Con esta palabra encabeza Edgard Poe el capítulo XVII de su libro, y me ha parecido oportuno colocarla al frente del capítulo XXII de mi relato entre una interrogación.
Esta palabra, caída de lo alto del palo de mesana, ¿designaba una isla o un continente? Y continente o isla, ¿no nos esperaba allí un desengaño? ¿Estarían allí los que íbamos a buscar? Y Arthur Pym… muerto indudablemente, a pesar de la afirmación de Dirk Peters, ¿había puesto la planta en aquella tierra?
Cuando este grito resonó a bordo de la Jane el 17 de Enero de 1828, día lleno de incidentes, el diario de Arthur Pym dice que fue en la forma siguiente:
—¡Tierra por la serviola de estribor! Tal hubiera podido ser a bordo de la Halbrane. En efecto: por el mismo lado se dibujaban ligeramente algunos contornos, por encima de la línea del cielo y del mar.
Verdad que la tierra que había sido anunciada en esta forma a los marineros de la Jane era el islote Bennet, árido, desierto, al que siguió, a menos de un grado al Sur, la isla Tsalal, fértil entonces, habitable, habitada, y en la que el capitán Len Guy esperaba encontrar a sus compatriotas. Pero ¿qué sería para nuestra goleta, aquella tierra desconocida, cinco grados más al Sur en las profundidades de la mar austral? ¿Estaría allí el objeto tan ardientemente deseado, con tanta obstinación buscado? Allí los dos hermanos, William y Len Guy, ¿caerían uno en brazos del otro?
¿Se encontraba la Halbrane al término de un viaje, cuyo feliz éxito estaba asegurado por el repatriamiento de los sobrevivientes de la Jane? Repito que me sucedía lo que al mestizo. Nuestro objeto no era este únicamente… Sin embargo, puesto que ante nosotros se presentaba tierra, preciso era inspeccionarla… Después veríamos.
El grito de tierra nos distrajo de nuestras cavilaciones. No pensé en la confidencia que Dirk Peters acababa de hacerme, y tal vez el mestizo la olvidó, pues se lanzó a proa, y sus miradas no se apartaban ya del horizonte.
En cuanto a Jem West, al que nada distraía de su servicio, reiteró sus órdenes. Gratián se puso al timón y Hearne fue encerrado en la cala.
Justo castigo, contra el que nadie debía protestar, pues la distracción o descuido de Hearne había comprometido por un instante a la goleta. Sin embargo, cinco o seis marinos de las Falklands dejaron escapar algunos murmullos. Un gesto del lugarteniente los hizo callar, y ellos volvieron a su puesto.
No hay que decir, que, al grito del vigía, el capitán Len Guy se había lanzado fuera de su camarote, y con mirada febril observaba aquella tierra, distante entonces unas diez o doce millas.
Repito que yo no pensaba ya en el secreto que Dirk Peters acababa de confiarme. Mientras tal secreto permanecía entre los dos —y ni él ni yo lo revelaríamos— nada había que temer. Pero si una desdichada casualidad hacía que Martín Holt supiese que el nombre de su hermano había sido sustituido por el de Parker…; que el infortunado no había perecido en el naufragio del Grampus; que, designado por la suerte, había sido sacrificado para impedir que sus compañeros murieran de hambre…; que Dirk Peters, a quien él, Martín Holt, debía la vida, le había muerto…
He aquí pues, la razón por la que el mestizo rehusaba obstinadamente la gratitud de Martín Holt; por qué huía de él…
La goleta marchaba con la prudencia que exigía una navegación sobre aquellos parajes desconocidos. Tal, vez allí había altos fondos, arrecifes a flor de agua, y se corría el riesgo de chocar con ellos. Un choque en las condiciones en que la Halbrane se encontraba, aun en el supuesto de que pudiera ser puesta a flote de nuevo, hubiera hecho imposible su regreso antes del invierno.
Jem. West había dado orden de disminuir el velamen. Después que el contramaestre hizo acortar juanetes, gavia y ballestilla, la Halbrane quedó bajo su cangreja, su mesana y sus foques, velamen suficiente para franquear en algunas horas la distancia que la separaba de tierra.
En seguida el capitán Len Guy hizo practicar un sondaje, que acusó ciento veinte brazas de profundidad. Otros sondajes indicaron que la costa, muy acantilada, debía prolongarse bajo las aguas por una muralla a pico. Sin embargo, como era posible que el fondo remontase bruscamente en vez de unirse al litoral por alargada pendiente, se avanzó sin dejar la sonda.
El tiempo era bueno, por más que al Sudeste y Suroeste el cielo aparecía brumoso, de donde nacía alguna dificultad para reconocer los bajos lineamentos que se dibujaban como vapor flotante, apareciendo y desapareciendo entre las brumas.
Estábamos de acuerdo, no obstante, para atribuir a aquella tierra una altura de 25 a 30 toesas, en su parte más elevada al menos.
¡No!… No era admisible que fuéramos juguetes de una ilusión, y, sin embargo, extraño temor atormentaba a nuestro espíritu; pero, después de todo, ¿no es natural que el corazón sea asaltado de mil dudas cuando se llega al objeto tan ansiosamente perseguido? ¡Había puestas tantas esperanzas en aquel litoral solamente entrevisto, y nacería tanta desanimación si no había allí más que un fantasma… una sombra impalpable! ¡A esta idea mi cerebro se turbaba, se alucinaba! ¡Parecía que la Halbrane se reducía a un bote perdido en aquella inmensidad… lo contrario de aquella mar infinita, de la que habla Edgard Poe, donde el navío crece… crece como cuerpo vivo!…
Cuando los mapas dan detalles sobre la hidrografía de las costas, sobre la naturaleza de los sitios propios para desembarcar, sobre las bahías o ensenadas, se puede navegar con cierta audacia. En otra región cualquiera, sin ser motejado de temerario, un capitán no hubiera dejado para el siguiente día la orden de anclar cerca de la ribera. ¡Pero aquí era preciso tanta prudencia! ¡Y, sin embargo, ante nosotros no había obstáculo alguno!… Además, la atmósfera no debía perder su claridad durante la noche. En la época en que nos encontrábamos, el astro radioso no se ponía aun en el horizonte del Oeste, y sus rayos bañaban con incesante luz el vasto dominio de la Antártida.
El libro de a bordo consignó, a partir de esta fecha, que la temperatura no cesó de experimentar continua baja. El termómetro expuesto al aire y a la sombra no marcaba más que treinta y dos grados (0° c). Sumergido en el agua, no indicaba más que veintiséis (3° 33 c. bajo cero). ¿De dónde provenía este descenso encontrándonos en pleno verano antártico? Fuera la que fuera la causa, los marineros habíanse visto en la necesidad de volver a ponerse sus vestidos de lana, que habían dejado un mes antes, después de franquear el banco de hielo.
Verdad que la goleta marchaba en la dirección del viento, y los primeros síntomas del frío fueron menos sensibles. Por lo demás, como fácilmente se comprende, iba a ser preciso apresurarse, pues el retraso en aquella región, exponiéndose a los peligros de invernar, hubiera sido desafiar a Dios.
El capitán Len Guy hizo señalar el curso de la corriente, enviando pesadas sondas, y reconoció que empezaba a separarse de su dirección.
—¿Es un continente lo que se extiende ante nosotros? ¿Es una isla? —dijo—. Nada nos permite asegurarlo. Si es un continente, debemos deducir que la corriente debe atravesar una abertura hacia el Sudeste…
—Efectivamente; es posible —respondí—, que la parte sólida de la Antártida quede reducida a un sencillo cascote polar, cuyos bordes podremos rodear. En todo caso, es conveniente tomar nota de las observaciones que presenten cierta exactitud.
—Así lo hago, señor Jeorling, y llevaremos gran cantidad de datos acerca de esta porción de la mar austral, datos que prestarán grandes servicios a los futuros navegantes…
—¡Si es que alguno se aventura hasta aquí, capitán! Para que lo consiguiéramos nosotros, preciso ha sido que las circunstancias nos favorecieran; la precocidad de la buena estación, una temperatura superior a la normal… el rápido arrastre de los témpanos… En veinte, en cuarenta años, ¿se ofrecerán estás circunstancias una vez más?…
—Así, yo doy gracias por ello a la Providencia, y me vuelve la esperanza. Puesto que el tiempo nos ha favorecido de continuo, ¿por qué mi hermano, por qué mis compatriotas no han podido encontrar tierra en esta costa, a la que los vientos y la corriente les arrastraban? Lo que nuestra goleta ha hecho, su canoa ha podido hacerlo. Ellos no habrán partido sin llevar provisiones para un viaje que podía prolongarse indefinidamente. ¿Por qué no han de haber encontrado allí los recursos que la isla Tsalal les había ofrecido durante largos años? Ellos poseían municiones y armas. El pescado abunda en estos parajes; la caza acuática también. Sí… ¡Mi corazón está lleno de esperanza, y deseo que pase el tiempo!
Sin participar por completo de la confianza del capitán Len Guy, yo me felicitaba que hubiera vuelto a recobrar sus esperanzas.
Tal vez, si sus pesquisas tenían buen resultado, yo conseguiría que fuesen continuadas, en interés de Arthur Pym, hasta el interior de aquella tierra de la que no estábamos muy lejos.
La Halbrane avanzaba lentamente por la superficie de aquellas aguas claras, donde pululaban pescados pertenecientes a las más distintas especies. Los pájaros marinos se mostraban en gran número, sin manifestar gran susto, volando en tomo de la arboladura o inclinándose sobre las vergas. Varios cordones blancuzcos de una extensión de cinco a seis pies fueron subidos a bordo.
Eran verdaderos rosarios de millones de cuentas, formados por la aglomeración de pequeños moluscos de resplandecientes colores.
Algunas ballenas arrojando agua por sus orificios aparecieron a lo lejos, y yo advertí que todas tomaban la dirección Sur. Había, pues, por qué admitir que la mar se extendiese a lo lejos en tal dirección.
La goleta avanzó dos o tres millas, sin procurar aumentar su velocidad. ¿La costa vista por vez primera se desarrollaba del Noroeste al Sudeste? Ninguna duda sobre este punto. Sin embargo, los anteojos no podían recoger ningún detalle, ni aun después de tres horas de navegación. La tripulación, colocada en la proa, miraba sin dejar traslucir sus impresiones. Jem West, después de haberse izado a las barras del mástil de mesana, donde había permanecido diez minutos en observación, no había aportado detalle alguno preciso.
Colocado a babor, y de codos sobre la baranda, yo seguía con la mirada la línea del cielo y de la mar, cuyo círculo solamente al Este se interrumpía.
En aquel momento el contramaestre se reunió a mí, y sin más preámbulo me dijo:
—¿Me permite usted que le diga lo que pienso, señor Jeorling?
—Dígalo usted, salvo que yo no participe de su idea si no la creo justa —respondí.
—Lo es, y a medida que nos acerquemos, preciso será estar ciego para no verlo.
—¿Y qué es lo que usted piensa?
—Que no es una tierra lo que se presenta ante nosotros, señor Jeorling.
—¿Dice usted?
—Mire usted con atención colocando la mano ante los ojos. Espere usted. Por la serviola de estribor.
Yo hice lo que Hurliguerly me pedía.
—¿Ve usted? —continuó él—. Que se me quite el deseo de beber mi vaso de whisky si esas masas no se mueven, no con relación a la goleta, sino con movimiento propio.
—¿Y qué deduce usted?
—Que son ice–bergs en movimiento.
—¿Ice–bergs?
—Seguramente, señor Jeorling.
¿El contramaestre estaba en lo cierto? ¿Nos esperaba, pues, un nuevo desengaño? ¿Lo que tomábamos por tierra eran montañas de hielo en derivación?
Bien pronto no quedó duda respecto a este punto, y, algunos instantes después la tripulación no creía en la existencia de tierra en aquella dirección.
Diez minutos después el vigía anunciaba que varios ice–bergs descendían del Noroeste en dirección oblicua hacia la Halbrane.
¡Qué efecto más deplorable produjo la noticia a bordo! ¡Nuestra última esperanza acababa de desaparecer! Y ¡qué golpe para el capitán Len Guy! ¡Sería preciso buscar la tierra de la zona austral en las más bajas latitudes, sin tener nunca la seguridad de encontrarla!
—¡Apareja para virar! —fue el grito casi unánime que sonó sobre la Halbrane.
Sí. Los reclutados en las Falklands manifestaban su voluntad; exigían que se diera la vuelta, aunque Heame no estuviera allí para excitar a la indisciplina; y —debo confesarlo— la mayoría de los antiguos tripulantes parecía estar de acuerdo con ellos.
Jem West, sin atreverse a imponer silencio, esperaba las órdenes de su jefe.
Gratián, al timón, parecía dispuesto a dar vuelta a la rueda, mientras que sus camaradas, las manos sobre los tacos, se disponían a largar las escotas.
Dirk Peters, apoyado contra el mástil de mesana, la cabeza baja, el cuerpo encorvado y la boca contraída, permanecía inmóvil, y ni una palabra se escapaba de sus labios.
De pronto se vuelve hacia mí, y me dirige una mirada llena de súplica y de cólera.
No sé qué irresistible impulso me llevó a intervenir personalmente en el caso, a protestar una vez más. Un último argumento acababa de presentarse a mi espíritu, argumento cuyo valor no podía ser negado.
Tomé, pues, la palabra resuelto a sostener mi idea contra todos, y lo hice con tal acento de convicción que nadie intentó interrumpirme.
He aquí, en sustancia, lo que dije:
—¡No!… ¡No debemos abandonar toda esperanza! ¡La tierra no debe de estar lejos! ¡No tenemos delante uno de esos bancos de hielo que no se forman más que en pleno Océano por la acumulación de témpanos! Son ice–bergs, y estos han debido necesariamente separarse de una base sólida, de un continente o de una isla. En esta época en que el deshielo comienza, la deriva les ha arrastrado hace poco tiempo. Tras ellos debemos encontrar la costa en que se han formado. Veinticuatro horas, cuarenta y ocho a lo más, y si la tierra no aparece, el capitán Len Guy dará orden de que se ponga el cabo al Norte.
¿Había yo convencido a la tripulación, o debía intentarlo con el ofrecimiento de una doble prima, aprovechando la circunstancia de no estar Heame entre sus camaradas, y de no poder excitarles repitiéndoles que se pretendía arrastrar a la goleta a su perdición? El contramaestre vino en mi ayuda, y con alegre tono dijo:
—Muy bien razonado; y por lo que a mí se refiere, me rindo a la opinión del señor Jeorling. Seguramente la tierra está cerca. Buscándola más allá de estos ice–bergs, la descubriremos sin fatigas ni grandes peligros, ¿qué es un grado al Sur, cuando se trata de meter algunos centenares más de dollars en el bolsillo? ¡Y no olvidemos que si son agradables cuando entran, no lo son menos cuando salen!
El cocinero Endicott asintió a las palabras del contramaestre.
—¡Sí… muy buenos, los dollars! —exclamó mostrando dos hileras de dientes de alumbradora blancura.
¿Iba la tripulación a rendirse a los argumentos de Hurliguerly, o procuraría resistir si la Halbrane se lanzaba en dirección hacia los ice–bergs?
El capitán Len Guy tomó de nuevo su anteojo y le dirigió sobre las masas movientes, observándolas con extrema atención, y después gritó con voz fuerte:
—¡Cabo al Sursuroeste!
Jem West dio la orden de ejecutar la maniobra. Los marineros dudaron un instante. Después obedecieron y se pusieron a bracear ligeramente las vergas, a atiesar las escotas, y la goleta recobró su velocidad. Terminada la operación, me acerque a Hurliguerly, y llevándole aparte, le dije:
—Gracias, contramaestre.
—¡Eh! Señor Jeorling, bueno es por esta vez —respondió meneando la cabeza—. Pero no recomencemos… Todo el mundo estaría en contra mía… Quizás hasta Endicott…
—Nada he presagiado que no sea posible —repliqué vivamente.
—Estoy conforme…, y la cosa se puede sostener con algún viso de verosimilitud.
—Sí… Hurliguerly…, sí… Pienso lo que he dicho, y no dudo que acabaremos por ver tierra más allá de los ice–bergs.
—¡Posible, señor Jeorling, posible! Lo que hace falta es que aparezca antes de dos días, pues, si no, a fe de contramaestre que sería preciso virar. Durante las veinticuatro horas siguientes se caminó hacia el Sursuroeste. Verdad es que la dirección de la Halbrane tuvo que ser modificada varias veces y reducida su velocidad en medio de los témpanos. La navegación se hizo muy difícil desde que la goleta se lanzó al través de los ice–bergs, que tenía que cortar oblicuamente. Por lo demás, no había ninguno de esos packs, de esos drifts que bordeaban el banco de hielo en el paralelo setenta; nada del desorden que presentan los parajes del círculo polar, combatidos por las tempestades antárticas. Las enormes masas derivaban con majestuosa lentitud. Los bloques parecían nuevos, para emplear la frase propia, y tal vez su formación databa de pocos días. Sin embargo, con una altura de ciento a ciento cincuenta pies, su volumen debía cifrarse en millones de toneladas.
Jem West vigilaba para evitar los choques, y no abandonaba ni un instante el puente:
Inútilmente, por entre los pasos que los ice–bergs dejaban entre ellos, procuró distinguir indicios de una tierra cuya orientación hubiese obligado a nuestra goleta a ir más directamente hacia el Sur.
Nada distinguía.
Por lo demás, y hasta entonces, el capitán Len Guy había podido tener siempre por ciertas las indicaciones del compás. El polo magnético, alejado ahora varios centenares de millas, puesto que su longitud es oriental, no tenía influencia sobra la brújula. La aguja, en vez de esas variaciones de seis a siete rhumbs que la agitan en la vecindad del polo, conservaba su estabilidad y podía uno fiarse de ella.
Así, pues, a despecho de mi convicción —que, no obstante, se fundaba en argumentos serios—, no había allí señales de tierra, y yo me preguntaba si no sería mejor poner el cabo más al Oeste y alejar a la Halbrane del punto extremo donde se cruzan los meridianos del globo.
De forma que, a medida que transcurrían aquellas cuarenta y ocho horas que me habían sido concedidas, los ánimos desfallecían poco a poco y retoñaba la rebeldía. Día y medio más, y no me sería posible combatir el general desfallecimiento. La goleta volvería definitivamente hacia el Norte.
La tripulación maniobraba en silencio cuando Jem West, con voz breve, daba la orden de evolucionar al través de los pasos. No obstante a pesar de la continua vigilancia, a pesar de la habilidad de los marineros y de la pronta ejecución de las maniobras, de vez en cuando se producían peligrosos frotamientos contra el casco, que dejaba a su paso grandes manchas de alquitrán sobre aquellos ice–bergs. Y en verdad, el más valiente no podía evitar un sentimiento de terror al pensamiento de que el agua hubiera podido invadimos…
Conviene notar que la base de aquellas montañas flotantes era muy acantilada. Un desembarco hubiera sido impracticable. Así no veíamos ninguna de esas focas, de ordinario tan numerosas en los parajes donde abundan los ice–fields, ni bandadas de esos pingüinos que en otra época la Halbrane hacía caer por millares a su paso. Los mismos pájaros parecían más raros y asustadizos.
De aquellas regiones desoladas y desiertas emanaba una impresión de angustia y de horror, a la que ninguno de nosotros podía sustraerse. ¿Cómo conservar la esperanza de que los sobrevivientes de la Jane, si habían sido arrastrados a aquellas espantosas soledades, hubieran podido encontrar refugio en ellas y asegurar su existencia? Y si la Halbrane a su vez naufragaba, ¿quedaría un solo testigo de la catástrofe?
Pude observar que desde la víspera, a partir del momento en que la dirección del Sur había sido abandonada para cortar la línea de los ice–bergs, en la actitud habitual del mestizo habíase operado brusco cambio. La mayor parte del tiempo permanecía al pie del palo de mesana, y no se levantaba más que para echar mano a alguna maniobra, sin demostrar en su trabajo ni el celo ni la vigilancia de otra época. Parecía desanimado. No porque hubiera renunciado a creer que su compañero de la Jane vivía, pues pensamiento tal no podía nacer en su cerebro… Pero, por instinto, comprendía que, siguiendo la dirección que seguíamos, no se encontrarían las huellas del pobre Pym.
«Señor —me hubiera dicho—. Compréndame… No es allí… No es allí…».
¿Y qué hubiera yo podido responderle?
A las siete de la tarde se levantó una bruma bastante espesa, que iba a hacer mala y peligrosa la navegación de la goleta.
Aquel día de emociones, de ansiedad, de alternativas crueles, me había puesto algo enfermo. Así, pues, entré en mi camarote, y vestido me tendí en mi catre.
No pude conciliar el sueño. Obsesionábanme crueles pensamientos. Mi imaginación, tan reposada en otra época, estaba sobrexcitada. Creo que la constante lectura de las obras de Edgard Poe y el medio extraordinario en que sus héroes realzaron sus aventuras habían ejercido sobre mí una influencia, de la que no me daba cabal cuenta.
Al siguiente día iban a terminar las cuarenta y ocho horas, última limosna que la tripulación concedía a mis instancias.
—¿No marcha la cosa como usted desea? —me había dicho el contramaestre en el momento en que yo penetraba en el rouf.
No, puesto que la tierra no se presentaba tras la flotilla de los ice–bergs, y el capitán Len Guy pondría al siguiente día el cabo al Norte.
¡Ah!… ¡Qué no fuera yo el amo de la goleta! ¡Si la hubiera podido comprar, aun a precio de toda mi fortuna; si aquellos hombres hubieran sido esclavos míos que yo hiciera obedecer a latigazos, la Halbrane no hubiera abandonado jamás aquella campaña, así hubiera tenido que llegar hasta el punto de la Antártida sobre el que la cruz del Sur arroja sus resplandecientes luces!
¡En mi agitado cerebro bullían mil pensamientos, mil ansias!
¡Quería levantarme, y antojábaseme que poderosa o irresistible mano me clavaba en el lecho! Se apoderaba de mí el deseo de abandonar en el instante aquel camarote donde luchaba con las pesadillas de incompleto sueño, de lanzar a la mar una de las canoas de la Halbrane, y arrojarme en ella con Dirk Peters, que no vacilaría en seguirme…, y después abandonarnos a la corriente que se propagaba hacia el Sur.
Y lo hacía… Sí… Lo hacía en sueños… Estábamos en el día siguiente. El capitán Len Guy, después de lanzar una última mirada al horizonte, ha dado la orden de virar. Una de las canoas está allí. Yo prevengo al mestizo. Nos deslizamos hasta ella, sin ser vistos. Cortamos la cuerda. Mientras la goleta sigue adelante, nosotros quedamos atrás, y la corriente nos lleva…
Vamos así hasta la mar libre… Al fin nuestra canoa se detiene. Allí hay tierra… Creo ver una especie de esfinge que domina el casquete austral. La esfinge de los hielos… Me dirijo a él… Le pregunto… El me entrega los secretos de aquellas misteriosas regiones… Y entonces, en tomo del mitológico monstruo, aparecen los fenómenos, cuya realidad afirmaba Arthur Pym. La cortina de vagos vapores, hendidos de rayas luminosas, se desgarra… ¡Y ante mis ojos no se presenta el cuerpo de sobrehumana grandeza…, sino el de Arthur Pym, feroz guardián del polo Sur, desplegando al viento de las altas latitudes el pabellón de los Estados Unidos de América!…
Este sueño fue bruscamente interrumpido, o se modificó al capricho de una imaginación alocada… No lo sé; pero tuve el sentimiento de que acababa de ser repentinamente despertado. Parecióme que se efectuaba un cambio en el balanceo de la goleta, que, suavemente inclinada sobre estribor, se deslizaba por la superficie de aquella mar tan tranquila… Y, sin embargo, aquello no era el vaivén propio del barco.
Sí… Positivamente, yo me sentí levantado como si mi lecho fuera la barquilla de un aerostato…, como si los efectos del peso se hubieran extinguido en mí.
No me engañaba. Había pasado del sueño a la realidad.
Varios golpes, cuya naturaleza no comprendía aun, resonaron sobre mi cabeza. En el interior del camarote las paredes desviaban de la vertical, hasta el punto de hacer sospechar que la Halbrane se volvía sobre su costado. Casi en seguida fui arrojado de mi lecho, y poco faltó para que el ángulo de la mesa me golpease en el cráneo. Me levanté al fin y conseguí asomarme al montante de la puerta, que cedió bajo mis pies.
En este instante oí un ruido de desgarramiento en el flanco de babor.
¿Era que se había producido un choque entra la goleta y alguna de aquellas colosales masas flotantes que Jem West no había podido evitar en medio de las brumas?
De repente, violentas vociferaciones estallaron en la popa, después gritos de espanto, a los que se mezclaban las voces alocadas de la tripulación.
En fin, se produjo un último choque, y la goleta quedó inmóvil.