Seis días después de aparejar la goleta con el cabo al Suroeste, siempre favorecida por el viento, llegaba ante el grupo de las New–South–Orkneys.
Dos islas principales le componían: al Oeste la de más extensión, la isla Coronación, cuya gigante cima se eleva a una altura de 2500 pies; al Este la isla Laurie, terminada por el cabo Dundas, proyectado hacia el Poniente. En torno existen islas menores, Saddie, Poweil y numerosos islotes en forma de pilones de azúcar. En fin, al Oeste están la isla Inaccesible y la de la Desesperación, llamadas así sin duda porque un navegante no consiguió acostar en la una y se desesperó de haberlo hecho en la otra.
Este archipiélago fue descubierto por el americano Palmer y el inglés Botwell (1821–1822). Está atravesado por el paralelo 61 y comprendido entre el 44 y 47 meridiano.
Al aproximarse la Halbrane pudimos observar masas agitadas, límites abruptos, cuyas pendientes, sobre todo en la isla Coronación, se suavizan al descender hacia el litoral. Al pie se amontonan monstruosos témpanos formando formidables pilas, que, antes de dos meses, irían en derivación hacia las aguas templadas.
Sería entonces la época en que aparecerían los balleneros para dedicarse a la pesca, mientras que algunos de sus hombres permanecerían en las islas a fin de perseguir a las focas y elefantes de mar.
Deseoso de no internarse en el estrecho, lleno de islotes y témpanos, que separa el grupo en dos partes, el capitán ancló en la extremidad Sudeste de la isla Laurie, donde pasó el día 24; después de haber dado un rodeo por el cabo Dundas siguió la costa meridional de la isla Coronación, cerca de la cual la goleta se detuvo el 25. El resultado de nuestras pesquisas fue nulo en lo que concernía a los marinos de la Jane.
Si en 1822, en el mes de Septiembre, Weddell, con la intención de procurarse pieles de foca en este grupo, perdió tiempo y trabajo, fue porque el invierno era aun demasiado riguroso. Esta vez la Halbrane hubiera podido hacer cargamento de estos anfibios.
Los volátiles ocupaban por millares las islas e islotes. Sobre las rocas, cubiertas de estiércol, había, además de los pingüinos, gran número de esas palomas blancas, de las que ya había visto algunas muestras. Son zancudas, no palmípedas, de pico cónico poco largo, párpados circundados de rojo, y se las caza sin gran fatiga.
El reino vegetal de las New–South–Orkneys, donde domina el cuarzo de origen volcánico, está únicamente representado por liqúenes grisáceos y algunos raros fucos de especie laminar. En cantidad abundante lepadas sobre la playa, y en las rocas almejas, de las que se hizo gran provisión.
Debo decir que el contramaestre y sus hombres no dejaron escapar esta ocasión de exterminar a bastonazos varias docenas de pingüinos. No obedecía esto a censurable instinto de destrucción, sino al legítimo deseo de procurarse alimento fresco.
—Esto vale tanto como un pollo, señor Jeorling —afirmó Hurligueriy—. ¿No los ha comido usted en las Kerguelen?
—Sí, contramaestre; pero los preparaba Atkins.
—Y bien: aquí los preparará Endicott, y no advertirá usted diferencia.
En efecto: el cocinero guisó los pingüinos admirablemente.
La Halbrane se puso a la vela el 26 de Noviembre a las seis de la mañana, dirigiéndose al Sur. Remontó el meridiano 43, que una buena observación hubiera permitido establecer exactamente. Era el que Weddell, y después William Guy, habían seguido, y si la goleta no se apartaba ni al Este ni al Oeste, caería inevitablemente sobre la isla Tsalal. Sin embargo, era preciso tener en cuenta las dificultades de la navegación.
Los vientos del Este, muy fijos, nos favorecían. La goleta llevaba todo su velamen, hasta las barrederas de gavia, el foque volante y las velas de estays, y en esta forma andaba con una velocidad de 11 a 12 millas. De continuar así, la travesía de las New–South–Orkneys al círculo polar sería corta.
Más allá —yo no lo ignoraba— se trataría de forzar la puerta del espeso banco, o, lo que es más práctico de descubrir una brecha en aquella muralla de hielo.
Hablando de esto el capitán Len Guy y yo, le dije:
—Hasta aquí la Halbrane ha sido farorecida por el viento, y por poco que esto dure tocaremos el banco antes del deshielo.
—Tal vez sí, tal vez no, señor Jeorling; pues la estación se ha adelantado mucho este año. He advertido en la isla Coronación que los bloques se separaban ya del litoral seis semanas más pronto que de costumbre.
—Circunstancia feliz, capitán: y es posible que nuestra goleta pueda franquear el banco en las primeras semanas de Diciembre, cuando la mayor parte de los navíos no pueden hacerlo antes del principio de Enero.
—En efecto; la suavidad del tiempo nos ayuda —respondió el capitán Len Guy.
—Añado —respondí— que en su segunda expedición, hasta mitad de Enero, no acertó Biscoe con la tierra que dominan el monte William y el monte Stowerby, sobre el 64° de longitud. Los libros de viajes que usted me ha prestado lo prueban.
—De un modo exacto, señor Jeorling.
—Entonces, antes de un mes, capitán…
—Antes de un mes espero, haber encontrado, más allá del banco, la mar libre, indicada con tanta insistencia por Wed —dell y Arthur Pym, y no tendremos más que navegar en condiciones ordinarias; primero hasta el islote Bennet, hasta la isla Tsalal después. En esta mar, ¿qué obstáculo podría detenernos, ni aun retrasamos?
—No preveo ninguno, capitán, en cuanto estemos al otro lado del banco; este paso es el difícil; esto es lo que debe ser objeto de nuestra preocupación constante; y a poco que los vientos del Este se mantengan…
—Se mantendrán, señor Jeorling. Todos los navegantes de los mares australes han podido observar, como yo mismo lo he hecho, la permanencia de estos vientos. Conozco que entre el paralelo 30 y el 60, los huracanes vienen generalmente de la parte Oeste. Pero más allá, por un cambio muy marcado, reinan los vientos opuestos.
—Es verdad; y lo celebro, capitán. Confieso además, y el hacerlo no me causa molestia, que comienzo a ser supersticioso.
—Y ¿por qué no serlo, señor Jeorling? ¿Qué falta de razón hay en admitir la intervención de un poder sobrenatural en las más ordinarias circunstancias de la vida? ¿Podemos dudar de él, nosotros los marineros de la Halbrane? Recuerde usted el encuentro del infortunado Patterson en el camino de nuestra goleta; aquel témpano arrastrado hasta los parajes que atravesamos y que se disuelve en seguida. Reflexione usted, señor Jeorling. ¿Es que esto no es providencial? Yo voy más lejos, y, afirmo que, después de tanto hecho para guiarnos adonde nuestros compatriotas de la Jane se encuentran. Dios no ha de abandonarnos.
—Pienso lo mismo, capitán. No se puede negar su intervención, y a mi juicio, no es cierto que el azar represente en la comedia humana el papel que espíritus superficiales le atribuyen. Todos los hechos están unidos por un lazo misterioso. Forman una cadena.
—Una cadena, señor Jeorling, y en la nuestra el primer eslabón es el témpano de Patterson, y el último será la isla Tsalal. ¡Ah, mi hermano, mi pobre hermano; abandonado allá lejos, con sus compañeros de miseria, sin conservar la esperanza de ser socorridos! Y Patterson arrastrado lejos de ellos… no sabemos por qué circunstancias, como ellos ignoran lo que ha sucedido… Cuando pienso en estás catástrofes, mi corazón se oprime; pero no desfallecerá señor Jeorling, si no es en el momento en que mi hermano se arroje en mis brazos.
El capitán Len Guy era víctima de tan intensa emoción, que mis ojos se humedecieron. No; no hubiera tenido ánimo suficiente para responderle que tal salvamento presentaba grandes dificultades. No era posible dudar que hacia seis meses que William Guy y cinco de los marineros de la Jane se encontraban aun en la isla Tsalal, puesto que así lo afirmaba el cuaderno de Patterson. Mas ¿cuál era su situación? ¿Estaban en poder de los insulares, cuyo número, según Arthur Pym, ascendía a varios miles, sin hablar de los habitantes de las islas situadas al Oeste? ¿No debíamos esperar del jefe de la isla Tsalal, de aquel salvaje Too–Witt, algún ataque, al que la Halbrane no resistiría, como no había resistido la Jane?
Sí. Lo mejor era confiar en la Providencia. Su intervención se había manifestado de clara manera, y haríamos todos los esfuerzos posibles para llevar a cabo la misión que Dios nos había confiado.
Debo confesar que los tripulantes de la goleta, animados de los mismos impulsos, participaban de las mismas esperanzas; me refiero a los antiguos, tan adictos al capitán. Respecto a los nuevos, era de presumir que el resultado de la campaña les fuera indiferente, puesto que, resultare lo que resultare, los beneficios asegurados serían los mismos.
Por lo menos esta era la opinión del contramaestre, exceptuando a Hunt. No parecía que al alistarse este hombre hubiera obedecido al cebo de la ganancia… Lo cierto es que a nadie hablaba de esto… Verdad que de otra cosa tampoco hablaba.
—Yo creo que no piensa en ello —me dijo Hurligueriy—. No sé aun cómo suenan sus palabras. En lo que se refiere a hablar, no va más allá que un navío anclado.
—Si no habla con usted, a mí tampoco me habla.
—¿Sabe usted lo que pienso, señor Jeorling?… Que este hombre ha ido muy lejos, en los mares australes… Sí, muy lejos… Se calla porque le conviene… Mas si ese marsuino no ha franqueado el círculo antártico, y hasta el banco en más de diez grados…, que me lleve una ola.
—Y ¿qué motivo tiene usted para afirmar eso?
—¡Lo he leído en sus ojos, señor Jeorling, en sus ojos! En todo momento, diríjase la goleta a uno u otro lado, los ojos de ese hombre están siempre clavados en el Sur… como dos fuegos de posición.
Hurliguerly no exageraba, y yo lo había notado ya. Para emplear una expresión de Edgard Poe, Hunt tenía ojos de halcón.
—Cuando no está de bordada —añadió el contramaestre—, ese salvaje permanece de codos sobre la baranda, tan inmóvil como mudo. Realmente, su puesto sería a la punta de la roda, donde serviría de mascarón de proa de la Halbrane… ¡Linda figura! Además, obsérvelo usted cuando está en el timón. ¡Sus enormes manos parecen clavadas en la rueda! Sus ojos miran la bitácora como si la brújula le atrajera… Me jacto de ser buen timonel…; pero no llego a Hunt. Por la noche, si la lámpara de la bitácora se extingue, seguro estoy que Hunt no tendrá necesidad de volverla a encender. Con el fuego de sus pupilas alumbrará el cuadrante y se mantendrá en buena dirección.
Decididamente, el contramaestre se consolaba conmigo de la poca atención que el capitán Len Guy y Jem West prestaban a sus habladurías.
Realmente, si Hurliguerly había formado de Hunt una opinión exagerada, preciso es confesar que la actitud de este le autorizaba a ello. Era permitido colocarle en la categoría de los seres semifantásticos. Y, para decirlo todo, de haberle conocido Edgard Poe, le hubiera podido tomar como tipo de uno de sus héroes más extraordinarios.
Durante varios días, sin un solo incidente, sin nada que rompiese la monotonía de nuestra navegación, esta continuó en excelentes condiciones. Con el viento Este la goleta obtenía el máximo de su velocidad, lo que indicaba, la ancha estela, plana y regular.
Por otra parte, la primavera adelantaba. Las ballenas comenzaban a mostrarse en grupos. En aquellos parajes, hubiera bastado con una semana para que barcos de fuerte tonelaje llenaran sus cubas del preciado aceite. Así es que los nuevos tripulantes —os americanos sobre todo— no ocultaban su disgusto al ver la indiferencia del capitán en presencia de tantos animales que valían su peso en oro, y que eran más abundantes que los que jamás habían visto en aquella época del año.
De toda la tripulación, el que indicaba más descorazonamiento era Hearne, un pescador de oficio, al que sus compañeros escuchaban, con gran gusto. Con sus brutales maneras y su audacia feroz, que en todo él se revelaba, había sabido imponerse a los demás marineros. Su edad era de cuarenta años; su nacionalidad americana.
Erguido y vigoroso, yo me lo representaba en pie sobre su ballenero de doble punto, blandiendo el arpón y lanzándole al flanco de una ballena… ¡Debía de estar soberbio! Dada su violenta pasión por su oficio, no me extrañaría que su descontento se manifestase en cuanto hubiera ocasión.
Nuestra goleta no estaba armada para la pesca, y los instrumentos que este oficio requiere no se encontraban a bordo. Desde que navegaba en la Halbrane, el capitán Len Guy se había limitado a traficar entre las islas meridionales del Atlántico y del Pacífico.
Fuera lo que fuera, la cantidad de ballenas que veíamos en un radio de algunas encabladuras era extraordinaria.
Un día, a las tres de la tarde, estaba yo en la baranda de proa siguiendo con la vista las evoluciones de varias parejas de dichos animales. Heame los mostraba con la mano a sus compañeros, mientras de su boca se escapaban frases entrecortadas.
—Allí… allí… Es un fin–back; y ha aquí dos… tres…; con su atleta dorsal de cinco a seis pies… Miradles nadar entre dos aguas… tranquilamente… sin dar un salto… ¡Ah!… ¡Apuesto a que, si tuviera un arpón, se le hundía en una de las cuatro manchas amarillas de su cuerpo!… ¡Mas en esta caja de tráfico nada se puede hacer!… ¡Mil millones de demonios!… Cuando se navega por estos mares es para pescar y no para…
Interrumpiéndose, y lanzando colérico juramento, exclamó después:
—¡Y esa otra ballena!
—¿Esa que tiene una giba como un dromedario? —preguntó uno de los marineros.
—Sí… Es un hump–backs— respondió Hearne—. ¿Distingues su vientre con pliegues, y su ancha atleta dorsal? No es fácil pescarlas. Se hunden a grandes profundidades. ¡Verdaderamente, mereceríamos que nos enviase un coletazo en el flanco, puesto que no le enviamos un arponazo al suyo!
—¡Atención! ¡Atención! —gritó el contramaestre.
No era que hubiera temor de recibir el golpe de que Hearne hablaba.
No. Una enorme ballena acababa de acercarse a la goleta, y casi en seguida una tromba de agua infecta se escapó de ella con un ruido comparable a una lejana detonación de la artillería. Toda la proa quedó inundada.
—¡Está bien! —gruñó Heame, encogiéndose de hombros, mientras sus compañeros le sacudían maldiciendo al Hump–backs.
Además de estas dos especies de cetáceos, se veían también ballenas, conocidas con el nombre de ríght–whales, que son las que más frecuentemente se encuentran en los mares australes. Desprovistas de aletas, llevan una espesa costra de grasa. Su persecución no ofrece grandes peligros.
También las ballenas francas son muy buscadas en las aguas antárticas, donde pululan por millares los pequeños crustáceos, a los que se llama la comida de las ballenas porque forman el único alimento de estas.
Precisamente, a menos de tres encabladuras de la goleta, flotaba uno de esos right–whales de unos 60 pies de largo, o, lo que es lo mismo, capaz para llenar 100 barriles de aceite. Es tal el rendimiento de estos monstruosos animales, que tres de ellos bastan para completar el cargamento de un navío de regular tonelaje.
—¡Sí, es una ballena franca!, exclamó Hearne. ¡Se la reconocería nada más que en su chorro corto y grueso!… Calla…; ¿qué veis allá abajo, por babor? ¡Cómo una columna de humo!… ¡Eso viene de un ríght–whale!… Y todo esto se pierde ante nuestras narices… ¡Dioses, no llenar las cubas cuando se puede para vaciarlas por sacos de piastras!… ¡Maldito capitán, que deja perder está mercadería causando perjuicios a su tripulación!
—Heame —dijo una voz imperiosa… —¡Sube a las barras!… Allí estarás a tu gusto para poder contar las ballenas. Era la voz de Jem West.
—Lugarteniente…
—Nada de replicar, o te tendré allí hasta mañana. Andando.
Y como hubiera hecho mal en resistir, Hearne obedeció sin añadir palabra.
En suma: repito que la Halbrane no ha ido a aquellas altas latitudes para dedicarse a la pesca de mamíferos marinos, y que la gente no ha sido reclutada en las Falklands como pescadores. Se conoce el único objeto de nuestra campaña, y nada debía separarnos de él.
La goleta deslizábase entonces por la superficie de un agua rojiza coloreada por los bancos de crustáceos, esas especies de langostinos que pertenecen al género de los tisanópodos. Veíanse ballenas negligentemente acostadas sobre los flancos, recogiéndolos con sus barbas comeas, tendidas como una red entre sus mandíbulas, y trasladarlos por millares a su enorme estómago.
En total, puesto que en el mes de Noviembre, y en aquella parte del Atlántico meridional, había tal número de cetáceos de diversas especies, la estación era de una precocidad verdaderamente anormal.
Sin embargo, ni un solo ballenero aparecía en estos sitios de pesca.
Hagamos de paso la observación de que, desde la primera mitad de siglo, los pescadores de ballenas habían casi abandonado los mares del hemisferio boreal, donde no se encontraban más que raros ballenópteros a consecuencia de una destrucción inmoderada.
En la actualidad los parajes más buscados para esta pesca, que sólo con grandes fatigas puede hacerse por los franceses, los ingleses y los americanos, son los de la parte Sur del Atlántico y del Pacífico y es probable que esta industria, tan próspera otras veces, concluirá pronto.
He aquí lo que se podía deducir de aquel extraordinario conjunto de cetáceos.
Desde que el capitán Len Guy había tenido conmigo la conversación que se sabe con motivo de la novela de Edgard Poe, noté que era menos reservado. A menudo hablábamos de diferentes cosas, y aquel día me dijo:
—La presencia de estas ballenas indica generalmente que la costa se encuentra a poca distancia, por dos razones: la primera, porque los crustáceos que las sirven de alimento no se apartan mucho de tierra. La segunda, porque las hembras necesitan aguas poco profundas para depositar sus crías.
—Siendo así, capitán —respondí—, ¿cómo no encontramos ningún grupo de islas entre las New–South–Orkneys y el círculo polar?
—Justa es la observación —replicó el capitán Len Guy—, y para encontrar alguna costa sería preciso que nos apartáramos unos 15° al Oeste, donde están las New–South–Shetlands de Bellingshausen, las islas Alejandro y Pedro y, en fin, la Tierra de Graham, que fue descubierta por Biscoe.
—¿De modo —dije—que la presencia de las ballenas no indica necesariamente la proximidad de la tierra?
—No sé qué responderle a usted, señor Jeorling, y es posible que la observación de que lo he hablado a usted no sea fundada. Así es que lo más razonable es atribuir el número de esos animales a las condiciones climatológicas de este año.
—No veo otra explicación —respondí, y concuerda con nuestras observaciones.
—Pues bien; nosotros nos apresuraremos a aprovechar estas circunstancias —respondió el capitán Len Guy.
—Y sin preocupamos de las reclamaciones de una parte de la tripulación —añadí.
—¿Y de qué se quejarán esas gentes? —exclamó el capitán Len Guy—. No creo que los hayamos reclutado para la pesca. No ignoran el servicio para el que han sido embarcados, y Jem West ha obrado cuerdamente al cortar en corto esas malas disposiciones. ¡No son mis viejos compañeros los que se las habrán permitido! Es de lamentar que yo no haya podido contentarme con mis hombres. ¡Por desgracia, y teniendo en cuenta la población indígena de la isla Tsalal, la cosa no era posible!
Me apresuro a decir que, a excepción de la ballena, ninguna otra pesca estaba prohibida a bordo de la Halbrane.
Dada la velocidad de esta, hubiera sido difícil emplear el buitrón o el trasmallo. Pero el contramaestre había hecho poner sedales a popa, y con ello ganaba la cuotidiana comida, con gran satisfacción de los estómagos, algo fatigados por la carne medio salada. Nuestros sedales traían gobias, salmones, congrios, bacalaos, escombros, mugos, escaros… Los arpones se hundían, ya en los delfines, ya en los marsuinos de negruzca carne, la que no disgustaba a la tripulación, y de la que el filete y el hígado son excelentes manjares.
Respecto a los pájaros, siempre los mismos, que venían de todos los puntos del horizonte, petreles de distintas especies, blancos los unos, azules los otros, de notable elegancia de formas, martines pescadores, bañadores, por millares de millares.
Igualmente un petral gigante, cuyas dimensiones eran para producir algún asombro. Era uno de esos pájaros que los españoles llaman quebrantahuesos. Muy notable por el arqueo y esbeltez de sus anchas alas y sus dimensiones de trece a catorce pies, equivalente a la de los grandes albatros. Tampoco faltaban estos últimos, y entre ellos el albatros de fuliginoso plumaje, huésped de las frías latitudes que regresaba a la zona glacial.
Advirtamos que si Heame y los compatriotas de este que teníamos entre los reclutados mostraban tanto interés y disgusto en presencia de aquellos rebaños de cetáceos, débese a que los americanos son los que más campañas hacen en los mares australes. Recuerdo que hacia 1827 una información ordenada por los Estados Unidos demostraba que el número de los navíos armados para la pesca de la ballena en estos mares se elevaba a 200, de un total de 50.000 toneladas, conduciendo cada uno 1700 barricas de aceite, que provenían del despedazamiento de 9000 ballenas, sin contar otras 2000 perdidas. Hace cuatro años, una segunda información eleva aquel número a 460, y el tonelaje a 72.500, o sea la décima parte de toda la marina mercante de la Unión, valiendo cerca de 1.800.000 dollars, siendo 40.000.000 lo invertido en este negocio.
Se comprenderá que Heame y algunos otros se mostrasen apasionados por tan rudo y fructífero oficio… ¡Pero guárdense los americanos de entregarse a una destrucción exagerada! Poco a poco las ballenas se harán raras en estos mares del Sur… y será preciso perseguirlas más allá del banco de hielo.
A esta observación que hice al capitán Len Guy, respondióme este que los ingleses se han mostrado siempre más parcos. Lo que merecería confirmación.
El 30 de Noviembre, al mediodía, se obtuvo la altura, según un ángulo horario tomado a las diez. Resultó que estábamos en los 66° 23'3" de latitud.
La Halbrane acababa, pues, de franquear el círculo polar que circunscribe la zona antártica.