Me dirigí a cubierta para ganar el puente. El Capitán Len Guy, que había abandonado su camarote, arrastrábase sobre sus rodillas, tan inclinada estaba la banda, y como pudo fue a agarrarse al listón de barraganete de las empavesadas.
Hacia la proa, entre el castillo y el mástil de mesana, algunas cabezas asomaban entre los pliegues de la trinquete abatida como un toldo caído.
Eran las de Dirk Peters, Hardie, Martín Holt y Endicott, suspendidos a los obenques de estribor.
Es de suponer que en aquel momento el contramaestre y el cocinero hubieran cedido a un 50 por 100 las primas ofrecidas desde el paralelo 84.
Un hombre se arrastró hasta mí, pues la pendiente le impedía mantenerse en pie. Era Hurligueriy. Extendido a lo largo, con los pies apoyados contra el dintel de la puerta, yo no temía deslizarme hasta la extremidad del pasadizo. Ayudé al contramaestre a que se levantara, no sin trabajo.
—¿Qué hay? —le pregunté.
—Un encallamiento, señor Jeorling.
—¿Estamos en la costa? —exclamé.
—Una costa supone una tierra —respondió irónicamente el contramaestre—, y no la hay más que en la imaginación de ese diablo de Dirk Peters.
—En fin…, ¿qué ha sucedido?
—Pues un ice–berg en plena bruma… un ice–berg que no hemos podido evitar.
—¿Un ice–berg, contramaestre?
Un ice–berg que ha elegido este instante para dar una voltereta; al volverse ha encontrado a la Halbrane y la ha levantado como una raqueta a un volante, y henos aquí encallados a una regular centena de pies sobre el nivel de la mar antártica.
¿Hubiera podido imaginarse desenlace más terrible a la aventurada campaña de la Halbrane? En medio de aquellos extremos parajes, nuestro único medio de transporte acababa de ser arrancado de su elemento natural, levantado, por la palanca de un ice–berg, a una altura que pasaba de 100 pies. ¡Sí! Lo repito; ¡qué desenlace! Hundirse en lo más fuerte de una tempestad, ser destruidos en un ataque de salvajes, ser aplastado entre dos témpanos, estos son peligros a los que se expone todo navío que se aventura en los mares polares. Pero que la Halbrane hubiera sido levantada por una montaña flotante en el momento en que esta montaña se volvía, y que hubiese encallado casi en su cima ¡no!, esto pasaba los límites de lo verosímil.
¿Con los medios de que disponíamos conseguiríamos bajar la goleta de aquella altura? Yo lo ignoraba. Lo que sabía era que el capitán Len Guy, el lugarteniente y los antiguos de la tripulación, recobrados del primer espanto, no eran gentes que se desanimaran por terrible que fuera la situación. De esto no tenía yo la menor duda… Sí… Ellos emplearían todos sus esfuerzos para la salvación común. Respecto a las medidas que sería preciso tomar, nadie lo hubiera podido decir aun.
En efecto: un velo de bruma gris envolvía al ice–berg. No se distinguía nada de su masa enorme, a no ser la anfractuosidad en la que la goleta estaba hundida, ni el lugar que ocupaba en medio de aquella flotilla en derivación hacia el Sudeste.
La más elemental prudencia exigía evacuar la Halbrane, cuyo deslizamiento podía ser determinado por alguna brusca sacudida del ice–berg. ¿Estábamos siquiera seguros de la estabilidad de este? ¿No se podía temer que diese otra vuelta? Y si la goleta caía en el vacío, ¿quién de nosotros hubiera podido salir sano y salvo de tal caída, y después del hundimiento final, en las profundidades del abismo?
En algunos minutos la tripulación abandonó a la Halbrane. Todos buscamos refugio sobre el talud, esperando que los vapores que cubrían al ice–berg se disipasen. Los oblicuos rayos solares no lograban atravesarles, y apenas si el disco rojizo se distinguía al través de aquel montón de opacas vesículas que extinguían la luz.
No obstante, a distancia de once pasos podíamos distinguimos los unos a los otros. En cuanto a la Halbrane, no presentaba más que una masa confusa, cuyo negruzco color se destacaba vivamente sobre la blancura de los témpanos.
Entonces nos preguntamos si alguno de los que estaban en el puente de la goleta en el momento de la catástrofe no había sido arrojado al mar. A la orden del capitán, los marineros presentes se unieron al grupo formado por el lugarteniente, el contramaestre, Hardie, Martín Holt y yo. Jem West pasó lista. Cinco de nuestros hombres no respondieron; el marinero Drap, uno de los antiguos tripulantes, y cuatro de los nuevos, a saber: dos ingleses, un americano y uno de los fueguinos embarcados en las Falklands.
Así, aquella catástrofe costaba la vida a cinco de los nuestros, las primeras víctimas de la campaña desde la partida de las Kerguelen… ¿Serían las últimas?
No era dudoso que aquellos desdichados hubieran perecido, pues en vano se les llamó, y en vano se les buscó sobre los flancos del ice–berg y por todas partes donde pudieran estar.
Las tentativas hechas, una vez disipadas las brumas, fueron inútiles. En el momento en que la Halbrane fue cogida por debajo, la sacudida fue tan violenta, tan repentina, que aquellos hombres no tuvieron fuerza para sostenerse, y, verosímilmente, jamás se encontrarían sus cuerpos, que la corriente había debido de arrastrar.
Cuando la desaparición de los cinco hombres fue un hecho, la desesperación invadió todos los espíritus. ¡Entonces apareció más vivamente la horrible perspectiva de los peligros que amenazan a una expedición al través de la zona antártica!
—¿Y Hearne? —preguntó uno.
Martín Holt acababa de arrojar este nombre en medio del silencio general. El sealing–master, del que nos habíamos olvidado, ¿había sido aplastado en el recinto estrecho, de la cala donde estaba encerrado?
Jem West se lanzó hacia la goleta, se tiró por medio de una amarra que pendía de proa, y llegó al puesto, por el que se penetraba en aquel lado de la cala…
Nosotros esperábamos, inmóviles y silenciosos, saber la suerte de Heame, por más que el genio malo de la tripulación fuese poco digno de lástima.
No obstante, ¡cuántos de nosotros pensábamos entonces que si sus consejos hubieran sido oídos, si la goleta hubiera tomado la dirección Norte, no nos veríamos en el duro trance de tener por único refugio una montaña de hielo en derivación! Y en esto, ¡cuál no era mi responsabilidad, pues yo había arrastrado a la prolongación de aquella campaña!
Al fin el lugarteniente apareció en el puente, y tras él Heame.
Por milagro, ni los tabiques, ni las tablas que revestían el interior de la cala habían cedido.
Heame se deslizó a lo largo de la goleta y se reunió a sus camaradas sin pronunciar palabra, y no hubo para qué ocuparse más de él.
A las seis de la mañana la niebla se disipó por efecto del descenso acentuado de la temperatura. No se trataba de esos vapores cuya congelación es completa, sino más bien del fenómeno llamado frost–rime, o humo helado, que se produce algunas veces en estas altas latitudes. El capitán Len Guy lo reconoció en las fibras prismáticas, con la punta dirigida en sentido del viento, que lanzaba la ligera costra depositada sobre los flancos del ice–berg. Los navegantes no confunden este frost–rime con el hielo blanco de las zonas templadas, cuya congelación no se efectúa sino después de estar depositado en la superficie del suelo.
Entonces se pudo apreciar el grueso del macizo, sobre el que estábamos como moscas sobre un terrón de azúcar, y, seguramente, vista desde abajo la goleta, no debía de parecer mayor que la yola de un barco de comercio.
El ice–berg cuya circunferencia parecía ser de 300 a 400 toesas, medía de 130 a 140 pies de altura. Debía, pues, según los cálculos, hundirse en una profundidad cuatro o cinco veces más grande, y, por consecuencia, pesar millones de toneladas.
He aquí lo que había sucedido:
Después de haber sido minado en su base por el contacto de aguas más cálidas, el ice–berg se había levantado poco a poco. Cambiando su centro de gravedad, el equilibrio no había podido restablecerse más que por un vuelco brusco, que puso sobre el nivel del mar lo que estaba bajo él. Cogida en estas condiciones la Halbrane, fue alzada como con el enorme brazo de una palanca. Gran número de ice–bergs se vuelven así en la superficie de los mares polares, y este es uno de los mayores peligros a que están expuestos los navíos. En una hendidura de la parte Oeste del ice–berg estaba sujeta la Halbrane; inclinada sobre estribor, la popa en alto, baja la proa.
Pensamos que a la menor sacudida se deslizaría por lo largo de la pendiente del ice–berg hasta el mar. En la parte en que estaban las habitaciones de dormir, el choque había sido lo bastante violento para desfondar algunas tablas del casco y del suelo en una extensión de dos toesas. Al primer choque, la cocina, colocada ante el palo de mesana, había roto sus cabos y se había hundido hasta la entrada del rouf, cuya puerta, entre los dos camarotes del capitán y del lugarteniente, había sido arrancada de sus goznes.
La gavia y la flecha habían venido abajo tras la rotura de los brandales, en los que se veía la huella, aun fresca, a la altura del tamborete. Por todas partes restos diversos de vergas, berlingas, una parte del velamen, barriles, cajas, que debían flotar en la base del témpano y derivar con él.
Lo que más debía inquietarnos en nuestra situación era que, de las dos canoas de la Halbrane, la de estribor había sido aplastada en el momento del abordaje y no quedaba más que la segunda, la mayor, es cierto, suspendida de sus cuerdas a babor. Lo que más apremiaba era ponerla en seguridad, pues tal vez era nuestro único medio de salvación.
De este primer examen resultaba que los mástiles bajos de la goleta estaban intactos y podían ser utilizados; pero ¿cómo sacar la goleta de aquel lecho de hielo, volverle a su elemento natural, y, en una palabra, «lanzarla» como se lanza un barco a la mar?
Cuando el capitán Len Guy, el lugarteniente, el contramaestre y yo nos encontramos solos, yo les pregunté sobre este asunto.
—Esa operación es muy arriesgada, convengo en ello —respondió Jem West—; pero, puesto que es indispensable que se haga, lo haremos. Creo que será necesario abrir una especie de lecho en la base de ese ice–berg.
—Y sin aguardar un solo día —añadió el capitán Len Guy.
—¿Oye usted, contramaestre? —dijo Jem West—. Desde hoy a la faena.
—Oigo, y así se hará —respondió Hurligueriy—. Una observación, sin embargo, si usted me lo permite, capitán…
—¿Cuál?
—Antes de comenzar el trabajo visitemos el casco, y veamos que averías tiene y cuáles son reparables… ¿De qué serviría lanzar un navío en malas condiciones, que se iría inmediatamente a fondo?
Se accedió a la justa pretensión del contramaestre.
La niebla se había disipado; un sol claro iluminaba entonces la parte oriental del ice–berg, desde donde la mirada abarcaba una larga extensión de mar. Por aquella parte, en lugar de las superficies lisas, sobre las que el pie no hubiera podido encontrar punto de apoyo, los flancos presentaban anfractuosidades, rebordes y hasta planicies donde sería fácil establecer un campamento provisional. No obstante, preciso hubiera sido guardarse de la caída de enormes bloques en desequilibrio, que una sacudida podía lanzar lejos. Y, en verdad, durante la mañana varios de estos bloques rodaron con espantoso ruido de avalancha hasta el mar.
En resumen: parecía que fuera sólida la base del ice–berg. Por lo demás, si su centro de gravedad se encontraba sobre el nivel de la línea de flotación, no era de temer que diera otra vuelta.
Desde la catástrofe yo no había tenido ocasión de hablar con Dirk Peters. Como cuando le llamaron él había respondido, yo sabía que no se contaba entre las víctimas.
En aquel momento lo vi inmóvil…, y se supone adonde se dirigían sus miradas.
El capitán Len Guy, el lugarteniente, el contramaestre, los maestros Hardie y Martín Holt, a los que yo acompañaba, subieron hacia la goleta a fin de proceder a un minucioso examen de su casco. Por la parte de babor la operación sería fácil, puesto que la Halbrane se inclinaba sobre el flanco opuesto. Por la otra parte preciso sería, con más o menos dificultad, desliarse hasta la quilla, abriendo camino en el témpano, si se quería que ninguna parte de la goleta se escapara a esta visita.
Después de un examen que duró dos horas, resultó que las averías no tenían gran importancia y eran fáciles de reparar.
Dos o tres bordajes rotos a la violencia del choque, dejaban ver sus maderas abiertas. En el interior las cuadernas estaban intactas, pues las varengas no habían cedido. Nuestro barco, hecho para navegar en los mares del polo, había resistido, cuando otros construidos con menos solidez hubiesen sido hechos pedazos. Verdad que el timón había sido desmontado, mas esto era de fácil reparación.
Terminada la inspección, reconocióse que las averías eran menores de lo que se hubiera podido temer, lo que nos dio cierta seguridad…, si conseguíamos poner a flote la goleta.
Después del almuerzo se decidió que nuestros hombres comenzasen a abrir un surco oblicuo que permitiría a la Halbrane deslizarse hasta la base del ice–berg. Pluguiese al cielo que la operación resultase; pues ¿quién hubiera podido pensar, sin espanto, en desafiar en aquellas condiciones los rigores del invierno, pasar seis meses sobre aquella masa flotante, arrastrada no se sabía dónde? Llegado el invierno, ninguno de nosotros hubiera podido escapar a la más terrible de las muertes…, a la muerte por frío…
En aquel momento, Dirk Peters, que a unos cien pasos observaba el horizonte del Sur al Este, gritó con voz ruda:
—¡Al pairo!
¿Al pairo? ¿Qué entendía por esto el mestizo, si no era que la derivación del ice–berg, acababa de cesar súbitamente? No era instante de buscar la causa de esta parada, ni de preguntarse qué consecuencias traería…
—¡Es verdad! —exclamó el contramaestre—. El ice–berg no anda, y tal vez no ha andado desde que dio la voltereta.
—¡Cómo!… —exclamó—. ¿No se mueve?
—No —me respondió el lugarteniente—; y la prueba es que los otros témpanos que andan le dejan atrás.
Efectivamente; mientras que cinco o seis montañas de hielo descendían hacia el Sur, la nuestra se había inmovilizado como si hubiera varado en un alto fondo.
La explicación más sencilla era que su nueva base había encontrado un escalón submarino al que se adhería ahora, y que esta adherencia no cesaría más que en el caso de que la parte sumergida su levantase, a riesgo de provocar otra nueva vuelta.
En suma: esto era grave complicación, pues los peligros de una inmovilización definitiva en aquellos parajes hubieran sido tales, que preferible eran los azares de la derivación.
Al menos había la esperanza de encontrar un continente, una isla, y hasta si las corrientes no se modificaban, si la mar quedaba libre, de franquear los límites de la región austral.
Tal era, pues, nuestra situación a los tres meses de aquella terrible campaña. ¿Podía hablarse aun de William Guy y de sus compañeros, ni de Arthur Pym? ¿No debíamos emplear todos nuestros esfuerzos en nuestra salvación? ¿Era de extrañar que los marineros de la Halbrane se rebelasen al cabo si obedecían a las sugestiones de Heame, si hacían a sus jefes (a mí sobre todo) responsables de los desastres de semejante expedición? Y ¿qué sucedería entonces, toda vez que, a pesar de la partida de cuatro de ellos, los camaradas del sealing–master habían conservado su superioridad numérica?
Esto era, yo lo vi claramente, lo que también pensaban el capitán Len Guy y Jem West.
Efectivamente, aunque los reclutados en las Falklands no formaban más que un total de quince hombres, y nosotros éramos trece comprendido el mestizo, era de temer que algunos de los últimos se uniesen a los de Hearne. Arrastrados por la desesperación, ¿quién sabe si sus camaradas no pensaban en apoderarse de la única embarcación que poseíamos y en volver a tomar el camino del Norte, abandonándonos sobra el ice–berg? Importaba, pues, que dicha canoa fuese puesta en seguridad y vigilada continuamente.
Además, en el capitán Len Guy, desde los últimos acontecimientos, se había efectuado notable cambio. En presencia de los peligros del porvenir, parecía haberse transformado.
Hasta entonces, obsesionado por la idea de encontrar a sus compatriotas, había dejado al lugarteniente al mando de la goleta, y no podía entregarse a hombre más capaz y, más devoto suyo. Pero a partir de este día iba a tomar de nuevo sus funciones de jefe, y a ejercerlas con la energía que las circunstancias exigían.
Por orden suya los hombres fueron a colocarse en fila ante él. Allí estaban con los antiguos, Martín Holt y Hardie, los marineros Rogers, Francis, Gratián, Burry, Stem, el cocinero Endicott y Dirk Peters; con los nuevos Hearne y los otros marineros de las Falklands. Estos últimos componían un grupo aparte, del que llevaba la voz cantante el que tenía sobre ellos decisiva influencia.
El capitán Len Guy lanzó una mirada firme sobre sus tripulantes, y con voz recia dijo:
—Marineros de la Halbrane. Primero he de hablar de los que han desaparecido. Cinco de nuestros compañeros acaban de perecer en esta catástrofe…
—En espera que los demás perezcamos en estos mares adonde se nos ha arrastrado a pesar nuestro… —dijo Hearne.
—Calla, Hearne —exclamó Jem West, pálido de cólera—. Calla o si no…
—Heame ha dicho lo que tenía que decir —respondió fríamente el capitán Len Guy—, y puesto que lo ha hecho, le pido que no me interrumpa de nuevo.
Quizás el sealing–master hubiera replicado, pues se sentía sostenido por la mayoría de la tripulación, pero Martín Holt se acercó vivamente a él y le hizo callar.
El capitán se descubrió entonces, y con emoción que nos llegó al alma pronunció estas palabras:
—Debemos rogar por los que han sucumbido en esta peligrosa campaña, emprendida a nombre de la humanidad. ¡Qué Dios tenga en cuenta a los que se han sacrificado por sus semejantes y no permanezca insensible a nuestra súplica! ¡De rodillas, marineros de la Halbrane!
Todos se arrodillaron sobre la superficie helada, y un murmullo de rezo subió al cielo.
Esperamos a que el capitán se levantase para hacerlo también.
—Ahora —continuó—, hablemos de los vivos. Y a estos digo que, en las circunstancias en que estamos, es preciso que obedezcan todas mis órdenes. No toleraré resistencia ni duda de ninguna clase. Mía es la responsabilidad de la salvación común, y a nadie la cederé… Yo mando aquí como a bordo.
—¡A bordo… cuando no hay barco! —se atrevió a responder Heame.
—Te engañas, Hearne; el barco está allí, y le volveremos a poner a flote. Además, aunque no tuviéramos más que nuestra canoa, soy su capitán… ¡Pobre del que lo olvide!
Aquel día, después de haber tomado la altura con el sextante y marcado la hora con el cronómetro, instrumentos que habían quedado sanos después del choque, el capitán Len Guy obtuvo el punto, resultando de sus cálculos:
Latitud Sur: 88° 55'.
Longitud Oeste: 39° 12'.
La Halbrane no estaba, pues, más que a un grado y cinco minutos, o lo que es igual, sesenta y cinco millas del polo austral.