XVIII
DECISIÓN TOMADA

¡Dirk Peters! Hunt era el mestizo Dirk Peters, el devoto compañero de Arthur Pym, el que el capitán Len Guy había durante tanto tiempo y tan inútilmente buscado en los Estados Unidos, y la presencia del cual iba tal vez a damos una nueva razón para proseguir aquella campaña!

No me asombraría que con un poco de olfato el lector haya desde páginas anteriores reconocido a Dirk Peters en Hunt y que esperase este golpe teatral. Hasta afirmo que lo contrario me hubiera sorprendido.

En efecto; nada más natural ni más indicado que este razonamiento: ¿Cómo el capitán Len Guy y yo, que tan a menudo leíamos la obra de Edgard Poe, en la que se traza con preciso dibujo el retrato de Dirk Peters, no habíamos sospechado que el hombre embarcado en las Falklands y el mestizo era una misma persona? ¿No era una falta de perspicacia por nuestra parte?

Lo concedo, y, sin embargo, la cosa se explica hasta cierto punto.

Sí, todo en Hunt revelaba origen indiano, que era el de Dirk Peters, puesto que pertenecía a la tribu de los Upsarokas del Far–West, y esto tal vez hubiera debido lanzarnos al camino de la verdad.

Pero considérense las circunstancias en las que Hunt se había presentado al capitán Len Guy, circunstancias que no permitían poner en duda su identidad. Hunt habitaba en las Falklands, muy lejos de Illinois, en medio de marineros de distintas nacionalidades que aguardaban la estación de la pesca para pasar a bordo de los balleneros. Desde su embarco se había mantenido con nosotros en la mayor reserva. Aquella era la primera vez que le oíamos hablar, y nada hasta entonces —en lo que a su actitud se refiere al menos— había inducido a creer que ocultase su verdadero nombre. Y se acababa de ver que sólo a las últimas instancias del capitán se había declarado.

Verdad que Hunt era un tipo bastante extraordinario para provocar nuestra atención. Sí, ahora recordaba yo sus extrañas maneras desde que la goleta había franqueado el circulo polar, desde que navegaba por la mar libre; sus miradas, dirigidas incesantemente hacia el horizonte del Sur; su mano, que por movimiento instintivo se tendía en dicha dirección. Después, en el islote Bennet parecía haberle visitado ya, y en él había descubierto un resto de la Jane, y, en fin, en la isla Tsalal él había tomado la delantera, y nosotros le habíamos seguido como a un guía al través de la planicie agitada hasta el lugar que ocupaba el pueblo de Klock–Klock, a la entrada de la quebrada, cerca de la colina donde se cruzaban los laberintos, de los que ninguna señal quedaba. Sí. Todo esto hubiera debido ponernos alerta, hacer nacer —en mí por lo menos— el pensamiento de que Hunt pudiera estar mezclado a las aventuras de Arthur Pym.

Pues bien; no solamente el capitán Len Guy, sino también su pasajero Jeorling, tenían una venda sobre los ojos. Lo confieso; éramos dos ciegos, y ciertas páginas del libro de Edgard Poe debían habernos dado gran clarividencia.

En suma: no había que poner en duda que Hunt fuese realmente Dirk Peters. Aunque once años más viejo, era aun tal como Arthur Pym le había pintado. Verdad que el aspecto feroz de que habla la relación no existía, y, por otra parte, según el mismo Arthur Pym declaraba, no era más que ferocidad aparente. En lo físico nada había cambiado: la estatura pequeña, la musculatura recia, los miembros colocados en una mole de hércules, y las manos tan grandes y gruesas que apenas habían conservado la forma humana; las piernas y brazos arqueados, la cabeza de prodigioso tamaño y la boca enorme, con anchos dientes que los labios no cubrían jamás, ni aun en parte. Lo repito: tales señas concordaban perfectamente con las de nuestro reclutado de las Falklands.

Pero no se encontraba ya en su rostro aquella expresión que, si era el síntoma de la alegría, no podía ser más que «la alegría del demonio».

En efecto: el mestizo había cambiado con la edad, la experiencia, los golpes de la vida, las terribles escenas en que había tomado parte —incidentes como decía Arthur Pym— «completamente fuera del registro de la experiencia, y que traspasaban los límites de la credulidad de los hombres».

Sí. La ruda lucha de las pruebas sufridas había desgastado el espíritu de Dirk Peters. ¡No importa! Era siempre el fiel compañero al que Arthur Pym había debido a menudo su salvación; aquel Dirk Peters que le amaba como a un hijo, y que nunca había perdido la esperanza de volverle a encontrar algún día en las espantosas soledades de la Antártida.

Ahora bien: ¿por qué Dirk Peters se ocultaba en las Falklands bajo el nombre de Hunt? ¿Por qué desde su embarco en la Halbrane había procurado conservar su incógnito? ¿Por qué no había dicho quién era, puesto que conocía las intenciones del capitán Len Guy, cuyos esfuerzos todos tendían a salvar a sus compatriotas, siguiendo el itinerario de la Jane?

¿Por qué? Sin duda porque temía que su nombre inspirase horror. ¿No era él el hombre que se había mezclado a las espantosas escenas del Grampus, el que había muerto al marinero Parker, quien se había alimentado de la carne de este y bebido de su sangre? Para que revelase su nombre preciso era que esperase que, gracias a su revelación, la Halbrane intentaría encontrar a Arthur Pym.

Después de haber vivido durante algunos años en Illinois, el mestizo se había instalado en las Falklands con el único objeto de aprovechar la primera ocasión que se ofreciera para volver a los mares antárticos. Al embarcarse en la Halbrane, ¿contaba con decidir al capitán Len Guy, cuando este hubiera recogido a sus compatriotas en la isla Tsalal, a elevarse a más altas latitudes, prolongando la expedición en beneficio de Arthur Pym? Y, sin embargo, ¿qué hombre de buen sentido hubiera admitido que aquel infortunado viviese después de once años? Al menos, la existencia del capitán William Guy y de sus compatriotas estaba asegurada con los recursos de la isla Tsalal, y además las notas de Patterson afirmaban que ellos se encontraban allí cuando él les había abandonado. En cuanto a la existencia de Arthur Pym…

Sin embargo, ante la afirmación de Dirk Peters —la que, lo reconozco, no descansaba en base sólida— mi espíritu no protestó, como parecía ser lo indicado. No. Y cuando el mestizo gritó. —¡Pym no ha muerto! ¡Pym está allí! ¡Es preciso no abandonar al pobre Pym!, aquel grito me conmovió profundamente.

Y entonces pensé en Edgard Poe, y me preguntaba cuál sería su actitud, tal vez su confusión, si la Halbrane llevaba a aquel cuya muerte, tan repentina como deplorable, había anunciado el célebre novelista.

Decididamente, desde que había resuelto tomar parte en la campaña de la Halbrane yo no era el mismo, el hombre práctico y razonable de otra época. ¿Cómo? ¿A propósito de Arthur Pym sentía yo latir mi corazón como latía el de Dirk Peters? ¿Al abandonar la isla Tsalal, para ir al Norte, hacia el Atlántico, se apoderaba de mí la idea de que esto era olvidarse de un deber de humanidad, el deber de ir en socorro de un infeliz abandonado en los helados desiertos de la Antártida?

Verdad que pedir al capitán Len Guy que aventurase la goleta más allá de aquellos mares; obtener este nuevo esfuerzo de la tripulación después de tantos peligros perdidos para todo, fuera exponerse a una negativa, y al cabo mi intervención sobraba entonces. Y, sin embargo, yo comprendía que Dirk Peters contaba conmigo para defender la causa del pobre Pym.

Un largo silencio siguió a la declaración del mestizo. Nadie pensaba en sospechar de la veracidad de este. Había dicho: Yo soy Dirk Peters. Era Dirk Peters.

En lo que se refería a Arthur Pym, que no hubiese vuelto a América, que hubiera sido separado de su compañero y arrastrado después con la canoa hacia las regiones del polo, eran hechos admisibles, y nada autorizaba a creer que Dirk Peters no dijera la verdad. Pero que Arthur Pym viviese aun, como el mestizo declaraba; que el deber mandase lanzarse en su busca, como él pedía, exponiéndose a tantos peligros nuevos, era cuestión distinta.

Sin embargo, resuelto a apoyar a Dirk Peters, pero temiendo avanzar por terreno donde corría el riesgo de ser vencido desde el principio, empleé el argumento, muy aceptable, que ponía en el tapete la cuestión del capitán William Guy y los cinco marineros, de los que no habíamos encontrado huella en la isla Tsalal.

—Amigos míos —dije—, antes de tomar resolución definitiva, lo prudente es mirar la cuestión con sangre fría. ¿No sería un eterno disgusto, un remordimiento grande abandonar nuestra expedición tal vez en el momento en que tenía probabilidades de buen éxito? Reflexione usted, capitán, y ustedes también, compañeros. Hace menos de siete meses que nuestros compatriotas fueron dejados con vida por el infortunado Patterson en la isla Tsalal. Si estaban aquí en tal época y es indudable que desde hace once años gracias a los recursos de la isla, habían podido asegurar su existencia, no teniendo nada que temer de los insulares, de los que una parte había sucumbido en circunstancias que ignoramos, y la otra se había probablemente transportado a alguna isla vecina. Esto es la misma evidencia, y no creo que se pueda objetar nada a este razonamiento.

Nadie respondió… No había nada que responder. —Si no hemos encontrado al capitán de la Jane y a los suyos— continué animándome, —es que después de la partida de Patterson, se han visto obligados a abandonar la isla Tsalal… ¿Por qué? En mi opinión, porque el terremoto la conmovió de tal forma que quedó inhabitable. ¿Pero les habrá bastado con una embarcación indígena para ganar, con la corriente del Norte, o una isla o algún otro punto del continente antártico? No creo ir muy lejos afirmando que las cosas hayan pasado de este modo; y, en todo caso, lo que sé, lo que repito, es que nada habremos hecho si no continuamos las investigaciones, de las que depende la salvación de vuestros compatriotas.

Interrogué con la mirada a mi auditorio. No obtuve respuesta.

El capitán Len Guy, presa de la más viva emoción, inclinaba la cabeza, pues comprendía que yo tenía razón; que yo indicaba, al invocar los deberes de humanidad, la única conducta propia de gentes de corazón.

—Y ¿de qué se trata? —añadí tras breve pausa—. De franquear algunos grados en latitud cuando la mar es navegable, cuando la estación nos asegura dos meses de buen tiempo, y cuando nada tenemos que temer del invierno austral, cuyos rigores yo no os pido que desafiéis. ¿Dudaremos, cuando la Halbrane está bien aprovisionada, su tripulación completa y sin ningún enfermo a bordo? ¿Nos atemorizarán imaginarios peligros? ¿No tendremos valor para ir más allá?…

Y mostré el horizonte del Sur, mientras que Dirk Peters le mosteaba también, sin pronunciar una palabra, con ademán imperativo que hablaba por él.

¡Siempre los ojos fijos en nosotros, y tampoco respuesta esta vez!

Seguramente, la goleta podría, sin gran imprudencia, aventurarse por aquellos parajes, durante ocho o nueve semanas. Estábamos a 26 de Diciembre, y en Enero, Febrero, y aun Marzo, se habían efectuado las expediciones anteriores, las de Bellingshausen, Biscoe, Kendal, Weddell, los que habían podido volver hacia el Norte antes que el frío les cerrase toda salida.

Además, si sus navíos no se habían aventurado tanto en las regiones australes como yo había pretendido de la Halbrane, no habían sido favorecidos, como nosotros podíamos esperar serlo, en tales circunstancias.

Hice valer estos diversos argumentos, espiando una señal de aprobación…, que nadie hacía.

Silencio absoluto… Bajos todos los ojos.

Y, sin embargo, yo no había pronunciado una sola vez el nombre de Arthur Pym, ni apoyado la proposición de Dirk Peters. De hacerlo, ¡qué encogimientos de hombros no hubieran respondido, y, tal vez, qué amenazas contra mi persona!

Preguntábame yo si había o no conseguido llevar mis sentimientos al alma de mis compañeros, cuando el capitán Len Guy tomó la palabra.

—Dirk Peters —dijo—, ¿afirmas que Arthur Pym y tú, después de vuestra partida de la isla Tsalal, habéis entrevisto tierras en dirección Sur?

—Sí… Tierras… —respondió el mestizo—, islas o continente… Compréndame…; y allí… yo creo, estoy seguro que Pym, el pobre Pym, espera que se vaya en su socorro…

—Allí esperan también, quizás, William Guy y sus compañeros —exclamé, a fin de llevar la discusión a mejor terreno.

Y realmente, ¡aquellas tierras eran un punto tan fácil de tocar!…

La Halbrane no navegaría a la ventura… Iría adonde era posible que se hubiesen refugiado los sobrevivientes de la Jane

El capitán Len Guy no volvió a hacer uso de la palabra sino después de haber reflexionado algunos, instantes.

—Y más allá del 84 grado, Dirk Peters —dijo—, ¿es cierto que el horizonte está cerrado por esa cortina de vapores, de la que en el libro de Edgard Poe se habla? ¿La has visto tú con tus propios ojos, y también esas cataratas aéreas y ese abismo en el que se perdió la canoa de Arthur Pym?

Después de mirarnos a unos y a otros, el mestizo meneó su enorme cabeza.

—No sé… —dijo—. ¿Qué me pregunta usted, capitán? ¿Una cortina de vapores? Sí… Tal vez… y también apariencias de tierra hacia el Sur…

Evidentemente, Dirk Peters no había leído el libro de Edgard Poe, y hasta era probable que no supiera leer. Después de haber entregado el diario de Arthur Pym, él no se había preocupado de su publicación. Retirado a Illinois primero, y a las Falklands después, nada sospechaba del ruido que la obra había hecho, ni del fantástico e inverosímil desenlace dado por nuestro gran poeta a aquellas aventuras.

Y, además, ¿no era posible que Arthur Pym, con su propensión a lo sobrenatural, hubiera creído ver cosas prodigiosas, únicamente debidas al exceso de su imaginación?

Entonces, y por primera vez, desde el principio de esta discusión, se oyó la voz de Jem West. Yo no hubiera podido decir si el lugarteniente era de mi opinión y si mis argumentos le habían convencido. El se limitó a preguntar.

—Capitán… Espero sus órdenes.

El capitán Len Guy se volvió a la tripulación. Antiguos y nuevos le rodeaban, mientras Heame permanecía un poco apartado, dispuesto a intervenir si consideraba oportuna su intervención.

El capitán Len Guy interrogó con la mirada al contramaestre y a sus compañeros, con los que podía contar. Ignoro si en su actitud notó aquiescencia a la continuación del viaje; pero lo oí murmurar:

—¡Si no dependiese más que de mí!… ¡S todos me asegurasen su concurso!

En efecto: sin una conformidad común no era posible lanzarse a nuevas aventuras.

Heame tomó entonces la palabra, y, con rudeza, dijo:

—Capitán. Hace dos meses que abandonamos las Falklands… ¡Mis compañeros fueron reclutados para una navegación, que no debía conducirles más allá del banco de hielo, más lejos de la isla Tsalal!

—¡No es así! —exclamó el capitán Len Guy, excitado por la declaración de Hearne—. ¡No es así! ¡Yo os he reclutado para una campaña que tengo derecho a seguir hasta donde me plazca!

—Perdón, capitán —respondió Heame secamente—; pero hemos llegado donde ningún navegante ha llegado nunca; donde jamás se ha arriesgado ningún navío, salvo la Jane. Así, mis compañeros y yo pensamos que conviene volver a las Falklands antes de la mala estación. De allí, usted puede volver a la isla Tsalal y hasta llegar al polo, si eso le agrada.

Un murmullo de aprobación se dejó oír. No había duda que Hearne traducía los sentimientos de la mayoría, que precisamente estaba formada por los nuevos reclutados. Ir contra su opinión, exigir obediencia de aquellos hombres mal dispuestos a obedecer, y en estas condiciones aventurarse al través de los lejanos parajes de la Antártida, hubiera sido acto de temeridad, y hasta acto de locura, que hubiera traído alguna catástrofe.

Jem West intervino, y adelantando hacia Hearne le dijo con voz amenazadora:

—¿Quién te ha dado permiso para hablar?

—El capitán nos preguntaba —replicó Heame—. Yo tenía el derecho de responder.

Y estas palabras fueron pronunciadas con tal insolencia, que el lugarteniente, tan dueño de sí por costumbre, se disponía a dar libre curso a su cólera, cuando el capitán le detuvo con un gesto y dijo:

—¡Cálmate, Jem! Nada haremos a no estar todos de acuerdo.

Después, dirigiéndose al contramaestre, añadió:

—¿Qué opinas tú, Hurliguerly?

—Es muy sencillo —respondió el contramaestre—. Yo obedeceré las órdenes de usted, sean las que sean. Nuestro deber es no abandonar a Williarn Guy y a sus compañeros mientras probabilidad de salvarles.

El contramaestre se detuvo un instante, mientras varios marineros, Drap, Rogers, Gratián, Stem y Burry, daban inequívocas muestras de aprobación.

—En lo que concierne a Arthur Pym —añadió.

—No se trata de Arthur Pym —interrumpió vivamente el capitán—, sino de mi hermano William Guy, y de sus compañeros.

Y como yo viera que Dirk Peters iba a protestar, le cogí por un brazo, y aunque temblase de cólera, se calló.

¡No!… No era oportuno momento para volver al caso de Arthur Pym. Creí que no había más recurso que fiar en el porvenir, aprovecharse de las circunstancias de aquella navegación y arrastrar a los marineros inconscientemente. Sin embargo, creí deber ayudar a Dirk Peters de una manera directa.

El capitán Len Guy continuó su interrogatorio. Quería conocer los nombres de aquellos con quienes podía contar. Todos los antiguos aceptaron sus proposiciones, y se comprometieron a no discutir jamás sus órdenes y a seguirle tan lejos como a él le conviniera. Estos valientes fueron imitados por algunos de los reclutados, tres solamente, de nacionalidad inglesa. No obstante, parecióme que la mayoría, participaba de la opinión de Heame. Para ellos la campaña de la Halbrane había terminado en la isla Tsalal. De aquí el que se negasen a ir más lejos o hiciesen demanda formal de poner el cabo al Norte, a fin de franquear el banco de hielo en la época más favorable de la estación.

Eran unos veinte los que tal pretendían, y Heame había interpretado sus sentimientos. Obligarlos hasta a que ayudasen a las maniobras de la goleta cuando esta se dirigiera al Sur, hubiera sido provocarles a la rebelión.

No quedaba más recurso que despertar su codicia. Entonces yo tome la palabra, y con voz firme, que a nadie hubiera autorizado para dudar de lo serio de mi proposición, les dije:

—¡Marineros de la Halbrane, escuchadme! Como diversos Estados han hecho en sus viajes de descubrimientos a las regiones polares, yo ofrezco una prima a la tripulación de la goleta. Os daré 2000 dollars por cada grado que alcancemos más allá del paralelo 84.

El ofrecimiento de 70 dollars por persona no dejaba de ser tentador, y comprendí que había tocado en lo vivo.

—Voy —añadí— a firmar ahora mismo este compromiso. El capitán Len Guy será vuestro mandatario, y las cantidades ganadas os serán entregadas a vuestro regreso, cualesquiera que sean las condiciones en que se efectúa.

Esperé el efecto de esta promesa, que no se hizo esperar.

—¡Hurra! —gritó el contramaestre a fin de despertar el entusiasmo de sus camaradas, que casi unánimemente unieron sus hurras a los de aquel.

Hearne no hizo oposición alguna. Siempre le quedaba el recurso de aconsejar a los demás en mejores circunstancias.

El pacto estaba hecho, y para conseguir mis fines hubiera sacrificado mayor suma.

Verdad que no estábamos más que siete grados del polo, austral, y si la Halbrane llegaba a él, no me costaría más que 14.000 dollars.