XVII
¿Y PYM?

La decisión del capitán Len Guy de abandonar al día siguiente el anclaje de la isla Tsalal y de volver a tomar el camino del Norte, aquella campaña terminada sin resultado, la renuncia a buscar en otra parte de la mar antártica a los náufragos de la goleta inglesa; todo esto se había tumultuosamente presentado a mi espíritu.

¿Cómo? ¡La Halbrane iba a abandonar a los seis hombres que, según el cuaderno de Patterson, se encontraban algunos meses antes en aquellos parajes! ¿La tripulación de la mencionada goleta no cumpliría hasta el fin el deber que la humanidad le imponía? ¿No intentaría lo imposible para descubrir el continente o la isla sobre la que los sobrevivientes de la Jane habían podido refugiarse al abandonar la isla Tsalal, inhabitable desde el temblor de tierra?

Sin embargo, no estábamos mas que a fines de Diciembre, al siguiente día de Navidad, casi al principio de la buena estación. Dos meses de verano nos permitirían navegar al través de aquella parte de la Antártida. Tendríamos tiempo para volver al círculo polar antes de la terrible estación austral. Y he aquí que la Halbrane se preparaba a poner el cabo al Norte.

Sí; tal era el pro de la cuestión. Verdad, tengo que confesarlo, que el contra se apoyaba en argumentos de valor real.

En primer lugar, hasta aquel día la Halbrane no había marchado a la ventura. Siguiendo el itinerario indicado por Arthur Pym, dirigíase a un punto claramente determinado: la isla Tsalal. El infortunado Patterson afirmaba que en esta isla, de yacimiento conocido, era donde nuestro capitán debía recoger a William Guy, y a los cinco marineros que habían escapado de la traición de Klock–Klock. Pero no les habíamos encontrado, ni a ningún indígena de aquel pueblo arrasado, no se sabe por que catástrofe, cuya fecha ignoramos. ¿Habían logrado huir antes de dicha catástrofe, que se efectuó después de la partida de Patterson, es decir, desde hacía menos de siete u ocho meses?

En todo caso, la cuestión quedaba reducida a este sencillo dilema: o la tripulación de la Jane había sucumbido y la Halbrane debía, partir sin dilación, o aquella había sobrevivido y no se debían abandonar las pesquisas.

Y bien: aceptando el segundo término, ¿qué se debía hacer más que escudriñar isla por isla el grupo del Oeste señalado en la relación de Arthur Pym, grupo donde acaso no se habían sentido los efectos del terremoto? Además, en defecto de este grupo, ¿no habían, podido los fugitivos de la isla Tsalal refugiarse en alguna otra parte de la Antártida? ¿No existían numerosos archipiélagos en medio de aquella mar libre que la embarcación de Arthur Pym y del mestizo habían recorrido hasta se ignoraba dónde?

Verdad es que, si su canoa había sido arrastrada más allá del 84°, ¿dónde hubiera podido tocar en tierra, si ninguna había, ni insular ni continental, en aquella inmensidad de agua? Aparte esto, en caso de repetirlo, el final de la relación está lleno de cosas extrañas, inverosímiles, confusas, nacidas de las alucinaciones de un cerebro casi enfermo.

Ahora sí que Dirk Peters nos hubiera sido útil, de tener el capitán Len Guy la suerte de haberle encontrado en su retiro de Illinois y de embarcarle en la Halbrane.

Volviendo a la cuestión: en caso de que se decidiera continuar la campaña, ¿hacia qué punto de aquellas misteriosas regiones debía dirigirse nuestra goleta? ¿No se vería reducida a ir al azar?

Además, otra dificultad: la tripulación de la Halbrane, ¿consentiría en correr los azares de una navegación tan llena de lo desconocido, en hundirse más en las regiones del polo, con el temor de chocar contra un infranqueable banco de hielo cuando se tratara de volver a ganar los marca de América o de África?

En efecto, algunas semanas más, y el invierno antártico traería su cortejo de intemperies y fríos. Aquella mar, actualmente Ubre, se congelaría y no sería navegable. Quedar prisionero en medio de los hielos durante siete u ocho meses, sin tener seguridad de acostar en ninguna parte, ¿no haría retroceder a los más valientes? ¿Teman los jefes de la tripulación el derecho de arriesgar la vida de esta por la débil esperanza de recoger a los sobrevivientes de la Jane?

En esto había pensado el capitán Len Guy desde la víspera. Después, con el corazón herido, y sin esperanza de encontrar a su hermano y a sus compatriotas, acababa de ordenar, con voz temblorosa por la emoción:

—¡Mañana, al alba, partiremos!

En mi opinión, le era preciso tanta energía moral para volver atrás como la que había mostrado para ir hacia adelante. Pero su resolución estaba tomada, y él sabría esconder en sí el inexpresable dolor que le causaba el mal resultado de aquella campaña.

En lo que a mí se refería, confieso que experimenté un vivo descorazonamiento y un intenso disgusto ante la idea de que nuestra expedición terminara de tan desconsoladora manera. Después de haberme unido tan apasionadamente a las aventuras de la Jane, hubiera querido no suspender las pesquisas de los continentes al través de los parajes de la Antártida.

Y en nuestro caso, ¡cuántos navegantes hubieran tenido corazón para resolver el problema geográfico del polo austral! En efecto: la Halbrane había avanzado más allá de las regiones visitadas por los navíos de Weddell, puesto que la isla Tsalal estaba situada a menos de 7° del punto en que se cruzan los meridianos. Ningún obstáculo parecía oponerse a que ella pudiera elevarse a las últimas latitudes. Gracias a la estación excepcional, ¿vientos y corrientes la conducirían tal vez a la extremidad del eje terrestre, del que no estaba alejada más que 400 millas? Si la mar libre se extendía hasta allí, la cosa sería cuestión de unos días. Si existía un continente, de algunas semanas. Mas en realidad nadie de nosotros pensaba en el polo Sur, y no era para llegar a él por lo que la Halbrane había afrontado los peligros del Océano antártico.

Además, admitiendo que el capitán Len Guy, deseoso de llevar más lejos sus investigaciones, hubiera obtenido la aquiescencia de Jem West, del contramaestre y de los antiguos tripulantes de la Halbrane, ¿hubiera podido decidir a los veinte reclutados en las Falklands, cuyas malas disposiciones fomentaba sin cesar Hearne? No. Era imposible. Ellos se hubieran seguramente negado a aventurarse más en los mares antárticos, y esta debía de ser una de las razones por la que nuestro capitán, había tomado la resolución de volver hacia el Norte a pesar del profundo dolor que por ello experimentaba.

Considerábamos, pues, como terminada la campaña, y juzgúese de nuestra sorpresa cuando oímos estas palabras:

—¿Y Pym? ¿El pobre Pym?

Me volví. El que acababa de hablar era Hunt. Inmóvil, aquel extraño personaje devoraba el horizonte con la mirada.

Había a bordo de la goleta tan poca costumbre de oír la voz de Hunt —acaso aquellas eran las primeras palabras que desde su embarco había pronunciado ante nosotros—, que la curiosidad llevó a su lado a todos los tripulantes. ¿Su inopinada intervención no anunciaba —yo tuve el presentimiento de ello— alguna prodigiosa revelación?

Un ademán de Jem West envió a la tripulación a proa. No quedaron más que el lugarteniente, el contramaestre, el maestro velero Martín Holt y el maestro calafateador Hardie, que se consideraron autorizados para permanecer con nosotros.

—¿Qué has dicho? —preguntó el capitán Len Guy, acercándose a Hunt.

—He dicho: ¿Y Pym? ¿El pobre Pym?

—Y bien: ¿qué pretendes al recordamos el nombre del hombre cuyos detestables consejos han arrastrado a mi hermano hasta esta isla donde la Jane ha sido destruida, donde la mayor parte de su tripulación fue muerta, donde no hemos encontrado uno solo de los que aquí estaban hace siete meses?

Y como Hunt permaneciera en silencio:

—Responde —exclamó el capitán Len Gay, sin poderse contener.

La vacilación de Hunt no venía de no saber que responder, sino, como se verá, de cierta dificultad para expresar sus ideas. Eran estas muy claras, sin embargo, aunque sus frases fuesen entrecortadas. Tenía, en fin, una especie de lenguaje suyo, propio, y su pronunciación recordaba la de los indios de Far–West.

—He aquí… dijo: Yo no sé contar las cosas… Mi lengua se traba. Compréndame usted. He hablado de Pym… del pobre Pym… ¿no es eso?

—Sí —respondió el lugarteniente—. ¿Y qué tienes que decimos de Arthur Pym?

—Tengo que decir…, que no se le debe abandonar.

—¿No abandonarle? —exclamé.

—¡No! ¡Jamás! Piensen ustedes… ¡Será cruel!… ¡muy cruel! Iremos a buscarle.

—¡A buscarle! —repitió el capitán Len Guy.

—Compréndame usted. Por eso me he embarcado a bordo de la Halbrane. Sí. ¡Para encontrar al pobre Pym!

—¿Y dónde está —pregunté—, si no es en el fondo de una tumba, en el cementerio de su país natal?

—¡No…, él está allí…, allí… solo…, solo! —respondió Hunt extendiendo su mano hacia el Sur… Desde entonces el sol se ha levantado once veces en este horizonte.

Hunt quería indicar las regiones antárticas: era evidente. Pero ¿qué pretendía?

—¿Es que tú no sabes que Arthur Pym ha muerto? —dijo el capitán Len Guy.

—¡Muerto! —repitió Hunt con un gesto expresivo—. No. Escuchen: Yo conozco las cosas… Comprendan… No ha muerto.

—Vamos, Hunt —dije yo—. ¿Recuerdas el último capítulo de las aventuras de Arthur Pym? ¿No refiere Edgard Poe que su fin ha sido repentino y deplorable?

Verdad es que el poeta americano no indicaba de qué manera había terminado aquella vida tan extraordinaria, e insisto en ello, esto me pareció siempre bastante sospechoso. ¿Iba, pues, a serme revelado el secreto de aquella muerte, puesto que, a creer a Hunt, Arthur Pym no había vuelto de las regiones polares?

—Explícate, Hunt —ordenó el capitán Len Guy, que participaba de mi sorpresa—. Reflexiona… Tómate el tiempo que quieras, y di con claridad lo que tengas que decir.

Y mientras Hunt pasaba su mano por la frente, como para recoger lejanos recuerdos, yo hice la siguiente observación al capitán Len Guy:

—Hay algo singular en la intervención de este hombre, si no está loco.

Al oír estas palabras el contramaestre, movió la cabeza, pues, en su opinión, Hunt no gozaba de cabal sentido.

Este lo comprendió, y con voz dura dijo:

—No… No estoy loco… Los locos… allá abajo, en la Prairie… se les sujeta si no se les cree… Y a mí… es menester creerme… No… ¡Pym no está muerto!

—Edgard Poe lo afirma —respondí.

—Sí… lo sé… Edgard Poe de Baltimore. Pero él no ha visto nunca al pobre Pym. ¡Nunca!

—¿Cómo? —exclamó el capitán Len Guy—. ¿Esos dos hombres no se conocían?

—¡No!

—¿No ha sido el mismo Arthur Pym el que ha contado sus aventuras a Edgard Poe?

—¡No, capitán, no! —respondió Hunt—. Aquel que está allí, en Baltimore, no ha tenido más que las notas escritas por Pym desde el día en que se oculto a bordo del Grampus, escritas hasta la última hora…, la última… ¡Comprenda usted… Comprenda usted!

Indudablemente, el temor de Hunt era el no ser comprendido, y él lo repetía sin cesar. Por lo demás, lo que declaraba parecía inadmisible. ¡Según él, Arthur Pym no había jamás entrado en relaciones con Edgard Poe! ¡El poeta americano solamente había tenido conocimiento de las notas redactadas día por día durante el tiempo que duró aquel inverosímil viaje!

—¿Quién le ha entregado, pues, ese diario? —preguntó el capitán Len Guy, apoderándose de una mano de Hunt.

—El compañero de Pym… El que le amaba como a un hijo… El mestizo Dirk Peters, que volvió solo de allá abajo.

—¡El mestizo Dirk Peters!… —exclamé.

—¡Sí!

—¿Solo?…

—Solo…

—Y Arthur Pym, ¿estará?…

—¡Allí!… —respondió Hunt con poderosa voz, inclinándose hacia las regiones del Sur, donde su mirada permanecía obstinadamente fija.

¿Podía tal afirmación vencer la general incredulidad? Ciertamente que no… Así es que Martín Holt dio a Hurliguerly con el codo, y ambos pareció que compadecían a Hunt, mientras que Jem West le observaba sin expresar sus sentimientos. Respecto al capitán Len Guy, me hizo seña de que no había que tomar en serio lo que decía aquel pobre diablo, cuyas facultades mentales debían de estar perturbadas desde algún tiempo atrás.

Sin embargo, cuando yo examinaba a Hunt, creía sorprender una especie de luz de la verdad que se escapaba de sus ojos.

Entonces me ingenié para interrogarle, dirigiéndole preguntas precisas, a las que él intentó responder con afirmaciones sucesivas, en la forma que se va a ver, y sin contradecirse jamás.

—Veamos —le pregunté—. Después de haber sido recogido sobre el casco del Grampus, con Dirk Peters, ¿Arthur Pym vino a bordo de la Jane hasta la isla Tsalal?

—Sí.

—Durante una visita del capitán William Guy al pueblo Klock–Klock, ¿Arthur Pym se separó de sus compañeros al mismo tiempo que el mestizo y uno de los marineros?

—Sí —respondió Hunt—. El marinero Alien… que casi en seguida se ahogó bajo las piedras.

—Después, ¿ambos asistieron, desde lo alto de la colina, al ataque y a la destrucción de la goleta?

—Sí…

—Pasado algún tiempo, ¿abandonaron la isla, después de apoderarse de una de las embarcaciones que los indígenas no pudieron recuperar?

—Sí. —Y veinte días más tarde, llegados ante la cortina de vapores, ¿ambos fueron arrastrados por la catarata?

Está vez Hunt no respondió afirmativamente… Dudó…, balbuceó palabras vagas… Parecía que pretendía reavivar el fuego de su memoria, medio extinguida.

Al fin, mirándome y sacudiendo la cabeza, respondió:

—No… Ambos no… Compréndame usted… Dirk Peters no me ha dicho nunca…

—Dirk Peters —preguntó vivamente el capitán Len Guy…— ¿Tú has conocido a Dirk Peters?

—Sí.

—¿Dónde?

—En Vandalia… Estado de Illinois.

—Y ¿es él quien te ha suministrado tales noticias del viaje?

—Sí… Él.

—Y ¿ha vuelto solo…, solo de allí abajo…, dejando a Arthur Pym?

—Solo…

—¡Habla… habla, pues! —exclamé.

La impaciencia me consumía… ¿Cómo? ¿Hunt había conocido a Dirk Peters, y, gracias a este, sabía cosas que yo creía imposibles de saber nunca? ¿Conocía el desenlace de aquellas aventuras extraordinarias?

Entonces, con frases entrecortadas pero inteligibles, respondió Hunt:

—Sí… allí… Una cortina de vapores… El mestizo me lo ha dicho a menudo… Compréndanme… Los dos, Arthur Pym y él, estaban en la canoa de Tsalal… Después…, un témpano… un enorme témpano, fue sobre ellos… Al choque, Dirk Peters cayó al mar… Pero pudo agarrarse al témpano…, subir sobre él…, y, compréndanme…, vio danzar la canoa arrastrada por la corriente…, lejos… ¡muy lejos!… En vano Pym pretendió reunirse a su compañero… No pudo… La canoa se alejaba…, se alejaba…, llevándose a Pym… al pobre Pym… Por eso no ha vuelto…; está allí… ¡siempre allí!…

Realmente, si aquel hombre hubiera sido Dirk Peters en persona, no hubiera hablado con más emoción, con más fuego, del pobre y querido Pym…

Pero… si Arthur Pym había continuado elevándose hacia las más altas latitudes, ¿cómo su compañero Dirk Peters había podido volver al Norte, pasar el banco de hielo, el círculo polar y regresar a América, trayendo aquellas notas que fueron comunicadas a Edgard Poe?

A todas estas preguntas respondió Hunt conforme, según decía, a lo que varias veces le había contado el mestizo…

Según él, Dirk Peters llevaba en su bolsillo el cuaderno de Arthur Pym cuando se asió al témpano, y de este modo se salvó el diario que el mestizo puso a disposición del novelista americano.

—Compréndanme —repetía Hunt…—, pues yo les digo las cosas tal como las he sabido por Dirk Peters… Mientras la deriva le arrastraba, él gritó con todas sus fuerzas… Pym, el pobre Pym, había ya desaparecido en medio de la cortina de vapores. En cuanto al mestizo, alimentándose con los peces crudos que podía coger, fue arrastrado por una contracorriente a la isla Tsalal, donde desembarcó medio muerto de hambre.

—¡A la isla Tsalal! —exclamó el capitán Len Guy…— Y ¿cuánto tiempo hacía que la abandonó?

—Tres semanas… Sí…, tres semanas —según me ha dicho Dirk Peters.

—Entonces ha debido encontrar lo que restaba de la tripulación de la Jane —dijo el capitán—. A mi hermano William y a los que sobrevivan.

—No —respondió Hunt—; y Dirk Peters ha creído siempre que todos habían perecido… ¡Sí!; ¡todos! No había nadie en la isla…

—¡Nadie! —repetí muy sorprendido de esta afirmación.

—¡Nadie! —declaró Hunt.

—¿Pero la población de la isla Tsalal?…

—Nadie…, repito…, nadie… Isla desierta… ¡Sí!… ¡Desierta! Esto contradecía absolutamente algunos hechos de los que estábamos seguros. Después de todo, podía ser que, cuando Dirk Peters volvió a la isla Tsalal, la población, llena de espanto por causa ignorada, hubiera ya buscado refugio en el grupo del Sudeste, y que William Guy y sus compañeros estuvieran aun ocultos en las gargantas de Klock–Klock.

Esto explicaba la razón de no haberlos encontrado el mestizo, y también de que los sobrevivientes de la Jane no hubieran tenido nada que temer de los insulares durante los once años de su estancia en la isla. Por otra parte, puesto que Patterson les había dejado siete meses antes, si nosotros no los encontrábamos es que habían abandonado la isla Tsalal, convertida en inhabitable a consecuencia del temblor de tierra.

—¿De modo —insistió el capitán Len Guy— que al regreso de Dirk Peters, ni un habitante en la isla?

—¡Nadie! —repitió Hunt—. ¡Nadie! El mestizo no encontró un solo indígena.

—¿Y qué hizo entonces Dirk Peters?, preguntó el contramaestre.

—¡Compréndanme! —respondió Hunt.

—Allí había una canoa abandonada, en el fondo de la bahía…, conteniendo carne seca y varios barriles de agua dulce. El mestizo se arrojó en ella. Un viento del Sur… sí, del Sur, muy vivo —el que con la contracorriente lo llevó sobre el témpano a la isla Tsalal— le arrastró durante semanas y semanas por el lado del banco de hielo, que pudo atravesar por un paso. Créanme, porque no hago más que repetir lo que Dirk Peters me ha dicho cien veces. ¡Sí! Un paso… y franqueó el círculo polar.

—¿Y después? —pregunté.

—Después fue recogido por un ballenero americano, el Sandy Hook, y conducido a América.

He aquí, pues, suponiendo verídica la relación de Hunt —y era posible que lo fuera—, de qué manera se había desenlazado, al menos en lo que a Dirk Peters concernía, aquel terrible drama de las regiones antárticas. De vuelta en los Estados Unidos, el mestizo se había puesto en relaciones con Edgard Poe, entonces editor del Southem Literary Messenger, y de las notas de Arthur Pym había salido aquella prodigiosa relación, no imaginaria, como hasta entonces se había creído, y a la que faltaba el supremo desenlace.

La parte imaginativa de esta obra estaba sin duda en las extrañas singularidades señaladas en los últimos capítulos, a menos que, presa del delirio de las últimas horas, Arthur Pym hubiera creído ver aquellos prodigiosos sobrenaturales fenómenos a través de la cortina de vapores.

Fuera lo que fuera, lo cierto era que Edgard Poe no había visto nunca a Arthur Pym; y queriendo dejar a los lectores en una incertidumbre sobrexcitante, le había hecho morir de aquella muerte tan repentina como deplorable, cuya naturaleza y causa no indicaba.

Ahora bien: si Arthur Pym no había vuelto, ¿podía razonablemente admitirse que no hubiera sucumbido en breve espacio, después de ser separado de su compañero?

¿Que viviría aun aunque hubiesen transcurrido once años desde su desaparición?

—¡Sí!… ¡sí!… —respondió Hunt.

Y afirmaba con tal convicción que Dirk Peters había debido pasar a su alma cuando ambos habitaban en el pueblo de Vandalia, en el fondo de Illinois.

Ahora era ocasión de preguntarse si Hunt poseía cabal su juicio.

¿No había sido él quien, durante una crisis mental —yo no lo dudaba— después de introducirse en mi cámara, había murmurado estas palabras a mi oído?:

—¿Y Pym… el pobre Pym?

¡Sí!… ¡Yo no había soñado!

En resumen: si todo lo que acababa de decir Hunt era verdadero: si no hacía más que relatar los secretos que Dirk Peters le había confiado, ¿debía ser creído cuando repetía con voz a la vez imperiosa y suplicante: «¡Pym no ha muerto! ¡Pym está allí! ¡Es preciso no abandonar al pobre Pym!»?

Cuando terminé mi interrogatorio, el capitán Len Guy, saliendo al fin de su meditación, ordenó con voz brusca:

—¡Toda la tripulación a popa!

Cuando los marineros estuvieron reunidos en torno de él, dijo:

—Escucha, Hunt, y piensa en la gravedad de las preguntas que voy a hacerte.

Hunt levantó la cabeza y paseó su mirada por los tripulantes de la Halbrane.

—¿Afirmas que todo lo que acabas de decir acerca de Arthur Pym es verdadero?

—¡Sí! —respondió Hunt, acentuando con ademán rudo su afirmación.

—¿Tú has conocido a Dirk Peters?

—Sí.

—¿Has vivido con él algunos años en Illinois?

—Durante nueve años.

—¿El te ha contado esas cosas con frecuencia?

—Sí.

—Y por tu parte, ¿no pones en duda que te haya dicho la verdad?

—No.

—Y bien, ¿no ha tenido nunca el pensamiento que alguno de los hombres de la Jane hubiera podido quedar en la isla Tsalal?

—No.

—¿Creía él que William Guy y sus compañeros habían perecido todos en la catástrofe de las colinas de Klock–Klock?

—¡Sí, y según lo que él me ha repetido con frecuencia, también Pym lo creía!

—Y ¿dónde has visto a Dirk Peters por última vez?

—En Vandalia.

—¿Hace mucho?

—Dos años.

—Y de vosotros dos, ¿tú has, abandonado el primero a Vandalia?

Parecióme advertir una ligera vacilación en Hunt al responder:

—La hemos abandonado juntos.

—¿Para ir tú?

—A las Falklands.

—¿Y él?

—¡El! —repitió Hunt.

Y su mirada fue finalmente a detenerse sobre nuestro maestro velero Martín Hult, al que había salvado la vida con peligro de la suya durante la tempestad.

—Vamos —dijo el capitán Len Guy—, ¿comprendes lo que te pregunto?

—¡Sí!

—¡Responde entonces! Cuando Dirk Peters partió de Illinois, ¿ha abandonado América?

—Sí.

—¿Para ir?… ¡Habla!

—¡A las Falklands!

—¿Y dónde está ahora?

—¡Delante de usted!