Desde que la Halbrane pasó la imaginaria curva trazada a 23 grados y medio del polo, pareció que entraba en una región nueva: «la región de la Desolación y del Silencio, como dice Edgard Poe; aquella mágica prisión de esplendor y de gloria en la que el cantor de Eleonora buscaba estar encerrado como en la eternidad, aquel inmenso Océano de luz inefable».
En mi opinión, y dejando fantásticas hipótesis, la región de la Antártida, de una extensión superficial que pasa de cinco millones de millas cuadradas, ha permanecido como era nuestro esferoide durante el período glacial.
En el verano, la Antártida goza, como es sabido, de un día perpetuo, debido a los rayos que el astro radiante, en su espiral ascendente, proyecta sobre su horizonte. Después, cuando desaparece, comienza larga noche, a menudo iluminada por las irradiaciones de las auroras polares.
Nuestra goleta iba a reconocer aquellas temibles regiones en la época de la luz.
La claridad permanente no la faltaría hasta el yacimiento de la isla Tsalal, donde no dudábamos que encontraríamos a los tripulantes de la Jane.
Una imaginación más ardiente que la mía hubiera, sin duda, experimentado singulares sobrexcitaciones en las primeras horas pasadas en aquella zona nueva. Visiones, pesadillas, alucinaciones de somnámbulo.
Se hubiera sentido transportado a las regiones de lo sobrenatural.
Al acercarse a las comarcas antárticas, se hubiera preguntado lo que ocultaba el nebuloso velo que las envolvía. Descubriría allí elementos nuevos en el campo de los tres reinos, mineral, vegetal y animal; seres de una humanidad especial, tales como Arthur Pym afirma haberlos visto. ¿Qué le ofrecería este teatro de los meteoros, sobre el que se extiende aun el telón de brumas? Bajo la opresión de sus sueños, cuando pensara en el regreso, ¿no perdería toda esperanza? ¿No vería, al través de las estancias del más extraño de los poemas, al cuervo del poeta gritarle con su aguda voz?:
—Never more!… ¡Jamás!… ¡Jamás!
Verdad que este estado mental no era el mío; y aunque yo estuviera bastante excitado desde hacía algún tiempo, conseguía mantenerme dentro de los límites de la realidad. Sólo una cosa deseaba: que la mar y el viento permaneciesen tan propicios más allá del círculo antártico como hasta él se habían mostrado.
En lo que concierne al capitán Len Guy, al lugarteniente y a los antiguos marineros de la Halbrane, evidente satisfacción se retrató en sus rudos y curtidos rostros cuando vieron que la goleta acababa de pasar el paralelo 66.
Al siguiente día, Hurliguerly se me acercó con el semblante alegre.
—¡Eh, señor Jeorling! —exclamó—. ¡Ya dejamos atrás el famoso círculo!
—¡No bastante atrás, contramaestre, no bastante atrás!
—Todo llegará… Pero una cosa hay que me disgusta…
—¿Cuál?
—Que no hacemos lo que se hace a bordo de los navíos al pasar la línea.
—¿Eso lo disgusta a usted?
—Sin duda; y se hubiera debido efectuar la ceremonia de un bautizo austral.
—¿De un bautizo? Y ¿a quién hubiera usted bautizado, contramaestre, puesto que todos nuestros hombres han navegado más allá de este paralelo?
—¡Todos nosotros sí… pero usted no, señor Jeorling!… Y esta ceremonia ha podido efectuarse en honor de usted…
—Es verdad, contramaestre. En el curso de mis viajes, esta es la primera vez que he llegado a latitud tan alta.
—¡Lo qua merecía un bautismo, señor Jeorling! ¡Oh! Sin gran estrépito, sin tambores ni trompetas, y sin hacer intervenir al padre Antártico con su habitual mascarada… Si usted me permite que le bendiga…
—Sea…, Hurliguerly —respondí, llevándome la mano al bolsillo—. Bendígame usted y bautíceme a su gusto… Ahí va una piastra para beber a mi salud en la próxima taberna.
—Entonces no será hasta que lleguemos al islote Bennet o a la isla Tsalal, si allí hay posadas, y si se han encontrado Atkins para establecerse en estas islas salvajes.
—Dígame usted, contramaestre… Volviendo a Hunt. ¿Parece tan satisfecho como los antiguos marineros de la Halbrane de haber pasado el círculo polar?
—¡Quién lo sabe! —respondió Hurliguerly—. Nada se puede sacar de él… Pero le repito a usted que creo que ya ha tocado los hielos y el banco.
—¿Qué se lo hace a usted pensar?
—Todo y nada, señor Jeorling. Estas cosas se comprenden por instinto. ¡Hunt es un viejo lobo del mar que ha arrastrado su saco por todos los rincones del mundo!
La opinión del contramaestre era la mía, y por no sé qué presentimiento, yo no dejaba de observar a Hunt, que ocupaba muy particularmente mi atención.
Durante los primeros días de Diciembre, del 1° al 4 después de alguna calma, el viento mostró tendencia a soplar al Noroeste. Nada bueno hay que esperar del Norte de estas altas regiones, como del Sur del hemisferio boreal. Lo más frecuente son tempestades y rafales.
No había, sin embargo, motivo para quejarse si el viento no caía hasta el Suroeste, caso en el que la goleta hubiese sido arrojada fuera de su camino, o por lo menos veíase precisada a gran lucha para mantenerse en él, y más valía no separarse del meridiano seguido desde nuestra partida de las New–South–Orkneys.
Esta modificación presumible del estado atmosférico no dejaba de producir inquietud al capitán Len Guy. Además, la velocidad de la Halbrane sufrió sensible disminución, pues la brisa comenzó a debilitarse durante el día 4, y en la noche del 4 al 5 se hizo nula.
Por la mañana las velas caían inermes y deshinchadas a lo largo de los mástiles, donde se movían de un bordo a otro.
Aunque no soplaba el viento y la superficie del Océano estuviese sin oleaje, las oscilaciones que venían del Oeste imprimían balanceo rudo a la goleta.
—La mar siente algo —me dijo el capitán Len Guy—; debe haber mal tiempo por allí —y extendió la mano al Poniente.
—En efecto: el horizonte está brumoso —respondí—. Tal vez con el sol al mediodía…
—En esta latitud ni aun en el verano tiene gran fuerza, señor Jeorling.
—¡Jem! El lugarteniente se acercó.
—¿Qué piensas del aspecto del cielo?
—No me inspira gran confianza. Así es que es preciso estar dispuesto a todo, capitán. Voy a arriar las velas altas, a recoger el gran foque y a aparejar el contrafoque. Es posible que el horizonte se despeje por la tarde. Si el rabotazo cae a bordo, estaremos en disposición de recibirle.
—Lo esencial, Jem, es conservar nuestra dirección en longitud.
—Tanto como sea posible, capitán, pues vamos por buen camino.
—¿No ha señalado el vigía los primeros hielos en derivación? —preguntó.
—Sí —respondió el capitán Len Guy, en caso de un abordaje, ellos sólo lo sentirían. Si la prudencia exige que nos separemos al Este o al Oeste, nos resignaremos; pero solamente en caso de fuerza mayor.
El vigía no se había engañado. Por la tarde vimos grandes masas moviéndose lentamente al Sur. ¡Eran islas de hielo aun no considerables, ni por su extensión, ni por su altura! Sobrenadaban los restos de ice–fields. Eran estos lo que los ingleses llaman packs, anchas piezas de 300 o 400 pies, cuyos bordes se tocan; palchs, cuando tienen forma circular; streams, cuando son alargados. Estos restos, fáciles de ser evitados, no podían significar obstáculo para la navegación de la Halbrane. Verdad que si el viento la había permitido conservar su dirección hasta entonces, no iba avante ya y, falta de velocidad, no gobernaba sin trabajo. Y lo más desagradable era que una mar dura nos mortificaba con contragolpes insoportables.
Hacia las dos grandes corrientes atmosféricas se precipitaron en torbellinos, tanto de un lado como de otro. La goleta fue horriblemente sacudida, y el contramaestre hizo sujetar al punto los objetos susceptibles de desligarse por efecto del balanceo.
A las tres, huracanes de fuerza extraordinaria se desencadenaron decididamente al Oestenoroeste. El lugarteniente puso a rizos bajos la cangreja, la mesana–goleta y el trinquete, esperando así mantenerse contra la borrasca y no ser arrojado al Este fuera del itinerario de Weddell, verdad que los témpanos flotantes se amontonaban a esta parte, y nada más peligroso para un navío que aventurarse en ese laberíntico moviente.
Bajo los golpes del huracán y la mar la goleta escoraba a veces de un modo excesivo. Por fortuna su cargamento no podía cambiar de sitio, pues el arrumaje había efectuado con perfecta prevención de las eventualidades náuticas.
No teníamos por qué temer la suerte del Grampus, aquel naufragio debido a la negligencia. No se habrá olvidado que el brick había zozobrado, y que Arthur Pym y Peters fueron los únicos sobrevivientes.
Por lo demás, las bombas no daban una gota de agua, pues gracias a las reparaciones cuidadosamente hechas durante nuestra escala en las Falklands, ninguna de las junturas de a bordo ni del puente se había abierto.
El mejor weather–wise, el más hábil pronosticador, no hubiera podido decir lo que la tormenta duraría. Veinticuatro horas, dos días, tres días de mal tiempo… nunca se sabe lo que os reservan estos mares australes.
Una hora después que la tempestad cayó a bordo, los huracanes se sucedieron casi sin interrupción con lluvia de nieve, o más bien avalancha nevosa. La temperatura descendió notablemente. El termómetro no marcaba más que 36° Fahrenheit (2° 32 c. sobre cero), y la columna barométrica 26 pulgadas, ocho líneas (721 milímetros).
Eran las diez de la noche —forzoso me es emplear esta palabra aunque el sol se mantenía siempre sobre el horizonte. Faltaba una quincena de días para que tocase el punto culminante de su órbita, y a 23° del polo, no cesaba de lanzar a la superficie antártica sus pálidos y oblicuos rayos.
A las seis y treinta y cinco arreció la tormenta.
No me decidí a encerrarme en mi camarote y permanecí sobre el puente, resguardándome de la mejor manera posible.
El capitán Len Guy y el lugarteniente discutían a algunos pasos de mí En medio del estrépito de la borrasca apenas si debían entenderse; pero los marinos se entienden con sólo el gesto. Era entonces visible que la goleta derivaba del lado de los hielos, hacia el Sudeste, y que no tardaría en encontrarlos, puesto que marchaban a menos velocidad que ella. Doble desgracia que nos arrojaría fuera de nuestro camino y nos amenazaba con algún terrible choque. El balanceo era ahora tan rudo, que había motivo para temer por los mástiles, cuyas puntas describían arcos de espantosa amplitud. A veces parecía que la Halbrane estaba dividida en dos partes. De la proa a la popa era imposible verse.
En el largo, algunas vagas claridades dejaban aparecer una mar agitada que se estrellaba furiosamente contra los témpanos, como sobre las rocas de un litoral, y los cubría de espumas pulverizadas por el viento.
El número de bloques errantes había aumentado, lo que hacía esperar que la tempestad apresurase el deshielo y haría, más accesible el banco.
Lo importante era hacer frente al viento; de aquí la necesidad de ponerse a la capa. La goleta trabajaba horriblemente, cogida al través por las olas, hundiéndose, y no levantándose sin experimentar violentas sacudidas. En huir no había que pensar, pues en tales circunstancias un barco se expone al gravísimo peligro de embarcar las olas del mar por su coronamiento.
Lo principal era aproximarse lo más cerca posible. Después, tomada la capa bajo la gavia, con rizos bajos, el pequeño foque a proa, el contrafoque apopa, la Halbrane se encontraría en condiciones favorables para resistir a la borrasca y a la derivación, dispuesta a disminuir aun en velamen si el mal tiempo empeoraba.
El marinero Drap fue al timón. El capitán, cerca de él, vigilaba la maniobra.
En la proa, la tripulación se dispuso a ejecutar las órdenes de Jem West, mientras que seis hombres dirigidos por el contramaestre se ocupaban en instalar un contrafoque en el lugar de la cangreja.
Este contrafoque consiste en un pedazo triangular de fuerte tela, cortado como un foque.
Para coger los rizos de la gavia es preciso subir a las barras del palo de mesana, y con cuatro hombres bastaría para la maniobra.
El primero que se lanzó a los flechastes fue Hunt. El segundo Martín Holt, nuestro maestro velero. Siguiéronles el marinero Burry y uno de los reclutados últimamente.
Jamás hubiera yo creído que un hombre pudiese desplegar tanta agilidad y destreza como Hunt demostró. Apenas si sus manos y pies se apoyaban en los flechastes. Llegado a la altura de las barras se extendió sobre los escalones hasta uno de los cabos de la verga, a fin de arriar los envergues de la gavia.
Martín Holt se dirigió al otro cabo, mientras los otros dos hombres permanecían en medio.
Arriada la vela, no habría más que reducirla a bajos rizos. Después que Hunt, Martín Holt y los marineros hubieran descendido se la izaría desde abajo.
El capitán Len Guy y el lugarteniente sabían que bajo este velamen la Halbrane se mantendría convenientemente a la capa.
Mientras que Hunt y los otros trabajaban, el lugarteniente había aparejado el contrafoque y esperaba que el capitán le diera la orden de izarle.
La borrasca se desencadenaba entonces con incomparable furia. Obenques y brandales, fuertemente extendidos, vibraban como cuerdas metálicas… Podía dudarse que las velas, aun disminuidas, fueran desgarradas en mil pedazos.
De repente, un espantoso golpe hizo caer todo sobre el puente.
Algunos barriles rodaron. La goleta se inclinó tan bruscamente sobre babor que el agua entró por los imbornales.
Arrojado contra el rouf, permanecí algunos momentos sin poder levantarme.
La inclinación de la goleta había sido tal, que la punta de la verga de la gavia se sumergió de tres a cuatro pies en la cresta de una ola.
Cuando la verga salió del agua, Martín Holt, que se había montado en el extremo de ella para terminar su trabajo, había desaparecido. Se oyó un grito. El grito del maestro velero, arrastrado por las olas. Los brazos del infeliz se agitaban desesperadamente entre la blanca espuma.
Los marineros se precipitaron a estribor y lanzaron, quien una cuerda, quién un barril…, cualquier objeto susceptible de flotar y al que Martín Holt pudiera agarrarse.
En el momento en que yo me agarraba a un palo con el objeto de sostenerme, vi que una, masa hendía el aire y desaparecía entre las olas.
¿Era un segundo accidente? No; era un acto voluntario… de abnegación sublime.
Habiendo terminado de amarrar el último rizo, Hunt acababa de arrojarse al mar para socorrer al maestro velero.
—¡Dos hombres al mar! —gritaron a bordo.
Sí, dos… El uno para salvar al otro… ¿No iban a perecer juntos?
Jem West corrió al timón, y dando una vuelta hizo virar un cuarto a la goleta, todo cuanto ella podía sin pasar la dirección del viento.
Después, con el foque atravesado y el contrafoque entablado, quedó casi inmóvil.
En seguida, en la espumosa superficie de las aguas, vióse a Martín Holt y a Hunt, cuyas cabezas sobrenadaban.
Hunt nadaba rápidamente y se acercaba al maestro velero.
Este, separado ya una encabladura, aparecía y desaparecía. Un punto negro, difícil de distinguir entre los remolinos de la borrasca.
Después de haber arrojado cuerdas y barriles, la tripulación esperaba.
Había hecho cuanto estaba de su parte. ¿Quién podía pensar en echar al agua un bote con aquella tempestad? O se hubiera ido a pique, o se hubiera estrellado contra los flancos de la goleta.
—¡Están perdidos! ¡Los dos están perdidos! —murmuró el capitán Len Guy. Y añadió, dirigiéndose al lugarteniente:
—Jem…, la canoa…, la canoa.
—Si usted me da la orden de echarla al mar —respondió el lugarteniente—, yo seré el primero que embarque en ella… aunque sea arriesgar la vida. ¡Pero me es preciso la orden!
Hubo algunos momentos de inexplicable angustia para los testigos de aquella escena… No se pensaba ya en la situación de la Halbrane, por comprometida que fuera.
Bien pronto estalló inmenso clamoreo al ver a Hunt por última vez entre dos olas. Hundióse de nuevo, y después, como, si su pie hubiera encontrado un punto de sólido apoyo, se le vio lanzarse con sobrehumano vigor hacia Martín Holt, o más bien hacia el sitio en que el desdichado acababa de desaparecer.
Entretanto, ganando terreno, desde que Jem West hubo hecho suavizar las escotas del pequeño foque y del contrafoque, la goleta se había acercado una media encaladura.
Entonces nuevos gritos dominaron el ruido de los elementos desencadenados.
—¡Hurra! ¡Hurra! ¡Hurra!, gritó toda la tripulación. Con su brazo izquierdo Hunt sostenía a Martín Holt, imposibilitado de hacer movimiento alguno, sacudido como un náufrago…; con el otro nadaba vigorosamente en dirección a la goleta.
—¡Orza! ¡Orza! —ordenó Jem West al timonel. Pronto bajo el timón las velas relingaron con detonaciones de armas de fuego…
La Halbrane botó sobre las olas, semejante a un caballo que se encabrita cuando el freno le contiene hasta desgarrarle la boca. Entregada a las terribles sacudidas del oleaje, parecía, siguiendo la comparación, que piafaba.
Transcurrió un momento… Apenas si en medio del torbellino de las furiosas olas podía distinguirse a aquellos dos hombres, uno de los cuales arrastraba al otro.
Al fin Hunt se reunió a la goleta y cogió una de las amarras que pendían de a bordo…
—¡Arriba!, ¡Arriba!, gritó el lugarteniente, dirigiendo un gesto al timonel.
La goleta evolucionó lo preciso para que la gavia, el pequeño foque y el contrafoque pudiesen ayudar, y tomó la marcha de la capa corriente.
En un momento Hunt y Martín Holt habían sido izados sobre el puente, y depositado el uno al pie del palo de mesana, mientras el otro se mostraba dispuesto a seguir en la maniobra.
El maestro velero recibió los cuidados que su estado requería. Tras un principio de asfixia volvióle el respiro. Algunas frotaciones enérgicas acabaron de lograr que se recobrara del síncope, y, sus ojos se abrieron.
—Martín Holt —le dijo el capitán Len Guy, inclinándose sobre él—. Hete aquí… que has venido de muy lejos…
—Sí… Sí… capitán —respondió Martín Holt, buscando algo con los ojos…
—Pero ¿quién fue a mi socorro?
—¡Hunt! —exclamó el contramaestre—. Hunt, que ha arriesgado su vida por ti…
Martín Holt se levantó a medias, y apoyándose en el codo volvióse al sido donde estaba Hunt. Como este se encontrara atrás, Hurliguerly le llevó hacia Martín Holt, cuyos ojos expresaban el más vivo reconocimiento.
—¡Hunt! —le dijo—. Me has salvado… Sin ti estaba perdido… Te lo agradezco…
Hunt no respondió.
—Y bien, Hunt, —dijo el capitán Len Guy…— ¿no le oyes? Hunt no parecía entender…
—Hunt —añadió Martín Holt— acércate… Te estoy muy agradecido… Desearía estrechar tu mano.
Y le tendió la suya.
Hunt retrocedió algunos pasos, moviendo la cabeza, y con la actitud de un hombre que no necesita tantos cumplimientos por cosa tan sencilla. Después, dirigiéndose a proa, ocupóse en reemplazar una de las escotas del pequeño foque, que acababa de romperse por efecto de tan terrible golpe del mar, que la goleta había sido sacudida desde la quilla a la punta de los mástiles.
Decididamente: ¡Hunt es un héroe de abnegación y valor! Y decididamente también es un ser cerrado a todas las impresiones, y ni aun aquel día conoció el contramaestre «el color de sus palabras».
No hubo ninguna pausa en la violencia de aquella tempestad, y con frecuencia nos proporcionó serias inquietudes. Entregada a los furores de la borrasca, se pudo cien veces temer que, a pesar de su reducido velamen, la arboladura de la goleta se viniera abajo. ¡Sí! Cien veces, aunque Hunt gobernó el timón con mano hábil y vigorosa, la goleta, combatida por inevitables golpes, estuvo a punto de zozobrar. Precisó, pues, quitar la cangreja y contentarse con el foque y pequeño foque para mantenerse a la capa.
—Jem —dijo el capitán Len Guy a las cinco de la mañana—. Es preciso huir…
—Huiremos, capitán… pero corriendo el riesgo de ser tragados por el mar.
En efecto: nada más peligroso que aquella marcha cuando no puede adelantarse a las olas, y únicamente se apela a ella cuando es imposible guardar la capa. Además, corriendo al Este la Halbrane, se alejaría de su camino, en medio del laberinto de témpanos acumulados en esta dirección.
Durante tres días, 6, 7 y 8 de Diciembre, la tempestad se desencadenó sobre aquellos parajes, con acompañamiento de remolinos de nieve, que provocaron sensible baja en la temperatura. Sin embargo, la capa pudo ser mantenida después que el pequeño foque, desgarrado por el viento, fue reemplazado con otra tela más resistente.
Inútil es decir que el capitán Len Guy se mostró verdadero marino, que Jem West estuvo en todo, que la tripulación les secundó resueltamente, y que Hunt fue siempre el primero en la faena cuando hubo maniobra que efectuar o peligro que correr.
¡En verdad que era un hombre del que no se puede dar idea! ¡Qué diferencia entre él y la mayor parte de los marineros reclutados en las Falklands, y sobre todo Hearne! De estos era difícil obtener lo que se tenía el derecho de esperar y exigir. Sin duda obedecían, porque de bueno o mal grado era preciso obedecer a un oficial como Jem West… Pero, cuando este no les oía, ¡qué de quejas y recriminaciones!
Cosa que, yo lo temía, nada bueno presagiaba para el porvenir.
Hay que advertir que Martín Holt había vuelto a sus ocupaciones. Muy entendido en su oficio, era el único que, por su habilidad y celo, podía rivalizar con Hunt.
—Y bien, Holt —le preguntó un día en que se encontraba en conversación con el contramaestre—, ¿en qué relaciones está usted ahora con ese diablo de Hunt? Después del salvamento, ¿se ha mostrado algo más comunicativo?…
—No, señor Jeorling —respondió el maestro velero—. Al contrario… Parece evitar mi presencia.
—¿Evitarla?… —dije yo.
—Como lo hacía antes… Ni más ni menos.
—¡Es singular!
—Y que es una verdad… —añadió Hurliguerly—. En más de una ocasión lo he notado.
—Entonces… ¿le huye a usted como a los demás?…
—No… Más que a los otros…
—Más… ¿por qué?
—Lo ignoro, señor Jeorling.
—¡Lo que no impide que le debas una buena candela! —declaró el contramaestre—. Pero no intentes encenderla en honor suyo… Le conozco…, y soplaría.
Gran sorpresa me produjo lo que acababa de oír. Sin embargo, observando con atención, pude asegurarme de que, en efecto, Hunt evitaba toda ocasión de estar en contacto con nuestro maestro velero. ¿No creía tener derecho a la gratitud de Martín Holt, aunque este le debiese la vida? Seguramente, tal conducta era bien extraña.
En la tarde del 8, el viento indicó tendencia a remontar hacia el Este, lo que, debía traer un favorable cambio de tiempo. De ser así, la Halbrane podía ganar lo perdido y volver a tomar su itinerario sobre el meridiano 43.
Entretanto, aunque la mar continuó dura, el velamen pudo ser aumentado sin riesgo a las dos de la mañana. De este modo, bajo la mesana–goleta, y la cangreja a dos rizos, la trinqueta y el pequeño foque, la Halbrane, amuras a babor, se aproximó al camino, del que la tormenta la había alejado.
En esta parte de la mar antártica, los témpanos derivan en mayor número, y había motivo para pensar que la tempestad, apresurando el deshielo, había tal vez roto hacia el Este las barreras del banco de hielo.