Aunque aquellos parajes, situados más allá del círculo polar, hubieran sido profundamente conmovidos por la borrasca, justo era reconocer que hasta entonces nuestra navegación se había efectuado en condiciones excepcionales. ¡Y feliz circunstancia si la Halbrane, en aquella primera quincena de Diciembre, iba a encontrar abierto el camino de Weddell!
Y, en verdad, que digo el camino de Weddell como si se tratase de un camino terrestre, bien conservado, con sus piedras miliarias y con está inscripción sobra un poste indicador: «Camino del polo Sur».
Durante el día 10, la goleta pudo sin dificultad maniobrar entre los témpanos abandonados, llamados floes y brashs. La dirección del viento la permitió seguir la línea recta entre los pasos. Aunque faltaba todavía un mes para la época de la disgregación total, el capitán Len Guy, habituado a estos fenómenos, afirmaba que lo que de ordinario se produce en Enero se iba a producir esta vez en Diciembre.
Evitar las numerosas masas errantes no dio gran trabajo a la tripulación. Las verdaderas dificultades no aparecerían hasta el día, ya próximo, en que la goleta procurase abrirse paso al través del banco.
Por lo demás, no había que temer sorpresa alguna. La presencia de los témpanos era señalada por un tinte amarillento de la atmósfera, al que los balleneros designaban con el nombre de blink. Es un fenómeno de reverberación propio de las zonas glaciales que jamás engaña al observador.
Cinco días más la Halbrane navegó sin avería alguna, sin haber temido ni por un instante que se efectuara un choque. Verdad que, a medida que descendía hacia el Sur, el número de témpanos crecía y los pasos se hacían más estrechos. Una observación practicada el día 14 dio por resultado 72° 37' de latitud, siendo la longitud la misma de antes, entre el 42 y 43 meridiano. Era este ya un punto que pocos navegantes habían podido tocar más allá del círculo antártico, ni los Balleny, ni los Bellingshausen. Sólo dos grados nos faltaban para tocar la altura a que llegó James Weddell.
La navegación se hizo, pues, más delicada en medio de aquellos témpanos fríos y pálidos llenos de excrementos de pájaros. Algunos tenían apariencia leprosa. Su volumen era ya tan considerable que nuestro navío parecía muy pequeño, pues algunos de estos ice–bergs dominaban su arboladura.
Las formas que afectaban estos témpanos variaban hasta lo infinito. El efecto era maravilloso cuando, disipadas las brumas, reverberaban como enormes diamantes a los rayos solares. Algunas veces se dibujaban en colores rojizos, cuyo origen no está exactamente fijado, coloreándose luego con matices violeta y azul probablemente debidos a los efectos de la refracción.
No dejaba yo de admirar aquel espectáculo tan notablemente descrito en la relación de Arthur Pym: aquí pirámides de agudas puntas; allí moles redondeadas como las torres de una iglesia bizantina, o abultadas como las de una iglesia rusa; mámelas que se erguían; dólmenes en tablas horizontales; kromlechs, menhirs, en pie como en el campo de Kamac; vasos rotos, copas boca abajo; en fin, cuanto la imaginación ve algunas veces en la caprichosa disposición de las nubes… ¿Acaso las nubes no son los témpanos errantes del mar celeste?
Debo reconocer que el capitán Len Guy unía, a mucho atrevimiento, mucha prudencia. Jamás pasaba junto a un témpano si la distancia no le aseguraba el buen resultado de la maniobra. Familiarizado con la navegación, no temía aventurarse por entre aquellas flotillas de drífts y de packs.
Un día me dijo:
—Señor Jeorling. No es esta la primera vez que he intentado penetrar en la mar polar sin conseguirlo. Y si yo lo intentaba cuando no tenía más que simples presunciones sobre la suerte de la Jane, ¿qué no haré hoy que esas presunciones se han convertido en certeza?
—Lo comprendo, capitán, y en mi opinión la experiencia que tiene usted de la navegación por estos parajes debe aumentar las probabilidades del buen éxito.
—¡Sin duda, señor Jeorling! No obstante… lo que hay más allá del banco aun es desconocido para mí, como para tantos otros navegantes.
—¿Desconocido? No en absoluto, capitán, puesto que poseemos los informes muy serios de Weddell…, y los de Arthur Pym.
—Sí… Lo sé… Hablan de la mar libre…
—¿Es que no cree usted en ella?
—¡Sí! ¡Creo! ¡Sí! Existe por razones que tienen su valor. Es evidente que esas masas designadas con los nombres de ice–fields o ice–bergs no podrían formarse en plena mar. Un violento o irresistible esfuerzo provocado por las olas las separa de los continentes o de las islas de las altas latitudes. Después, las corrientes las arrastran hacia las aguas más templadas, donde los choques desgastan sus aristas, mientras la temperatura disgrega sus bases y sus flancos sometidos a las influencias termométricas.
—Eso es evidente —respondí.
—Así, pues —añadió el capitán—, esas masas no vienen del banco. Lo tocan derivando, le rompen a veces y franquean sus pasos. Por lo demás, no es preciso juzgar zona austral según la boreal. Las condiciones de una y otra no son idénticas. Así, Cook, ha podido afirmar que jamás había encontrado en los mares de Groenlandia el equivalente de las montañas de hielo de la mar antártica, ni a latitud más elevada.
—Y ¿á qué se debe eso?
—Indudablemente a que en las comarcas boreales predomina la influencia de los vientos del Sur. No llegan allí sino cargados de los abrasadores calores de América, Asia y Europa, y contribuyen a elevar la temperatura de la atmósfera. Aquí las tierras más próximas, terminadas por las puntas del cabo de Buena Esperanza, de la Patagonia, de la Tasmania, no modifican las corrientes atmosféricas, y por esto la temperatura permanece más uniforme en el dominio antártico.
—He ahí una observación importante, capitán, y que justifica la opinión de usted respecto a una mar libre.
—Sí… Libre al menos en diez grados tras el banco. Así, pues, comencemos por franquear este, y la mayor dificultad estará vencida. Ha tenido usted razón al decir que la existencia de esta mar libre ha sido formalmente reconocida por Weddell.
—Y por Arthur Pym, capitán. Y por Arthur Pym. A partir del 15 de Diciembre las dificultades de la navegación aumentaron con el número de los témpanos. No obstante, el viento continuó siendo favorable, variando del Nordeste al Noroeste, sin acusar nunca tendencia a caer al Sur. Ni una vez hubo necesidad de bordear entre los ice–bergs y los ice–fields, operación siempre difícil y peligrosa. La brisa refrescaba a veces, y era preciso disminuir el velamen… Veíase entonces la mar lanzando espuma a lo largo de los bloques y cubriéndolos de rocío, como a las focas de una isla flotante, sin llegar a suspender su marcha. Varias veces los ángulos fueron medidos por Jem West, resultando de tales cálculos que la altura de estos bloques estaba comprendida, generalmente, entre 10 y 100 toesas.
En lo que a mí se refiere, participaba de la opinión del capitán Len Guy, y, creía que tales masas sólo a lo largo de un litoral, tal vez de un continente polar, habían podido formarse. Pero con toda evidencia este continente debía estar escotado por bahías, dividido por brazos de mar, cortado por estrechos que habían permitido a la Jane llegar al yacimiento de la isla Tsalal.
Y la existencia de estas tierras polares, ¿no es, en suma, lo que impide las tentativas de los descubridores para elevarse a los polos ártico o antártico? ¿No dan a las montañas de hielo sólido punto de apoyo, del que aquellas se separan en la época del deshielo? Si los parajes boreales y australes sólo por las aguas estuvieran cubiertos, ¿hubieran tal vez sabido encontrar paso los navíos?
Puédese, pues, afirmar que cuando penetró hasta el paralelo 83 el capitán William Guy de la Jane, guiárale su instinto de navegante o la casualidad, había debido remontar al través de algún ancho brazo de mar.
No dejó nuestra tripulación de impresionarse al ver que la goleta se aventuraba por entre aquellas movibles masas, los tripulantes nuevos sobre todo. Verdad que la costumbre no tardó en acabar con la sorpresa.
Lo que convenía organizar con el mayor cuidado era una incesante vigilancia, para lo cual Jem West hizo izar un tonel —lo que se llama un nido de pie— a la punta del palo de mesana, y allí hubo un vigía en constante guardia.
Empujada por la brisa la Halbrane, caminaba rápidamente. La temperatura era soportable, unos 42° (de 4° a 5° centígrados sobre cero). El peligro venía de las brumas que flotaban sobre estos mares, y hacían difícil evitar los choques.
Durante el día 16, los hombres experimentaron grandes fatigas. Los témpanos no ofrecían más que estrechos pasos, con ángulos bruscos que obligaban a cambiar frecuentemente las amuras.
Cuatro o cinco veces por hora se oían estas órdenes.
—¡Orza!
—¡Arriba!
El timonel no holgaba en el timón, y los marineros no cesaban de tomar por avante la gavia, los juanetes, o de izar las velas bajas.
En estas circunstancias, y aunque nadie dejaba la tarea, Hunt se distinguía entre todos.
En lo que este hombre —de alma de marino— se mostraba más útil, era cuando se trataba de llevar un calabrote a algún témpano y fijarlo allí, por medio de un ancla, para unirle al cabestrante, a fin de que la goleta, empujada lentamente, consiguiese doblar el obstáculo.
Hunt se arrojaba en la canoa, la dirigía al través de los témpanos y desembarcaba en la superficie resbaladiza. Así es que el capitán Len Guy y su tripulación consideraban a Hunt como a un marinero excepcional. Pero lo que había de misterioso en su persona no dejaba de excitar en alto grado la curiosidad.
Más de una vez sucedió que Hunt y Martín Holt embarcaron en el mismo bote para efectuar alguna peligrosa maniobra que desempeñaban juntos. Si el maestro velero le daba una orden, Hunt la ejecutaba con tanto celo como pericia. Solamente que jamás le respondía.
En aquella época la Halbrane no podía estar muy lejos del banco. Si continuaba su camino en tal dirección no tardaría en llegar a aquel, y no tendría más que buscar paso. Sin embargo, hasta entonces, por cima de los témpanos el vigía no había podido aun notar una cresta ininterrumpida de hielo.
La jornada del 16 exigió minuciosas e indispensables precauciones, pues el timón, quebrantado por incontables choques, corría el riesgo de ser desmontado.
Al mismo tiempo habíanse producido varios choques por los restos pequeños, más peligrosos que los grandes bloques. No obstante, la solidez de la Halbrane alejaba el peligro de que fuera desfondada.
Respecto al safre del timón, Jem West le hizo meter entre dos gimelgas, consolidándole con berlingas aplicadas a la espiga, lo que debía preservarle.
Los mamíferos marinos no habían abandonado aquellos parajes, cubiertos de masas flotantes de todas formas y dimensiones. Las ballenas mostrábanse en gran número y ¡qué mágico espectáculo cuando las columnas de agua se escapaban por los agujeros de sus fauces!
Con los fin–backs y los hum–backs aparecían marsuinos de talla colosal, de varios centenares de libras de peso, a los que Heame hería diestramente con su arpón cuando se ponían a tiro. Estos marsuinos eran siempre bien recibidos y apreciados después de haber pasado por las manos de Endicott, hábil confeccionador de salsas.
Los habituales pájaros de los parajes antárticos pasaban en bandadas, y legiones de pengüinos, colocados en hilera sobre los témpanos, miraban evolucionar la goleta. Tales pájaros son los verdaderos habitantes de estas tristes soledades, y la Naturaleza no hubiera podido criar un tipo más en relación con el desolador aspecto de la zona glacial.
En la mañana del 17 el vigía señaló, al fin, el banco polar.
—¡Por estribor delante! —gritó.
A cinco o seis millas al Sur se alzaba una interminable cresta cortada en dientes de sierra, dibujándose sobre el fondo bastante claro del cielo, y a lo largo de la cual derivaban millares de témpanos. Aquella inmóvil barrera se orientaba del Noroeste al Sudeste; sólo prolongándola, la goleta ganaría aun algunos grados hacia el Sur.
He aquí lo que conviene saber si se quiere tener idea exacta de las diferencias que existen entre el banco y la muralla, de hielo.
Está última, como he advertido, no se forma en plena mar. Es indudable que descansa sobre base sólida, ya por alzar sus planos verticales a lo largo de un litoral, ya por desarrollar sus montañosas cimas en plano posterior. Pero si dicha barrera no puede abandonar el punto céntrico que la soporta, es, en opinión de los navegantes más competentes, la que produce ese contingente de ice–bergs y de ice–fields, de drifts y depacks, defloes y de brashs que vimos en el curso de nuestro interminable camino. Las costas que la sostienen están sometidas a la influencia de las corrientes que bajan de los mares más templados. En la época de las mareas de sizigias, cuya altura es a veces considerable, la base de la barrera de nieve se agrieta, y enormes bloques —centenares de ellos en algunas horas— se separan con sordo estrépito, caen en la mar y suben a la superficie, convertidos en montañas de hielo, de las que sólo una tercera parte emerge, y flotan hasta el momento en que la influencia climatológica de las bajas latitudes acaba de disolverlas.
Un día en que yo hablaba sobre este asunto con el capitán Len Guy, —me dijo este:
—Esa explicación es lógica, y por eso la muralla de hielo opone su infranqueable obstáculo al navegante, puesto que tiene como base un litoral. Pero no pasa así en el banco. Este se forma sobre el mismo Océano por la amalgama continua de restos en derivación. Sometido igualmente a los asaltos de las olas, que a la influencia de aguas más templadas durante el verano, se disloca, se abren pasos, y numerosos barcos han podido pasar por él…
—Es verdad —añadí—. No ofrece una masa infinita, que sería imposible de rodear.
—También Weddell ha podido doblar la extremidad, señor Jeorling, gracias a circunstancias excepcionales de temperatura y de precocidad que son raras. Pero, puesto que esas circunstancias se presentan este año, no es temerario afirmar que sabremos aprovecharlas.
—Seguramente, capitán… Y ahora que el banco ha sido señalado…
—Voy a hacer que la Halbrane se aproxime cuanto sea posible, señor Jeorling, para después lanzarla al través del primer paso que encontremos. Si este no se presenta, procuraremos llegar hasta el extremo oriental del banco con la ayuda de la corriente que lleve tal dirección, y lo más cerca, amurar a estribor, por poco que la brisa se mantenga al Nordeste.
Navegando al Oeste, la goleta encontró ice–fields de dimensiones considerables… Varios ángulos, con la base medida por la guindola, permitieron calcular que tenían unas 500 a 600 toesas superficiales. Preciso fue maniobrar con tanta precisión como prudencia a fin de evitar el ser arrastrado al fondo de los pasos, de los que no siempre se veía la salida.
Cuando la Halbrane se encontró a tres millas del banco, se puso al pairo en el centro de una ensenada que la permitía toda la libertad de sus movimientos. Echóse al agua un bote. El capitán Len Guy bajó a él con el contramaestre, cuatro remeros y un hombre al timón. Dirigióse a la enorme muralla, y buscó en vano un paso por el que la goleta pudiera deslizarse, y después de tres horas de trabajoso reconocimiento volvió a bordo.
Empezó a caer una lluvia de nieve que hizo descender la temperatura a 36° (2° c. sobre cero) y nos robó la vista del banco.
Era, pues, indispensable, poner el cabo al Sudeste y navegar por entre aquellos témpanos, cuidando de ser arrastrado hacia la muralla de hielo, pues elevarse en seguida hubiera presentado serias dificultades.
Jem West ordenó halar las vergas, de forma de tomar el viento lo más cerca posible. La tripulación, maniobró rápidamente, y la goleta con una velocidad de siete a ocho millas, inclinada sobre estribor, lanzóse entre los bloques esparcidos por su camino. Sabía evitar el contacto de ellos cuando el encuentro hubiera sido lastimoso, y cuando no se trataba más que de delgadas sábanas de hielo les desgarraba con su tajamar, haciendo el oficio de ariete. Después de una serie de rozamientos, que hacían a veces estremecer todo su casco, la Halbrane encontraba las aguas libres.
Lo esencial era evitar los choques contra los ice–bergs. Ninguna, dificultad había para evolucionar, bajo un cielo claro que permitía maniobrar a tiempo, ya para aumentar la velocidad de la goleta, ya para disminuirla. Sin embargo, con las frecuentes brumas que limitaban a una o dos encabladuras el campo de vista, la navegación no dejaba de ser peligrosa.
Pero, aparte de aquellos ice–bergs, ¿no corría la Halbrane el riesgo de ser abordada por los ice–fields? Indudablemente, y el que no lo ha observado, no puede imaginarse que grado de poder alcanzan estás masas en movimiento.
Aquel día habíamos visto uno de estos ice–fields, animado de mediana velocidad, chocar contra otro que estaba inmóvil. Pues bien: fue herido por sus aristas, agitado terriblemente, casi hundido. No se vio más que enormes restos subiendo unos sobre otros, bummocks que se elevaban a 100 pies de altura; caifs emergiendo bajo las aguas. ¿A quién podría sorprender el caso, si el peso del ice–fields que abordó al otro ascendía a varios millones de toneladas?
Veinticuatro horas transcurrieron en estas condiciones. La goleta se mantenía a tres o cuatro millas del banco. Acercarse mas hubiera sido aventurarse al través de sinuosidades de las que no se hubiera podido salir. No porque le faltase deseo al capitán Len Guy.
—Si tuviera la ayuda de otro barco —me dijo—, yo me acercaría más al banco… ¡Gran ventaja es disponer de dos navíos cuando se emprenden tales campañas!… Pero la Halbrane está sola, y, si nos faltase…
Sin embargo, aun maniobrando con prudencia, nuestra goleta se exponía a verdaderos peligros. Después de algún recorrido de 100 toesas era preciso pararla bruscamente, modificar su dirección, y a veces en el momento preciso en que la punta del bauprés iba a chocar contra un bloque. Durante largas horas, pues, Jem West veíase obligado a cambiar su marcha, a fin de evitar el choque de algún ice–fields.
Por fortuna el viento soplaba de Este a Nordeste, sin otra variación, y no refrescaba. Pero de volver la tormenta yo no sé lo que hubiera sido de la goleta…, o lo sé demasiado: se hubieran perdido cuerpos y bienes. En tal caso, en efecto, no nos hubiera sido posible huir, y la Halbrane hubiera naufragado al pie del banco.
Después de detenido reconocimiento, el capitán Len Guy tuvo que renunciar a encontrar un paso al través de aquella muralla.
No había más que intentar sino llegar a la extremidad Sudeste. Siguiendo está orientación, nada perdíamos en latitud.
Y, en efecto: el día 18 la observación indicó para la situación de la Halbrane el paralelo 73.
Lo repito, sin embargo. Jamás navegación alguna en los mares antárticos halló circunstancias más prósperas, precocidad de la estación estival, permanencia de los vientos del Norte, —temperatura media de 49 grados (9° 44 c. sobre cero). Además gozábamos de claridad perpetua, y durante veinticuatro horas los rayos del sol llegaban a nosotros de todos los puntos del horizonte.
Los ice–bergs se liquidaban, formando múltiples arroyos que se reunían en resonantes cascadas. Había que guardarse de ellos cuando el cambio de su centro de gravedad, a consecuencia del desgaste de la base sumergida, les derribaba.
Dos o tres veces más nos acercamos a menos de dos millas del banco. Era imposible que no hubiera sufrido las influencias atmosféricas y que no se hubieran producido roturas en algunos puntos. Los reconocimientos no dieron resultado, y fue preciso volver a arrojarse a la corriente de Oeste a Este.
Esta corriente nos ayudaba, y no había más temor que el de que nos arrastrase más allá del meridiano 43, caso en que hubiera sido preciso cambiar la dirección, a fin de poner el cabo sobre la isla Tsalal. Verdad que, aun entonces, el viento del Este la empujaría hacia su ruta.
Por lo demás, debo hacer notar que durante el dicho reconocimiento no habíamos visto apariencia de tierra, conforme a los mapas de los precedentes navegantes, mapas incompletos, sin duda, pero bastante exactos. No ignoro que algunos navíos han pasado a menudo más allá donde los yacimientos de tierras habían sido indicados. Sin embargo, esto no era admisible en lo que concernía a la isla Tsalal… Si la Jane había podido tocarla, era que aquella parte de la mar antártica estaba libre, y en un año no teníamos ningún obstáculo que temer en aquella dirección.
Al fin el 19, entre las dos y las tres de la tarde, un grito del vigía se dejó oír.
—¿Qué hay? —preguntó Jem West.
—El banco está cortado al Sudeste.
—¿Y más allá?
—Nada a la vista.
El lugarteniente subió por los obenques, y en algunos instantes llegó a la punta de la gavia.
Abajo, todos esperaban… ¡Y con que impaciencia! ¡Si se hubiera engañado el vigía!… ¡Si alguna ilusión de óptica!…
En todo caso, Jem West no se engañaría.
Después de diez minutos de observación —diez interminables minutos— su voz clara llegó hasta el puente.
—¡Mar libre! —gritó.
Unánimes hurras le respondieron.
La goleta puso el cabo al Sudeste. Dos horas después la extremidad del banco era doblada, y ante nuestros ojos aparecía una mar resplandeciente, libre de témpanos.