XXIV
EL GOLPE DE GRACIA

—¡A la faena! —había dicho el capitán Len Guy, y desde la tarde de aquel día, todos se pusieron animosamente a ella.

No había tiempo que perder. Todos comprendían que la cuestión del tiempo era la más importante de todas. Respecto a los víveres, la goleta poseía los suficientes para diez y ocho meses sin tener que acortar la ración. De forma que el hambre no era de temer, ni la sed tampoco, por más que las cajas de agua, rotas en la sacudida, hubiesen dejado escapar el líquido que contenían.

Afortunadamente, los toneles de ginebra, de whisky, de cerveza y de vino colocados en la parte de la cala que había sufrido menos, estaban casi intactos. Por esta parte nada teníamos que lamentar, y ice–berg iba a suministrarnos agua dulce.

Se sabe que los témpanos, ya estén formados por agua dulce o por agua del mar, están desprovistos de sal. Al transformarse los líquidos en sólidos, se elimina el cloruro de sodio. Es, pues, de poca importancia que el agua potable se obtenga de los témpanos, de una u otra procedencia, por más que se debe preferir la que proviene de ciertos bloques, fáciles de conocer por su coloración casi verdosa y su perfecta transparencia. La lluvia solidificada es la más conveniente para bebida.

Seguramente, por su costumbre de visitar los mares polares, nuestro capitán hubiese reconocido sin esfuerzo los bloques de esta especie. Pero tratándose del iceberg sobre el que estábamos era difícil, pues la parte sumergida antes de la vuelta era lo que actualmente emergía.

La primera decisión del capitán Len Guy y de Jem West fue desembarcar todo lo que estaba a bordo, a fin de aligerar a la goleta. Arboladura y aparejo fueron desmontados y transportados después al témpano. Importaba dejar el menos peso posible, y quitar hasta el lastre, en vista de la difícil y peligrosa operación del lanzamiento. Preferible era que la partida se retardase algunos días si tal operación debía practicarse en mejores condiciones.

La operación de volver a cargar se efectuaría en seguida sin grandes dificultades.

Además de esta razón, había otra no menos seria. Efectivamente, hubiera sido inexcusable imprudencia dejar las provisiones en la cala de la Halbrane, dada la situación poco segura de esta sobre el flanco del ice–berg. Si los bloques se movían, ¿no le faltaría a la goleta un punto de apoyo? ¡Y entonces con ella desaparecerían las provisiones que debían asegurar nuestra existencia!

Aquel día se empleó en descargar las cajas de carne en conserva, las legumbres secas, harinas, galleta, té, café, barriles de ginebra, de whisky, de vino y de cerveza, que fueron colocadas en sitio seguro, en las anfractuosidades próximas a la Halbrane.

Hubo también que prevenir a la embarcación contra todo accidente, y añadiré que también contra el posible intento de Hearne y algunos otros de su bando, que tal vez pretendiesen apoderarse de ella con el objeto de volver a tomar el camino del banco de hielo.

La canoa mayor, con su juego de remos, su timón, sus mástiles y velas fue, pues, colocada a treinta pies de la parte izquierda de la goleta, en el fondo de una cavidad que se tendría cuidado de vigilar. Durante el día no había nada que temer. Durante la noche, o mejor dicho durante las horas destinadas al sueño, el contramaestre u otro de los maestros harían guardia cerca de la cavidad, y podíamos tener la seguridad de que la embarcación estaría al abrigo de un mal golpe.

Los días 19, 20 y 21 de Enero fueron empleados en el doble trabajo del transporte del cargamento y del desarbolo de la Halbrane. Se eslingaron los bajos mástiles por medio de vergas en escora.

Más tarde Jem West vería de reemplazar los mástiles de flecha y gavia, y en todo caso no serían indispensables para volver ya a las Falklands, y a cualquier otro punto propio para invernar.

No hay que decir que el campamento había sido establecido sobre el banco de que he hablado, no lejos de la Halbrane. Varias tiendas construidas con velas, sujetas con pernios, cubriendo los lechos de los camarotes y del puesto, ofrecían suficiente abrigo contra las inclemencias atmosféricas, ya frecuentes en aquella época del año. El tiempo, por lo demás, era bueno y favorecido por una brisa permanente del Nordeste y la temperatura de 46° (9° 75 c. sobre cero). La cocina de Endicott fue instalada en el fondo del banco junto a un machón, cuya pendiente muy alargada permitía tocar la extrema cima del ice–berg.

Preciso es reconocer que durante estos tres días de un trabajo de los más fatigosos, nada hubo que reprochar a Heame. El sealing–master sabía que era objeto de especial vigilancia, como sabía que el capitán no toleraría que provocase la insubordinación entre sus camaradas. Era de lamentar que sus malos instintos le llevasen a desempeñar aquel papel, pues su vigor, su destreza y su inteligencia hacían de él un hombre precioso, y nunca se mostró más útil que en aquellas circunstancias. ¿Habíanse despertado en él los buenos sentimientos? ¿Había comprendido que del común esfuerzo dependía la salvación común? Lo ignoro, pero no tenía confianza en él, ni Hurliguerly tampoco.

No es preciso que insista en el ardor que el mestizo desplegaba en aquellos rudos trabajos, siendo siempre el primero en la faena, haciendo la obra de cuatro, durmiendo apenas algunas horas y no descansando más que en el momento de las comidas, que hacía solo. Apenas me había dirigido la palabra desde que la goleta había sufrido el accidente. ¿Y qué hubiera podido decirme? ¿No pensaba yo como él, que era preciso renunciar a toda esperanza de continuar la desdichada empresa?

Algunas veces yo veía a Martín Holt y al mestizo, el uno junto al otro, ocupándose en alguna difícil maniobra. Nuestro maestro velero no desaprovechaba ninguna ocasión de aproximarse a Dirk Peters, que huía de él por las razones que se saben. Y cuando yo pensaba en la confidencia que el mestizo me había hecho con motivo del referido Parker, el propio hermano de Martín Holt, en la espantosa escena del Grampus, sentíame sobrecogido de profundo terror. No dudaba yo que, descubierto el secreto, el mestizo se convertiría en objeto de repulsión.

Se olvidaría que era el salvador del maestro velero, y este, al saber que, su hermano… Felizmente, solamente, Dirk Peters y yo poseíamos el secreto.

Mientras el descargamento de la Halbrane se efectuaba, el capitán Len Guy y el lugarteniente estudiaban la cuestión del lanzamiento, cuestión que ofrecía grandes dificultades. Tratábase de poner a nivel aquella altura de un centenar de pies donde estaba la goleta y el mar, por medio de un lecho abierto siguiendo un trazado oblicuo sobre el flanco Oeste del ice–berg. Así, que mientras una cuadrilla designada por el contramaestre se ocupaba en descargar la goleta, otra, a las órdenes de Jem West, comenzó el trazado entre los bloques que erizaban aquella parte de la montaña flotante.

¿Flotante? No sé por qué me sirvo de esta palabra, pues la montaña no flotaba. Inmóvil como un islote, nada autorizaba a creer que derivase nunca. Otros ice–bergs pasaban en gran número al largo, dirigiéndose al Sudeste, mientras el nuestro permanecía al pairo, para emplear la expresión de Dirk Peters. ¿Se minaría lo bastante su base para separarse del fondo submarino? ¿Chocaría con él alguna pesada masa de hielo y lo separaría al choque?

Nadie lo podía prever, y no se debía contar más que con la Halbrane para abandonar definitivamente aquellos parajes.

Los diversos trabajos mencionados duraron hasta el 24 de Enero. La atmósfera estaba en calma, la temperatura no bajaba; la columna termométrica había ganado dos o tres grados. El número de los ice–bergs que venían del Noroeste aumentaba; un centenar, el choque con los cuales podría traer las más graves consecuencias.

Hardie habíase puesto a trabajar en la recomposición del casco, cambiando cabillas, reemplazando cabos de bordaje y calafateando resquebraduras.

Nada faltaba de lo que este trabajo exigía, y teníamos la seguridad de que sería bien ejecutado. En el silencio de aquellas soledades resonaban ahora los martillazos dados sobre los clavos y los golpes para meter y rellenar las quiebras. A estos ruidos uníanse los ensordecedores gritos de las gaviotas, albatros y petreles que volaban sobre la cúspide del ice–berg.

Cuando yo me encontraba a solas con el capitán Len Guy y con Jem West, el principal asunto de nuestra conversación era, como fácilmente se comprende, nuestra situación, los medios de salir de ella, las probabilidades de conseguirlo, etc.

El lugarteniente tenía grandes esperanzas, y de no ocurrir accidente imprevisto estaba seguro de que resultaría bien la operación del lanzamiento. El capitán Len Guy mostrábase más reservado. Por lo demás, ante la idea de que iba a renunciar definitivamente a toda esperanza de encontrar a los sobrevivientes de La Jane, sentía que su corazón se desgarraba.

Y en efecto: cuando la Halbrane estuviera en disposición de darse a la mar, cuando Jem West le preguntara qué camino había de seguir, ¿el capitán se atrevería a responderle: «cabo al Sur»? No; y aquella vez no hubiera sido seguido ni por los nuevos ni por la mayoría de los antiguos tripulantes. Continuar las pesquisas en aquella dirección, elevarse más allá del polo, sin tener la seguridad de tocar el Océano Indico, a falta del Océano Atlántico, hubiera sido demostrar una audacia que ningún navegante se hubiera podido permitir. Si algún continente cerraba la mar por aquel lado, ¿no se hubiera expuesto la goleta a ser arrinconada por la masa de los ice–bergs, quedando en la imposibilidad de separarse de allí antes del invierno austral?

Intentar obtener en tales condiciones que el capitán Len Guy prosiguiese la campaña, hubiera, sido buscar una negativa.

La cosa no era para proponerse, pues se imponía la necesidad de volver al Norte, de no retrasarse un solo día en aquella porción de la mar antártica. Sin embargo, si yo había resuelto no hablar de ello al capitán Len Guy, no desaprovechaba las ocasiones de hacerlo con el contramaestre.

Generalmente, terminada su faena, Hurliguerly se reunía conmigo, y hablábamos, remontándonos a nuestros recuerdos de viaje.

Un día en que estábamos sentados en la cúspide del iceberg con la mirada fija en el horizonte, él dijo:

—¡Quién hubiera pensado, señor Jeorling, estando la Halbrane abandonaba a las Kerguelen, que seis meses y medio después, en esta latitud, ella estaría acostada sobre el flanco de una montaña de hielo!…

—Lo que es más lamentable —respondí—, porque sin este accidente hubiéramos conseguido nuestro objeto y hubiéramos tomado el camino de vuelta.

—Dice usted que hubiéramos conseguido nuestro objeto —respondió el contramaestre—. ¿Entiende usted por eso que hubiéramos encontrado a nuestros compatriotas?

—Tal vez, contramaestre.

—Yo no lo creo, señor Jeorling; por más que este fuese el principal y hasta el único objeto de nuestra navegación al través del Océano polar…

—El único… Sí… Al principio —insinué—. Pero después, las revelaciones del mestizo con motivo de Arthur Pym…

—¡Ah!… ¡Eso le preocupa a usted siempre…, como al bravo Dirk Peters!

—Siempre, Hurliguerly; y ese deplorable, ese imprevisto accidente, nos ha hecho naufragar a la vista del puerto.

—Le dejo a usted sus ilusiones, señor Jeorling: y puesto que cree usted haber naufragado a la vista del puerto…

—¿Por qué no?

—¡Sea, y en todo caso es un famoso naufragio! —declaró el contramaestre—. ¡En vez de dar en un honrado bajo fondo naufragar en el aire!…

—De forma que tengo derecho para decir que es una desdichada circunstancia, Hurligueriy…

—Desdichada, sin duda, y en mi opinión se debe sacar de ella un provechoso consejo…

—¿Cuál?

—Que no es permitido aventurarse tan lejos en estas regiones; y mi opinión es que el Creador prohíbe a sus criaturas encaramarse a los polos de la tierra.

—Sin embargo, ese punto no está ahora más que a unas 60 millas…

—Conformes, señor Jeorling. Sesenta millas…, que significan lo mismo que 1000 cuando no hay medio de franquearlas. Y si el lanzamiento de la goleta no resulta, henos condenados a invernar en una forma que hasta los osos polares rechazarían.

No respondí más que con un movimiento de cabeza. Hurligueriy me preguntó:

—¿Sabe usted en lo que pienso con frecuencia, señor Jeorling?

—¿En qué, contramaestre?

—En las Kerguelen… Seguramente, durante la mala estación se disfruta allí de un hermoso frío. No es grande la diferencia que hay entre aquel archipiélago y las islas situadas en los límites de la mar antártica… ¡Pero en fin…, se está en la proximidad del Cabo, y si le agrada a uno ir a él a calentarse las pantorrillas no hay banco de hielo que corte, el paso! Mientras que aquí, en medio de los hielos, nunca se sabe si se encontrará la puerta abierta.

—Repito, contramaestre, que sin este último suceso, al presente todo hubiera terminado de una o de otra forma. Nos quedarían aun más de seis semanas para salir de los mares australes. En suma: es muy raro que a un barco le suceda lo que a nuestra goleta…, ¡una verdadera desgracia después de haber aprovechado tan felices circunstancias!

—Circunstancias que han terminado, señor Jeorling…, y temo…

—¿Cómo?… ¿Usted también, contramaestre?… ¿Usted, que siempre se ha mostrado tan confiado?…

—La confianza se usa como unos pantalones, señor Jeorling. ¡Qué quiere usted! Cuando me comparo con mi compadre Atkins, instalado en su buena posada; cuando pienso en el Cormorán Verde, en el salón del piso bajo; en las mesitas donde se saborea el whisky y la ginebra con un amigo, mientras la sartén cruje más fuerte que la veleta sobre el tejado…

¡Ah!… No es ventajosa para nosotros la comparación. Y, a mi juicio, Atkins ha entendido mejor la vida…

—¡Eh!… Ya volverá usted a ver a ese digno Atkins, y al Cormorán Verde, y a las Kerguelen… ¡Por Dios, no se desanime…, pues si usted…, un hombre de buen sentido y de resolución, desespera ya!…

—¡Oh! ¡Si sólo se tratase de mí, señor Jeorling, el mal no sería más que a medias!…

—¿Es que la tripulación?…

—Sí… y no —respondió Hurligueriy—; pues conozco a algunos que no están satisfechos…

—¿Ha vuelto Heame a quejarse, y excita a sus compañeros?

—No, abiertamente al menos, señor Jeorling…, y desde que le vigilo nada ha visto ni oído. El sabe además lo que le espera si saca la pata. De modo que ese bergante ha cambiado sus amuras… Esto, que no me extraña en él, me extraña en nuestro maestro velero…

—¿Qué quiere usted decir, contramaestre?

—Que ambos parecen haberse hecho buenos amigos. Obsérveles usted. Hearne busca a Martín Holt, habla frecuentemente con él, y Martín Holt no le pone mala cara.

—No es Martín Holt hombre que escuche los consejos de Heame, ni que le siga, si el otro intentase sublevar a la tripulación.

—Sin duda, no, señor Jeorling. Sin embargo, me disgusta verlos juntos…, Hearne es hombre peligroso y sin conciencia, y Martín Holt no desconfía de él lo bastante.

—Hace mal…

—Y, espere usted… ¿Sabe usted de qué trataban el otro día en una conversación de la que sorprendí algo? …

—Nunca se las cosas hasta que usted me las dice, Hurligueriy.

—Pues bien. Los oí hablar de Dirk Peters, y Heame decía:

No hay que querer mal al mestizo, Holt, porque no haya respondido jamás a tus preguntas ni haya querido recibir tus gracias. Aunque es una especie de bruto, pose mucho valor, y lo ha probado sacándote de aquel mal lance con peligro de su vida. Además, no olvides que formaba parte de la tripulación del Grampus, con tu hermano Ned, si no estoy equivocado.

—¿Ha dicho eso? —exclamó—. ¿Ha nombrado al Grampus?

—Sí… Al Grampus.

—¿Y a Ned Holt?

—Precisamente, señor Jeorling…

—Y ¿qué ha respondido Martín Holt?… —Ha respondido:

Ignoro en qué circunstancias ha perecido mi desdichado hermano… ¿Ha sido durante una rebelión a bordo?… No creo que haya hecho traición a su capitán… ¿Tal vez ha sido asesinado?…

—Y ¿ha insistido Heame, contramaestre?

—Sí, añadiendo: ¡Es cosa triste para ti, Holt! El capitán del Grampus, según me han dicho, fue abandonado en una canoa con dos o tres de sus hombres…, y ¡quién sabe si tu hermano no estaría con él!…

—¿Y después?

—Después, señor Jeorling, ha añadido: ¿No se te ha ocurrido nunca pedir noticias a Dirk Peters? Sí; una vez —respondió Martín Holt— he preguntado al mestizo sobre el asunto, y nunca he visto a un hombre en tal estado de enervamiento al responderme: «No sé nada… no sé nada…», con voz tan sorda, que apenas podía entenderle…, y ha ocultado la cabeza entre las manos sin añadir palabra…

—¿Es eso todo lo que usted ha oído de la conversación, contramaestre?

—Todo, señor Jeorling, y me ha parecido tan extraña, que, he querido ponerlo, en conocimiento de usted.

—¿Y qué deduce usted de ella?

—Nada, sino es que considero a Hearne como un miserable de la peor especie, capaz de trabajar en secreto para conseguir un mal deseo, al que quería asociar a Martín Holt.

Efectivamente: ¿qué significaba la nueva actitud de Hearne? ¿Por qué pretendía unirse, con Martín Holt, uno de los mejores tripulantes de la Halbrane?

¿Por qué le recordaba las escenas del Grampus? ¿Es que Heame sabía de este asunto más que los otros? ¿Acaso estaba al tanto del secreto, del que el mestizo y yo nos creíamos únicos depositarios?

La cosa no dejó de inquietarme seriamente. Sin embargo, me guardé de decir nada a Dirk Peters. Si este hubiera podido sospechar que Hearne, hablaba de lo que había pasado a bordo del Grampus; si hubiera sabido que aquel miserable, como lo llamaba Hurliguerly, no sin razón, no cesaba de hablar de su hermano Ned a Martín Holt…, ¡sabe Dios lo que sucedería!

En suma, y cualesquiera que fuesen las intenciones de Hearne, era lamentable que nuestro maestro velero, con el que debía estar el capitán Len Guy, tuviese amistad con aquel. El sealing–master tenía ciertamente sus razones para hacer lo que hacía. Cuáles eran, yo no podía adivinarlo. Así es que, aunque la tripulación parecía haber abandonado toda idea de rebelión, se imponía severa vigilancia, especialmente en lo que a Hearne se refería.

Por lo demás, la situación iba a tener fin, por lo menos en lo que concernía a la goleta.

Dos días después, los trabajos estaban terminados. Se había acabado de reparar el casco y de formar el lecho de lanzamiento hasta la base de nuestra montaña flotante.

En aquella época, el hielo estaba ligeramente reblandecido en la superficie superior, por lo que este último trabajo no había exigido grandes esfuerzos. El lecho rodeaba oblicuamente el flanco Oeste del ice–berg, de forma que no ofreciera pendiente demasiado acentuada. Con calabrotes de retención, convenientemente dispuestos, el deslizamiento, al parecer, debía de efectuarse sin desperfectos. Yo más bien temía que la elevación de la temperatura no hiciese menos fácil la operación en el fondo del lecho.

No hay que decir que el cargamento, los mástiles, anclas, cadenas y demás aparatos no habían sido puestos a bordo. El casco era por sí muy pesado, poco manejable, y convenía aligerarla cuanto fuera posible. Cuando la goleta hubiera encontrado su elemento, el armarla de nuevo sería negocio de algunos días.

En la tarde del 28 se tomaron las últimas disposiciones. Había sido preciso apuntalar el lecho en algunos sitios donde la fusión del hielo se acentuaba. Después, desde las cuatro de la tarde, se permitió descansar a todo el mundo. El capitán Len Guy hizo entonces distribuir doble ración a sus hombres, que realmente merecían este suplemento de whisky y de ginebra, pues habían trabajado rudamente durante aquella semana.

Repito que toda tentativa de rebelión parecía haber desaparecido desde que Hearne no excitaba a sus compañeros. Puédese afirmar que toda la tripulación no se preocupaba más que de la capital cuestión del lanzamiento… ¡La Halbrane en la mar significaba la partida… la vuelta!… ¡Verdad que esto, tanto para Dirk Peters como para mí, significaba el definitivo abandono de Arthur Pym!

La temperatura de aquella noche fue de las más elevadas que habíamos experimentado hasta entonces. El termómetro marcó 53° (11° 67 c. sobre cero). También, a medida que el sol comenzaba a aproximarse al horizonte, el hielo se fundía, y mil arroyos serpenteaban por todas partes.

Los más madrugadores estaban de pie a las cuatro. Yo fui uno de ellos. ¡Apenas si había dormido, o imagino que, por su parte, Dirk Peters no había podido tampoco hacerlo, ante la idea desoladora de volver atrás!

La operación del lanzamiento debía comenzar a la diez. Contando con los retrasos posibles y teniendo en cuenta las minuciosas precauciones que convenía tomar, el capitán Len Guy esperaba que aquella quedara terminada antes del fin de aquel día.

Nadie dudaba que al llegar la noche la goleta no hubiera bajado por lo menos a la base del ice–berg.

No hay que decir que todos debíamos ayudar a la difícil maniobra.

A cada uno se le había designado su puesto. Unos para facilitar el deslizamiento con rodillos de madera; los otros, al contrario, para moderar la velocidad, en caso de que la bajada fuera demasiado rápida y que hubiera necesidad de retener el casco por medio de calabrotes y de guindalezas preparados al efecto.

A las nueve terminóse el almuerzo bajo las riendas. Nuestros marineros, siempre confiados, no pudieron impedir el beber un último trago al buen resultado de la operación, y nosotros unimos nuestros vítores, algo prematuros, a los suyos. Por lo demás, las disposiciones habían sido concebidas con tanta sagacidad por el capitán Len Guy y por el lugarteniente, que el lanzamiento presentaba serias probabilidades de resultar.

Íbamos al fin a abandonar el campamento para colocarnos en nuestros puestos respectivos (algunos marineros se encontraban ya en ellos), cuando sonaron gritos de estupefacción y de espanto… ¡Qué horrible espectáculo! Y aunque duró bien poco… ¡qué impresión de terror dejó en nuestras almas!

Uno de los enormes bloques que formaban el asiento de la Halbrane, desequilibrado por la fusión de su base, acababa de separarse; y rodaba dando enormes saltos por encima de los otros…

Un instante después, falta de apoyo la goleta, oscilaba sobre la pendiente.

A bordo, sobre el puente, en la proa, había dos hombres:

Rogers y Gratián… En vano estos desdichados quisieron saltar por la banda… No tuvieron tiempo de hacerlo, y fueron arrastrados en la espantosa caída…

—¡Sí!… ¡Yo lo vi! Vi a la goleta volverse…, deslizarse primero sobre su flanco izquierdo y rebotar de bloque en bloque y precipitarse, al fin, en el vacío.

Un instante después, desfondada, dislocada, el bordaje abierto, las cuadernas rotas, la Halbrane se hundía, haciendo saltar enorme manga de agua al pie del iceberg