A primera hora del viernes 27 de Diciembre, la Halbrane puso el cabo al Suroeste.
El servicio de a bordo, marchó como de costumbre, con la misma obediencia y la misma regularidad. Entonces no era ni peligroso ni cansado. El tiempo era siempre bueno y la mar también. Si estas condiciones no transformaban los gérmenes de la insurrección, y yo lo esperaba, no encontrarían motivo para desarrollarse, y no habría dificultades. Además, el cerebro trabaja poco en las naturalezas groseras.
Los ignorantes no se abandonan nunca al fuego de la imaginación; encerrados en el presente, el porvenir no les preocupa.
Sólo el hecho brutal que les pone frente a la realidad les saca de su indiferencia.
¿Se produciría este hecho?
En lo que concierne a Dirk Peters, reconocida su identidad, ¿no debía de cambiar nada en su manera de ser, y continuaría tan poco comunicativo como de costumbre? Debo hacer presente que, después de la revelación, los marineros no parecía que sentían repugnancia por motivo de las escenas del Grampus, excusables, después de todo, dadas las circunstancias. Además, ¿podía olvidarse que el mestizo había arriesgado su vida por salvar la de Martín Holt? No obstante, él continuó separado del resto, comiendo en un rincón, durmiendo en otro… navegando «al largo de la tripulación». ¿Tenía, pues, para conducirse de tal modo, algún otro motivo que ignorábamos, y que tal vez el porvenir nos haría conocer?
Los persistentes vientos de la parte Norte, que habían arrastrado a la Jane hasta la isla Tsalal, y a la canoa de Arthur Pym a algunos grados más allá, favorecían la marcha de nuestra goleta. Amuras a babor, Jem West podía cubrirla de tela, utilizando la brisa fresca y regular. Nuestra roda hundía rápidamente aquellas aguas transparentes, y no lechosas, que dejaban blanca estela en la popa.
Después de la escena de la víspera, el capitán Len Guy había descansado algunas horas. ¡Por qué obsesionantes pensamientos había sido turbado este descanso! De una parte, la esperanza del resultado de las nuevas pesquisas; de otra, la responsabilidad de tal expedición al través de la Antártida. Cuando le vi, al siguiente día, sobre el puente, en el momento en que el lugarteniente se paseaba por la popa, nos llamó a los dos.
—Señor Jeorling —me dijo—, con la muerte en el alma me había decidido a elevar la goleta hacia el Norte. ¡Sentía que no había hecho cuanto tenía que hacer en favor de nuestros desgraciados compatriotas! ¡Pero comprendía que la mayor parte de los tripulantes se pondría en contra mía si yo intentaba arrastrarla más allá de la isla Tsalal!
—En efecto, capitán —respondí—. Tal vez hubiera estallado una rebelión a bordo.
—Rebelión que hubiéramos dominado —respondió fríamente Jem West— aunque fuese rompiendo la cabeza a ese Hearne, que no cesa de excitar a sus compañeros.
—Hubieras hecho bien —respondió el capitán Len Guy—. Pero, hecha tal justicia, ¿qué hubiera sido del acuerdo, del que tanta necesidad tenemos?
—Bien —dijo Jem—. Vale más que no haya habido necesidad de emplear la violencia… Pero, en lo sucesivo, que Hearne tenga cuidado conmigo.
—Sus compañeros —dijo el capitán— se han apaciguado con las primas que se les ha ofrecido. La generosidad del señor Jeorling ha producido buen efecto… Yo se lo agradezco.
—Capitán —dije—, en las Falklands le manifesté a usted mi deseo de asociarme pecuniariamente a su empresa. Se ha presentado la ocasión, que yo he aprovechado y nada tiene usted que agradecerme.
Consigamos nuestro objeto; salvemos a William Guy y a los cinco marineros de la Jane… Es todo lo que pido.
El capitán me tendió la diestra, que yo estreché cordialmente.
—Señor Jeorling —añadió—, habrá usted notado que la Halbrane no lleva el cabo al Sur, aunque las tierras entrevistas por Dirk Peters —o las apariencias de tierra por lo menos —estén en esa dirección.
—Lo he notado, capitán.
—Y a propósito de ello —dijo Jem West—, no olvidemos que la relación de Arthur Pym no contiene nada que se refiera a esas tierras del Sur, y que, en suma, no tenernos más datos que las declaraciones del mestizo.
—Es verdad, lugarteniente —respondí.
—Pero ¿hay motivo para dudar de lo que dice Dirk Peters? Su conducta desde que se embarcó, ¿no es para inspirar toda confianza?
—Nada tengo que reprocharle desde el punto de vista del servicio —replicó Jem West.
—Y no ponemos en duda ni su valor, ni su honradez —declaró el capitán Len Guy— y esta buena opinión la justifica, no ya su comportamiento a bordo de la Halbrane sino cuanto ha hecho cuando navegaba en el Grampus primero, y en Jane después.
—¡Buena opinión que merece! —añadí. No sé por qué, me sentía inclinado a tomar la defensa del mestizo.
¿Era acaso que yo presentía que aun le quedaba un papel importante en el curso de la expedición, porque el se creía seguro de encontrar a Arthur Pym… por el que decididamente yo me interesaba?
Convengo, sin embargo, que, en lo que se refería a su antiguo compañero, las ideas de Dirk Peters podían parecer absurdas. El capitán, Len Guy no dejó de hacerlo notar.
—No debemos olvidar, señor Jeorling —dijo—, que el mestizo ha conservado la esperanza de que Arthur Pym, después de ser arrastrado al través del mar antártico, ha podido llegar a alguna tierra más meridional…, donde aun estará vivo.
—¡Vivo, después de once años en los parajes polares! —exclamó Jem West.
—Es bastante difícil, capitán, lo confieso —respondí—, y no obstante, pensándolo bien, ¿sería imposible que Arthur Pym hubiera encontrado más al Sur una isla semejante a la de Tsalal, donde William Guy y sus compañeros han podido vivir durante el mismo tiempo?
—Imposible, no, señor Jeorling. Probable, no lo creo.
—Y hasta —añadí, y siempre en el terreno de las hipótesis—, ¿por qué vuestros compatriotas, después de abandonar a Tsalal, y arrastrados por la misma corriente, no habían de poder reunirse con Arthur Pym allí donde tal vez…?
No acabé, pues, tal suposición; no hubiera sido aceptada, y no había para qué insistir, en aquel momento, en el proyecto de ir en busca de Arthur Pym, una vez encontrados los hombres de la Jane…, si es que los encontrábamos…
El capitán Len Guy volvió al objeto de la conversación.
—Decía —continuó—, que, si no he tomado el camino del Sur, es porque tengo la intención de reconocer primeramente el yacimiento de las islas próximas a Tsalal; el grupo situado al Oeste.
—Buena idea —dije—; y visitando esas islas tal vez adquiramos la certeza de que el temblor de tierra se ha producido en reciente fecha.
—Reciente… Eso no es dudoso —afirmó el capitán Len Guy—, y posterior a la partida de Patterson, puesto que el segundo de la Jane había dejado a sus compatriotas en la isla.
Se sabe por qué serias razones nuestra opinión no había cambiado en este punto.
—¿Acaso en el relato de Arthur Pym —preguntó Jem West— no se habla de un grupo de ocho islas?
—De ocho —respondí—, o por lo menos esto es lo que Dirk Peters ha oído decir al salvaje que iba en la canoa con su compañero y él. Este Nu–Nu hasta afirmaba que el archipiélago estaba gobernado por una especie de soberano, un rey único, llamado Tsalemon, que residía en la menor de las islas, y, en caso necesario, el mestizo confirmará estos detalles.
—También —dijo el capitán Len Guy—, como podría suceder que el terremoto no haya conmovido ese grupo, y que este está aun habitado, tomaremos nuestras precauciones al acercamos al yacimiento.
—Que no debe de estar lejos —dije yo—. Además, ¿quién sabe, capitán, si su hermano de usted y sus marinos no se habrán refugiado en alguno de esos islotes?
Eventualidad admisible, pero poco tranquilizadora, pues era suponer que habían caído de nuevo en manos de los salvajes que habían quedado libres durante su estancia en Tsalal. Además, para recogerlos, caso de que su vida hubiera sido respetada, ¿no le sería preciso a la Halbrane emplear la fuerza? ¿Y lograría buen éxito en tal tentativa?
—Jem —dijo el capitán Len Guy—, andamos de ocho a nueve millas, y dentro de poco, sin duda, veremos tierra… Da orden de vigilar con cuidado.
—Está hecho, capitán.
—¿Hay un hombre en la garita?
—El propio Dirk Peters, que se ha ofrecido.
—Bien, Jem. Puede uno confiar en su vigilancia.
—Y también en sus ojos —añadí—, pues está dotado de prodigiosa vista.
La goleta continuó corriendo hacia el Oeste hasta las diez, sin que la voz del mestizo se dejara oír. Así es que yo me preguntaba si pasaría con estas islas lo que con las Auroras o las Glasas que habíamos buscado vanamente entre las Falklands y la Nueva Georgia. Ninguna tumescencia emergía de la superficie del mar, ningún perfil se dibujaba en el horizonte. ¿Tal vez eran estas islas de poca altura, y no se las vería hasta estar a una o dos millas de ellas?
Por lo demás, la brisa cedió de manera sensible durante la mañana. Nuestra goleta fue arrastrada con más ímpetu del que queríamos por la corriente del Sur. Por fortuna, el viento volvió a las dos de la tarde, y Jem West se orientó de forma de ganar lo que la deriva le había hecho perder.
Durante dos horas la Halbrane mantuvo el cabo en tal dirección con velocidad de siete a ocho millas, y ni la menor altura apareció al largo.
—No es creíble que no encontremos el yacimiento —me dijo el capitán Len Guy—, pues, según el relato de Arthur Pym, Tsalal pertenece a un grupo muy vasto.
—El, no dice haberlas visto mientras que la Jane estaba anclada —hice observar.
—Tiene usted razón, señor Jeorling; pero como no estimo en menos de 50 millas el camino recorrido por la Halbrane desde esta mañana, y como se trata de islas muy próximas, unas a otras…
—Entonces, capitán, será preciso deducir —lo que no es inverosímil— que el grupo del que dependía Tsalal ha desaparecido por completo en el terremoto.
—¡Tierra por estribor! —gritó Dirk Peters.
Todas las miradas se dirigieron a aquella parte, sin distinguir nada en la superficie del mar. Verdad que desde la yunta del palo de mesana el mestizo había podido ver lo que aun no era visible para ninguno de nosotros. Además, dado el poder de su vista y la costumbre de interrogar a los horizontes, yo no admitía que se hubiera engañado.
Efectivamente, un cuarto de hora después nuestros anteojos marinos nos permitieron reconocer algunos islotes esparcidos en la superficie de las aguas, sembrada toda de rayos de sol y a distancia de dos o tres millas hacia el Oeste.
El lugarteniente hizo bajar las velas altas, y la Halbrane quedó bajo la cangreja, la mesana y el gran foque.
¿Era conveniente apercibirse a la defensa, subir las armas al puente, cargar los pedreros o izar las redes de abordaje? Antes de tomar estas prudentes precauciones, el capitán Len Guy creyó poder, sin gran peligro, acercarse más.
¿Qué cambio se había producido? Allí donde Arthur Pym indicaba que existían islas espaciosas, no se veía más que un pequeño número de islotes —media docena a lo más— emergiendo ocho o nueve toesas.
En este momento el mestizo, que se había deslizado por el brandal de estribor, saltó al puente.
—Y bien, Dirk Peters, ¿has reconocido ese grupo? —preguntó el capitán Len Guy.
—¿El grupo? —respondió el mestizo sacudiendo la cabeza—. No. Yo no he visto más que cinco o seis islotes… No hay más que piedras… ¡Ni una isla!
En efecto: algunas puntas, o mejor dicho cúspides redondeadas, era todo lo que quedaba de aquel archipiélago, de su parte occidental al menos. Sin embargo, era posible, si el yacimiento comprendía varios grados, que el terremoto no hubiera hundido más que las islas del Oeste.
Esto era lo que nos proponíamos comprobar cuando hubiéramos visitado todos los islotes y determinado la fecha a que remontaba la sacudida de que Tsalal conservaba indiscutibles huellas.
A medida que se aproximaba la goleta, se podía fácilmente reconocer aquellos restos del grupo, casi totalmente destrozado en su parte occidental.
La superficie de los más grandes islotes no pasaba de 50 a 60 toesas cuadradas, y la de los más pequeños no comprendía más que tres o cuatro. Estos últimos formaban un semillero de escollos azotados por la ligera resaca del mar.
Claro es que la Halbrane no debía aventurarse al través de aquellos arrecifes, que hubiesen amenazado sus flancos o su quilla.
Se limitaría a dar la vuelta al yacimiento a fin de ver si el hundimiento del archipiélago había sido total. Sin embargo, sería preciso desembarcar en algunos punto, donde tal vez habría indicios que recoger.
Llegados a unas diez encabladuras del islote principal, el capitán Len Guy ordenó que se practicara un sondaje. Se halló fondo a las 25 brazas, fondo que debía de ser el suelo de una isla sumergida, cuya parte central pasaba el nivel de la mar en una altura de cinco a seis toesas.
La goleta se aproximó entonces y echó el ancla a cinco brazas.
Jem West, había pensado en ponerse al pairo durante el tiempo que durase la exploración del islote; pero con la viva corriente que arrastraba al Sur, la goleta hubiera derivado. Era, pues, mejor anclar cerca del grupo. La mar estaba allí en calma, y el aspecto del cielo no hacía temer un cambio atmosférico.
Una vez que el ancla se hincó, entramos en uno de los botes el capitán Len Guy, el contramaestre, Dirk Peters, Martín Holt, dos hombres y yo.
Un cuarto de milla nos separaba del primer islote, fue franqueado, rápidamente al través de estrechos pasos. Las puntas rocosas se cubrían y descubrían con las oscilaciones de las olas. Barridas, lavadas y relavadas, no podían haber conservado ningún indicio que permitiese asignar al terremoto una época determinada. Repito que en este asunto no cabía duda alguna en nuestro espíritu.
La canoa se lanzó entre las rocas. Dirk Peters al timón, procuraba evitar los choques entre los arrecifes.
El agua transparente y en calma dejaba ver, no un fondo de arena sembrado de conchas, sino negruzcos bloques tapizados de hierbas terrestres, de esas plantas que no pertenecen a la flora marítima, algunas de las cuales flotaban en la superficie del mar.
Esto constituía una prueba de que el suelo donde habían brotado se había hundido recientemente.
—Cuando la embarcación tocó en el islote, uno de los hombres echó el arpón, cuyas puntas encontraron terreno a que agarrarse, y el desembarco pudo efectuarse sin dificultad.
Así, pues, aquel sitio había sido el yacimiento de una de las grandes islas del grupo, actualmente reducida a un óvalo irregular, que medía 150 toesas de circunferencia y emergía unos 20 a 30 pies sobre el nivel del mar.
—¿Acaso las marcas se elevan alguna vez a esa altura? —pregunté al capitán Len Guy.
—Nunca —me respondió—; y tal vez descubriremos en el centro de este islote algunos restos del reino vegetal, ruinas de casas o campamentos.
—Lo mejor que podemos hacer —dijo el contramaestre— es seguir a Dirk Peters, que ya va algo lejos. Ese diablo de mestizo es capaz de ver con sus ojos de lince lo que nosotros no veríamos.
En pocos momentos todos estuvimos en el punto culminante del islote.
Los restos no faltaban, probablemente de los animales domésticos de que se habla en el diario de Arthur Pym; aves de distintas especies, zorros, puercos, cuya piel presentaba lanas negras…
Sin embargo —detalle importante—, entre estos restos y los de la isla Tsalal había la diferencia de que aquí el amontonamiento no databa más que de algunos meses, lo que concordaba con nuestra idea de que el terremoto se había producido en fecha reciente.
Aquí y allí verdeaban plantas de apio y de codearías, y de florecillas aun frescas.
—¡Y que son de este año! —exclamé. ¡El invierno austral no ha pasado, por ellas!
—Soy de la misma opinión, señor Jeorling —respondió Hurligueriy—. Pero ¿no es posible que hayan brotado después de la conmoción del grupo?
—No me parece admisible —respondí, como hombre que no ceja en su idea.
En el lado derecho vegetaban también algunos débiles árboles, especie de avellanos salvajes, y Dirk Peters arrancó una rama impregnada de savia, de la que pendían nueces semejantes a las que su compañero y él habían comido durante su prisión entre las rocas de la colina de Klock–Klock y en el fondo de aquellos laberintos, de los que no habíamos encontrado señales en la Isla Tsalal.
Dirk Peters sacó algunas de estas nueces de su vaina verde y las cascó con sus poderosos dientes.
Con tales detalles no podía quedar duda sobra la fecha de la catástrofe, posterior a la partida de Patterson. No era, pues, este cataclismo el que había producido la muerte de aquella parte de la población de Tsalal, cuyos restos yacían en los alrededores de la ciudad. Respecto, al capitán de la Jane y a los cinco marineros, parecía demostrado que habían tenido tiempo de huir, toda vez que sobre la isla no se encontró el cuerpo de ninguno de ellos.
¿Dónde habían tenido la posibilidad de refugiarse después de haber abandonado la isla Tsalal?
Tal era la pregunta que nos hacíamos… ¿Qué respuesta obtendría? En mi opinión, no sería más extraordinaria que las demás que surgirían a cada línea de esta historia.
No insisto más en lo que se refiere a la exploración del grupo.
Empleáronse en ella treinta y seis horas, pues la goleta le dio la vuelta.
En la superficie de los islotes se encontraron los mismos indicios, plantas y restos, que provocaron las mismas conclusiones.
A propósito de las conmociones de que aquellos parajes habían sido teatro, el capitán Len Guy, el lugarteniente, el contramaestre y yo estábamos de perfecto acuerdo, en lo que concernía a la completa destrucción de los indígenas.
La Halbrane no tenía, pues, que temer ningún ataque, lo que merecía ser tenido en cuenta.
Ahora, ¿debíamos deducir que William Guy y sus cinco marineros, después de haber ganado una de las islas, hubiesen también perecido?
He aquí el razonamiento que, relacionado con este punto, acabó por aceptar Len Guy.
—En mi opinión —dije—, a la catástrofe artificial de Klock–Klock sobrevivieron algunos hombres de la Jane, siete por lo menos, comprendiendo a Patterson, y además el perro Tigre, cuyos restos hemos encontrado cerca del pueblo. Algún tiempo después, cuando la destrucción de una parte de la población de Tsalal, debida a causas que yo ignoro, los indígenas que no habían sucumbido han abandonado Tsalal para refugiarse en otras islas del grupo. Solos, y en perfecta seguridad, el capitán William Guy y sus compañeros han podido fácilmente vivir donde, antes que ellos, vivían varios millares de salvajes. Transcurrieron diez o doce años sin que les fuese posible salir de su prisión, aunque han debido procurarlo, sea con una de las canoas indígenas, o con otra que ellos mismos construyeran. En fin, hace siete meses, después de la desaparición de Patterson, un terremoto agitó a la isla Tsalal y hundió a sus vecinas. Entonces pienso que William Guy y sus compañeros, juzgándola inhabitable, han debido embarcarse con el intento de volver al círculo antártico. Lo verosímil es que tal tentativa no haya tenido buen éxito, y bajo la acción de una corriente que arrastraba al Sur, ¿por qué no han podido llegar a esas tierras entrevistas por Arthur Pym y por Dirk Peters más allá del 84 grado de latitud?… En esta dirección, pues, debemos ir, capitán. Franqueando dos o tres paralelos es como tendremos alguna probabilidad de encontrarlos… Para alcanzar este fin, ¿quién de nosotros no sacrificaría su vida?
—¡Condúzcanos Dios, señor Jeorling! —respondió el capitán.
Más tarde, cuando estuve a solas con el contramaestre, este me dijo:
—Le he escuchado a usted con atención y le confieso a usted que casi me ha convencido.
—Ya se convencerá usted del todo, Hurliguerly.
—¿Cuándo?
¡Quizás más pronto de lo que usted piensa!
Al siguiente día, 29 de Diciembre, desde las seis de la mañana, la goleta aparejó, con ligera brisa de Noroeste, y esta vez puso el cabo directamente hacia el Sur.