XXI
UNA SACUDIDA

Aun en el caso de que los antiguos tripulantes de la Halbrane se uniesen al contramaestre, al cocinero, al capitán Len Guy, a Jem West y a mí para continuar la campaña, si los nuevos decidían volver, no podríamos forzarles a seguir aquella. Catorce hombres, comprendiendo a Dirk Peters, contra 19 eran insuficiente. Y además… ¿hubiera sido prudente contar con todos los antiguos? ¿No les espantaría la idea de navegar por aquellas regiones que parecen fuera del dominio terrestre? ¿Resistirían a las incesantes excitaciones de Hearne y de sus camaradas? ¿No se unirían a ellos para exigir la vuelta al banco de hielo?

Y para declarar por completo mi pensamiento, ¿el mismo capitán Len Guy no abandonaría una campaña que no daba resultado alguno? ¿No renunciaría en breve plazo a la última esperanza de salvar en aquellos lejanos parajes a los marineros de la Jane? Amenazado por la proximidad del invierno austral, por los fríos irresistibles, por las tempestades polares, a las que no podía resistir la goleta, ¿no daría al fin orden de virar? ¿Y de qué servirían mis argumentos y mis súplicas, cuando fuera yo el único que los hiciera?

¿El único? No. Dirk Peters estaría a mi lado. ¿Pero quién nos escucharía?

Yo comprendía que aunque la idea de abandonar a su hermano y a los compañeros de este desgarraba el corazón del capitán Len Guy, debía de estar al fin de sus ánimos. Por lo demás, la goleta no se apartaba de la línea recta marcada desde la isla Tsalal. ¡Parecía que estaba unida como por un imán submarino al camino de la Jane, y Dios quisiera que, ni el viento ni las corrientes le separaran de allí! Contra las fuerzas de la Naturaleza preciso hubiera sido ceder, mientras que contra otra clase de obstáculos se puede luchar.

Debo mencionar una circunstancia que favorecía la marcha hacia el Sur. Después de haberse dulcificado durante unos días la corriente, se dejaba sentir de nuevo con velocidad de tres a cuatro millas por hora. Evidentemente, como me lo hizo observar el capitán Len Guy, tal corriente dominaba en aquel mar, por más que fuese rechazada de vez en cuando por contracorrientes muy difíciles de indicar con exactitud en los mapas. Desgraciadamente, no podíamos determinar si la embarcación de William Guy y los suyos al largo de Tsalal había sufrido la influencia de esta o aquellas. No hay que olvidar que su acción debió de ser superior a la del viento sobre la canoa, que, desprovista de velamen, como todas las de los insulares, maniobraba con el pagay.

Sea de esto lo que fuere, lo cierto es que las dos fuerzas naturales mencionadas se unían para arrastrar a la Halbrane hacia los confines de la zona polar.

Trascurrieron el 10, 11 y 12 de Enero sin que sucediera nada digno de ser referido, a no ser que se produjo alguna baja en el termómetro. La temperatura del aire volvió a 48° (8° 89' c. sobre cero), y la del agua a 33° (0° 56' c. sobre cero).

¡Qué diferencia entre las costas vistas por Arthur Pym, el calor de cuyas aguas era tal —a creerle— que la mano no le podía soportar!

No estábamos, en suma, más que en la segunda semana de Enero. Dos meses debían aun transcurrir antes que el invierno pusiera en movimiento los ice–bergs, formase los ice–fields y los drifts, consolidase las enormes masas del banco de hielo y solidificase las planicies líquidas de la Antártida. En todo caso, debía tenerse por cierta la existencia de una mar libre, durante el período estival, en un espacio comprendido entre el paralelo 72 y 87.

Esta mar fue recorrida en diferentes latitudes por los navíos de Weddell, por la Jane, por la Halbrane… Y ¿por qué el dominio austral había de ser menos privilegiado que el boreal?

El 13 de Enero el contramaestre y yo tuvimos una conversación que justificó mis inquietudes respecto a las malas disposiciones de nuestra tripulación.

Los hombres almorzaban en el puesto, a excepción de Drap y de Stem, en aquel momento de cuarto en la proa. La goleta hendía las aguas, impulsada por fresca brisa con todo su velamen desplegado. Francis en el timón, gobernaba al Sursudeste. Yo me paseaba entre el palo mesana y el palo mayor, mirando las bandadas de pájaros que lanzaban gritos ensordecedores; algunas de petrales iban a veces a colocarse en la punta de las vergas. No se pretendía apoderarse de ellos; hubiera sido inútil crueldad, pues su carne no es comestible.

En aquel momento Hurliguerly se acercó a mí, después de haber mirado a los pájaros, y me dijo:

—Noto una cosa, señor Jeorling.

—¿Cuál?

—Que esos pájaros no vuelan hacía el Sur tan directamente como lo han hecho hasta ahora. Algunos se disponen a volver al Norte.

—Lo he advertido como usted, Hurliguerly.

—Y añado que los que están abajo no tardarán en volver.

—¿Y qué deduce usted de eso?

—Deduzco que conocen la aproximación del invierno.

—¿Del invierno?

—Sin duda.

—No, contramaestre; y la elevación de la temperatura es tal, que esos pájaros no pueden intentar volver tan prematuramente a regiones menos frías.

—¡Oh!… ¡Prematuramente, señor Jeorling!…

—¿Pues no sabemos que los navegantes han podido frecuentar siempre los parajes antárticos hasta el mes de Marzo?

—¡No a esta latitud! —respondió Hurliguerly—. ¡No a está latitud! Además, hay inviernos precoces, como hay estíos precoces. Este año la buena estación se ha adelantado más de dos meses, y es de temer que la mala se haga sentir más pronto que de ordinario.

—Es muy admisible —respondí— pero, después de todo, poco importa, puesto que antes de tres semanas nuestra campaña habrá terminado.

—Si antes no se presenta algún obstáculo, señor Jeorling.

—¿Cuál?

—Por ejemplo: un continente que se extienda al Sur y nos cierre el camino.

—¿Un continente, Hurliguerly?

—¡No me asombraría mucho, señor Jeorling!

—Y realmente no tendría nada de asombroso.

—En cuanto a las tierras entrevistas por Dirk Peters —añadió Hurliguerly— y sobre las que hubieran podido refugiarse los hombres de la Jane…, no creo en ellas.

—¿Por qué?

—Porque William Guy, que no debía de disponer más que de una embarcación de pequeñas dimensiones, no habrá podido aventurarse tan lejos en estos mares.

—No lo aseguro yo de tan rotunda manera.

—Sin embargo, señor Jeorling…

—¿Qué hubiera habido de sorprendente —exclamé— en que William Guy hubiera tocado tierra en cualquier parte al impulso de las corrientes? Supongo que no habrá permanecido durante ocho meses a bordo de su canoa. Sus compañeros y él habrán podido desembarcar ya en una isla o en un continente, y este es motivo bastante para no abandonar nuestras pesquisas.

—Sin duda, pero no todos son de esa opinión —respondió el contramaestre moviendo la cabeza.

—Lo sé, contramaestre, y es lo que más me preocupa. ¿Acaso aumentan las malas disposiciones?

—Lo temo, señor Jeorling. La satisfacción de haber ganado algunos centenares de dollars se ha debilitado mucho, y la perspectiva de ganar algunos más no impide las quejas. No obstante, la prima es apetitosa. Desde la isla Tsalal al polo, admitiendo que se pueda llegar hasta allí, hay seis grados, y seis grados a 2000 dollars cada uno, hace 12.000 dollars para treinta hombres: ¡400 dollars por cabeza! ¡Linda suma!… Pero, a pesar de esto, ese maldito Hearne trabaja de tal manera a sus camaradas, que yo les veo prontos a largar la barra y la amarra, como suele decirse…

—Por parte de los reclutados lo admito, contramaestre… Pero los antiguos…

—¡Hum!… Hay tres o cuatro que empiezan a reflexionar, y ven con inquietud que la navegación se prolonga.

—Pienso que el capitán Len Guy y su lugarteniente sabrán hacerse obedecer.

—¡Veremos, señor Jeorling! Además, ¿no puede suceder que el mismo capitán se desanime…, que le arrastre el sentimiento de su responsabilidad y que renuncie a proseguir esta campaña?

Sí… También yo lo temía, y para esto no había remedio alguno.

—Respecto a mi amigo Endicott, respondo de él como de mí mismo. Iríamos al fin del mundo —admitiendo que el mundo tenga fin— si el capitán lo quisiere. Pero nosotros dos, Dirk Peters y usted, somos pocos para obligar a los demás.

—¿Y qué se piensa del mestizo? —pregunté.

—A fe mía, que sobre todo a él le acusan nuestros hombres de la prolongación del viaje… Usted, señor Jeorling, ha influido en esto bastante…, pero usted paga, y paga, bien, mientras ese testarudo de Dirk Peters se empeña en que su pobre Pym vive todavía, cuando debe estar ahogado, aplastado…, en fin, muerto, después de once años.

Esta era mi opinión, hasta el punto de que yo no discutía con el mestizo respecto al asunto.

—Vea usted, señor Jeorling —añadió el contramaestre—, al principio de la travesía Dirk Peters inspiraba alguna curiosidad, que se convirtió en interés cuando salvó a Martín Holt. Ciertamente que no se volvió más comunicativo, ni más hablador que antes. No… El oso no salió de su agujero… Pero ahora ya se sabe quién es, y a fe mía que esto no le ha hecho más simpático. En todo caso él ha sido el que, hablando del yacimiento de tierras al Sur de la isla Tsalal, ha decidido a nuestro capitán a lanzar la goleta en esta dirección; y si actualmente ella ha pasado el grado 86 de latitud, a él se le debe.

—Convengo, en ello, contramaestre.

—Así es que yo temo que se procure jugarle una mala pasada.

—Dirk Peters se defenderá, y compadezco al que se atreva a tocarle con la punta del dedo.

—Conformes, señor Jeorling. Pero, si se lanzan todos contra él, conseguirán su objeto y le arrojarán al fondo de la cala.

—En fin, aquí estamos nosotros, y espero contar con usted para prevenir toda tentativa contra Dirk Peters. Haga usted que sus hombres entren en razón; hágales comprender que tenemos tiempo de volver a las Falklands antes de que termine la buena estación. Es preciso que sus quejas no den pretexto al capitán para virar sin que hayamos conseguido nuestro objeto.

—Cuente usted conmigo, señor Jeorling… Yo le serviré a usted hasta donde pueda.

—Y no se arrepentirá usted de ello, Hurliguerly. Nada más fácil que añadir un cero a los cuatrocientos dollars, que serán entregados a cada hombre, si este es más que un simple marinero, si desempeña las funciones de contramaestre a bordo de la Halbrane

Esto era atacar a aquel ente original por su lado flaco, y yo estaba seguro de su apoyo. ¡Sí! El lo intentaría todo para deshacer las maquinaciones de unos, despertar el valor de otros, vigilar sobre Dirk Peters. ¿Conseguiría que la rebelión no estallase a bordo?

Durante los días 13 y 14 no aconteció nada notable. La temperatura descendió de nuevo, lo que me hizo observar el capitán Len Guy mostrándome las numerosas bandadas de pájaros que no cesaban de remontar en la dirección Norte.

Mientras me hablaba comprendía yo que sus últimas esperanzas no tardarían en desaparecer. Y ¿por qué asombrarme de ello?

Del yacimiento indicado por el mestizo no se veía nada, y estábamos ya a más de ciento ochenta millas de la isla Tsalal. A todos los vientos del compás, el mar… nada más que el mar, inmenso, con su horizonte desierto, al que el disco solar se aproximaba desde el 21 de Diciembre, y que desfloraba el 21 de Marzo para desaparecer durante los seis meses de la noche austral. De buena fe, ¿podía admitirse que William Guy y sus cinco compañeros hubiesen podido franquear tal distancia sobre una frágil barca, y tuviéramos aun la probabilidad de recogerlos?

El 15 de Enero, una observación exactamente practicada dio 43° 13' de longitud y 88° 17' de latitud. La Halbrane estaba a dos grados del polo, menos de ciento veinte millas marinas.

El capitán no procuró ocultar el resultado de esta observación, y los marineros estaban bastante familiarizados con los cálculos de la navegación para comprenderla. Además, si se trataba de explicarles las consecuencias de ella, ¿no estaban allí Martín Holt y Hardie?

Además, ¿no estaba allí Hearne para exagerarlas hasta el absurdo?

Así, durante la tarde, no pude poner en duda que el sealing–master hubiera maniobrado de forma de sobrexcitar los espíritus. Los hombres, agrupados al pie del mástil de mesana, hablaban en voz baja, lanzándonos aviesas miradas.

Se celebraban conciliábulos. Dos o tres marineros vueltos a avante hacían gestos de amenaza. En fin, la escena acabó con murmullos tan violentos, que Jem West exclamó:

—¡Silencio!

Y avanzando, dijo con voz breve:

—¡El primero que abra la boca, se las entenderá conmigo!

El capitán Len Guy se había encerrado en su camarote. Pero a cada instante yo esperaba verlo salir, y después de lanzar una última mirada al largo, no dudaba yo que daría orden de virar.

Sin embargo, al siguiente día la goleta siguió la misma dirección. El timonel tenía siempre el cabo al Sur. Por desgracia (circunstancia muy grave), algunas brumas comenzaban a aparecer.

Confieso que yo estaba muy inquieto. Mis dudas aumentaban. ¡Era evidente que el lugarteniente no esperaba más que la orden de cambiar la barra! Por grande que fuera el disgusto del capitán Len Guy, este no tardaría en dar la orden.

Hacía varios días que yo no había visto al mestizo, o por lo menos, que no había cambiado palabra con él. Evidentemente le habían puesto en cuarentena, y así que aparecía en el puente, todos se apartaban de él. Iba a ponerse de codos en la baranda, y los demás se dirigían a estribor. Sólo el contramaestre, afectando no alejarse, le dirigía la palabra. Verdad que sus preguntas quedaban sin respuesta.

Debo advertir, además, que a Dirk Peters no parecía preocuparle tal situación. Absorto en sus obsesionantes pensamientos, tal vez no advertía nada. Lo repito: si hubiera oído a Jem West gritar: «¡Cabo al Norte!», no sé a qué actos de violencia se hubiera entregado.

Como parecía evitar mi presencia, yo me preguntaba si no provenía esto de cierto sentimiento de reserva y «para no comprometerme más».

Sin embargo, en la tarde del 17 el mestizo manifestó intención de hablarme, y… ¡jamás! ¡No! ¡Jamás hubiera yo podido imaginar lo que iba a saber por aquella conversación!

Un poco fatigado, y no sintiéndome bien, acababa yo de entrar en mi camarote, cuyo tragaluz lateral estaba abierto, mientras el de atrás estaba cerrado.

Dieron un ligero golpe a la puerta.

—¿Quién es? —pregunté.

—Dirk Peters.

—¿Quiere usted hablarme?

—Sí.

—Voy a salir.

—Si usted quiere… Yo preferiría… ¿Puedo entrar en su camarote?…

—Entre usted.

El mestizo empujó la puerta y entró.

Sin levantarme del catre, sobre el que estaba extendido, le hice señal de que se sentara en el sillón. Dirk Peters permaneció en pie.

—¿Qué me quiere usted, Dirk Peters? —pregunté.

—Decirle a usted…, una cosa… Compréndame usted, señor, porque me parece bien que usted sepa…, que usted solamente sepa… En la tripulación no se puede nunca sospechar…

—Si es grave y si teme usted alguna indiscreción… ¿por qué decírmelo?

—¡Sí!… ¡Es preciso!… ¡Sí!… ¡Es preciso! ¡Imposible guardar esto!… ¡Pesa mucho!… ¡Cómo una roca!

Y Dirk Peters se golpeaba violentamente el pecho. Después, reprimiéndose, añadió:

—Si… Siempre tengo miedo de que se me escape durante el sueño…, que alguno lo oiga…, pues yo sueño con ello…

—¿Usted sueña? —respondí—. ¿Y con qué?

—¡Con él!… ¡Con él! Por esto duermo en los rincones… Solo…, por miedo de que se sepa su verdadero nombre.

Tuve entonces el presentimiento, que el mestizo iba tal vez a responder a una pregunta que yo no le había hecho aun; pregunta relativa a este punto obscuro: ¿por qué, después de haber abandonado Illinois, había ido a vivir en las Falklands bajo el nombre de Hunt?

Cuando le hice la pregunta, él respondió:

—No es eso… no…; no es eso lo que yo quiero…

—Insisto, Dirk Peters, y deseo saber, primeramente, por qué razón no ha permanecido usted en América, y por qué razón ha elegido usted las Falklands…

—¿Por qué razón, señor? Porque quería aproximarme a Pym, a mi pobre Pym; porque, esperaba encontrar en las Falklands una ocasión para embarcarme en un ballenero con destino a la mar austral.

—Pero ese nombre de Hunt…

—¡Yo no quería el mío!… ¡No!… ¡No quería el mío a causa del asunto del Grampus!

El mestizo acababa de hacer alusión a la escena efectuada a bordo del brick americano, cuando se decidió entre Augusto Bamard, Arthur Pym, Dirk Peters y el marinero Parker que uno de los cuatro sería sacrificado, a la suerte, para servir de alimento a los otros tres. Yo recordaba la resistencia de Arthur Pym, y cómo se vio obligado a no rehusar su papel en la tragedia que iba a representarse …tal es su propia frase, —y el horrible acto, cuyo cruel recuerdo debía de envenenar la existencia de todos los que habían sobrevivido.

Sí… Arthur Pym tenía en sus manos las pajas para la suerte… La más corta designaría a la víctima…; y habla de aquella especie de involuntaria ferocidad que él sintió de engañar a sus compañeros, de… hacer trampa… —esta es la palabra que emplea—. Pero no la hizo, y pide perdón por haber tenido tal idea… Póngase uno en su caso…

Después se decide y presenta su mano, que guarda las cuatro astillitas.

Dirk Peters saca el primero. La suerte le ha favorecido… Nada tiene que temer.

Arthur Pym piensa que existe una probabilidad más en contra suya.

Augusto Bamard saca a su vez… Salvo también.

Ahora Arthur Pym piensa que las probabilidades son las mismas para Parker y él.

En este momento toda la ferocidad del tigre se apodera de su alma… Siente contra su pobre compañero, su semejante, el odio más intenso y más diabólico…

Cinco minutos transcurren antes que Parker ose sacar.

Al fin Arthur Pym, con los ojos cerrados, ignorando si la suerte le ha favorecido o le ha sido contraria, siente que una mano coge la suya…

Era la mano de Dirk Peters… Arthur Pym acababa de escapar a la muerte.

Y entonces el mestizo se precipita sobre Parker, que es derribado de un golpe en la espalda… Sigue la espantosa contienda…, ¡y las palabras no tienen virtud bastante para conmover al espíritu con el completo horror de la realidad!…

¡Sí! Yo conocía esta horrible historia, no imaginaria, como largo tiempo había creído. He aquí lo que había pasado a bordo del Grampus el 16 de Julio de 1827, y era inútil que yo buscase la razón por la que Dirk Peters acababa de recordármela.

No iba a tardar en saberlo.

—Y bien, Dirk Peters —le dije—. Le pregunto a usted, puesto que había ocultado usted su nombre, ¿por qué le ha revelado cuando la Halbrane estaba anclada en la isla Tsalal?… ¿Por qué no ha conservado usted el de Hunt?

—Señor… Compréndame… Se dudaba de ir más lejos… Se quería retroceder… Estaba decidido…, y entonces pensé… ¡sí!… que diciendo que yo era Dirk Peter…, el compañero del pobre Pym…, se me escucharía…, se creería que aun estaba vivo…, se iría en su busca… Y, sin embargo…, era muy grave, pues era confesar que yo había matado a Parker… Pero el hambre… el hambre devoradora…

Vamos, Dirk Peters —respondí—. Usted exagera… ¡Si la suerte le hubiera sido adversa, usted hubiera sufrido la de Parker!… Realmente no se le puede acusar de un crimen…

—Señor… Compréndame usted. ¿Acaso la familia de Parker hablaría como usted lo hace?

—¿Su familia?… ¿Tenía parientes?

—Sí…; y por eso, en la relación, Pym le cambió el nombre… Parker no se llamaba Parker… Se llamaba…

—Arthur Pym ha obrado muy cuerdamente —respondí—, y en cuanto a mí, no quiero saber el verdadero nombre de Parker… Guarde usted ese secreto.

—¡No!… ¡Yo se lo diré a usted! ¡Esto me pesa demasiado! Y tal vez me aliviaré cuando le diga a usted…, señor Jeorling…

—¡No, Dirk Peters, no!…

—Se llamaba Holt… Ned Holt.

—¡Holt!… exclamé. —Lo mismo que nuestro maestro velero…

—Que es su propio hermano, señor…

—¡Martín Holt… hermano de Ned!

—¡Sí!… ¡Compréndame usted!… ¡Su hermano!

—Pero él cree que Ned Holt ha perecido, como los demás, en el naufragio del Grampus

—No fue así…; y si él supiera que yo…

En aquel momento, una violenta conmoción me arrojó del catre.

La goleta acababa de dar tal sacudida sobre estribor, que faltó poco para que naufragase. Y oí una voz irritada que decía:

—¿Quién es el perro que está al timón? Era la voz de Jem West, y aquel a quien interpelaba de tal modo, Heame.

Me lancé fuera de mi camarote.

—¿Has abandonado la rueda? —repetía Jem West, que había cogido a Hearne por el cuello de la blusa.

—Lugarteniente… Yo ignoraba…

—¡Sí!… ¡Es preciso que la hayas dejado…, y por poco zozobra la goleta!…

Era evidente que Hearne, por uno u otro motivo, había abandonado un momento el timón.

—Gratián —gritó Jem West, llamando a uno de los marineros—, coge la barra… y tú, Heame, al fondo de la cala…

De repente se oyó el grito de «¡Tierra!», y todas las miradas se dirigieron al Sur.