de las South–Orkneys o de la Georgia del Sur.

He aquí, en suma, lo que podíamos deducir respecto a nuestra actual posición.

Claro es que el capitán William Guy nada podía saber de los viajes antárticos emprendidos desde la partida de la Jane. No conocía más que los de Cook, los de Krusenstern, los de Weddell, los de Bellingshausen y los de Morrell, y no podía estar al corriente de las campañas ulteriores y la segunda de Morrell, y la de Kemp, que habían extendido algo el dominio geográfico en aquellas lejanas regiones. Por lo que le dijo su hermano, él supo que, desde nuestros propios descubrimientos, se debía tener por cierto que un ancho brazo de mar —el Jane–Sund— dividía en dos vastos continentes la región austral.

Aquel día el capitán Len Guy hizo notar que si el estrecho se prolongaba entre los meridianos 118 y 119, la Paracuta pasaría cerca de la posición atribuida al polo magnético. No se ignora que en este punto se reúnen todos los meridianos magnéticos, punto situado cercano a los antípodas del de los parajes árticos, y sobre el que la aguja de la brújula toma dirección vertical. Debo advertir que en aquella época el sitio exacto de este polo no se había comprobado con la precisión que más tarde.

Por lo demás, esto no tenía importancia ni interés para nosotros. Lo que debía preocuparnos era que el Jane–Sund se estrechaba sensiblemente, reduciéndose entonces a 10 o 12 millas de anchura. Gracias a esta configuración especial del estrecho, la tierra de las dos costas era vista distintamente.

—¡Eh! —dijo el contramaestre—, esperemos que quedará bastante sitio para nuestra embarcación. Si el estrecho terminara en un callejón sin salida…

—No es de temer —respondió el capitán Len Guy—. Puesto que la corriente se propaga en esta dirección, es que ella encuentra salida hacia el Norte, y, a mi juicio, no tenemos otra cosa que hacer sino seguirla.

Era evidente. La Paracuta no podía tener mejor guía que la corriente. Si, por desgracia, nos hubiera sido contraria, hubiera sido imposible remontarla sin la ayuda de fuerte brisa.

Ahora bien: ¿algunos grados más adelante, esta corriente se desviaría hacia el Este o hacia el Oeste, dada la conformación de las costas? Aunque así fuera, al Norte del banco de hielo todo permitía afirmar que aquella parte del Pacífico bañaba las tierras de la Australia, de la Tasmania o de la Nueva Zelanda, y se comprenderá que, tratándose de ser repatriados, lo de menos era que el repatriamiento se efectuara en un sitio o en otro.

Diez días se prolongó nuestra navegación en estas condiciones. La embarcación resistía bien la marcha. Los dos capitanes y Jem West apreciaban su solidez, aunque, lo repito, ningún pedazo de hierro se había empleado en la construcción. No había sido preciso repararla ni una sola vez; verdad que la mar era buena, y apenas agitada por ligero movimiento en la superficie de las olas.

El 10 de Marzo, con igual longitud, la observación dio 76° 13' de latitud.

Puesto que la Paracuta había franqueado unas 600 millas desde su partida de Halbrane–Land en veinte días, había llevado velocidad de 30 millas por día. Siguiera así durante tres semanas, y todas las probabilidades serían de que los pasos no estuvieran cerrados, o que el banco de hielo pudiera ser contorneado, y también de que los navíos no hubieran aun abandonado los lugares de pesca.

Actualmente el sol estaba casi al ras del horizonte, y se acercaba la época en que todo el dominio de la Antártida quedaría envuelto en las tinieblas de la noche polar. Felizmente, yendo hacia el Norte ganaríamos los parajes donde la luz brillaba aun.

Fuimos entonces testigos de un fenómeno tan extraordinario como aquellos de que el relato de Arthur Pym está lleno. Durante tres o cuatro días, de nuestros dedos, de nuestros cabellos, de los pelos de nuestras barbas, se escaparon chispas acompañadas de estridente ruido. Estos luminosos penachos eran producidos por el contacto de una tempestad de nieve eléctrica. La Paracuta estuvo varias veces a punto de irse a pique —con tanta furia se agitaba la mar—, pero conseguimos salir sanos y salvos.

El espacio no se aclaraba ya más que imperfectamente.

Frecuentes brumas reducían a algunas encabladuras únicamente el campo de la vista. Así es que fue preciso ejercer gran vigilancia para impedir choques contra los témpanos flotantes, cuya velocidad era inferior a la de la Paracuta. Igualmente se observaba que por la parte Sur el cielo se iluminaba frecuentemente con anchas ráfagas de luz, debidas a la irradiación de las auroras polares.

La temperatura descendía visiblemente: no era más que de 23° (5° c. sobre cero).

Este descenso no dejaba de producimos viva inquietud. Si su influencia no alcanzaba a las corrientes, cuya dirección seguía siendo favorable, tendía a modificar el estado atmosférico. Por desgracia, por poco que el viento se calmase con la acentuación del frío, la velocidad de la canoa disminuiría en una mitad, y un retraso de dos semanas bastaría para comprometer nuestra salvación, obligándonos a invernar al pie del banco de hielo. En tal caso, como ya he dicho, preferible sería procurar volver al campamento de Halbrane–Land.

¿Estaría entonces libre el Jane–Sund, tan felizmente remontado por la Paracuta? Más favorecidos por la suerte que nosotros Hearne y sus compañeros, que nos habían precedido en diez días, ¿habían franqueado, ya la barrera de los hielos?

Cuarenta y ocho horas después, el capitán Len Guy y su hermano quisieron determinar nuestra posición mediante una observación que el cielo, libre de brumas, iba a hacer posible. Verdad es que apenas si el sol pasaba del horizonte meridional, y la operación presentaría dificultades. No obstante, se consiguió tomar altura con cierta aproximación, y los cálculos dieron los resultados siguientes:

Latitud, 75° 17' Sur.

Longitud, 118° 3' Este.

Así, pues, en aquella fecha, 12 de Marzo, sólo la distancia de 400 millas separaba a la Paracuta de los parajes del círculo antártico.

Notamos entonces que el estrecho, muy reducido a la altura del paralelo 77, se ensanchaba a medida que iba al Norte. Ni aun con ayuda de los anteojos veíamos tierras al Este. Era esta fastidiosa circunstancia, pues la corriente, menos oprimida entre las dos costas, no tardaría en disminuir su velocidad y acabaría por no dejarse sentir.

Durante la noche del 12 al 13 de Marzo, una bruma bastante espesa se levantó después de calmarse la brisa, cosa que era para disgustar, pues esto aumentaba los peligros de choques con los témpanos flotantes. Verdad es que la aparición de nublados en tales parajes no era para asombrar. Sin embargo, lo que nos sorprendió fue que, lejos de disminuir, la velocidad de nuestra goleta aumentó gradualmente, por más que la brisa se hubiera calmado. Seguramente tal aceleramiento no era debido a la corriente, pues, la estela que quedaba en el agua demostraba que andábamos más deprisa que ella.

Este estado de cosas duró hasta la mañana, sin que pudiéramos darnos cabal cuenta de lo que sucedía. A las diez la bruma comenzó a desvanecerse en las zonas bajas. El litoral del Oeste reapareció.

Un litoral de rocas, sin lontananza de montañas.

Y entonces, a un cuarto de milla, dibujóse una masa que dominaba la planicie en una extensión de 50 toesas sobre una circunferencia de 200 a 300. Por su extraña forma, aquel macizo parecía un enorme esfinge, con el torso erguido, las patas extendidas, acurrucado, en la actitud del monstruo alado que la mitología griega ha colocado en el camino de Tebas.

¿Era un animal vivo, un monstruo gigantesco, un mastodonte de dimensiones mil veces superiores a las de esos enormes elefantes de las regiones polares cuyos restos se encuentran aun? En la disposición de espíritu en que nos hallábamos se hubiera podido creer así, y creer también que el mastodonte iba a precipitarse sobre nuestra embarcación y a triturarla entre sus garras.

Pasado el primer momento de inquietud, poco razonada y poco razonable, reconocimos que allí no había más que un macizo de conformación singular, cuya cabeza acababa de quedar libre de las brumas.

¡Ah! ¡Aquella esfinge! Recordé que la noche en la que se había efectuado el vuelco del ice–berg y el levantamiento de la goleta, yo había soñado con un animal fabuloso de aquella especie, sentado en el polo del mundo, y al que sólo un Edgard Poe con su genio intuitivo hubiera podido arrancar sus secretos.

Pero ¡qué extraños fenómenos iban a atraer nuestra atención, a provocar nuestra sorpresa, hasta nuestro espanto!

Ya he dicho que desde hacía algunas horas la velocidad de la Paracuta acrecía gradualmente. Ahora era excesiva, mayor que la de la corriente.

De pronto el arpeo de hierro que provenía de la Halbrane, y que estaba colocado a la proa, escapa como atraído por poder irresistible, y la cuerda que lo sujeta se tiende hasta amenazar romperse. Parecía que este arpeo era nuestro remolcador hacia la ribera.

—¿Qué hay? —exclamó William Guy.

—¡Corta, corta, contramaestre! —ordenó Jem West, o nos estrellaremos contra la roca…

Hurliguerly se lanza a la proa de la Paracuta para cortar la cuerda.

De pronto el cuchillo que tenía en la mano es arrancado; la cuerda se rompe, y el arpeo, como un proyectil, va en dirección del macizo. Y al mismo tiempo, todos los objetos de hierro depositados en nuestra embarcación, los utensilios de cocina, las armas, el hornillo de Endicott, nuestros cuchillos, arrancados de los bolsillos, toman el mismo camino, mientras la canoa va a chocar contra la playa.

Para explicar estas cosas inexplicables era preciso admitir que estábamos en las extrañas regiones que yo atribuía a las alucinaciones de Arthur Pym.

Pero no: acabábamos de ser testigos de hechos físicos, no de imaginarios fenómenos.

Aparte de esto, no tuvimos tiempo de reflexionar, pues desde que pusimos los pies en tierra, nuestra atención fue solicitada por una embarcación que yacía sobre la arena.

—¡La canoa de la Halbrane! —exclamó Hurliguerly.

Sí, era la canoa robada por Heame. Yacía en la arena completamente destrozada. Restos informes…, lo que queda de una embarcación después de un golpe de mar que la arroja contra las rocas.

Lo primero que notamos fue que el herraje de la canoa había desaparecido por completo. Sí. Los clavos, las panetas de la quilla, las guarniciones de la roda y del colaste, los goznes del timón…

¿Qué significaba esto?

La voz de Jem West nos llamó a una pequeña playa, a la derecha de la embarcación.

Sobre el suelo había tres cadáveres: el de Heame, el del maestro velero Martín Holt y el de uno de los reclutados en las Falklands. De los 13 que acompañaban al sealing–master no quedaban más que aquellos tres cadáveres. Al parecer, lo eran desde algunos días antes.

¿Qué había sido de los que faltaban? ¿Habían sido arrastrados al largo? Practicáronse pesquisas por el litoral, en el fondo de las ensenadas, entre los escollos. No se halló nada, ni señales de campamento, ni aun vestigios de desembarco.

—Preciso es —dijo William Guy— que su canoa haya sido abordada en la mar por un ice–berg en deriva. La mayor parte de los compañeros de Heame se habrán ahogado, y estos tres cuerpos han venido a la costa privados de vida.

—Pero —preguntó el contramaestre ¿cómo explicar que la canoa se encuentre en tal estado?

—Y sobre todo —añadió Jem West—, ¿que la falte todo su herraje?

—Efectivamente —dije yo—, parece que ha sido arrancado violentamente.

Dejando a la Paracuta al cuidado de dos hombres, subimos al interior a fin de extender nuestras pesquisas. Nos aproximamos al macizo, ahora ya libre de brumas, y cuya forma se mostraba con mayor vigor. Era, lo he dicho, una especie de esfinge de color fuliginoso, como si la materia de que estaba compuesto hubiera sido oxidada por las largas intemperies del clima polar.

Y entonces… En mi cerebro surgió una hipótesis…, una hipótesis que explicaba aquellos asombrosos fenómenos.

—¡Ah! —exclamé—. ¡Un imán!… ¡Allí hay un imán dotado de una fuerza de atracción prodigiosa!

Fui comprendido, y en un instante la última catástrofe, de la que Hearne y sus cómplices habían sido víctimas, se iluminó con claridad terrible.

El macizo era un imán colosal. Bajo su influencia, las ligaduras de hierro de la canoa de la Halbrane habían sido arrancadas y proyectadas, como impelidas por el resorte de una catapulta.

El era el que había atraído con irresistible fuerza todos los objetos de la Paracuta. Y nuestra embarcación hubiera corrido la suerte de las otras si en su construcción se hubiera empleado un solo pedazo de aquel metal.

¿Era la proximidad del polo magnético lo que producía aquellos efectos?

Así lo pensamos al principio. Después de reflexionar, desechamos esta explicación.

Además, en el sitio en que se cruzan los meridianos magnéticos no se efectúa otro fenómeno que la posición vertical que toma la aguja imanada en dos puntos similares del globo terrestre.

Este fenómeno, ya experimentado en las regiones árticas, debe ser idéntico en las regiones de la Antártida.

Así, pues, existía un imán de intensidad prodigiosa, y habíamos entrado en su zona de atracción. Ante nuestros ojos se había efectuado uno de esos sorprendentes efectos que hasta entonces se habían considerado como fábulas. ¿Quién ha admitido nunca que los navíos puedan ser irresistiblemente atraídos por una fuerza magnética, y que sus herrajes se escapen, y sus canoas se abran, y la mar los trague por esta razón?… Y, sin embargo, así era…

He aquí, en suma, la explicación que, a mi juicio, podía darse al fenómeno.

Los vientos alisios llevan de un modo constante hacia las extremidades del eje terrestre nubes o brumas que contienen gran cantidad de electricidad, que las tempestades no han agotado por completo. De aquí formidable acumulación de este fluido en los polos, y que se desliza hacia la tierra de manera permanente.

Tal es la causa de las auroras boreales y australes, cuyas luminosas magnificencias irradian por encima del horizonte, sobre todo durante la larga noche polar, y que son visibles hasta en las zonas templadas cuando llegan a su máximo de culminación. Está, asimismo, admitido —aunque no es hecho comprobado— que en el momento en que una violenta descarga de electricidad positiva se efectúa en las regiones árticas, las antárticas están sometidas a las descargas de electricidad del nombre contrario.

Pues bien: esas corrientes continuas a los polos, que agitan las brújulas, deben poseer extraordinaria influencia, y bastaría que una masa de hierro fuera sometida a su acción para que se transformara en un imán de un poder proporcional a la intensidad de la corriente, al número de vueltas de la hélice eléctrica y a la raíz cuadrada del diámetro de la mole de hierro imanado, y precisamente se podía calcular en millares de metros cúbicos el volumen día esfinge que se erguía en aquel punto de las tierras australes.

¿Qué faltaba, pues, para que la corriente circulase en torno de ella y la convirtiese en un imán por inducción? Nada más que una veta metálica, cuyas innumerables espirales, culebreando por las entrañas del suelo, estuviesen subterráneamente unidas en la base del macizo.

Pensé también que este debía de estar colocado en el eje magnético como una especie de calamita gigantesca, de donde brotaba el fluido imponderable, y del que las corrientes hacían poderoso acumulador, dirigido a los confines del mundo.

En cuanto a determinar si se encontraba precisamente en el polo magnético de las regiones australes, nuestra brújula no podía indicarlo, pues no estaba construida para ello. La aguja, agitada o inestable, no marcaba orientación alguna, cosa que, por lo demás, importaba poco para lo que se refería a la constitución de aquel imán artificial y a la manera como las nubes y la veta sostenían su fuerza atractiva.

De este plausible modo, y por instinto, me expliqué el fenómeno.

No era dudoso que estuviéramos cerca de un imán, cuyo poder producía aquellos efectos, tan terribles como naturales.

Comuniqué mi idea a mis compañeros, a quienes pareció que tal explicación se imponía en presencia de los hechos físicos que acabábamos de ser testigos.

—Supongo que no habrá peligro en llegar al pie del macizo —dijo el capitán Len Guy.

—Ninguno —respondí.

—¡Allí…! ¡Sí!… ¡Allí!

No sabría pintar la impresión que nos produjeron estas tres palabras, que fueron lanzadas como tres gritos salidos de las profundidades de ultratumba, que hubiera dicho Edgard Poe.

El que había hablado era Dirk Peters, y el cuerpo del mestizo estaba extendido hacia la esfinge, como si, convertido en hierro, fuera atraído por el imán…

Después se lanzó en aquella dirección, y sus compañeros lo siguieron por un suelo cubierto de piedras negruzcas y restos volcánicos de toda especie.

El monstruo crecía a medida que nos aproximábamos, sin perder nada de sus formas mitológicas. No sabría pintar el efecto que producía, solitario en la superficie de la planicie inmensa. Hay impresiones que se resisten a la palabra y a la pluma. Y… esto no debía de ser más que alucinación de nuestros sentidos; parecía que íbamos a él atraídos por su poder magnético.

Cuando llegamos a su base, encontramos los diversos objetos de hierro sobre los que había ejercitado su poder. Armas, utensilios, el arpeo de la Paracuta, se adherían a sus flancos. Allí se veían también los que provenían de la canoa de la Halbrane, y los clavos, las hebillas, las panetas de la quilla, los goznes del timón.

No había, pues, duda posible sobre la causa de la destrucción de la canoa en que iban Hearne y sus compañeros. Brutalmente abierta, habla ido a estrellarse contra las rocas, y tal hubiera sido la suerte de la Paracuta si, por su construcción, no hubiera escapado a aquella irresistible atracción magnética.

De tal modo estaban adheridos a los flancos aquellos utensilios de hierro, que preciso era renunciar a apoderarse de ellos nuevamente. Hurliguerly, furioso por no poder arrancar su cuchillo, sujeto a una altura de 50 pies, exclamó, mostrando el puño cerrado al impasible monstruo:

—¡Esfinge ladrón!

No extrañará que allí no hubiera más objetos que los que provenían de la Paracuta y de la canoa de la Halbrane. Seguramente ningún navío había jamás llegado a aquella latitud de la mar antártica. Heame y sus cómplices primero, el capitán Len Guy y sus compañeros después, éramos los únicos que habíamos puesto el pie en aquel punto del continente austral. Para concluir: todo barco que se hubiera aproximado al colosal imán hubiera corrido a su completa destrucción, y nuestra goleta hubiera sufrido la misma suerte que su canoa, de la que no quedaban más que informes restos.

Jem West nos recordó que era una imprudencia prolongar nuestra estancia en la Tierra día esfinge, nombre que debía conservar. El tiempo apremiaba, y un retraso de algunos días nos hubiera obligado a invernar al pie del banco de hielo.

Dióse, pues, la orden de volver a la ribera, cuando la voz del mestizo sonó aun, y estas tres palabras, gritos más bien, salieron de los labios de Dirk Peters:

—¡Allí! ¡Allí! ¡Allí!…

Después de haber dado la vuelta a la pata derecha del monstruo, vimos a Dirk Peters arrodillado, con las manos extendidas ante un cuerpo, o mejor un esqueleto revestido de piel, que el frío de aquellas regiones había conservado intacto y que conservaba rigidez cadavérica. Tenía la cabeza inclinada, barba blanca que le caía hasta la cintura, manos y pies con uñas largas como garras.

¿Por qué este cuerpo estaba adherido al flanco del macizo a dos toesas sobre el suelo?

Atravesado sobre la espalda, y sostenido por una correa, vimos el cañón de un fusil medio oxidado.

—¡Pym! ¡Mi pobre Pym! —repetía Dirk Peters con desgarradora voz.

Y procuró levantarse para aproximarse y besar los osificados restos de su pobre Pym…

Dobláronse sus rodillas… Un sollozo le oprimió la garganta…, un espasmo hizo estallar su corazón, y cayó de espaldas… muerto.

Resultaba, pues, que desde su separación, la canoa había arrastrado a Arthur Pym al través de las regiones de la Antártida.

¡Cómo nosotros, después de haber franqueado el polo austral, había caído en la zona de atracción del monstruo! Y allí, mientras su embarcación se alejaba con la corriente del Norte, apresado por el fluido magnético antes de haber podido desembarazarse del arma que llevaba en banderola, había sido arrojado contra el macizo.

Al presente, el fiel mestizo reposa en la Tierra día esfinge junto a Arthur Gordon Pym, el héroe cuyas extrañas aventuras encontraron en el gran poeta americano un no menos extraño narrador.