La noche transcurrió sin alarma. Ningún bote había abandonado la isla. Ningún indígena se mostraba en el litoral. De aquí podía, deducirse que la población debía ocupar el interior, y, efectivamente, sabíamos que era menester caminar tres o cuatro horas antes de tocar el principal pueblo de Tsalal.
En suma: la presencia de la Halbrane no había sido notada, y esto era lo mejor que podía suceder.
Anclamos, a tres millas de la costa, en diez brazas de fondo.
A las seis se levó el ancla, y la goleta, empujada por la brisa de la mañana, fue a anclar nuevamente a media milla de un banco de coral, semejante a los anillos coralígenos del Océano Pacífico. Desde aquella distancia dominaba la isla en toda su extensión.
Nueve o diez millas de circunferencia —detalle no mencionado por Arthur Pym—, costa abrupta y de difícil acceso, extensas planicies áridas y negruzcas, entre colinas de regular altura; tal es el aspecto que presentaba Tsalal. Lo repito, la ribera estaba desierta. No se veía ni una canoa al largo ni en las ensenadas. Por encima de las rocas no se distinguía humareda alguna, y parecía que en la costa no había habitantes.
¿Qué había, pues, pasado desde once años antes? ¿Tal vez Too–Witt, el jefe de los indígenas no existe?… Pero aun suponiéndolo así, ¿y la población relativamente numerosa?… ¿Y William Guy y los sobrevivientes de la goleta inglesa?…
Cuando la Jane había aparecido en aquellos parajes, era la primera vez que los de Tsalal veían un navío, así es que la tomaron por un enorme animal; la arboladura, por sus miembros; sus velas, por trajes. Ahora ya debían saber a qué atenerse en lo que a este punto se refería; y si no parecían mostrar gran interés en visitaros ¿a qué atribuir esta reserva?
—¡A la mar el bote mayor!, —ordenó el capitán Len Guy con impaciencia.
Ejecutada la orden, el capitán se dirigió al lugarteniente.
—Jem —le dijo—, haz que bajen ocho hombres con Martín Holt, y que Hunt se ponga al timón, tú quedarás aquí, y vigilarás la tierra el mar.
—Esté usted tranquilo, capitán.
—Vamos a embarcarnos, y procuraremos tocar en el pueblo Klock–Klock. Si ocurriera algún incidente, avísanos con tres cañonazos.
—Conforme. Tres cañonazos con intervalo de un minuto —respondió el lugarteniente.
—Si antes de la tarde no hemos vuelto, envía la segunda canoa, bien armada, con diez hombres, a las órdenes del contramaestre, los cuales se situarán a una encabladura de la ribera para recogernos.
—Así lo haré.
—En ningún caso abandonarás la goleta, Jem…
—En ningún caso.
—Si no volvemos, después de que tú hayas hecho cuanto esté en tu mano, tomarás el mando de la goleta y volverás a las Falklands.
—Convenido.
El bote mayor fue preparado al instante. Ocho hombres embarcaron en él, sin contar a Martín Holt y a Hunt, todos ellos armados de fúsiles y pistolas, la cartuchera llena y el cuchillo al cinto.
En este momento me adelanté y dije:
—¿Me permitiría usted que la acompañase a tierra, capitán?…
—Si lo desea usted, señor Jeorling…
Volví a mi camarote y tomé mi fusil —un fúsil de caza de dos tiros— la pólvora, el saco de plomo, algunas balas, y me reuní con el capitán Len Guy, que me había reservado un puesto en la popa.
La embarcación, vigorosamente empujada, se dirigió hacia el arrecife, a fin de descubrir el paso por el que Arthur Pym y Dirk Peters le habían franqueado el 19 de Enero de 1828 en el bote de la Jane.
En este momento fue cuando los salvajes habían aparecido en sus largas piraguas, y cuando William Guy les había mostrado un pañuelo blanco en señal de amistad; respondiendo ellos con los gritos de anamoo–moo y lama–lama, permitiéndoles el capitán ir a bordo con su jefe Too–Witt.
Arthur Pym declara que entonces se establecieron relaciones de amistad entre aquellos salvajes y los tripulantes de la Jane. Se convino que a la vuelta de la goleta, que iba hacia el Sur, se embarcaría en ella un cargamento de escombros de mar. Algunos días después, el 1.º de Febrero, como se sabe, el capitán William Guy y treinta y uno de los suyos fueron víctimas de una asechanza en la quebrada de Klock–Klock, y de los seis hombres que quedaran guardando la Jane, destruida por la explosión, no se salvó uno.
Durante veinte minutos, nuestra canoa costeó los arrecifes. Descubierto el paso por Hunt, penetramos por él a fin de tocar una estrecha abertura de las rocas.
En el bote quedaron dos marineros. Aquel atravesó el brazo de una extensión de 200 toesas, y arrojó el bichero sobre las rocas a la entrada del paso.
Después de haber subido por la sinuosa garganta que daba acceso a la cresta de la ribera, nuestra gente, con Hunt a la cabeza, se dirigió al centro de la isla.
Mientras caminábamos, el capitán Len Guy y yo cambiamos nuestras impresiones con motivo del país, que, según Arthur Pym, «difería esencialmente de todas las tierras hasta entonces visitadas por hombres civilizados».
Ya lo veríamos. En todo caso, lo que puedo decir es que el color general de las llanuras era el negro, como si estuvieran cubiertas por una capa formada por el polvo de lavas, y que en ninguna parte se veía nada que fuera blanco.
A los cien pasos Hunt corrió hacia una enorme masa rocosa. Cuando estuvo junto a ella trepó con la agilidad de una cabra, y llegando a la cúspide, paseó sus miradas por una extensión de varias millas…
Hunt parecía estar en la actitud de un hombre que «no se reconocía allí».
—¿Qué hay?… —me preguntó el capitán Len Guy, después de haberle observado con atención.
—No lo sé, capitán —respondí—. Pero no ignora usted que en este hombre todo es extraño, todo inexplicable en sus actos, y, en cierto modo, merece figurar entre los nuevos seres que Arthur Pym pretende haber encontrado en esta isla… Se diría que…
—¿Qué? —repitió el capitán Len Guy. Entonces, sin terminar mi frase, dije:
—Capitán, ¿está usted seguro de haber practicado una exacta observación al tomar ayer la altura?
—Seguro.
—¿De modo que el punto?…
—Me ha dado 83° 20' de latitud y 44° 5' de longitud.
—¿Exactamente?
—Exactamente.
—¿No hay, pues, que poner en duda, que esta sea la isla Tsalal?
—No, señor Jeorling, si la isla Tsalal está en el sitio indicado por Arthur Pym.
Efectivamente, no podía haber duda respecto a este punto.
Verdad que si Arthur Pym no se había engañado sobre este yacimiento expresado en grados y en minutos, ¿qué se debía pensar de lo fiel de su relación, en lo que concierne a la región que nuestra gente atravesaba bajo la dirección de Hunt?
El habla de cosas extrañas que no le eran familiares; de árboles cuyo producto no se parecía a los de la zona tórrida, ni a los de la zona templada, ni a los de la zona glacial del Norte, ni a los de las latitudes inferiores meridionales: estas son sus palabras. Habla de rocas de estructura nueva, ya por su masa, ya por su estratificación. Habla de prodigiosos arroyos, cuyos lechos contenían un líquido indescriptible, sin limpidez alguna, especie de disolución de goma arábiga, dividida en venas que ofrecían los cambiantes de la seda, y que la fuerza de la cohesión no aproximaba, como si la hoja de un cuchillo las hubiera dividido.
Pues bien… Nada de esto habla, nada. Ni un árbol, ni un arbusto se mostraba en el campo. Las colinas cubiertas de bosques, donde debía estar el pueblo de Klock–Klock, no aparecía. De aquellos arroyos en los que los tripulantes de la Jane no se habían atrevido a apagar su sed, yo no veía uno, ni una gota de agua común. Por todas partes la desoladora, la horrible, la absoluta aridez.
Hunt marchaba rápidamente sin mostrar vacilación. Parecía que su instinto natural le empujaba, al modo que las golondrinas, esos pájaros viajeros, vuelven a sus nidos por el camino más corto, con vuelo de abeja, como decimos en América. ¡No sé qué presentimiento nos arrastraba a seguirlo como al mejor de los guías, un Bas de Cuir, un Renard–Subtil! Y después de todo, ¿era tal vez compatriota de estos héroes de Fenimore Cooper?
Pero no me cansaré de repetirlo: no teníamos ante los ojos la fabulosa, comarca descrita, por Arthur Pym. Nuestros pies pisaban un suelo convulsionado, quebrado. Era negro, sí, negro y calcinado como si hubiera sido vomitado de las entrañas de la tierra bajo la acción de fuerzas plutónicas.
Hubiérase dicho que algún espantoso e irresistible cataclismo lo había conmovido en toda su superficie.
Respecto a los animales de que en la mencionada relación se habla, ni uno solo veíamos; ni las ánades de la especie anas valisneria, ni las tortugas–galápagos, ni las bubias negras, ni esos pájaros negros también, semejantes a los busardos, ni los puercos negros de cola en forma de mazorca y patos de antílope, ni esa especie de cameros de lana negra, ni los gigantescos albatros de negro plumaje. Los mismos pingüinos, tan numerosos en los parajes antárticos, parecían haber huido de aquella tierra inhabitable… ¡Aquello era la soledad silenciosa y pasada del más horrible desierto!
Y en el interior de la isla, como en la ribera, ningún ser humano.
En medio de aquella desolación, ¿quedaban aun probabilidades de encontrar a William Guy y a los sobrevivientes de la Jane?
Miré al capitán Len Guy. Su rostro pálido, su frente cruzada por hondos pliegues, decían claramente que la esperanza comenzaba a abandonarle.
Llegamos, al fin, al valle, en el que en otra época estaba situado el pueblo de Klock–Klock. Allí, como en el resto de la comarca, completo abandono. Ni un habitante, ni aquellos yampoos, formados con una piel negra sobre el tronco de un árbol cortado a cuatro pies de tierra, ni aquellas barracas construidas de ramas cortadas, ni aquellos agujeros de trogloditas formados en la colina. ¿Y dónde estaba aquel arroyo que descendía por las pendientes con su agua mágica, rodando por un cauce de arena negra?
Respecto a la población de Tsalal, ¿qué se había hecho de aquellos hombres casi desnudos, y algunos cubiertos de pieles negras, armados de lanzas y mazas, y de aquellas mujeres altas, bien formadas, dotadas de una gracia y un donaire que no se encuentran en la sociedad civilizada, para emplear las mismas frases de Arthur Pym, y de aquella multitud de niños que las acompañaban? ¿Qué había sido de aquel mundo de indígenas de piel negra, cabellera negra y dientes negros, y a los cuales el color blanco llenaba de terror?
En vano busqué la morada de Too–Witt, formada por cuatro grandes pieles sujetas con pernos de madera y fijas en tierra con pequeñas estacas. Ni aun el sitio en que debía estar reconocí. Y allí, sin embargo, era donde William Guy, Arthur Pym, Dirk Peters y sus compañeros habían sido recibidos, no sin muestras de respeto, mientras gran número de insulares se agolpaba fuera. Allí fue donde se les sirvió la comida en que figuraban entrañas palpitantes de un animal desconocido, que Too–Witt y los suyos devoraban con avidez repugnante.
En aquel momento la luz se hizo en mi cerebro. Aquello fue como una revelación. Adiviné lo que había pasado en la isla; cuál era la razón de aquella soledad, la causa de la conmoción de que aun conservaba huellas el suelo.
—¡Un temblor de tierra! —exclamé. ¡Sí! Dos o tres de estas terribles sacudidas han bastado… ¡De esas sacudidas tan frecuentes en esta región, y bajo las cuales el mar penetra por infiltración! ¡Un día el vapor acumulado ha destruido la superficie!
—¿Un temblor de tierra hubiera cambiado hasta este punto la isla Tsalal? —murmuró el capitán Len Guy.
—Sí capitán, —él ha destruido aquella vegetación extraordinaria, aquellos arroyos aguas extrañas, todas las sorprendentes rarezas naturales hundidas ahora en las profundidades de la tierra, y de las que no hallamos huellas. ¡Nada se ve de lo que vio Arthur Pym!
Hunt, que se había aproximado, escuchaba moviendo la cabeza en señal de aprobación.
—¿Acaso —añadí— estas comarcas de la mar austral no son volcánicas? ¿Es que, si la Halbrane nos transportase a Tierra Victoria, no encontraríamos el Erebus y el Terror en plena erupción?
—Sin embargo —observó Martín Holt—, de haber habido erupción Se verían las lavas.
—Yo no afirmo que haya habido erupción —añadí al maestro velero—. Lo que digo es que el suelo ha sido conmovido hondamente por un temblor de tierra.
Y, reflexionando en ello, la explicación que yo daba era admisible. Recordé entonces que, según la relación de Arthur Pym, Tsalal pertenecía a un grupo de islas que se extendía hacia el Oeste. Si no había sido destruida, era posible que la población de Tsalal hubiera huido a alguna de las islas vecinas. Convendría, pues, ir a reconocer aquel archipiélago donde los sobrevivientes de la Jane habían podido refugiarse después de abandonar a Tsalal, que desde el cataclismo no debía de ofrecer recurso alguno.
Hablé de ello al capitán Len Guy.
—Sí —exclamó, y las lágrimas se agolpaban a sus ojos—. Sí. ¡Es posible!… Y, sin embargo, ¿cómo mi hermano, cómo sus desgraciados compañeros han podido, encontrar medio de huir? ¿No es probable que todos hayan perecido en el terremoto?
Un gesto de Hunt que significaba «¡venid!», nos llevó tras él.
Después de internarse en el valle unos dos tiros de fusil, se detuvo.
¡Qué espectáculo se ofreció ante nuestros ojos!
Allí se amontonaban pedazos de huesos, esternones, tibias, fémures, vértebras, restos de esqueletos sin hilacha de carne, montones de cráneos con algunos cabellos. En fin, amasijo espantoso que blanqueaba aquel sitio.
Ante el formidable osario, espantoso horror se apoderó de nosotros.
¿Era aquello lo que restaba de la población de la isla, evaluada en varios millares de individuos? Pero si habían sucumbido todos en el terremoto, ¿cómo explicar que aquellos restos estuvieran esparcidos por la superficie del suelo y no enterrados en las entrañas del mismo? Además, ¿se podía admitir que los indígenas, hombres, mujeres, niños y viejos, hubiesen sido sorprendidos hasta el punto de no tener tiempo de ganar con sus embarcaciones las otras islas del grupo?
¡Quedamos inmóviles, desesperados, incapaces para pronunciar una palabra!
—¡Mi hermano!… ¡Mi pobre hermano!, repetía el capitán Len Guy, que acababa de arrodillarse.
Sin embargo, reflexionando en el caso, había cosas que yo no comprendía. Por ejemplo, ¿cómo concordar la catástrofe con las notas del cuaderno de Patterson? Estas notas declaraban formalmente que, seis meses antes, el segundo de la Jane había dejado a sus compañeros en la isla Tsalal. No podían, pues, haber perecido en el temblor de tierra que, dado el estado de los restos, remontaba a varios años, y que debía haberse producido después de la marcha de Arthur Pym y de Dirk Peters, puesto que el libro no hablaba de él.
Realmente, estos hechos eran inconciliables. Si el temblor de tierra era de fecha reciente, no había que atribuir a él la presencia de aquellos esqueletos ya blanqueados por el tiempo, y en todo caso los sobrevivientes de la Jane no estaban entre ellos… Pero, entonces, ¿dónde estaban?
Como el valle de Klock–Klock no se prolongaba más allá, hubo necesidad de desandar lo andado a fin de volver a tomar el camino del litoral. Apenas habíamos franqueado media milla a lo largo del talud, cuando Hunt se detuvo de nuevo ante algunos fragmentos de huesos casi reducidos a polvo, y que no parecía pertenecieran a ningún ser humano.
¿Acaso eran restos de alguno de aquellos extraños animales descritos por Arthur Pym, y de los que ni un ejemplar habíamos visto hasta entonces?
Un grito, o más bien una especie de rugido salvaje, se escapó de la boca de Hunt.
En su enorme mano, que extendía hacia nosotros, se veía un collar de metal.
¡Sí! Un collar de cobre, medio comido por el óxido, sobre el cual podían aun leerse algunas letras grabadas.
Estas letras decían:
¡Tigre! Era el terranova que había salvado la vida a su amo cuando este se había ocultado en la cala del Grampus. Tigre, que había dado señales de hidrofobia. Tigre, que durante la revuelta de la tripulación se había arrojado al cuello del marinero Jones, casi en seguida muerto por Dirk Peters. Así, aquel fiel animal no había perecido en el naufragio del Grampus. Había sido recogido a bordo de la Jane al mismo tiempo que Arthur Pym y el mestizo. Y, sin embargo, el libro no le mencionaba, y ni aun cuando el encuentro de la goleta se hablaba de él.
Mil ideas diversas se agolpaban en mi cerebro. No sabía cómo conciliar los hechos. Sin embargo, no había duda de que el Tigre se hubiera salvado del naufragio como Arthur Pym, ni de que le hubiera seguido hasta la isla Tsalal, ni de que hubiera sobrevivido a la catástrofe de la colina de Klock–Klock, ni, en fin, de que hubiera encontrado la muerte en aquella otra catástrofe que había destruido una parte de la población de Tsalal.
Pero, lo repito, William Guy y sus cinco marineros no podían encontrarse entre aquellos esqueletos, puesto que vivían cuando partió Patterson, hacía siete meses, y la catástrofe databa de algunos años.
Tres horas más tarde, y sin haber hecho ningún otro descubrimiento, estábamos a bordo de la Halbrane.
El capitán se encerró en su camarote y no salió de él ni a la hora de comer.
Pensando que lo mejor era respetar su dolor, no intenté verle.
Al segundo día, deseoso de volver a la isla y continuar la exploración de un litoral a otro, supliqué al lugarteniente que me hiciera conducir allí. Autorizado por el capitán Len Guy, que se abstuvo de venir con nosotros, Jem West consintió en otorgarme lo que le pedía.
Hunt, el contramaestre, Martín Holt, cuatro marineros y yo, entramos en el bote, sin armas, pues nada había que temer.
Desembarcamos en el mismo sitio que la víspera, y Hunt se dirigió de nuevo hacia la colina de Klock–Klock.
Una vez allí subimos por la estrecha quebrada, por la que Arthur Pym, Dirk Peters y el marinero Alien, separados de William Guy y de sus veintinueve compañeros, se lanzaron al través de la hendedura agujereada en una sustancia jabonosa, especie de esteatita bastante frágil. En aquel sitio no había vestigios de las paredes que habían debido desaparecer en el terremoto, ni de la hendedura cuyo orificio sombreaban entonces algunos avellanos, ni del sombrío corredor que conducía al laberinto en el que Alien murió asfixiado, ni de la terraza desde la que Arthur Pym y el mestizo habían visto el ataque de las canoas indígenas contra la goleta y oído la explosión que causó millares de víctimas.
Nada quedaba de la colina hundida en la catástrofe de la que el capitán de la Jane, su segundo, Patterson y cinco de sus hombres habían podido librarse.
Lo mismo pasaba con el laberinto cuyos anillos entrecruzados formaban letras, y estas palabras, que, unidas componían una frase reproducida en el libro de Arthur Pym; frase cuya primera línea significaba: «ser blanco», y «región del Sur», la segunda.
De modo que habían desaparecido la colina, el pueblo de Klock–Klock, y todo lo que daba a la isla Tsalal aspecto sobrenatural. Al presente sin duda el misterio de aquellos inverosímiles descubrimientos a nadie sería nunca revelado.
No nos quedaba más que regresar a bordo de la goleta, volviendo por la parte Este del litoral.
Hunt nos hizo entonces atravesar por la parte donde los cobertizos para la preparación del escombro del mar habían sido levantados, y cuyos restos vimos.
Inútil añadir que el grito Tékéli–li no resonó en nuestro oído, aquel grito que lanzaban los insulares y los gigantescos pájaros negros del espacio. Por todas partes silencio, abandono…
Hicimos alto en el sitio donde Arthur Pym y Dirk Peters se habían apoderado de la canoa que les condujo a más altas latitudes, hasta aquel horizonte de vapores sombríos, cuyas desgarraduras dejaban ver la gran figura humana…, el tinte blanco.
Hunt con los brazos cruzados, devoraba con los ojos la infinita extensión del mar.
—¡Y bien, Hunt! —le dije.
—No pareció oírme y no volvió la cabeza.
—¿Qué hacemos aquí? —añadí tocándole en el hombro. El contacto de mi mano le hizo estremecerse y me lanzó una mirada que penetró hasta el fondo de mi corazón.
—Vamos Hunt —exclamó Hurliguerly—. ¿Es que vas a echar raíces sobre la roca? ¿No ves que la Halbrane nos espera? Andando… ¡Nada hay que hacer aquí!
Me pareció que los temblorosos labios de Hunt repetían «nada» mientras que su actitud protestaba de las palabras del contramaestre.
La canoa nos llevó a bordo.
El capitán Len Guy no había abandonado su camarote.
No habiendo recibido orden de aparejar, Jem West esperaba paseándose por la popa.
Yo fui a sentarme al pie del palo mayor, observando el mar que se extendía ante nosotros.
En este momento, el capitán Len Guy apareció. Su rostro estaba pálido y contrariado.
—Señor Jeorling —me dijo—, tengo la conciencia de haber hecho todo lo que era posible hacer ¿Puedo tener esperanza respecto a mi hermano y a sus compañeros? ¡No! Es preciso partir antes que el invierno…
El capitán se irguió y lanzó una última mirada hacia la isla Tsalal.
—Jem —dijo—. Mañana, al alba, aparejaremos. Una voz ruda pronunció estas palabras:
—¿Y Pym, el pobre Pym?
Reconocí aquella voz. ¡Era la que había oído en mi sueño!