¡Embrutecidos, sí! ¡Quedamos como embrutecidos, después que la goleta, arrastrada como la roca de una avalancha, desapareció en el abismo!
¡Nada restaba de nuestra Halbrane! Un momento antes, a cien pies en el aire, y ahora a quinientos en las profundidades de la mar. ¡Si!… ¡El embrutecimiento, que no nos permitía pensar en los peligros del porvenir! ¡El embrutecimiento de las mentes que no pueden dar crédito a lo que ven sus ojos!…
Después, vino la postración como consecuencia natural. No hubo ni un gesto, ni un grito… Permanecimos inmóviles sobre el suelo de hielo… No hay frase alguna que pueda pintar el horror de aquella situación.
Cuando la goleta se hundió en el abismo, vi que una gruesa lágrima caía de los ojos de Jem West. ¡Hundida aquella goleta, a la que tanto amaba! ¡Sí… aquel hombre tan enérgico… lloró!
Tres de los nuestros acababan de perecer… —¡y de qué manera más horrible! Rogers y Gratián, dos de nuestros más fieles marineros… Yo les había visto tender los brazos al vacío…, y hundirse después con la goleta… ¡Y aquel otro de las Falklands, un americano, aplastado al paso, y del que no quedaba más que una masa informe, que yacía en un mar de sangre!… ¡Tres nuevas víctimas más, desde hacía diez días, que inscribir en la necrología de la funesta campaña! ¡Ah, la fortuna, que nos había favorecido hasta el momento en que la Halbrane fue arrancada a su elemento, nos asestaba ahora sus más furiosos golpes! Y de todos, ¿no sería el último el golpe mortal?
El silencio fue roto por gran tumulto de gritos de desesperación, que justificaba aquella irremediable desgracia. Más de uno pensaba, sin duda, que hubiese sido preferible hallarse a bordo de la Halbrane, cuando ella rebotaba sobre los flancos del ice–berg. ¡Todo hubiera concluido como para Rogers y Gratián! ¡Aquella expedición insensata hubiera tenido el único desenlace que merecían tantas temeridades y tantas imprudencias!
Al fin, el instinto de conservación les arrastró, y a excepción de Hearne, que, separado de los demás, afectaba silencio, sus camaradas gritaron:
—¡A la canoa! ¡A la canoa!… Aquellos desdichados estaban fuera de sí… El espanto les extraviaba. Acababan de lanzarse hacia la quebradura, donde nuestra única embarcación, insuficiente para todos, había sido puesta al abrigo desde que se efectuó la operación de descargar la goleta.
El capitán Len Guy y Jem West se lanzaron fuera del campamento. Me reuní a ellos al momento, seguido por el contramaestre. Estábamos armados y decididos a hacer uso de nuestras armas. Era preciso impedir que aquellos furiosos se apoderasen de la canoa… No ahora propiedad de algunos, sino de todos…
—¡Aquí, marineros! —dijo el capitán Len Guy.
—¡Aquí —repitió Jem West— o hago fuego sobre el primero que avance un paso más!
Ambos, con los brazos extendidos, les amenazaban con sus pistolas. El contramaestre les apuntaba con su fusil. Yo tenía mi carabina dispuesta a echármela a la cara. ¡Fue en vano! Aquellos locos no escuchaban nada, no querían escuchar, y uno de ellos, en el momento en que franqueaba el último bloque, cayó herido por la bala del lugarteniente. Sus manos no pudieron agarrarse al talud y, rodando por los témpanos, desapareció en el abismo.
¿Era aquel el principio de una carnicería? ¿Iban los otros a hacerse matar? Los tripulantes antiguos, ¿se unirían a los nuevos?
Pude notar en este momento que Hardie, Martín Holt, Francis, Burry y Stern dudaban en colocarse a nuestro lado, mientras Hearne, inmóvil a algunos pasos de allí, se guardaba de hacer señal que animase a los rebeldes.
No podíamos dejar a estos dueños de la canoa, dueños de embarcarse en ella diez o doce; dueños, en fin, de abandonarnos sobre aquel ice–berg, y en imposibilidad de volver a darnos a la mar.
Y, como en el último grado del terror, inconscientes del peligro, sordos a las amenazas, iban a tocar a la embarcación, un segundo tiro, disparado por el contramaestre, alcanzó a uno de los marineros, que cayó muerto con el corazón atravesado.
¡Un americano y un fuegiano menos que contar entre los más decididos partidarios del sealing–master!
Entonces, ante la canoa, apareció un hombre.
Era Dirk Peters, que había subido por la pendiente opuesta.
El mestizo puso una de sus enormes manos sobre la roda, y con la otra hizo señales a los furiosos para que se alejaran.
Con Dirk Peters allí, no teníamos necesidad de volver a hacer uso de nuestras armas: él bastaba para defender la barca.
Efectivamente; como cinco o seis marineros avanzaran, él se dirigió a ellos, cogió al más próximo por la cintura, le subió y lo envió rodando a diez pasos; y no pudiendo agarrarse a nada aquel desdichado, hubiese caído al mar si Heame no hubiere acudido en su auxilio, cogiéndola al paso.
¡Bastante era con los dos muertos por las balas!
Ante la intervención del mestizo, la rebelión cesó repentinamente. Además nosotros llegamos junto a la canoa, y con nosotros aquellos de nuestros hombres cuya vacilación no había sido duradera.
El capitán Len Guy con los ojos brillantes y seguido de Jem West, con voz terrible, exclamó:
—Debería trataros como a malhechores, y, no obstante, sólo quiero miraros como locos… Está canoa no es de nadie: ¡es de todos! Ahora es nuestro único medio de salvación… y habéis querido robarla… robarla miserablemente… Entended bien… lo que por última vez os repito… ¡La canoa de la Halbrane es la misma Halbrane! ¡Yo soy su capitán, y desdichado del que no me obedezca!
Y al pronunciar estas últimas frases, el capitán Len Guy miraba a Hearne… Por lo demás, este no había figurado en la última escena (ostensiblemente al menos). Sin embargo, nadie dudaba que hubiese inspirado a sus compañeros el pensamiento de apoderarse de la canoa y que proyectase excitarles aun.
—¡Al campamento! —dijo el capitán. Tú, Dirk Peters, quédate aquí.
Por toda respuesta el mestizo movió su gruesa cabeza y se instaló en su puesto.
La tripulación volvió al campamento sin la menor resistencia. Unos se extendieron sobre sus petates; otros se dispersaron por los alrededores.
Hearne no intentó reunirse a ellos ni acercarse a Martín Holt.
Al presente los marineros estaban reducidos a la ociosidad, y no quedaba más que examinar aquella situación y ver los medios de salir de ella.
El capitán Len Guy, el lugarteniente y el contramaestre se reunieron en consejo, y yo me uní a ellos.
El capitán empezó diciendo:
—Hemos defendido nuestra canoa, y continuaremos defendiéndola…
—¡Hasta la muerte! —declaró Jem West.
—¿Quién sabe si pronto nos veremos obligados a embarcarnos en ella? —dije.
—En ese caso —añadió el capitán Len Guy—, como todos no cabríamos en ella, habría necesidad de elegir. La suerte destinaría a los que debían partir, y yo sería uno de tantos.
—¡Aun no ha llegado ese caso, qué diablo! —respondió el contramaestre—. El ice–berg es sólido, y no hay temor de que se funda antes del invierno.
—No —afirmó Jem West—; no es de temer… Lo que es preciso es vigilar la canoa, y también los víveres…
—¡Es una suerte que hayamos puesto el cargamento en seguridad! —dijo Hurligueriy—. ¡Pobre y querida Halbrane!… ¡Quedará en estos mares como la Jane… su hermana mayor!…
—Sí —pensaba yo—, y por diferentes causas; la una, destruida por los salvajes de Tsalal; la otra, por una de esas catástrofes que ningún poder humano consigue evitar.
—Tienes razón, Jem —dijo el capitán. Sabremos impedir que nuestros hombres se entreguen al pillaje. Tenemos víveres para más de un año, sin contar con la pesca…
—Y es preciso tanta más vigilancia respondió el contramaestre, cuanto que ya he visto rondar en tomo de los barriles de whisky y de ginebra…
—¿Y de qué no serían capaces esos desdichados en los furores de la embriaguez? —exclamó.
—Yo tomaré medidas respecto a este punto —dijo el lugarteniente.
—Pero —pregunté yo entonces—, ¿nos veremos obligados a invernar en este ice–berg?
—¡El cielo nos guarde de tan terrible eventualidad! —respondió el capitán Len Guy.
—Después de todo, si fuera preciso, ya veríamos de arreglarnos, señor Jeorling —dijo el contramaestre—. Haríamos cuevas en el hielo, de forma que pudiéramos soportar los rigores del frío polar, y mientras tuviéramos con qué apaciguar el hambre…
En aquel momento, se presentaron a nuestra imaginación las abominables escenas de las que el Grampus fue teatro, y en la que Dirk Peters mató a Ned Holt, el hermano de nuestro maestro velero.
¿Llegaríamos alguna vez tales extremos?
Sin embargo, antes de proceder a las instalaciones de una invernada para siete u ocho meses, ¿no sería lo mejor abandonar el ice–berg, si era posible?
Sobre este punto llamé la atención del capitán Len Guy y de Jem West.
La respuesta a esta pregunta era difícil, y, fue precedida de largo silencio. Al fin, el capitán Len Guy dijo:
—¡Ese será el mejor partido; y si nuestra embarcación pudiera contenemos con todas las provisiones necesarias para un viaje que había de durar tres o cuatro semanas por lo menos!, yo no dudaría en volver a darnos al mar para tomar la dirección Norte.
—Pero —hice observar— nos veríamos obligados a navegar contra el viento y contra, la corriente, y apenas si nuestra goleta podría conseguirlo… mientras que continuando hacia el Sur…
—¿Hacia el Sur? —repitió el capitán Len Guy, que me miró como si hubiera querido leer hasta el fondo de mi pensamiento.
—¿Por qué no? —respondí—. Si el iceberg no hubiera sido detenido en su marcha, tal vez hubiera derivado hasta alguna tierra en esta dirección…; —y lo que el ice–berg hubiera hecho—, ¿no podría hacerlo la canoa?
El capitán Len Guy sacudió la cabeza y no respondió. Jem West tampoco dijo nada.
—¡Eh!… Nuestro ice–berg acabará por levar el ancla —replicó Hurligueriy—. Así, lo más seguro es esperar, puesto que la canoa no puede llevar a los veintitrés que somos.
—No es preciso que los veintitrés se embarquen —insistí—. Bastaría con que cinco o seis de los nuestros reconociesen el largo en una distancia de 12 a 15 millas, dirigiéndose al Sur.
—¿Hacia el Sur? —repitió el capitán Len Guy.
—Sin duda, capitán —añadí—. Usted no ignora que los geógrafos admiten que las regiones antárticas están constituidas por un casquete continental.
—Los geógrafos nada saben de esto, ni nada pueden saber —respondió fríamente Jem West.
—También —dije— es de lamentar que no intentemos resolver la cuestión del continente polar estando tan cerca.
No creí conveniente insistir más, en aquel momento al menos.
Aparte esto, el envío de nuestra única embarcación a descubrir tierra presentaba peligros, ya porque la corriente la arrastrara lejos, ya porque no volviese. Efectivamente, si el iceberg se separaba del fondo y continuaba su interrumpida marcha, ¿qué sería de los hombres embarcados en la canoa?
Gran desgracia era que la barca fuera demasiado pequeña para albergarnos a todos con las provisiones suficientes. De los antiguos tripulantes quedaban diez hombres, contando a Dirk Peters; de los nuevos trece, o sea un total de veintitrés. Once o doce personas era el máximo de los que nuestra canoa podía contener; así, pues, once de nosotros hubieran tenido que ser abandonados sobre el islote de hielo…, los que la suerte designara. Y ¿qué sería de ellos?
Con este motivo, Hurliguerly hizo una reflexión que valía la pena de tenerse en cuenta.
—Después de todo —dijo—, no sé si los que se embarcaran serían más favorecidos por la suerte que los otros. Por lo que a mí se refiere, dejaría con mucho gusto mi plaza al que la quisiera.
¿Tendría tal vez razón el contramaestre? En mi pensamiento, cuando yo pedía que la canoa fuese utilizada, no era más que para efectuar un reconocimiento al largo del ice–berg. En fin, como conclusión, decidióse tomar las disposiciones necesarias en vista de una invernada, aun cuando nuestra montaña se pusiera en deriva.
—Eso será duro de aceptar por nuestros hombres —declaró Hurligueriy.
—No hay más remedio —respondió el lugarteniente—, y desde hoy a la faena.
¡Triste día aquel en que fueron comenzados los preparativos!
A decir verdad, no vi más que uno que se resignara sin queja: Endicott. El negro poco cuidadoso del porvenir, de carácter frívolo, como todos los de su raza, se resignaba fácilmente con su suerte, resignación que tal vez constituye la verdadera filosofía. Por lo demás, tratándose de cocinar, le importaba poco que fuese en uno u otro lado, desde el momento en que los hornillos estaban instalados en alguna parte.
Sonriendo dijo a su amigo el contramaestre:
—Por fortuna, mi cocina no se ha ido al fondo con la goleta, y tú verás, Hurligueriy, cómo confecciono platos tan excelentes como a bordo de la Halbrane…, claro es que mientras no falten provisiones.
—¡Bah!… No faltarán tan pronto, Endicott —respondió el contramaestre—. No es el hambre lo que hemos de temer, sino el frío, un frío que lo convierte a uno en hielo desde que se deja de bailar el zapateado… ¡Si tuviéramos aun algunas toneladas de carbón!… Pero ¡ea!… Mal contado, no hay más que para hacer hervir el caldero.
—¡Y este es, sagrado! —exclamó Endicott—. ¡Prohibido tocar a él! ¡La cocina ante todo!
—He aquí. Satanás negruzco, por qué tú no piensas en quejarte. ¡Estás seguro de calentarte las patas junto a tu horno!
—¡Qué quieres! Se es cocinero o no… Cuando se es se aprovecha, y yo te guardaré un sido ante la hornilla.
—¡Bien, bien, Endicott!… Pero cada uno tendrá su tumo. ¡Nada de privilegios, ni aun para un contramaestre! No le hay más que para ti, bajo pretexto de que estás entregado a las manipulaciones de la comida… En fin, preferible es no tener el temor del hambre. El frío se puede combatir y soportar. Haremos agujeros en el ice–berg. ¿Por qué no hemos de habitar en una morada común, en una gruta, que abriremos a golpes de pico? He oído decir que el hielo conserva el calor. Pues bien; que conserve el nuestro, y nada más pido…
Llegó la hora de volver al campamento y dormir. Dirk Peters, a solicitud suya, quedó guardando la goleta, y nadie pensó en disputarle el puesto.
El capitán Len Guy y Jem West no volvieron a sus tiendas hasta asegurarse de que Hearne y sus compañeros estaban en sus sitios de costumbre.
Yo me acosté. No puedo decir cuánto tiempo dormí, ni qué hora era cuando rodaba por el suelo por efecto de violenta sacudida.
¿Qué sucedía? ¿Era una nueva voltereta del ice–berg?
En un segundo estuvimos todos en pie; después fuera de las tiendas, en plena claridad de aquella noche polar: otra masa flotante de enormes dimensiones acababa de chocar contra nuestro ice–berg, que había «levado ancla», como dicen los marinos, y derivaba hacia el Sur.