Cuatro días después, la Halbrane llegaba a la curiosa isla de Tristán de Acunha, que es, por decirlo así, como la caldera de los mares Africanos.
¡Ciertamente era un hecho bien extraordinario aquel encuentro, a más de 500 leguas del círculo antártico, aquella aparición del cadáver de Patterson!… Al presente, el capitán de la Halbrane y su hermano, el capitán de la Jane, estaban unidos por él… Sí… Esto debe parecer inverosímil… Y ¿qué es, sin embargo, junto a lo que aun me queda que contar?
Lo que me parecía que tocaba en los límites de lo inverosímil era que la novela del poeta americano fuese una realidad.
Primero se rebeló mi espíritu. ¡Pretendí cerrar los ojos a la evidencia!
Finalmente, preciso me fue rendirme a ella, y mis últimas dudas quedaron sepultadas, con el cuerpo de Patterson, en las profundidades del Océano.
Y no solamente el capitán Len Guy se encadenaba por los lazos de la sangre a esta dramática y verídica historia, sino que también, como lo supe pronto, nuestro maestro velero, Martín Holt, era hermano de uno de los mejores marineros del Grampus, uno de los que habían debido de perecer antes del salvamento de Arthur Pym y de Dirk Peters, efectuado potosí Jane.
Así, pues, entre los paralelos 83 y 84 Sur, unos marineros ingleses, actualmente en número de seis, habían vivido once años en la Tsalal: el capitán William Guy el segundo Patterson, y los cinco marineros de la Jane, que habían escapado milagrosamente de los indígenas de Klock–Klock.
Y ahora, ¿qué iba a hacer el capitán Len Guy? Ni sombra de duda sobre sus propósitos. El lanzaría a la Halbrane hacia el meridiano designado por Arthur Pym. La conduciría hasta la isla de Tsalal, indicada en el cuaderno de Patterson. Su lugarteniente, Jem West, iría donde él le ordenara que fuera. La tripulación no dudaría en seguirle, y no la contendría el temor de los peligros que llevara una expedición que tal vez traspasaba los límites asignados a las fuerzas humanas.
El alma de dicho capitán estaría en ellos; el brazo de su lugarteniente dirigiría sus brazos.
¡He aquí la razón por la que el capitán Len Guy rehusaba aceptar pasajeros a bordo, porque me había dicho que sus itinerarios no eran fijos, en la esperanza siempre de que se le ofreciera ocasión para aventurarse hacia el mar de hielo!
Y hasta tengo motivos para creer que, de estar entonces la Halbrane dispuesta para emprender tal campaña, el capitán Len Guy hubiera dado la orden de poner el cabo al Sur. Y después de lo que yo había dicho al embarcarme, ¿hubiera yo podido obligarla a continuar su camino para desembarcarme en Tristán de Acunha?
Por lo demás, era preciso proveerse de agua en la isla, a la que llegaríamos a los tres días. Allí tal vez podría ponerse a la goleta en condiciones de luchar con los témpanos y llegar a la mar libre, pues libre era más allá del paralelo 82: y de ir más lejos que Cook, Weddell, Biscoe, Kemp, para intentar lo que intentaba entonces el teniente Wilkes, de la marina americana.
Pues bien: una vez desembarcado en Tristán de Acunha, yo esperaría el paso de otro navío. Por lo demás, aunque la Halbrane hubiera estado dispuesta para tal expedición, la estación no la hubiera permitido franquear el círculo polar. La primera semana de Septiembre no había terminado aun, y debían transcurrir por lo menos dos meses antes que el verano austral hubiera disuelto los hielos.
Está época —los navegantes lo sabían— es desde mitad de Noviembre al comienzo de Marzo. En este espacio de tiempo, tan audaces tentativas pueden emprenderse con algún buen resultado. La temperatura es soportable, menos frecuentes las borrascas; la barrera de hielo se agujerea, y un sol perpetuo baña aquel lejano dominio.
No había que olvidar las reglas de prudencia en tal caso, y la Halbrane, después de renovar sus provisiones de agua y víveres en Tristán de Acunha, buscaría en las Falklands, ya en la costa americana, un puerto en mejores condiciones, desde el punto de vista de las reparaciones, que los de aquel grupo abandonado en el desierto del Sur atlántico.
La gran isla, cuando el ambiente es puro, es visible a distancia de 85 a 90 millas. El contramaestre, que la había visitado varias veces, me dio acerca de la isla algunas noticias que transcribo.
Tristán de Acunha está situada al Sur de la zona de los vientos regulares del Suroeste. Su clima es dulce y húmedo; su temperatura moderada, no bajando de 25° Fahrenheit (unos 4° c. bajo cero), ni elevándose más de 68° (20° c. sobre cero). Los vientos dominantes son el Oeste y el Noreste, y durante el invierno. Agosto y Septiembre, los del Sur.
La isla fue habitada desde 1811 por el americano Lambert y varios otros del mismo origen, equipados para la pesca de los mamíferos marinos. Después de ellos instaláronse allí soldados ingleses, encargados de vigilar los mares de Santa Elena, y no partieron hasta la muerte de Napoleón en 1821.
Treinta o cuarenta años después, Tristán de Acunha ha contado con un centenar de habitantes de bastante buen tipo, europeos, americanos y holandeses del Cabo, y la república se ha establecido con un patriarca por jefe, aquel de los padres de familia que tenía más hijos, y el grupo, en fin, ha acabado por reconocer la soberanía de la Gran Bretaña. Pero todo esto ha sucedido después del año 1839, durante el cual la Halbrane se disponía a dirigirse a ella.
Por lo demás, pronto debía yo advertir por mis observaciones personales que la posesión de Tristán de Acunha no valía la pena de ser disputada. Sin embargo, «Tierra de vida» fue su nombre en el siglo XVI. Si goza de una flora especial, está representada únicamente por los helechos, los lícopos, una gramínea picante, la espartina, que tapiza la pendiente inferior de las montañas. Respecto a la fauna doméstica, los bueyes, ovejas y puercos componen su única riqueza, y son el objeto de un comercio poco importante con Santa Elena. Cierto que no hay un reptil ni un insecto, y los bosques no abrigan más que una especie de felino poco peligroso, un gato salvaje.
El único árbol que posee la isla es un cambrón de 18 a 20 pies; pero las corrientes llevan bastante madera flotante para el consumo. En clase de legumbres no hay más que coles, remolacha, cebollas nabos y calabazas, y como frutas, peras y uvas de mediana calidad. Añado, no podría cazar allí más que gaviotas, petreles, pingüinos y albatros. La ornitología de Tristán de Acunha no ofrece otras especies.
En la mañana del 5 de Septiembre fue señalado el alto volcán de la isla principal, un nevado macizo de 1200 toesas, cuyo cráter extinguido forma la cubeta de un lago de reducidas dimensiones.
Al aproximamos al día siguiente, pude distinguir un vasto montón de escombros formado por lavas antiguas.
A aquella distancia, gigantescos fucos extendíanse por la superficie del mar, verdaderos cables vegetales de una extensión que varía de 600 a 1200 pies, y de anchura igual a la de una barrica.
Debo advertir que durante los tres días que siguieron al del encuentro del témpano, el capitán Len Guy no se había mostrado sobre el puente más que para tomar altura. Terminada la operación, encerrábase en su camarote, y yo no tenía ocasión de verle, excepto en las horas de las comidas.
Taciturno hasta el mutismo, nada se hubiera podido sacar de él. El mismo Jem West no lo hubiera conseguido. De forma que yo me mantenía en la reserva más absoluta. En mi opinión, llegaría el momento en que Len Guy me hablase de su hermano William, y de las tentativas que pensaba efectuar para salvarle a él y a sus compañeros. Pero, lo repito, dada la estación, aquella hora no había llegado cuando la goleta, el 6 de Septiembre, arrojó el ancla a 18 brazas de profundidad cerca de la gran isla, en la costa Noroeste, en Ansielung, al fondo de la bahía Falmouth, precisamente en el mismo sitio en el que, según la narración de Arthur Pym, ancló la Jane.
He dicho la gran isla porque el grupo de Tristán de Acunha comprende otras dos de menor importancia. A unas ocho leguas al Suroeste está la isla Inaccesible, y al Sudeste, a cinco leguas de esta, la isla Nightingale.
El total de este archipiélago se encuentra entre los 37° 8' de latitud meridional Y 12° 8' de longitud occidental.
Estas islas son circulares. Proyectada en plano, Tristán de Acunha semeja una sombrilla desplegada de una circunferencia de 15 millas, y cuya armadura, convergiendo al centro, está representada por las crestas regulares que van al volcán central.
Forma el grupo un dominio oceánico casi independiente. Fue descubierto por el portugués que le ha dado su nombre, después de la exploración de los holandeses en 1643 y la de los franceses en 1767.
Instaláronse allí algunos americanos para la pesca de los becerros marinos, que abundan en tales parajes; y, en fin, los ingleses no tardaron en sucederles.
En la época en que la Jane había anclado allí, un excabo de la artillería inglesa, llamado Glass, gobernaba una colonia de 26 individuos que comerciaban con el Cabo, sin más barcos que una goleta de mediano tonelaje. Al arribar nosotros, el dicho Glass contaba con unos 20 vasallos, y como Arthur Pym había indicado, fuera de todo concurso del Gobierno británico.
Un mar de una profundidad de 1200 a 1500 brazas baña el grupo, alargado por la corriente ecuatorial que se dirige al Oeste.
Está sometido al influjo de los vientos regulares del Suroeste. Las tempestades rara vez se desencadenan allí. Durante el invierno, los hielos pasan a menudo su paralelo en 10°, pero jamás bajan al través de Santa Elena.
Las tres islas, dispuestas en triángulo, están separadas por diversos pasos de unas 10 millas, fácilmente navegables. Sus costas están francas, y en tomo de Tristán de Acunha la mar mide 100 brazas de profundidad.
Con dicho ex–cabo estableciéronse relaciones desde la llegada de la Halbrane. El nos recibió con agrado. Jem West, a quien el capitán Len Guy dejó el cuidado de llenar las cajas de agua y de hacer provisiones de carne fresca y legumbres varias, no tuvo motivo más que para alabar la amabilidad de Glass, quien, por lo demás, esperaba ser pagado a buen precio, como lo fue, en efecto.
Desde el primer día se comprendió que la Halbrane no encontraría en Tristán de Acunha los recursos precisos para quedar en estado de emprender la campaña proyectada en el Océano Antártico.
Pero desde el punto de vista de los recursos alimenticios, es cierto que Tristán de Acunha puede ser útil a los navegantes. Las especies de animales domésticos se han enriquecido; pues aunque a fines del último siglo el capitán americano Patten, comandante de la Industry, no había visto allí más que algunas cabras salvajes, hoy vense cerdos, vacas y aves. El capitán Colquhouin, del brick americano Betsey, hizo plantaciones de cebollas, patatas y otras legumbres en un suelo fértil que aseguraba la prosperidad. Esto es, al menos, lo que en su libro refiere Arthur Pym, y no hay motivo para negarle crédito.
Se habrá notado que yo hablo ahora del héroe de Edgard Poe como del hombre cuya existencia no puedo ya poner en duda. Así es que me extrañaba que el capitán Len Guy no me hubiera aun interpelado sobre este asunto. Evidente era que las noticias escritas en el cuaderno de Patterson eran cosa formal, y yo tenía que reconocer mi pasado error.
Además, si alguna duda me hubiera quedado, un nuevo o irrecusable testimonio vino a añadirse al del segundo de la Jane.
Al siguiente día de anclar desembarqué en Ansiediung, en una hermosa playa de negruzca arena. Pensé que tal playa no estaría fuera de su lugar en la isla Tsalal, donde se encontraba aquel color de duelo, con exclusión del blanco, que causa a los insulares violentas convulsiones seguidas de postración y estupor. ¿Pero al dar por ciertos tan extraordinarios efectos no habría sido Arthur Pym juguete de una ilusión? En fin, ya se pondría en claro la cosa si la Halbrane llegaba alguna vez a la vista de la isla Tsalal.
Encontré al excabo Glass, hombre vigoroso, bien conservado, de fisonomía ruda, y en el que los sesenta años no habían conseguido amenguar la inteligente vivacidad. Independientemente del comercio con el Cabo y las Falklands, hacía un importante tráfico de pieles de foca, de aceite de elefantes marinos, y sus negocios marchaban viento en popa.
Como aquel gobernador, que se nombró tal a sí mismo, y fue reconocido por la pequeña colonia, parecía muy aficionado a hablar, entabló sin gran trabajo, desde nuestra primera entrevista, una conversación muy interesante.
—¿Tienen ustedes a menudo navíos que hagan escala en Tristán de Acunha? —le pregunté.
—Tantos como nos hacen falta, caballero —respondió, frotándose las manos, que colocó en la espalda, costumbre suya sin duda.
—¿En la buena estación? —añadí.
—Sí, en la buena estación, si es que en estos parajes la hay mala.
—Le felicito a usted por ello, señor Glass; pero es de lamentar que en Tristán de Acuhna no haya un solo puerto. ¿Y cuando un navío se ve obligado a anclar al largo?
—¿Al largo, caballero? ¿Qué entiendo, usted por eso? —exclamó el ex–cabo con una animación que indicaba un gran fondo de amor propio.
—Entiendo, señor Glass, que si usted poseyera muelles de desembarco…
—Y ¿para qué, si la Naturaleza nos ha dado una bahía como esta, en la que se está al abrigo de los rafales?… ¡No! Tristán no tiene puerto, y Tristán puede pasarse sin él.
¿A qué contrariarle? Estaba orgulloso de su isla, como el Príncipe de Mónaco tiene derecho a estar orgulloso de su minúsculo principado.
No insistí, y hablamos de varios asuntos. Ofrecióme organizar una excursión al interior de los espesos bosques que suben hasta la mitad de la falda del cono lateral.
Se lo agradecí, excusándome de aceptar su ofrecimiento. Emplearía las horas de la escala en estudios mineralógicos de la isla. Además, la Halbrane marcharía en cuanto hubiera hecho su provisión de víveres.
—Mucha prisa tiene el capitán —me dijo Glass.
—¿Usted cree?…
—Tanta, que su lugarteniente no habla ni aun de comprarme pieles o aceite.
—No tenemos necesidad más que de víveres frescos y de agua dulce, señor Glass.
—Bien, caballero —respondió el gobernador con algo de despecho—, lo que no se lleve la Halbrane se lo llevaran otros navíos. Y ¿dónde se dirige vuestra goleta?
—A las Falklands, sin duda, donde podrá repararse.
—Y usted, según supongo, ¿no es más que un pasajero a bordo?
—Nada más, señor Glass. Y tenía la intención de permanecer en Tristán de Acuhna durante algunas semanas; pero he tenido que modificar mi proyecto.
—Lo siento, caballero, lo siento —declaró el gobernador—. Hubiera sido una satisfacción para nosotros ofrecerle hospitalidad mientras esperaba la llegada de otro navío.
—Hospitalidad que me hubiera sido muy preciosa —respondí—. Desgraciadamente no la podré aprovechar.
Efectivamente: había tomado la resolución de no abandonar la goleta. Terminada la escala, ella pondría el cabo hacia las Falklands, donde se efectuarían los preparativos necesarios para una expedición por los mares antárticos. Iría, pues, hasta las Falklands, donde encontraría, sin sufrir gran retraso, navío en que embarcarme para América, y seguramente el capitán Len Guy no rehusaría conducirme allí.
El excabo me dijo entonces, manifestando alguna contrariedad:
—En fin, no he visto el color de los cabellos ni del rostro del capitán.
—No creo que tenga la intención de venir a tierra, señor Glass.
—¿Está enfermo?
—No, que yo sepa. Pero poco le importa a usted, pues su lugarteniente le reemplaza.
—¡Oh, poco hablador es! Dos palabras que se le arrancan de tarde en tarde. Por fortuna, las piastras salen más fácilmente de su bolsillo que las palabras de su boca.
—Eso es lo importante, señor Glass.
—¿Cómo se llama usted, caballero?
—Jeorling, del Connecticut.
—Bien. Ya sé su nombre de usted, mientras ignoro aun el del capitán de la Halbrane.
—Se llama Guy. Len Guy.
—¿Inglés?
—Sí, inglés.
—Vamos; ya hubiera podido molestarse para visitar a un compatriota. Pero, espere usted, yo he tenido relaciones con un capitán de ese nombre. Guy… Guy…
—¿William Guy? —pregunté vivamente.
—Justo. William Guy.
—¿El que mandaba la Jane?
—En efecto; la Jane.
—¿Una goleta inglesa que vino a hacer escala en Tristán de Acuhna hace once años?
—Once años, señor Jeorling. Hacía ya siete que yo estaba en la isla, donde me había encontrado al capitán Feffrey del Benvick, de Londres, en el año 1824. Recuerdo a William Guy como si le tuviera delante. Un valiente, de carácter franco, y al que entregué un cargamento de pieles de foca. Tenía aspecto de gentleman; un poco altivo, pero de buen natural.
—¿Y la Jane?— le pregunté.
—La veo ahora en el mismo sitio en que la Halbrane está anclada en el fondo de la bahía. Un lucido barco de 180 toneladas, con la proa afilada. Iba a Liverpool.
—Sí, esto es verdad. Todo esto es verdad —repetía yo.
—Y ¿continúa la Jane navegando, señor Jeorling?
—No, señor Glass.
—¿Es que ha perecido?
—Sí, señor; y la mayor parte de su tripulación ha desaparecido con ella.
—Y ¿cómo ha sucedido esa desgracia, señor Jeorling?
—Al salir de Tristán de Acuhna la Jane se dirigió a las islas Auroras, y otras que William Guy esperaba reconocer, según noticias.
—Que yo mismo le di, señor Jeorling —dijo el excabo—. Y ¿ha descubierto la Jane esas otras islas?
—No, —ni tampoco las Auroras, por más que William Guy permaneció durante varias semanas en aquellos parajes, corriendo de Este a Oeste y con un vigía a la punta del palo mayor.
—Preciso es, pues, que se haya equivocado; pues a creer a varios balleneros que no pueden ser considerados como sospechosos, esas islas existen, y hasta se trataba de darlas mi nombre.
—Lo que hubiera sido justo —respondí yo amablemente.
—Y será fastidioso si se llega a descubrirlas algún día —añadió el gobernador con tono que denotaba una buena dosis de vanidad.
—Entonces —continué— el capitán William Guy quiso realizar un proyecto madurado desde hacía largo tiempo, y al que le arrastraba cierto pasajero que iba a bordo de la goleta.
—Arthur Gordon Pym —exclamó Glass—. Y su compañero, un tal Dirk Peters, que habían sido recogidos en el mar por una goleta.
—¿Los ha conocido usted, señor Glass? —pregunté vivamente.
—¡Sí los he conocido, señor Jeorling!… ¡Oh! Arthur Pym era un singular personaje, siempre ávido de lanzarse a aventuras. Un audaz americano capaz de partir para la luna. ¿No habrá ido a ella por casualidad?
—No, señor Glass; pero, según parece, y durante su viaje, la goleta de William. Guy ha franqueado el círculo polar, y ha avanzado más allá que ningún otro navío.
—¡He aquí una prodigiosa campaña! —exclamó Glass.
—Sí, pero desgraciadamente la Jane no ha vuelto.
—De modo, señor Jeorling, que Arthur Pym y Dirk Peters, una especie de mestizo indiano de tan terrible fuerza que seis hombres no le hubieran podido derribar, ¿habrán perecido?
—No, señor Glass. Arthur Pym y Dirk Peters han podido escapar a la catástrofe de que la Jane y la mayor parte de sus hombres fueron víctimas, y han vuelto a América. Ignoro de qué manera. Después de su regreso, Arthur Pym ha muerto en no sé qué circunstancias. En cuanto a Dirk Peters, después de retirarse al fondo de Illinois, ha partido un día sin prevenir a nadie y sin dejar rastro.
—¿Y William Guy? —preguntó Glass.
Referile cómo el cadáver de Patterson, el segundo de la Jane, acababa de ser recogido por nosotros sobre un témpano, y añadí que todo hacía creer que el capitán de la Jane y cinco de sus compañeros existían aun en una isla de las regiones australes a menos de siete grados del polo.
—¡Ah, señor Jeorling! —exclamó Glass—. ¡Permita Dios que algún día se pueda salvar a William Guy y sus compañeros, que me han parecido excelentes personas!
—Es lo que la Halbrane va a intentar en cuanto esté en situación de acometer la empresa, pues su capitán, Len Guy, ¡es el propio hermano de William Guy!
—¡Imposible, señor Jeorling! —exclamó Glass—. Aunque yo no conozco al capitán Len Guy, me atrevo a afirmar que no se parecen los dos hermanos…, al menos en la manera de portarse con el gobernador de Tristán de Acunha.
Vi que al excabo le mortificaba mucho la indiferencia de Len Guy, que no lo había visitado. ¡Calcúlese! ¡El soberano de aquella isla independiente, el dominio del cual se extendía hasta las dos islas vecinas. Inaccesible y Nightingale! Pero él se consolaba, sin duda, con la idea de vender su mercancía un 25 por 100 más cara de lo que valía.
Lo cierto es que el capitán Len Guy no manifestó en ningún instante deseo de desembarcar, cosa tanto más singular cuanto que no debía ignorar que la Jane había hecho escala en la parte Noroeste de Tristán de Acunha antes de partir hacia los mares australes, y parecía indicado que se pusiera en relaciones con el último europeo que había estrechado la mano de su hermano.
No obstante, Jem West y sus hombres fueron los únicos que bajaron a tierra, y con el mayor apresuramiento se ocuparon de descargar el mineral de estaño y de cobre que formaba el cargamento de la goleta, y en seguida de embarcar las provisiones, llenar las cajas de agua, etc., etc.
Durante, todo este tiempo el capitán Len Guy permaneció a bordo, sin subir al puente, y por el tragaluz vidriado de su camarote yo le veía inclinado constantemente sobre su mesa.
Sobre esta había mapas desplegados y libros abiertos. No había que dudar que los primeros fuesen de las regiones australes, y los segundos narrasen los viajes de los precursores de la Jane en las misteriosas regiones de la Antártida.
Sobre la mesa había también un libro, cien veces leído, del que la mayor parte de las páginas estaban dobladas, y los márgenes llenas de múltiples notas, escritas con lápiz.
Y sobre la cubierta brillaba este título, como impreso con letras de fuego: