XX
DEL 29 DE DICIEMBRE AL 9 DE ENERO

Por la mañana he cogido el libro de Edgard Poe y he leído atentamente el capítulo XXV. Refiérese en él que, cuando los indígenas quisieron perseguirles, los dos fugitivos, acompañados del salvaje Nu–Nu, estaban ya a cinco o seis millas de la bahía. De las seis o siete islas agrupadas al Oeste, acabábamos de reconocer que no quedaban más que vestigios bajo forma de islotes.

Lo más interesante para nosotros en el referido capítulo son estas líneas que transcribo:

«Llegando por el Norte, en la Jane, para tocar en la isla Tsalal, habíamos gradualmente dejado atrás las regiones más frías; y aunque esto puede parecer una afirmación desmentida por las nociones generalmente aceptadas sobre el Océano antártico, era un hecho que la experiencia no nos permitía negar. Así, intentar ahora volver al Norte hubiera sido locura, especialmente en período tan avanzado de la estación. Sólo un camino parecía abierto a la esperanza. Nos decidimos a seguir atrevidamente hacia el Sur, donde había probabilidades de descubrir otras islas, y donde era fácil que encontrásemos clima más suave…». Así había razonado Arthur Pym: así debíamos hacerlo nosotros «a fortiori».

Ahora bien; el 29 de Febrero —el año fue bisiesto— fue el día en que los fugitivos se encontraron sobre el Océano inmenso y desolador, más allá del paralelo 84. Nosotros estábamos a 29 de Diciembre. La Halbrane se había adelantado dos meses a la canoa que huía de la isla Tsalal, ya amenazada por la aproximación del largo invierno polar. Por otra parte, nuestra goleta, bien aprovisionada, bien mandada, bien tripulada, inspiraba más confianza que la embarcación de Arthur Pym, aquella canoa de arboladura de mimbres, de 50 pies de larga por 4 o 6 de ancha, y que no llevaba más que tres tortugas para alimentar a tres hombres.

Yo confiaba, pues, en el buen éxito de esta segunda parte de nuestra campaña.

Durante la mañana, los últimos islotes del archipiélago desaparecieron en el horizonte. La mar se ofrecía tal como la habíamos visto desde el islote Bennet, sin un solo pedazo de hielo, lo que se explica, porque la temperatura del agua marcaba 44° (6° c. Sobre cero). La corriente, muy acentuada, cuatro o cinco millas por hora, se propagaba de Norte a Sur con regularidad constante.

Bandadas de pájaros animaban el espacio; invariablemente las mismas especies; martines–pescadores, pelícanos, petreles, albatros. Debo, no obstante, confesar que estos últimos no presentaban las dimensiones gigantescas indicadas en el diario de Arthur Pym, y ninguno lanzaba ese sempiterno Tékéli–li, que, por lo demás, parecía ser la palabra más usada en la lengua de Tsalal.

Durante los dos días siguientes no ocurrió nada de particular. No se señaló tierra ni apariencia de ella. Los hombres de a bordo hicieron fructuosa pesca en aquellas aguas donde pululaban escaros, merluzas, rayas, congrios, delfines de azulado color y otros varios pescados. Los talentos combinados de Hurliguerly y Endicott variaron agradablemente la lista de la comida, y yo opino que convenía dar iguales gracias a los dos amigos en aquella colaboración culinaria.

Al siguiente día, 1° de Enero de 1840, año bisiesto, una ligera niebla veló el sol durante las primeras horas, y de ello deducimos el anuncio de un cambio en el estado atmosférico.

Hacía entonces cuatro meses y diez y siete días que yo había abandonado las Kerguelen; dos meses y cinco días que la Halbrane había abandonado las Falklands.

¿Cuánto duraría aquella navegación? No era esto lo que más preocupaba, sino más bien el saber hasta dónde nos conduciría al través de los parajes antárticos.

Debo reconocer que la conducta del mestizo respecto a mí se había modificado, aunque no respecto al capitán Len Guy y a los tripulantes. Habiendo, sin duda, comprendido que yo me interesaba por la suerte de Arthur Pym, el mestizo me buscaba, y, para emplear una frase vulgar, nos entendíamos sin necesidad de cambiar una sola palabra. Alguna vez, sin embargo, al encontrarse a mi lado él salía de su mutismo habitual. Cuando el servicio no le reclamaba, se arrastraba hacia el banco donde yo tenía costumbre de sentarme. Después de tres o cuatro encuentros intentamos cambiar algunas palabras.

Por lo demás, tan pronto como el capitán Len Guy o el contramaestre se acercaban, el mestizo se alejaba.

Un día, a eso de las diez, estando Jem West de guardia y el capitán Len Guy en su camarote, el mestizo se me acercó con la intención evidente de hablar… Se adivina sobre qué…

Cuando estuvo junto al banco y con el, objeto de entrar directamente en materia, le dije:

—Dirk Peters… ¿quiere usted que hablemos de él? Los ojos del mestizo brillaron como brasa sobre la que se acaba de soplar.

—¡El! —murmuró.

—¡Es usted fiel a su recuerdo!

—¿Olvidarle, señor? ¡Nunca!

—El está siempre delante de usted… —¡Siempre! Compréndame usted. ¡Hemos corrido juntos tantos peligros!… Esto hace a dos hombres hermanos…

¡No!… Padre e hijo… ¡Sí! ¡Lo quiero como a un hijo! ¡Haber estado los dos tan lejos…, demasiado lejos…, puesto que él no ha vuelto!… Se me ha traído a América…, a mí…; pero Pym…, ¡el pobre Pym está aun allá abajo!

Los ojos del mestizo se anegaron en lágrimas. ¿Cómo no se evaporaban al fuego de sus ojos?

—Dirk Peters —le pregunté—, ¿no tiene usted idea alguna del camino que Arthur Pym y usted siguieron a bordo de la canoa desde que partieron ustedes de la isla Tsalal?

—Ninguna, señor… El pobre Pym no poseía instrumentos… Ya sabe usted aparatos marítimos para mirar al sol… Durante ocho días la corriente nos ha arrastrado al Sur…, y el viento también… Buena brisa… y mar bella. Dos remos a guisa de mástiles, y nuestras camisas a modo de velas…

—Sí —respondí—, camisas de tela blanca, cuyo color atemorizaba tanto a vuestro prisionero Nu–Nu.

—Tal vez… Yo no me daba cuenta… Pero si Pym lo ha dicho, es preciso crear a Pym.

Sabía yo que algunos de los fenómenos descritos en el diario llevado a los Estados Unidos por el mestizo no parecían haber atraído la atención del ultimo; así es que tenía la idea de que tales fenómenos no habían debido de existir mas que en una imaginación sobrexcitada, sin embargo, quise obligar más a Dirk Peters en este asunto.

—Y durante esos ocho días —le dije—, ¿pudisteis proveer a vuestro sustento?

—Sí, señor… y después… nosotros y el salvaje. Usted… sabe que llevábamos a bordo tres tortugas… Estas bestias contienen provisión de agua dulce… y su carne es buena… hasta cruda… ¡Oh!… ¡La carne cruda, señor!…

Al pronunciar estas palabras, Dirk Peters, bajando la voz, como si temiera que le escucharan, arrojó una rápida mirada en tomo.

Aquel alma se estremecía siempre al recuerdo de las escenas del Grampus. No es fácil pintar la horrible expresión que se dibujó en la cara del mestizo en el momento en que habló de la carne cruda. No la de un caníbal de Australia o las Nuevas Hébridas, sino la de un hombre que experimenta indecible horror hacia sí mismo.

Después de un largo silencio, traje la conversación al punto debido.

—¿No fue el 1° de Marzo, ateniéndome a la relación de Arthur Pym, cuando por vez primera vio usted el ancho velo de un vapor gris cortado por rayas luminosas y vacilantes?

—¡No lo sé, señor! ¡Pero si Pym lo ha dicho, es preciso creer a Pym!

—¿El no le ha hablado a usted nunca de los rayos que caían del cielo? —añadí, no queriendo servirme de las palabras aurora polar, que el mestizo no hubiera tal vez entendido.

Volvía yo así a la hipótesis de que aquellos fenómenos podían ser debidos a la intensidad de las influencias eléctricas, tan poderosas en las altas latitudes, admitiendo que realmente se hubieran producido.

—Nunca, señor —dijo Dirk Peters, no sin haber reflexionado antes de responder a mi pregunta.

—¿No ha notado usted tampoco que el color de la mar se alteraba…, que perdía su transparencia…, que se volvía blanca…, semejante a la leche…, que su superficie se conmovía en torno de la canoa?…

—Si eso sucedía, señor, yo no losé… Compréndame usted… Yo no tenía conocimiento de las cosas… La canoa se iba…, se iba…, y mi cabeza con ella.

—Y además, Dirk Peters…, ¿aquel polvo fino que caía semejante a blanca ceniza?

—No lo recuerdo.

—¿Es que no era nieve?…

—¿Nieve?… Sí… No… Hacía calor… ¿Qué ha dicho Pym? ¡Es preciso creer lo que Pym haya dicho!

Comprendí que respecto a aquellos hechos inverosímiles no obtendría explicación alguna aunque siguiera interrogando al mestizo. Suponiendo que él hubiera observado las cosas sobrenaturales relatadas en los últimos capítulos del libro, no había conservado recuerdos de ellas.

Entonces a media voz me dijo:

—Pero Pym le dirá a usted todo eso… El lo sabe… Yo no sé nada… El lo ha visto y usted lo creerá.

—Yo lo creeré…, Dirk Peters… Sí… Yo lo creeré —respondí, no queriendo molestar al mestizo.

—Y además… ¿iremos en su busca, no es verdad?

—Lo espero.

—¿Después que hayamos encontrado a William Guy y a los tripulantes de la Jane?…

—Sí… Después…

—¿Y hasta si no les encontramos?

—Hasta en ese caso…, Dirk Peters… Creo que decidiré a nuestro capitán.

—Quien no rehusará prestar auxilio a un hombre…, a un hombre como él…

—No…, no lo rehusará… Y realmente si William Guy y sus compañeros están vivos se puede admitir que Arthur Pym…

—¿Vive? ¡Sí, vive! —exclamó el mestizo—. Por el alma de mis padres… él está allí…, me espera… ¡mi pobre Pym! ¡Y cuál será su alegría cuando se arroje en los brazos de su viejo Dirk!… ¡Y la mía, la mía, cuando le sienta aquí…, aquí!

Y el robusto pecho de Dirk Peters se levantaba como la mar agitada. Después se alejó, dejándome presa de inexplicable emoción; tanta ternura comprendía yo que encerraba aquel corazón medio salvaje por su infortunado compañero, por aquel al que llamaba su hijo.

La goleta no cesó de adelantar hacia el Sur durante los días 2, 3 y 4 de Enero, sin que notáramos apariencia de tierra. Siempre, en el horizonte, la línea perimétrica que se dibujaba sobre el fondo del mar y del cielo. El vigía no señaló ni continente ni islas en aquella parte de la Antártida. ¿Debía ponerse en duda la aseveración de Dirk Peters respecto a las tierras entrevistas?… ¡Las ilusiones de óptica son tan frecuentes en las regiones hiperaustralianas!

—Verdad —hice notar al capitán Len Guy— que desde que abandonó la isla Tsalal, Arthur Pym no poseía instrumentos para tomar altura.

—Lo sé, señor Jeorling, y es muy posible que las tierras se encuentren en el Este o en el Oeste de nuestro itinerario. Lo más de lamentar es que Arthur Pym y Dirk Peters no hayan desembarcado en ellas. No tendríamos ninguna duda sobre su existencia, bastante problemática, y acabaríamos por descubrirlas.

—Las descubriremos, capitán, remontando algunos grados hacia el Sur.

—Sea; pero yo me pregunto, señor Jeorling, si no sería preferible explorar los parajes comprendidos entre el meridiano cuarenta y cuarenta y cinco.

—El tiempo nos está tasado —respondí vivamente—, y serían días perdidos, puesto que tenemos que tocar la latitud donde los dos fugitivos han sido separados.

—Y ¿cuál es esa latitud, señor Jeorling? En el libro no encuentro indicación de ella, y por esta razón es imposible calcularlo.

En efecto, este capítulo contenía estas líneas:

«Continuamos nuestro camino sin ningún incidente importante, por siete u ocho días, y durante este período debimos avanzar una distancia enorme; pues el viento nos empujó casi de continuo, y una fuerte corriente nos arrastró en la dirección que queríamos seguir».

El capitán Len Guy conocía este pasaje leído repetidas veces. Yo añadí:

—Dice, una distancia enorme, y esto hasta el 1° de Marzo solamente. El viaje se prolongó hasta el 22 del mismo mes, y así Arthur Pym indica en seguida: «La canoa se precipitaba siempre hacia el Sur, bajo la influencia de una poderosa corriente de horrible velocidad». Estas son sus propias expresiones. De todo lo cual, capitán, se puede deducir…

—¿Que ha ido hasta el polo, señor Jeorling?

—¿Por qué no, puesto que desde la isla Tsalal no hay que recorrer más que cuatrocientas millas para llegar a él?

—¡Después de todo, poco importa! —respondió el capitán Len Guy—. La Halbrane no va en busca de Arthur Pym, sino en busca de mi hermano y de sus compañeros. Si han podido llegar a las tierras entrevistas, esto es lo único de que se trata.

En este punto el capitán Len Guy tenía razón. Así es que yo temía sin cesar que diera orden de ir hacia el Este o hacia el Oeste. Sin embargo, como el mestizo, afirmaba que su canoa había ido hacia el Sur, y que las tierras de que hablaba se encontraban en esta dirección, el rumbo de la goleta no fue modificado, lo que me hubiera desesperado por significar que no se mantenía en el itinerario de Arthur Pym.

Además, yo tenía la convicción de que, si dichas tierras existían, debían encontrarse en las más altas latitudes.

No es indiferente advertir que ningún fenómeno extraordinario se manifestó en el curso de la navegación del 5 al 6 de Enero.

No vimos nada de la barrera de vapores vacilantes, ni de la alteración de las sábanas superiores de la mar. Respecto al calor excesivo del agua, tal «que la mano no podía soportarlo», es menester rebajar algo. La temperatura no pasaba de cincuenta grados (10° c. sobre cero), elevación ya anormal en aquella parte de la zona antártica. Y aunque Dirk Peters no cesaba de repetir: «¡Es preciso creer lo que ha dicho Pym!», mi razón se imponía extrema reserva sobre la realidad de estos hechos sobrenaturales. No había ni velo, ni bruma, ni apariencia lechosa de las aguas, ni lluvia de polvo blanco.

En estos parajes fue igualmente donde los dos fugitivos habían visto uno de esos animales blancos que tanto terror producían a los insulares de Tsalal. ¿En qué condiciones pasaron tales monstruos ante la canoa? El libro no lo indica.

Además, no encontramos ni un solo mamífero marino, ni los pájaros gigantescos, ni los terribles carniceros de las regiones polares.

Añadiré que nadie a bordo sentía aquella influencia singular de que habla Arthur Pym, esa laxitud de cuerpo y de alma, esa repentina indolencia que deja incapaz para el menor esfuerzo físico.

Y tal vez por este estado patológico y fisiológico se puede explicar que Arthur Pym creyese ver los referidos fenómenos, debidos únicamente a la turbación de sus facultades mentales.

En fin, el 7 de Enero, según Dirk Peters —y él no había podido estimarlo más que por el tiempo transcurrido—, llegamos al sitio donde el salvaje Nu–Nu, extendido en el fondo de la canoa, había exhalado el último suspiro.

Dos meses y medio más tarde, el 22 de Marzo, termina el diario del extraordinario viaje. Entonces era cuando flotaban espesas tinieblas, atemperadas por la claridad de las aguas que reflejaban el velo de vapores blancos extendidos sobra el cielo.

Pues bien: la Halbrane no fue testigo de ninguno de estos asombrosos prodigios, y el sol, inclinando su alargada espiral, iluminaba siempre el horizonte.

Era una suerte que el espacio no estuviera sumido en la obscuridad, puesto que, en tal caso, nos hubiera sido imposible tomar altura.

El 9 de Enero, una buena observación dio 86° 33' de latitud, quedando la longitud la misma, entre el meridiano 42 y 43.

En este sitio, a creer los recuerdos del mestizo, se efectuó la separación de los dos fugitivos, después del choque de la canoa y el témpano.

Pero se presentaba una duda. Puesto que el témpano, arrastrando a Dirk Peters, había derivado hacia el Norte, ¿es que estaba sometido a la acción de una contracorriente?

Esto debía de ser, pues desde hacía dos días nuestra goleta no sentía la influencia de aquella, a que había obedecido al dejar la isla Tsalal. Y ¿por qué asombrarse cuando todo es tan variable en estos mares australes? Feamente la fresca brisa del Noroeste persistía, y la Halbrane, con todas sus velas desplegadas, continuaba elevándose hacia los más altos parajes, avanzando 13 grados sobre los navíos de Weddell y dos grados sobre la Jane. En cuanto a las tierras —islas o continentes— que el capitán Len Guy buscaba en la superficie de aquel inmenso mar, no aparecían, y yo comprendía que perdía poco a poco la confianza, bien quebrantada ya después de tan vanas pesquisas.

En cuanto a mí, estaba obsesionado por el deseo de recoger a Arthur Pym tanto como a los sobrevivientes de la Jane. Pero ¿se podía creer que hubiera sobrevivido? Sí. Yo lo sabía. Esta era la idea fija del mestizo. Y si nuestro capitán hubiera dado la orden de volver atrás, no sé a qué extremo hubiera llegado Dirk Peters. ¡Tal vez se hubiera arrojado al mar! Por esto, cuando él oía que la mayoría de los marineros protestaba contra aquella navegación insensata, y hablaban de virar cabo por cabo, yo temía siempre que el mestizo se abandonase a alguna violencia contra Hearne, sobre todo, que excitaba sordamente a la rebelión a sus camaradas de las Falklands.

Sin embargo, convenía no permitir que la indisciplina y la desanimación entrasen a bordo, y así, aquel día, deseoso de levantar los espíritus, el capitán Len Guy, a petición mía, reunió a la tripulación bajo el palo mayor y habló en estos términos:

—Marineros de la Halbrane: desde nuestra partida de la isla Tsalal, la goleta ha ganado dos grados hacia el Sur, y conforme al contrato firmado por el señor Jeorling, os anuncio que habéis adquirido 2000 dollars por grado, los que os serán pagados a la terminación del viaje.

Hubo algunos murmullos de satisfacción, pero no hurras, a no ser los que lanzaron, sin encontrar eco, el contramaestre Hurliguerly y el cocinero Endicott.