La Halbrane, después de haber franqueado unas 800 millas pasado el círculo polar, estaba, pues, a la vista del islote Bennet. La tripulación tenía gran necesidad de descanso, pues durante las últimas horas se había extenuado remolcando la goleta con los botes por una mar en calma. Así es que se dejó el desembarco para el siguiente día, y yo me retiré a mi camarote.
Esta vez ningún murmullo turbó mi sueño, y a las cinco estaba en el puente.
No hay que decir que Jem West había tomado todas las precauciones que exigía una navegación por estos parajes sospechosos. La más severa vigilancia reinaba a bordo. Los pedreros estaban cargados; las balas y cartuchos, dispuestos; los fusiles y pistolas, preparados; las redes de abordaje, en disposición de ser izadas. Se recordaba que la Jane había sido atacada por los insulares de la isla Tsalal. Nuestra goleta se encontraba entonces a menos de 60 millas del teatro de aquella catástrofe. La noche se había pasado sin alarma. Al alba no se veía una embarcación en las aguas de la Halbrane, ni un indígena en la playa. El sitio parecía desierto, y, por lo demás, el capitán William Guy no había visto allí huella de seres humanos. En el litoral no se distinguían ni viviendas ni humareda que indicase que el islote Bennet estuviera habitado.
Lo que vi de este islote fue —tal como lo indicaba Arthur Pym— una base rocosa, de una legua de circunferencia, y de tal aridez que no se percibía el menor indicio de vegetación.
Nuestra goleta estaba anclada, con una sola ancla, a una milla al Norte.
El capitán Len Guy me hizo observar que no había error posible sobre este sitio.
—Señor Jeorling —me dijo—, ¿ve usted aquel promontorio en dirección Nordeste?
—Sí, capitán.
—¿No está formado por un amontonamiento de rocas que semejan, balas de algodón?…
—En efecto…; y tal como se dice en la narración de Arthur Pym.
—No nos resta, pues, más que desembarcar en ese promontorio, señor Jeorling. ¡Quién sabe si en él encontraremos algún vestigio de los tripulantes de la Jane, en el caso en que hayan conseguido huir de la isla Tsalal!
Una palabra solamente sobre la disposición de espíritu en que todos estábamos a bordo de la Halbrane.
A algunas encabladuras estaba el islote sobre el que Arthur Pym y William Guy habían puesto la planta once años antes. Cuando la Jane llegó a él, no se encontraba ella en condiciones muy favorables, porque el combustible empezaba a faltarla y los síntomas del escorbuto se manifestaban en la tripulación.
Por el contrario, a bordo de nuestra goleta, la salud de los marineros era excelente; y si los reclutados últimamente se quejaban entre ellos, los antiguos se mostraban llenos de celo y de esperanza, en plena satisfacción de estar tan cerca del fin que se proponían.
Se adivina cuáles debían ser los pensamientos, deseos e impaciencia del capitán Len Guy. Devoraba con los ojos el islote Bennet.
Pero había un hombre cuyas miradas se fijaban allí con más obstinación: este era Hunt.
Desde el anclaje, Hunt no se había echado sobre el puente como acostumbraba, ni para dormir un par de horas. De codos sobre la baranda de estribor, cerrada su boca, arrugada la frente, no había abandonado aquel sitio, y sus ojos no se habían apartado ni un instante de la ribera.
Recuerdo que el nombre de Bennet es el del socio del capitán de la Jane, y que en honor suyo fue dado a la primera tierra descubierta en esta parte de la Antártida.
Antes de abandonar la Halbrane, Len Guy recomendó al lugarteniente que ejerciese una minuciosa vigilancia —recomendación de la que Jem West no tenía necesidad—. Nuestra exploración no debía exigir más que medio día. Si por la tarde la canoa no había vuelto se enviaría otra embarcación en su busca.
—Ten también cuidado con nuestros reclutados —añadió el capitán Len Guy.
—No tenga usted inquietud ninguna, capitán —respondió el lugarteniente—. Y puesto que necesita usted cuatro remeros, escójalos entre los nuevos. Serán cuatro malas cabezas menos a bordo.
El aviso era sabio, pues bajo la deplorable influencia de Hearne, el descontento de sus compañeros de las Falklands tendía a ir en aumento.
Dispuesta la embarcación, cuatro de los nuevos se colocaron en ella en la proa, y Hunt en el timón. El capitán Len Guy, el contramaestre y yo nos sentamos en la popa, todos bien armados, y nos dirigimos al islote.
Media hora después habíamos dado vuelta al promontorio, que, visto de cerca, no presentaba más que un amontonamiento de rocas redondas. Allí se abría la pequeña bahía, en cuyo fondo habían acostado los botes de la Jane.
Hacia está bahía nos dirigió Hunt. Se podía fiar en su instinto. Maniobraba con notable precisión entre las puntas rocosas que emergían aquí y allá. Parecía conocer el terreno.
La exploración del islote no podía ser de larga duración. El capitán William Guy le había consagrado solamente algunas horas, y si existía algún indicio de su presencia, no escaparía a nuestras pesquisas.
Desembarcamos en el fondo de la bahía, sobre piedras tapizadas de un fino liquen. La marea decrecía ya, dejando al descubierto el fondo de la playa, de una arena sembrada de puntos negruzcos, semejantes a gruesas cabezas de clavos.
El capitán Len Guy me hizo notar sobre el arenoso tapiz gran cantidad de moluscos de forma oblonga, de una largura que variaba entre 3 y 18 pulgadas, y el grueso de los cuales era de 3. Los unos descansaban sobre su costado, los otros se arrastraban para buscar el sol y alimentarse con esos animalejos que producen el coral. En efecto: en dos o tres sitios observé varias puntas de un banco en formación.
—Ese molusco —me dijo el capitán Len Guy— el conocido con el nombre de escombro de mar, muy apreciado por los chinos. Si llamo la atención de usted sobre él, es porque la Jane visitó estos parajes con la intención de hacer provisiones de estos animales. No habrá usted olvidado que mi hermano convino con Too–Witt, el jefe de la isla Tsalal mediante la entrega de algunos centenares de piculs de estos moluscos, que fueran construidos cobertizos cerca de la costa, donde tres hombres debían ocuparse en la preparación de este producto, mientras la goleta continuaba su campaña… En fin, recordará usted en qué condiciones fue atacada y destruida…
¡Sí! Recordaba estos detalles, como cuantos Arthur Pym da respecto a este molusco, el Gasteropeda pulmonifera de Cuvier. Semeja una especie de gusano, de oruga, sin caparazón ni patas, únicamente provisto de anillos elásticos. Una vez recogidos de la arena, se les abre, se les despoja de sus entrañas, se les lava, se les cuece, se los entierra durante algunas horas, y en seguida se les expone al calor del sol. Luego, una vez secos y acondicionados, se les expide a China. Muy estimados en los mercados del Celeste Imperio, tanto como los nidos de golondrina, considerados como un fortificante, son vendidos hasta a 90 dollars el picul —133 libras y media— no solamente en Cantón, sino en Singapore, Batavia y Manila.
Una vez que llegamos a las rocas, dejamos dos hombres al cuidado del bote, y acompañados de los otros dos, el capitán Len Guy, el contramaestre, Hunt y yo nos dirigimos al centro del islote Bennet.
Hunt marchaba a la cabeza, siempre silencioso, mientras que yo cambiaba algunas palabras con el capitán y el contramaestre. Hubiérase dicho que Hunt nos servía de guía, y no pude impedir ciertas observaciones respecto a ello.
Poco importaba después de todo. Lo esencial era no volver a bordo sin haber hecho un reconocimiento completo.
El suelo que pisábamos era extremadamente árido. Impropio para todo cultivo, no podía suministrar recurso alguno, ni aun a salvajes.
¿Cómo vivir allí donde no se produce más planta que una especie de higuera de Indias espinosa, con la que no se hubieran satisfecho ni los más rústicos rumiantes? Si después de la catástrofe de la Jane, William Guy y sus compañeros no habían tenido más refugio que este islote, el hambre les habría matado desde largo tiempo antes.
Desde el montículo colocado en el centro del islote, nuestras miradas pudieron abarcar a este en toda su extensión. Nada… Nada por ninguna parte. Pero tal vez se conservaban huellas del pie humano, restos de hogares o cenizas, ruinas de casas…, en fin, pruebas materiales de que algunos de los tripulantes de la Jane habían estado allí… Y deseosos de comprobarlo, resolvimos seguir el perímetro del litoral desde el fondo de la bahía en que la nave había acostado.
Al bajar del montículo, Hunt se puso al frente, como si estuviera convenido que él nos guiara. Lo seguimos. Se dirigió a la extremidad meridional del islote.
Llegado a la punta, Hunt paseó su mirada en torno, se bajó, y con la mano mostró, en medio de las piedras esparcidas, una pieza de madera medio podrida.
—¡Lo recuerdo! —exclamé—. Arthur Pym habla de este madero, que parecía haber pertenecido a la roda de una embarcación, con huellas de esculturas…
—Entre las que mi hermano creyó descubrir el dibujo de una tortuga —añadió el capitán Len Guy.
—En efecto —dije yo—. Pero este parecido fue puesto en duda por Arthur Pym. No importa… puesto que esta pieza de madera está aun en el mismo sitio indicado en la relación, débese deducir que desde la escala de la Jane nadie ha venido al islote Bennet. Creo que perderemos nuestro tiempo buscando vestigios… Únicamente en la isla Tsalal es donde podemos hacer algo…
—¡Si! En la isla Tsalal —respondió el capitán Len Guy.
Volvimos en dirección a la bahía, costeando, junto al terreno que dejaba libre la marea, la rocosa orilla. En diversos sitios se dibujaban bancos de coral. Respecto al escombro de mar, era tan abundante, que nuestra goleta hubiera podido embarcar un cargamento completo.
Hunt, al frente, silencioso, no cesaba de andar, con los ojos fijos en el suelo.
Cuando nuestras miradas se extendían, no distinguíamos más que la inmensidad desierta. Al Norte, la Halbrane mostraba su arboladura balanceada por una ligera brisa. Al Sur ninguna señal de tierra, y en todo caso no la de la isla Tsalal, que hubiéramos podido advertir en aquella dirección, puesto que su yacimiento la colocaba a los 1° 30' de arco en el Sur, o sea 30 millas marinas.
Lo que restaba por hacer después de haber recorrido el islote, sería volver a bordo y aparejar sin dilaciones con rumbo a la isla Tsalal.
Remontábamos entonces las playas del Este. Hunt, que iba unos diez pasos adelante, detúvose bruscamente y nos llamó con ademán precipitado.
En un instante estuvimos a su lado.
Si Hunt no demostró sorpresa alguna con motivo de la pieza de madera de que he hablado, su acritud cambió al arrodillarse ante un pedazo de tabla carcomida, abandonada sobra la arena.
La tocaba con sus enormes manos, la palpaba como deseoso de sentir su aspereza buscando en la superficie algunas rayas que podían ser muy significativas…
Aquella tabla de encina, de cinco a seis pies de largo y seis pulgadas de anchura, debía de haber pertenecido a una embarcación de grandes dimensiones. Tal vez a un navío de varios centenares de toneladas.
La pintura negra que en otra época la cubría había desaparecido bajo la especie de costra formada por la intemperie. Parecía provenir de la popa de un barco.
El contramaestre lo hizo notar así.
—¡Sí, sí! —repitió el capitán Len Guy.
—¡Formaba parte de una tabla de popa! Hunt, siempre arrodillado, movía su gruesa cabeza en señal de asentimiento.
—Pero… —dije yo— esta tabla no ha podido ser arrojada al islote Bennet sino después de un naufragio. Es preciso que las contracorrientes la hayan encontrado en alta mar, y…
—¡Si fuera!… —exclamó el capitán.
Ambos habíamos tenido la misma idea.
¡Cuál fue nuestra sorpresa, nuestro estupor, nuestra indecible emoción, cuando Hunt nos mostró siete u ocho letras escritas sobre la tabla —no pintadas, sino grabadas—, y que se sentían bajo los dedos!
Fácil nos fue reconocer las letras de dos nombres, dispuestas en dos líneas, de este modo:
¡La Jane de Liverpool! ¡La goleta mandada por el capitán William Guy! ¿Qué importaba que el tiempo hubiese borrado las otras letras? Lo que quedaba, ¿no era suficiente para indicar el nombre del navío y el de su puerto de atraque? ¡La Jane de Liverpool!
El capitán Len Guy había cogido la tabla entre sus manos, y apoyó en ella los labios, mientras que una gruesa lágrima caía de sus ojos.
Era uno de los restos de la Jane, uno de aquellos que la explosión había dispersado, y llevado allí ya por las contracorrientes, ya por un témpano.
Yo, sin pronunciar palabra, dejaba que se calmase la emoción del capitán Len Guy.
Respecto a Hunt, nunca había visto que de sus ojos se escapase mirada tan resplandeciente mientras observaba el horizonte del Sur.
El capitán se levantó.
Hunt, siempre en silencio, colocó la tabla sobre su espalda y continuamos nuestro camino.
Terminada la exploración del islote, nos dirigimos apresuradamente al sitio en que la canoa había quedado, y a las dos y media de la tarde estábamos a bordo.
El capitán Len Guy quiso prolongar la estancia en aquel punto hasta el siguiente día, con la esperanza de que se establecieran los vientos del Norte, lo que era de desear, pues no se podía pensar en remolcar la Halbrane con sus embarcaciones hasta la isla Tsalal. Aunque la corriente ayudase, no hubieran bastado dos días para aquella travesía de 30 millas.
Aparejóse, pues, al despuntar el día. A las tres de la madrugada empezó a soplar ligera brisa, con lo que se pudo esperar que la goleta tocaría sin gran retraso al supremo objeto de su viaje.
A la seis y media de la mañana del 23 de Diciembre, la Halbrane abandonó el anclaje del islote Bennet, poniendo el cabo al Sur.
No era dudoso que habíamos recogido un nuevo y afirmativo testimonio de la catástrofe que tuvo por teatro a la isla Tsalal.
La brisa que nos empujaba era muy débil, y a menudo las velas deshinchadas golpeaban en los mástiles. Por fortuna, un sondaje indicó que la corriente se propagaba invariablemente hacia el Sur. Verdad que, dada la lentitud de la marcha, el capitán Len Guy no debía ver el yacimiento de la isla Tsalal antes de treinta y seis horas.
Durante aquel día observo muy atentamente las aguas del mar, que me parecieron de un azul menos obscuro que a Arthur Pym.
Tampoco habíamos encontrado ninguno de aquellos erizos de líneas rojas que fueron recogidos a bordo de la Jane, y el semejante de ese monstruo de la fauna austral, un animal de tres pies de largo y seis pulgadas de alto, con cuatro patas cortas y pies terminados en garras de color de coral, cuerpo sedoso y blanco, cola de ratón, cabeza de gato, orejas de perro y dientes rojos. Por lo demás, yo siempre consideré gran parte de estos detalles como sospechosos y únicamente debidos a un exceso de imaginación.
Sentado en la popa, con el libro de Edgard Poe en la mano, yo leía, no sin advertir que Hunt, cuando su servicio le llamaba cerca de donde yo estaba, me miraba con singular obstinación.
Precisamente estaba yo en el final del capítulo XVII, en el que Arthur Pym se reconocía responsable de los tristes y sangrientos sucesos, que fueron el resultado de sus consejos. El fue, en efecto, quien venció las dudas del capitán Len Guy, arrastrándole a aprovechar una ocasión tan tentadora para resolver el gran problema, relativo a un continente antártico. Por lo demás, aceptando está responsabilidad, ¿no se felicitaba de haber sido la causa de un descubrimiento y haber servido en alguna forma para poner ante los ojos de la ciencia uno de los más entusiasmadores secretos que jamás hayan atraído su atención?
Durante aquel día vimos gran número de ballenas. Igualmente innumerables albatros, con el vuelo siempre hacia el Sur. Témpanos, ninguno. Por cima de los extremos límites del horizonte, no se distinguía ni aun la reverberación del blink de los ice–fields.
El viento no marcaba tendencia a refrescar, y algunas brumas velaban el sol.
Eran las cinco de la tarde, cuando los últimos perfiles del islote Bennet se borraron. ¡Qué poco camino habíamos hecho desde la mañana!
La brújula, observada de continuo, no daba más que una insignificante variación, lo que confirmaba la relación de Edgard Poe.
Diversos sondajes no nos dieron fondo, por más que el contramaestre emplease sondas de 200 brazas. Era una suerte que la dirección de la corriente permitiese a la goleta adelantar poco a poco hacia el Sur, con velocidad de media milla solamente.
Desde seis el sol desapareció tras la opaca cortina de las brumas, más allá de la que continuó describiendo su larga espiral descendente.
La brisa no se dejaba sentir; contrariedad que no soportábamos sin vivísima impaciencia. ¿Qué hacer si estos retrasos se prolongaban, si el viento cambiaba? Aquella mar no debía de estar al abrigo de las tempestades, y una borrasca que arrojase la goleta hacia el Norte hubiera ayudado el juego de Hearne y de sus compañeros, justificando, hasta cierto punto, sus quejas.
No obstante, pasada la media noche el viento refrescó y la Halbrane pudo avanzar una docena de millas.
Al siguiente día, 24, el punto dio 83° 2' de latitud y 43° 5' de longitud. La Halbrane se encontraba, pues, a diez y ocho minutos de arco del yacimiento de la isla Tsalal, o sea menos de un tercio de grado o 20 millas.
Por desgracia, desde el mediodía el viento no nos ayudó. No obstante, gracias a la corriente, la isla Tsalal fue señalada a las seis y cuarenta y cinco de la tarde.
Desde que el ancla fue enviada a fondo, se extremó la vigilancia.
Los cañones estaban cargados, los fusiles al alcance de la mano, las redes de abordaje dispuestas.
La Halbrane no corría el riesgo de ser sorprendida. Todos los ojos vigilaban a bordo, particularmente los de Hunt, que ni por un instante se apartaron del horizonte de la zona austral.