Un poco antes del mediodía, aquella tierra no se encontraba más que a una milla. La cuestión era saber si la corriente nos iba a arrastrar más allá.
Confieso que si nos hubieran dado a elegir entre acostar en aquel litoral o continuar nuestra marcha, no sé lo que hubiera sido preferible.
Hablaba de esto con el capitán Len Guy y el lugarteniente, cuando Jem West me interrumpió diciendo:
—¿Para qué discutir esta eventualidad, señor Jeorling?
—Es verdad —añadió el capitán—. Nada Podemos hacer. Posible es que el ice–berg venga a chocar contra la costa, como es posible que la dé vuelta si se mantiene en la corriente.
—Justamente —respondí—, pero mi pregunta subsiste. ¿Será ventajoso para nosotros desembarcar o no?
—Lo segundo —respondió Jem West. Efectivamente, si la canoa hubiese podido llevarnos con todas las provisiones para una navegación de cinco a seis semanas, no hubiéramos dudado en tomar pasaje en ella, a fin de picar, gracias al viento del Sur, al través de la mar libre. Pero, puesto que la canoa no era capaz para contener más que once o doce hombres, hubiera sido preciso designarlos a la suerte.
Y los que no llevase, ¿no serían condenados a perecer de frío, ya que no de hambre, sobre aquella tierra que el invierno, no tardaría en cubrir con sus escarchas y sus hielos?
En fin, si el ice–berg continuaba siguiendo aquella dirección, caminaríamos en condiciones aceptables. Nuestro vehículo de hielo, es verdad, podía faltarnos, hasta dar la vuelta, o caer en una contracorriente que le arrojaría fuera de su itinerario, mientras que la canoa, caminando oblicua al viento cuando este fuera contrario, hubiera podido conducirnos a nuestro objeto si las tempestades no la asaltaban y si el banco de hielo la ofrecía un paso.
Pero, como acababa de decir Jem West, ¿había por qué discutir esta eventualidad?
Después de comer, la tripulación subió al más alto bloque, sobre el que permanecía Dirk Peters. Al acercamos, el mestizo descendió por el lado opuesto, y cuando llegué a la cima no pude verlo.
En aquel sitio, pues, nos encontrábamos todos, menos Endicott, poco amigo de abandonar sus hornillos.
La tierra vista al Norte dibujaba sobre una décima parte del horizonte su litoral cubierto de playas y dentellado de cúspides, sus lontananzas limitadas por el perfil bastante accidentado de altas y poco lejanas colinas. Había allí un continente o por lo menos, una isla, cuya extensión debía de ser considerable.
Hacia el Este aquella tierra se prolongaba hasta perderse de vista, y no parecía que su último límite estuviera por aquel lado.
Al Oeste, un cabo, bastante agudo, que terminaba en un peñasco, cuya silueta figuraba una enorme cabeza de foca formaba la extremidad. Más allá se extendía el mar.
No había uno de nosotros que no se diese cuenta de la situación.
Conseguir acostar en aquella tierra sólo dependía de la corriente, que, o podía llevar al ice–berg hacia un remolino que le arrastrase a la costa, o que podía seguir impulsándolo hacia el Norte.
¿Cuál era la hipótesis más admisible? El capitán Len Guy, el lugarteniente, el contramaestre y yo hablábamos de nuevo del caso, mientras que los tripulantes, en grupos, cambiaban sus impresiones con este motivo. Al fin de cuenta, la corriente tendía más bien hacía la parte Norte de aquella tierra.
—Después de todo —nos dijo el capitán Len Guy—, si ella es habitable durante los meses de verano, no parece que posee habitantes, puesto que no vemos ningún ser humano sobre el litoral.
—Observemos, que el ice–berg no es propio para provocar la atención como nuestra goleta lo hubiera hecho.
—Evidentemente, señor Jeorling, y la Halbrane hubiera atraído los indígenas… si los hay…
—De que no los veamos, capitán, no debe deducirse…
—Seguramente, señor Jeorling —respondió el capitán Len Guy—. Pero convendrá usted en que el aspecto de esta tierra no es el de la isla Tsalal en la época en que la Jane llegó a ella. Entonces veíanse colinas verdes, espesos bosques, árboles en plena floración, pastos abundantes… y aquí, a primera vista, no hay más que desolación y esterilidad.
—Convengo en ello. Todo en esta tierra es desolación y esterilidad. Sin embargo, me atrevo a preguntar a usted, si no piensa desembarcar en ella.
—¿Con la canoa?
—Con la canoa —en el caso en que la corriente alejara de ella a nuestro ice–berg.
—No tenemos momento que perder, señor Jeorling, y algunos días de escala podrían condenamos a una invernada cruel si llegábamos demasiado tarde para tranquear los pasos del banco de hielo.
—Y hay que tener en cuenta lo lejos que está —dijo Jem West.
—Conforme —respondí, insistiendo—. Pero alejarnos de esta tierra sin haber puesto el pie en ella, sin habernos asegurado de que no conserva las huellas de un campamento…, de si su hermano de usted, capitán…, sus compañeros…
Mientras yo hablaba, el capitán Len Guy sacudía la cabeza. No era la aparición de aquella costa árida lo que podría devolverle la esperanza, ni aquellas extensas planicies estériles, ni aquellas descarnadas colinas, ni aquel litoral bordeado por un cordón de rocas negruzcas ¿Cómo hubieran podido vivir allí náufragos durante algunos meses?
Además habíamos arbolado el pabellón británico, que la brisa desplegaba en la cima del ice–berg. William Guy la hubiera reconocido y ya se hubiera precipitado a la ribera.
¡Nadie!… ¡Nadie!
En aquel momento Jem West, que acababa de obtener ciertos puntos de situación, dijo:
—Tengamos paciencia antes de tomar ninguna resolución. No pasará una hora sin que sepamos a qué atenernos. Nuestra marcha no parece disminuirse, y es fácil que un remolino nos lleve oblicuamente hacia la costa.
—Esa es mi opinión —declaró el contramaestre—, y si nuestra máquina flotante no se estaciona, poco falta para ello… Se diría que vuelve sobre sí misma.
Jem West y Hurliguerly no se engañaban. Por uno u otro motivo, el ice–berg tendía a salir de la corriente que había seguido sin interrupción. Un movimiento giratorio había sucedido al de derivación, gracias a la acción de un remolino que llevaba hacia el litoral.
Aparte esto, algunas montañas de hielo que iban delante de nosotros acababan de chocar en los bajos fondos de la ribera.
Era, pues, inútil discutir si había o no lugar de lanzar la canoa al mar.
A medida que nos aproximábamos, la desolación de aquella tierra se acentuaba, y la perspectiva de sufrir allí seis meses de invernada hubiera llenado de espanto a los corazones más resueltos.
Hacia las cinco de la tarde, el ice–berg penetró en una profunda escotadura de la costa, terminada en la derecha por larga punta, contra la que no tardó en inmovilizarse.
—¡A tierra!… ¡A tierra!…
Este grito se escapó de todos los labios. La tripulación bajaba ya, por el talud del ice–berg, cuando Jem West mandó:
—¡Esperad la orden!
Se manifestó alguna vacilación, sobre todo por parte de Heame y de varios de sus camaradas. Después el instinto de la disciplina dominó, y, finalmente, todos fueron a colocarse en fila en tomo del capitán Len Guy.
No fue preciso poner en la mar la canoa, pues el ice–berg se encontraba en contacto con la punta.
El capitán Len Guy, el contramaestre y yo, precediendo a los otros, fuimos los primeros que abandonamos el campamento, y nuestras plantas hollaron aquella tierra nueva, virgen, sin duda, de toda humana huella.
El suelo volcánico estaba sembrado de ruinas pedregosas, fragmentos de lavas, piedra pómez, escorias. Más allá del cordón arenoso de la playa subía hacia la base de altas colinas, que formaban el último término a una media milla del litoral.
Nos pareció indicado ganar una de estas colinas, de unos 1200 pies de altura. Desde la cúspide, la mirada podía abarcar extenso espacio, ya de tierra, ya de mar, en todas direcciones.
Preciso fue caminar durante veinte minutos sobre un suelo duro y desprovisto de vegetación. Nada recordaba las fértiles praderas de la isla Tsalal antes que el terremoto la hubiese agitado, ni los espesos bosques de que habla Arthur Pym, ni los ríos de aguas extrañas, ni las escarpaduras de tierra arenosa, ni los macizos de estética del laberinto. Por todas partes rocas de origen ígneo, lavas endurecidas, escorias polvorientas, cenizas grises, y nada del humus preciso para las plantas rústicas menos exigentes.
No sin dificultades y sin riesgo el capitán Len Guy, el contramaestre y yo llegamos a hacer la ascensión de la colina, en lo que empleamos una hora. Aunque la noche hubiera llegado, no traía obscuridad ninguna, pues el sol no desaparecía aun tras el horizonte de la Antártida.
Desde la cúspide de la colina, la vista se extendía a 30 o 35 millas, y he aquí lo que apareció a nuestros ojos.
Atrás se desarrollaba la mar arrastrando gran número de montañas flotantes, de las que unas acababan de unirse con el litoral, haciéndole casi inabordable. Al Oeste veíase una tierra muy accidentada, en cuya extremidad no se distinguía, bañada al Este por una mar sin límites.
Imposible era resolver con acierto si estábamos sobre una gran isla o sobre el continente antártico.
Verdad es que, fijando atentamente en la dirección Este el anteojo marino, el capitán Len Guy creyó advertir algunos vagos contornos entre las fieras brumas.
—Vean ustedes —nos dijo.
El contramaestre y yo tomamos el instrumento y miramos cuidadosamente.
—Me parece —dijo Hurliguerly— que allí hay como una apariencia de costa.
—Así lo creo —respondí.
—Se trata, pues, de un estrecho, al través del cual la deriva nos ha conducido —concluyó el capitán Len Guy.
—Un estrecho —añadió el contramaestre— que la corriente recorre de Norte a Sur, y después de Sur a Norte.
—Entonces ¿cortará en dos el continente polar? —pregunté.
—No hay duda —respondió el capitán Len Guy.
—¡Ah!… ¡Si tuviéramos nuestra Halbrane!… —exclamó Hurligueriy.
Sí… A bordo de la goleta y hasta sobre el ice–berg —ahora, en la costa, como un navío desamparado— hubiéramos podido subir aun algunos centenares de millas, tal vez hasta el banco de hielo…, tal vez hasta el círculo antártico…, tal vez hasta las tierras vecinas… ¡Pero sólo poseíamos una frágil canoa, que apenas podía contener una docena de hombres, y éramos veintitrés!
No había más que volver a descender hacia la ribera, regresar a nuestro campamento, transportar las tiendas al litoral y tomar las medidas necesarias en vista de la invernada que las circunstancias iban a imponernos.
No hay que decir que el suelo no mostraba huella alguna de pasos humanos ni vestigio de habitantes. Podríamos afirmar que los sobrevivientes de la Jane no habían puesto el pie sobre aquella tierra, sobre aquel «dominio inexplorado», como le calificaban los mapas más modernos. Ni ellos… ni nadie, y no sería allí donde Dirk Peters encontraría las huellas de Arthur Pym.
Y esto resultaba igualmente de la quietud que mostraban los únicos seres vivientes de aquella comarca, que no se asustaban al vernos. Ni las focas, ni las morsas se zabullían en aquellas aguas; los petreles y los cormoranes no huían; los pingüinos permanecían inmóviles en fila, viendo, sin duda, en nosotros volátiles de una especie particular. Sí. Era la vez primera que el hombre aparecía ante sus ojos, prueba de que jamás abandonaban la tierra aquella para aventurarse en más bajas latitudes.
De vuelta a la ribera, el contramaestre descubrió, no sin cierta satisfacción, varias espaciosas cavernas vaciadas en el granito, bastante grandes, unas para alojarnos, otras para guardar el cargamento de la Halbrane. Cualquiera que fuese la decisión que tomáramos ulteriormente, nada mejor podíamos hacer que almacenar allí nuestro material y proceder a una primera instalación.
Después de haber subido por las pendientes del ice–berg hasta el campamento, el capitán Len Guy ordenó a sus hombres que se reunieran. Ni uno faltó, a no ser Dirk Peters, que, había roto decididamente toda clase de relaciones con los demás tripulantes. Pero en lo que a él se refería, ni en el estado de su alma, ni en su actitud, en caso de rebelión, había temor que sentir. El estaría al lado de los leales, en contra de los rebeldes, y en cualquier circunstancia podríamos contar con él.
Cuando el círculo estuvo formado, el capitán Len Guy se expresó sin dejar ver síntoma de abatimiento. Hablando a sus compañeros, él les presentó la situación reducida a decimales, por así decirlo. La necesidad que en primer lugar se imponía, de bajar el cargamento a tierra y arreglar una de las cavernas del litoral. Respecto a la cuestión de alimentos, afirmación de que los víveres, harina, carne en conserva; legumbres secas, bastarían para todo el invierno, por largo y riguroso que este fuera. Respecto a la cuestión de combustible, declaración de que el carbón no faltaría a condición de no derrocharle, y que sería posible economizarle, pues bajo la cubierta de nieve y hielo, los invernantes pueden desafiar los grandes fríos de la zona polar.
Sobre estos dos puntos el capitán dio su dictamen, bastante para alejar toda inquietud. Jem West aprobó su lenguaje.
Quedaba una tercera cuestión; de gran importancia y propia para excitar los celos y la cólera de la tripulación.
Se trataba de decidir de qué manera sería empleada la única embarcación de que podíamos disponer.
¿Convenía reservarla para las necesidades de la invernada, o servirse de ella para volver hacia el banco de hielo?
El capitán Len Guy no quería resolver. Pidió únicamente que la decisión se dejase para veinticuatro o cuarenta y ocho horas después.
No se debía olvidar que la canoa, cargada con las provisiones necesarias para una larga travesía, no podía contener más que once o doce hombres. Era, pues, preciso proceder a la instalación de los que quedarían en la costa si la partida de la canoa se efectuaba, y, en este caso, la suerte designaría a los que habían de embarcar.
El capitán Len Guy declaró entonces que ni Jem West, ni el contramaestre, ni yo, ni él, reclamaríamos privilegio alguno, y que seguiríamos la suerte común. Los dos maestros de la Halbrane, Martín Holt o Hardie, eran perfectamente capaces para conducir la canoa hasta los lugares de pesca, que tal vez los balleneros no habrían aun abandonado.
Por lo demás, los que partieran no olvidarían a los que dejaban invernando en el paralelo 86, y al volver el verano fletarían un barco a fin de recoger a sus compañeros.
Todo esto fue dicho —lo repito— en tono tan tranquilo como firme.
Debo hacerlo esta justicia: la figura del capitán Len Guy engrandecía con la gravedad de las circunstancias.
Cuando terminó de hablar —sin haber sido interrumpido ni aun por Heame—, nadie hizo la menor observación. Ni ¿cuál podía hacerse, puesto que, llegado el caso de embarcarse alguno en la canoa, la suerte había de decidir?
Llegada la hora del descanso, todos regresaron al campamento, y tomaron su ración, preparada por Endicott, durmiéndose por última vez bajo las tiendas.
Dirk Peters no había reaparecido, y en vano procuré reunirme a él.
Al día siguiente, 7 de Febrero, la gente se puso a trabajar animosamente.
El tiempo era bueno, la brisa débil, el cielo estaba ligeramente brumoso, la temperatura soportable —46° (7° 78 c. sobre cero).
En primer lugar, la canoa fue descendida a la base del ice–berg con todas las precauciones que la operación exigía. Desde dicho punto los hombres la sacaron a seco, sobre una pequeña playa, al abrigo de la resaca. En perfecto estado, se podía esperar que prestaría buen servicio.
El contramaestre se ocupó en seguida del cargamento, así como del material que provenía de la Halbrane, mobiliario, velamen, trajes, utensilios, instrumentos.
En el fondo de una caverna, estos objetos no estarían expuestos al naufragio o demolición del ice–berg. Las cajas de conserva, los sacos de harina y de legumbres, los frascos de vino, whisky, ginebra y cerveza fueron transportados al litoral.
Yo había trabajado en todo como el capitán Len Guy y el lugarteniente, pues este trabajo del primer momento no sufría ningún retraso.
Debo hacer notar que Dirk Peters fue aquel día a echar una mano, pero a nadie dirigió la palabra.
Ignoro si había o no renunciado a la esperanza de encontrar a Arthur Pym.
El 8, el 9 y el 10 de Febrero nos ocupamos en la instalación, que quedó terminada en la tarde de este último día. El cargamento fue colocado en el interior de una amplia gruta, a la que se llegaba por estrecha abertura. Confinaba con la que debía servirnos de habitación, y en la que, por consejo del contramaestre, Endicott dispondría su cocina. De esta manera aprovecharíamos el calor del horno, que serviría para preparar los alimentos y para calentar la caverna durante aquellos largos días, o más bien larga noche del invierno austral.
Desde el 8 por la tarde habíamos tomado posesión de aquella caverna, de secas paredes, alfombra de fina arena, y suficientemente alumbrada por su orificio de entrada.
Situada junto a una fuente, su orientación debía ponerla al abrigo de los terribles rafales y las tormentas de nieve de la mala estación. De cabida superior a la que ofrecían los puestos de la goleta, pudo contener los catres, mesas, armarios, sillas, y el mobiliario suficiente para pasar algunos meses del invierno.
Mientras se trabajaba en la instalación, nada sospechoso sorprendí en la actitud de Heame y de los reclutados en las Falklands.
Todos dieron prueba de sumisión a la disciplina y desplegaron actividad loable. Sin embargo, el mestizo siguió guardando la canoa, de la que hubiera sido fácil apoderarse en la playa.
Hurliguerly, que vigilaba particularmente al sealing–master y a sus camaradas, parecía tranquilizado con motivo de sus disposiciones actuales.
En todo caso, no se tardaría en resolver lo que conviniera respecto a la partida de los que fueran designados por la suerte.
En efecto: estábamos a 10 de Febrero. Pasados un mes o seis semanas, la campaña de pesca habría terminado en la vecindad del círculo antártico. Y de no encontrar a los balleneros, admitiendo que hubiesen podido franquear el banco de hielo y el círculo polar, nuestra canoa no hubiera podido afrontar el Pacífico hasta las riberas de la Australia o de Nueva Zelanda.
Aquella noche, después de reunir a todos, el capitán Len Guy declaró que la cuestión sería discutida al día siguiente, añadiendo que, si se resolvía afirmativamente, se echaría a suerte en seguida.
Esta proposición no produjo respuesta alguna, y, en mi opinión, no habría discusión seria más que para decidir si se efectuaba o no la partida.
Era tarde. Una semiobscuridad reinaba fuera, pues a aquella fecha el sol estaba ya al ras del horizonte, bajo el que pronto iba a desaparecer.
Yo me había echado vestido sobre la colchoneta, y dormía hacía varias horas, cuando fui despertado por gritos que estallaron a poca distancia.
Me levanté de un salto y lánceme fuera de la caverna, al mismo tiempo que el capitán y el lugarteniente, a los que también había despertado el ruido.
—¡La canoa!… ¡La canoa!… —exclamó de repente Jem West.
La canoa no estaba en el sitio en que la guardaba Dirk Peters.
Después de haberla lanzado a la mar, tres hombres se habían embarcado en ella con barriles y cajas, mientras que otros diez procuraban sujetar al mestizo.
Allí estaba Hearne, y también Martín Holt, que, por lo que me pareció, no tomaba intervención directa.
¡De modo que aquellos miserables quedan apoderarse de la embarcación y partir antes de que la suerte hubiera designado!
¡Querían abandonarnos!
En efecto: habían logrado sorprender a Dirk Peters, y le hubieran matado a no defender él su vida en terrible lucha.
En presencia de aquella revuelta, conociendo nuestra inferioridad numérica e ignorando si podían contar con los antiguos tripulantes, el capitán Len Guy y el lugarteniente volvieron a entrar en la caverna, a fin de tomar sus armas para reducir a la impotencia a Hearne y a sus cómplices, que estaban armados.
Iba yo a hacer lo mismo, cuando unas palabras que oí me dejaron inmóvil.
Anonadado por el número, el mestizo acababa de ser derribado en tierra. Pero en este instante, como Martín Holt, por gratitud hacia el hombre que le había salvado la vida se lanzase a su socorro, Hearne le gritó:
—¡Déjale… y vente con nosotros! El maestro velero pareció dudar.
—Sí…, déjale… —añadió Hearne—. Deja a Dirk Peters, que es el asesino de tu hermano.
—¡El asesino de mi hermano! —exclamó Martín Holt.
—¡De tu hermano muerto a bordo del Grampus!
—¡Muerto por Dirk Peters!
—¡Sí… muerto y devorado…, devorado!… —repitió Heame, que aullaba más que pronunciaba tales palabras.
Y a una señal suya, dos de sus compañeros cogieron a Martín Holt y le transportaron a la canoa dispuesta para marchar.
Heame se precipitó en seguida en ella con todos aquellos a los que había asociado a aquel acto abominable.
En este momento Dirk Peters se levantó de un salto y cayó sobre uno de los rebeldes en el punto en que este se disponía a entrar en la canoa, le alzó en sus membrudos brazos, y haciéndole girar sobre su cabeza, le rompió el cráneo contra una roca…
Sonó un tiro… El mestizo, herido en la espalda por la bala de Heame, cayó sobre la arena, mientras que la embarcación era vigorosamente impulsada mar adentro.
El capitán Len Guy y Jem West salían entonces de la caverna (toda la anterior escena apenas había durado cuarenta segundos), y corrieron al extremo de la punta, al mismo tiempo que el contramaestre, Hardie y los marineros Francis y Stem.
La canoa, arrastrada por la corriente, se encontraba ya a una encabladura, y la marea descendía con rapidez.
Jem West se echó el fusil a la cara, hizo fuego, y uno de los marineros cayó al fondo de la embarcación.
Un segundo disparo, hecho por el capitán Len Guy, rozó el pecho del sealing–master, y la bala se perdió contra los bloques en el momento en que la canoa desaparecía tras el ice–berg.
No quedaba más que ir al otro lado de la punta, a la que la corriente aproximaría sin duda a aquellos miserables antes de arrastrarlos en dirección del Norte. Si pasaban a tiro de fusil, si un nuevo disparo tocaba al sealing–master…, muerto él… o herido, ¿se decidirían tal vez sus compañeros a volver?
Transcurrió un cuarto de hora.
Cuando la embarcación se mostró al dar la vuelta a la punta, era a tal distancia, que nuestros disparos no podrían tocarla.
Ya Hearne había hecho izar la vela, y arrastrada a la vez por la corriente y la brisa, la canoa no fue bien pronto más que un punto blanco que no tardó en desaparecer.