XXX
ONCE AÑOS EN ALGUNAS PÁGINAS

El título dado a este capítulo indica que las aventuras de William Guy y de sus compañeros después de la destrucción de la goleta inglesa, los detalles de su existencia en la isla Tsalal desde la partida de Arthur Pym y de Dirk Peters, van a ser referidos sucintamente.

Transportados a la caverna William Guy y los tres marineros Trinkie, Roberts y Covin, habíase logrado que recobraran el sentido. En realidad, el hambre, sólo el hambre había puesto a aquellos infelices en un estado de debilidad próximo al de la muerte.

Algún alimento suministrado con moderación y algunas tazas de té caliente con whisky les volvieron casi en seguida las fuerzas.

No insisto en la conmovedora escena que nos enterneció hasta el fondo del alma, cuando William reconoció a su hermano. Las lágrimas inundaban nuestros ojos; las palabras de gratitud a la Providencia nos venían a los labios. Para nada pensábamos en lo que el porvenir nos reservaba, entregados a la alegría del presente… Y ¿quién sabía si nuestra situación iba a cambiar, merced a la llegada de aquella embarcación a Halbrane–Land?

William Guy, antes de relatar su historia, fue puesto al corriente de nuestras aventuras. En pocas palabras supo lo que había que saber de ellas: el encuentro con el cadáver de Patterson; el viaje de nuestra goleta hasta la isla de Tsalal; su partida para más altas latitudes; su naufragio al pie del ice–berg, y, en fin, la traición de una parte de la tripulación, que nos había abandonado en aquellos lugares.

Conoció igualmente lo que Dirk Peters sabía respecto a Arthur Pym, y también sobre que hipótesis, poco fundada, descansaba la esperanza del mestizo de encontrar a su compañero, cuya muerte no era más dudosa para William Guy que la de los otros marinos de \a Jane, aplastados bajo las colinas de Klock–Klock.

A esta relación respondió William con el resumen de lo ocurrido en los once años pasados en la isla Tsalal.

No se habrá olvidado que el 8 de Febrero de 1828 la tripulación de la Jane, no teniendo motivos para sospechar de la mala fe de la población de Tsalal y de su jefe Too–Witt, desembarcó, a fin de ir a la aldea de Klock–Klock, no sin haber puesto en estado de defensa la goleta; a bordo de la que quedaron seis hombres.

La tripulación, contando al capitán William Guy, al segundo Patterson, a Arthur Pym y a Dirk Peters, formaba un grupo de 32 hombres, armados de fusiles, pistolas y cuchillos. El perro Tigre les acompañaba.

Al llegar a la estrecha garganta que conducía a la aldea, precedida y seguida por los numerosos guerreros de Too–Witt, la pequeña tropa se dividió. Arthur Pym, Dirk Peters y el marinero Alien penetraron por una hendedura de la colina.

Desde aquel momento, sus compañeros no habían de volverlos a ver.

Efectivamente, al poco tiempo se dejó sentir una sacudida. La colina opuesta se desmoronaba, enterrando a William Guy y a sus 28 compañeros.

De estos desdichados, 22 fueron aplastados, y sus cadáveres no se hallaron jamás bajo la masa de tierra. Siete, milagrosamente a cubierto en una ancha gruta de la colina, habían sobrevivido. Eran William Guy, Patterson, Roberts, Covín y Trinkie, más Forbes y Lexton, que murieron después. Respecto a si Tigre había perecido en el derrumbamiento o había escapado, lo ignoraban.

William Guy y sus compañeros no podían permanecer en aquel sitio estrecho y obscuro, donde el aire respirable no tardaría en faltar. Así como Arthur Pym lo pensara al principio, se habían creído víctimas de un temblor de tierra; pero, como él, también iban a conocer que el terremoto había sido preparado artificialmente por Too–Witt y por los insulares de Tsalal. Como a Arthur Pym, les era preciso, y lo más pronto posible, escapar a aquellas tinieblas, a la falta de aire y a las exhalaciones sofocantes de la tierra húmeda, entonces que, para emplear las palabras de Arthur Pym, —«se encontraban desterrados en los más lejanos confines de la esperanza, y en la condición especial de muertos».

Lo mismo que en la colina de la izquierda existían laberintos en la de la derecha, y arrastrándose por los sombríos corredores, William Guy, Patterson y los demás, llegaron a una cavidad donde la luz y el aire penetraban en abundancia. También ellos vieron desde allí el ataque a la Jane por unas 60 piraguas, la defensa de los seis hombres que quedaron a bordo, los pedreros vomitando balas y metralla, la invasión de la goleta por los salvajes, y, en fin, la explosión final, que produjo la muerte de un millar de indígenas, al mismo tiempo que la destrucción completa del navío.

Too–Witt y los insulares quedaron al principio espantados de los efectos de aquella explosión, y quizá aun más, descorazonados. Los instintos de pillaje no podrían ser satisfechos, puesto que del casco, de la arboladura y del cargamento de la goleta no quedaban más que restos sin valor. Como debían suponer que la tripulación había igualmente perecido en el hundimiento de la colina, no pensaban que algunos habían sobrevivido; de donde resultó que Arthur Pym y Dirk Peters, por una parte, y William Guy y los suyos por otra, pudieron, sin ser inquietados, permanecer en el fondo de los laberintos de Klock–Klock, donde se alimentaron de la carne de las garzas, de las que era fácil apoderarse con la mano, y de los frutos de los numerosos avellanos que llenaban los flancos de la colina. El fuego se lo procuraron frotando pedazos de madera tierna contra pedazos de madera dura, de lo que tenían abundancia en derredor.

Al fin, después de siete días, si Arthur Pym y el mestizo lograron, como se sabe, abandonar su escondite, bajar a la ribera, apoderarse de una embarcación y abandonar a la isla Tsalal, William Guy y sus compañeros no habían encontrado hasta entonces ocasión de huir.

A los veintiún días, el capitán de la Jane y los suyos, encerrados en el laberinto, veían llegar el momento, en que les faltarían las aves, que constituían su alimento. Para escapar a los tormentos del hambre, ya que no a los de la sed, puesto que una fuente interior procuraba agua límpida, no había más que un medio: ganar el litoral y aventurarse mar adentro en una embarcación indígena. Verdad que ¿dónde irían los fugitivos, y qué sería de ellos careciendo de provisiones? Sin embargo, no hubieran dudado en intentar la aventura si hubieran podido aprovechar algunas horas de la noche. Pero en aquella época, el sol no se ponía aun tras el horizonte del paralelo 84.

Probable es que la muerte hubiera puesto término a tanta miseria, a no ser por las siguientes circunstancias.

Una mañana, el 22 de Febrero, William Guy y Patterson devorados por la inquietud, hablaban en el orificio de la cavidad que daba al campo. No sabían cómo subvenir a las necesidades de siete personas, reducidas ahora a alimentarse de avellanas únicamente, lo que les producía violentos dolores en la cabeza e intestinos. Veían gran número de tortugas arrastrándose por la ribera, pero no podían apresarlas, pues centenares de indígenas ocupaban las playas yendo, viniendo y lanzando su eterno grito Tékéli–li.

De pronto, aquella turba pareció presa de extraordinaria agitación. Hombres, mujeres y niños se dispersaron por todas partes. Algunos salvajes se arrojaron en sus canoas como si un terrible peligro les amenazase.

¿Qué sucedía?

William Guy y sus compañeros tuvieron bien pronto la explicación del tumulto que se producía en aquella parte del litoral de la isla.

Un animal, un cuadrúpedo, acababa de aparecer, y precipitándose en medio de los insulares, se encarnizaba mordiéndoles, saltándoles al cuello, mientras su espumosa boca arrojaba roncos rugidos.

Y, sin embargo, era uno solo…, al que se podía derribar a pedradas o flechazos. ¿Por qué centenares de salvajes manifestaban semejante espanto, por qué huían, por qué no osaban defenderse del animal que se lanzaba contra ellos?

Era la bestia de piel blanca, y a su presencia se producía el fenómeno ya observado, el inexplicable horror por el color blanco, común a todos los indígenas de Tsalal… ¡No!… ¡Difícil fuera figurarse el espanto con que ellos lanzaban, con su tékéli–li, los gritos de anamoo–moo y lama–lama!

¡Y cuál no sería la sorpresa de William Guy y de sus compañeros cuando reconocieron al Tigre en el animal!

¡Sí! El Tigre, que se había salvado, y que, después de rodar por los alrededores de Klock–Klock durante algunos días, volvía, sembrando el terror entre los salvajes.

Se recordará que el pobre animal había ya manifestado síntomas de hidrofobia, en la cala del Grampus. Pues bien: aquella vez estaba rabioso…; ¡Sí!, rabioso, y amenazaba con sus mordiscos a toda la alocada población.

He aquí la razón por la que la mayor parte de los indígenas habían apelado a la fuga, lo mismo que su jefe Too–Witt y los Wampos, que eran los principales personajes de la isla. En estas extraordinarias circunstancias abandonaron, no solamente el pueblo, sino la isla, donde ningún poder hubiera podido retenerlos y donde no habían de volver.

Sin embargo, aunque las canoas bastaron para transportar a la mayor parte a las islas vecinas, varios centenares de indígenas se vieron obligados a permanecer en Tsalal, faltos de medios para huir. Habiendo sido algunos mordidos por Tigre se declararon casos de rabia, tras corto período de incubación, y entonces —espectáculo imposible de describir en todo su horror— se habían precipitado los unos contra los otros, desgarrándose las carnes a dentelladas. ¡Y los esqueletos que habíamos encontrado en los alrededores de Klock–Klock eran los de aquellos salvajes!

En cuanto al desgraciado perro, fue a morir a un rincón del litoral, en el que Dirk Peters había encontrado su esqueleto, que mostraba aun el collar donde estaba grabado el nombre de Arthur Pym.

Así, pues, a aquella catástrofe —que el poder genial de un Edgard Poe era ciertamente capaz de imaginar— fue debido el abandono definitivo de Tsalal. Refugiados en el archipiélago del Suroeste, los indígenas habían abandonado para siempre aquella isla en la que el «animal blanco» acababa de sembrar el espanto y la muerte.

Después que aquellos que no habían podido huir perecieron en la epidemia de rabia, William. Guy, Patterson, Trinkie, Covin, Roberto, Forbes y Lexton se atrevieron a salir del laberinto donde habían estado expuestos a morir de hambre.

¿Cuál fue, durante los años que siguieron, la existencia de los siete sobrevivientes de aquella expedición?

En suma, fue menos penosa de lo que se podía creer. Su vida estuvo asegurada con las producciones naturales de un suelo extraordinariamente fértil y la presencia de algunos animales domésticos. No les faltaron más que los medios para abandonar a Tsalal, de volver hacia el banco de hielo, de franquear el círculo, antártico, cuyo paso había forzado la Jane a cambio de mil peligros, amenazada por la furia de las tempestades, el choque de los témpanos y los rafales de arena y nieve.

En cuanto a construir una canoa capaz de afrontar tan largo y peligroso viaje, ¿cómo hubieran podido lograrlo William Guy y sus compañeros, faltos de útiles necesarios, y que se veían reducidos a sus armas, fusiles, pistolas y machetes? Así, pues, no había más que preocuparse de la instalación en la isla del mejor modo posible, en espera de que llegase la ocasión de abandonarla. Y ¿cómo podía esta presentarse si no era por efecto de uno de esos azares de que sólo la Providencia dispone?

En primer lugar, se resolvió establecer un campamento en la costa del Noroeste. Desde la aldea de Klock–Klock no se veía este mar, e importaba que se viera para el improbable caso de que algún barco apareciera en los parajes de Tsalal.

El capitán William Guy, Patterson y sus cinco compañeros descendieron, pues, al través de la quebrada, medio llena de los escombros de la colina, en medio de escorias, de bloques de granito negro, donde brillaban, puntos metálicos. Tal se había presentado a los ojos de Arthur Pym el aspecto de aquellas lúgubres regiones que, según dice él, «indicaban el sitio de las ruinas de Babilonia».

Antes de abandonar aquella garganta, William Guy tuvo el pensamiento de explorar el sitio en que Arthur Pym, Dirk Peters y Alien habían desaparecido. Estando la entrada obstruida, fue imposible penetrar en el interior del macizo. Así es que nunca conoció la existencia de aquel laberinto natural o artificial, semejante al que él acababa de abandonar, los que tal vez se comunicaban bajo el lecho seco del torrente.

Después de franquear aquella barrera caótica que interceptaba el camino del Norte, se dirigieron rápidamente hacia el Noroeste.

Allí, sobre el litoral, a unas tres millas de Klock–Klock, se procedió a una instalación definitiva en el fondo de una gruta semejante a la que ocupábamos actualmente sobre la costa de Halbrane–Land.

En tal sitio, durante largos y desesperados años, vivieron los siete tripulantes de la Jane, como íbamos a hacer nosotros, verdad que en mejores condiciones, puesto que la fertilidad del suelo de Tsalal ofrecía recursos que faltaban en Halbrane–Land.

En realidad, si estábamos condenados a perecer cuando nuestras provisiones faltaran, ellos no lo estaban… Ellos podían esperar indefinidamente, y esperaron…

No dudaban que Arthur Pym, Dirk Peters y Alien habían perecido en la catástrofe —lo que, al menos tratándose del último, era cierto—. ¿Cómo imaginar que Arthur Pym y el mestizo, después de apoderarse de la canoa, se hubieran lanzado al mar?

William Guy nos dijo que ningún accidente rompió la monotonía de aquella existencia en el transcurso de once años; ninguno; ni aun la aparición de los insulares, a los que el espanto impedía acercarse a la isla Tsalal. Ningún peligro les había amenazado durante aquel período. A medida que la situación se prolongaba, perdían la esperanza de ser recogidos. Al principio, con la vuelta de la buena estación, cuando la mar quedaba libre, habían dicho que algún navío sería enviado en busca de la Jane. Pero cuando transcurrieron cuatro o cinco años, perdieron toda esperanza.

Al mismo tiempo que los productos del suelo —entre ellos esas preciosas plantas antiescorbúticas que abundaban en los alrededores de la caverna—, William Guy había llevado de la aldea cierta cantidad de aves, pollos y patos de especie excelente, y también numerosos cerdos negros, muy abundantes en la isla. Además, sin necesidad de recurrir a las armas de fuego, pudieron matar avestruces de plumaje negro como el azabache. A estos diversos recursos alimenticios conviene añadir, centenares de huevos de albatros y de tortugas–galápagos ocultos en la arena, y solamente con esas tortugas de dimensiones enormes, de carne sana y nutritiva hubiera bastado para la alimentación de los invernantes de la Antártida.

Quedaba aun lo que el mar suministraba, que era toda especie de pescados, salmones, bacalaos, rayas, plantijas, sargos, salmonetes, lenguados, escaros, y también, sin hablar de los moluscos, esos sabrosos escombros de mar de que la goleta inglesa pensaba tomar un cargamento para venderle en los mercados del Celeste Imperio.

No hay para qué extenderse sobre el período que comprende desde el año 1828 al 1839. Los inviernos fueron muy rigurosos; y aunque el verano hacía sentir generosamente su bienhechora influencia en las islas del grupo Tsalal, la mala estación, con su séquito de nieves, lluvias, rafales y tempestades, no economizaba sus rigores. Un frío terrible reinaba, como absoluto señor sobre todas las tierras antárticas. La mar, cubierta de témpanos flotantes, se solidificaba por seis o siete meses. Preciso era esperar la reaparición del sol para encontrar libres aquellas aguas, como Arthur Pym las había visto, y nosotros también, pasado el banco de hielo.

En suma: la existencia había sido relativamente fácil en la isla Tsalal. ¿Lo sería también sobre aquel litoral árido de Halbrane–Land, que ocupábamos? Por abundantes que fueran nuestras provisiones, se acabarían, y llegado el invierno, las tortugas ¿no volverían a más bajas latitudes?

Siete meses antes el capitán William Guy no había aun perdido uno solo de los que habían salido sanos y salvos de Klock–Klock, gracias a su robusta constitución, a su notable vigor, a su gran fuerza de carácter. Pero la desgracia iba bien pronto a cebarse en ellos.

Llegado el mes de Mayo —que en estas comarcas corresponde al de Noviembre del hemisferio septentrional—, ya comenzaban a derivar al largo de Tsalal los témpanos que la corriente arrastraba hacia el Norte.

Un día, uno de los siete hombres no volvió a la caverna. Se le llamó, se le esperó, se le buscó… Todo fue en vano.

Víctima de algún accidente, ahogado, sin duda, no reapareció, y no debía reaparecer.

Era Patterson, el segundo de la Jane, el fiel compañero de William Guy.

¡Qué dolor produjo a los demás la desaparición de uno de ellos, uno de los mejores! ¿Y no era presagio de próximas catástrofes?

Lo que William Guy ignoraba y lo que le hicimos saber era que Patterson —en qué forma no se sabría nunca— había sido arrastrado en la superficie de un témpano, sobre el que murió de hambre.

Sobre este témpano, que llegó a las alturas de las islas del Príncipe Eduardo, desgastado por aguas más templadas y próximo a disolverse, el contramaestre había descubierto el cadáver del segundo de Jane.

Cuando el capitán Len Guy contó que, gracias a las notas encontradas en el bolsillo de su desventurado compañero, la Halbrane se había dirigido hacia los mares antárticos, su hermano William no pudo contener las lágrimas.

De los siete sobrevivientes de la Jame quedaron, pues, seis, y pronto no iban a ser más que cuatro, después de haberse visto obligados a buscar la salvación en la fuga.

En efecto: sólo habían pasado cinco meses desde la desaparición de Pattersson, cuando, a mediados de Octubre, un terremoto agitó a la isla Tsalal, al mismo tiempo que destruía casi por completo el grupo del Suroeste.

Imposible dar idea de la violencia del terremoto. Nosotros habíamos podido juzgar de ella cuando la canoa de nuestra goleta acostó al derrumbadero rocoso indicado por Arthur Pym. Seguramente William Guy y sus cinco compañeros no hubieran tardado en sucumbir, a no tener el medio de huir de aquella isla que ahora rehusaba alimentarles.

Dos días después, a algunos centenares de toesas de su caverna, la corriente llevó una canoa que había sido arrastrada a alta mar desde el archipiélago del Suroeste.

Sin esperar ni un día, William Guy, Roberts, Covin, Trinckie, Forbes y Lexton cargaron la embarcación con tantas provisiones como podía contener, y se embarcaron en ella, a fin de abandonar la isla, que ya era inhabitable.

Por desgracia soplaba entonces violenta brisa, debida a los fenómenos sísmicos que habían conmovido tanto las profundidades del suelo como las del cielo. No fue posible resistirla, y arrojó la embarcación hacia el Sur, entregada a la misma corriente a que nuestro ice–berg obedecía, cuando derivaba hasta el litoral de Halbrane–Land.

Durante dos meses y medio, los desdichados fueron así al través de la mar libre, sin conseguir modificar su dirección.

El 2 de Enero del presente año de 1840 vieron una tierra: la que bañaba al Este el Jane–Sund.

Como ya habíamos notado, esta tierra no distaba más que cincuenta millas de Halbrane–Land. Sí. ¡Esta era la distancia, relativamente pequeña, que nos separaba de aquellos a los que habíamos buscado tan lejos, al través de las regiones antárticas, y a los que habíamos perdido la esperanza de volver a ver!

La embarcación de William Guy habla tocado tierra más al Sudeste con relación a nosotros. Pero ¡qué diferencia con la isla Tsalal!, o más bien, ¡qué semejanza con Halbrane–Land! Suelo impropio para el cultivo, nada más que arena y rocas, ni árboles, ni arbustos, ni plantas de ninguna especie; así es que, agotadas sus provisiones, William Guy y sus compañeros viéronse muy pronto reducidos a extrema miseria. Forbes y Lexton sucumbieron…

Los otros cuatro, William. Guy, Roberts, Covin y Trinkie no quisieron permanecer un día más en aquel sitio, donde estaban condenados a morir de hambre. Con los pocos víveres que les quedaban embarcáronse en la canoa y se entregaron por segunda vez a la corriente, sin poder, por falta de instrumentos, saber su posición.

Navegaron veinticinco días en tales condiciones; acabáronseles los recursos, y estaban próximos a sucumbir, después de cuarenta y ocho horas de ayuno, cuando la embarcación, en cuyo fondo yacían inanimados, apareció a la vista de Halbrane–Land.

En tal momento fue cuando el contramaestre la vio, y Dirk Peters se había arrojado a la mar para llegar a ella, maniobrando después para conducirla a la ribera.

Cuando puso el pie en la canoa, el mestizo había reconocido al capitán de la Jane y a los marineros Roberts, Trinkie y Covin. Después de asegurarse de que aun respiraban, tomó los remos, navegó hacia tierra, y al estar a una encabladura de esta, levantando la cabeza de William Guy, gritó con poderosa voz, que llegó hasta nosotros:

—¡Vive!… ¡Vive!…

Y ahora los dos hermanos estaban al fin reunidos en el perdido rincón de Halbrane–Land.