La navegación de la Halbrane se efectuaba en las condiciones más favorables de mar y viento. Si persistían, en quince días se recorrería la distancia que separa la isla del Príncipe Eduardo de Tristán de Acunha —unas 2300 millas— y, como el contramaestre había asegurado, no sería menester cambiar las amuras. La invariable línea del Sudeste estaba bien establecida, no exigiendo más que alguna disminución de velas altas, algunas veces.
El capitán Len Guy dejaba a Jem West el cuidado de maniobrar, y el audaz portavela —perdóneseme la palabra— no se decidía a coger rizos a las velas sino cuando la arboladura amenazaba con venirse abajo. Pero yo no sentía ningún recelo ni había avería que temer con tal marino… Siempre estaba vigilando.
—¡Nuestro segundo no tiene semejante! —me dijo un día Hurliguerly— y merece mandar un barco almirante.
—Efectivamente —respondí—. Jem West me parece un verdadero marino.
—¡Y qué goleta la nuestra! Puede usted felicitarse y felicitarme, puesto que he conseguido que el capitán Len Guy variase su resolución en lo que a usted concierne.
—Si es usted el que ha obtenido ese resultado, le doy a usted las gracias, contramaestre.
—Y hay por qué darlas, pues a pesar de las instancias del compadre Atkins, el capitán dudaba. Pero yo conseguí hacerle entrar en razón.
—No lo olvidaré, contramaestre, no lo olvidaré; pues gracias a su intervención, en vez de consumirme en las Kerguelen, no tardaré en estar a la vista de Tristán de Acunha.
—Dentro da algunos días, señor Jeorling. Según lo que he oído, en Inglaterra y Alemania se ocupan actualmente en construir barcos que llevan una máquina en la panza y ruedas, de las que se sirven como una ánade de sus patas… Bien… Ya veremos lo que resulta. Mi opinión, sin embargo, es que tales barcos no podrán luchar con una hermosa fragata de sesenta, impulsada por la brisa. ¡El viento, señor Jeorling, el viento basta, y un marino no tiene necesidad de ruedas en su casco!
No tenía por qué contrariar las ideas del contramaestre respecto al empleo del vapor para la navegación. Se estaba en los comienzos. ¿Quién podía prever el porvenir?
Y en aquel momento recordé que la Jane…, aquella Jane de que el capitán Len Guy me había hablado como si hubiera existido, como si la hubiera visto con sus propios ojos, había ido, precisamente en quince días, desde la isla del Príncipe Eduardo a Tristán de Acunha.
Verdad que Edgard Poe disponía a su antojo de los vientos y de la mar.
Por lo demás, durante los quince días siguientes, el capitán Len Guy no me habló más de Arthur Pym. Parecía como si nunca lo hubiera hecho. Si él había esperado convencerme de la identidad del héroe de los mares australes, hubiera dado prueba de mediano talento. Lo repito: ¿cómo un hombre de buen sentido hubiera podido discutir en serio sobre tal materia? A menos de haber perdido la razón, de ser por lo menos un monomaniático sobre este caso especial, como lo era Len Guy, nadie —por décima vez lo repito—, nadie podía ver otra cosa que una obra de imaginación en la novela de Edgard Poe.
¡Calcúlese! Según ella, una goleta inglesa había avanzado hasta el 84° de latitud Sur, y, sin embargo, tal viaje no había tenido la importancia de un gran acontecimiento geográfico. Arthur Pym, volviendo de las profundidades de la Antártida, no fue colocado sobre los Cook, los Wedrell, los Biscoe. ¿No se le hubieran tributado los honores públicos lo mismo a él que a Dirk Peters, los únicos pasajeros de la Jane? ¿Y qué pensar de aquella mar libre descubierta por ellos? ¿De la extraordinaria velocidad de las corrientes que los arrastraban hacia el polo? ¿De la temperatura anormal de las aguas, que la mano no podía resistir? ¿De la cortina de vapores tendida por el horizonte? ¿De la catarata que se entreabre y en la que aparecen figuras sobrehumanas?…
Y, dejando aparte estás inverosimilitudes, ¿cómo Arthur Pym y Dirk Peters habían vuelto de tan lejos? ¿Cómo su canoa tsalaliana les había traído del círculo polar? ¿Cómo, en fin, fueron recogidos y repatriados?… ¡Con una frágil canoa de pagays, franquear 20º, pasar el polo, ganar las tierras más próximas!… ¿Cómo el diario de Arthur Pym no ha mencionado los incidentes del regreso? Pero se objetará que Arthur Pym murió antes de haber podido escribir los últimos capítulos de su libro. ¡Sea! Pero ¿es verosímil que él no haya dicho palabra de ellos al editor del Southem Literary Messenger? Y ¿cómo Dirk Peters, que durante varios años residió en Illinois, se ha callado el desenlace de tales aventuras? ¿Es que tenía interés en no hablar?
A creer al capitán Len Guy, este había ido a Vandalia, donde, según el libro, vivía ese Dirk Peters, y no había podido encontrarle. ¡Lo creo!
Ni él ni Arthur Pym habían existido más que en la imaginación del poeta americano, poderoso genio, como lo prueba el hecho de imponer a algunos espíritus como realidad lo que era ficticio.
De todas suertes, yo comprendía que hubiera hecho mal en discutir de nuevo con el capitán Len Guy, obsesionado por su idea fija, y volver a una argumentación que no lograría convencerle. Más sombrío, más cabizbajo, no aparecía sobre el puente a no ser precisa su presencia. Y entonces, sus miradas recorrían detenidamente el horizonte meridional como si quisieran agujerearlo. Tal vez creía ver aquella sábana de vapores, y las alturas del cielo llenas de insondables tinieblas, y los resplandores luminosos saltando de las profundidades del mar, y el blanco gigante mostrándole el camino al través de los abismos de la catarata…
¡Singular monomaniaco! Por fortuna, en lo demás que no tocase a este asunto, la inteligencia del capitán conservaba toda su lucidez. Sus cualidades de marino permanecían intactas, y los temores que yo había podido concebir no amenazaban realizarse.
Debo confesar que lo más interesante para mí era descubrir la causa del interés que el capitán manifestaba por los supuestos náufragos de la Jane. Aun teniendo por verídico el relato de Arthur Pym, admitiendo que la goleta inglesa hubiese atravesado aquellos infranqueables parajes… ¿por qué tan inútiles lamentaciones? Aunque algunos de los marineros de la Jane, su jefe u oficiales hubieran sobrevivido a la explosión y al hundimiento provocado por los naturales de la isla Tsalal, ¿podía razonablemente esperarse que vivieran? Once años habían transcurrido, según los datos indicados por Arthur Pym, y desde entonces, admitiendo que aquellos desdichados hubieran escapado a los insulares, ¿cómo hubieran subvenido a sus necesidades en tales condiciones? ¿No debían haber perecido todos?
¡Vamos! Heme aquí discutiendo seriamente semejantes hipótesis, aunque no descansen en ningún sólido fundamento.
Un poco más, y creeré en la existencia de Arthur Pym, de Dirk Peters, de sus compañeros, de la Jane, perdida en los mares australes. ¿Me habré contagiado la locura del capitán Len Guy? ¿No es lo cierto que me he sorprendido al comparar el camino que la. Jane había seguido, subiendo hacia el Este, y el que sigue la Halbrane?
Estamos a 3 de Septiembre. De no producirse retraso —que sólo de un incidente marino puede venir—, dentro de tres días nuestra goleta estará a la vista del puerto. Además, tal es la altura de la principal isla del grupo, que en buen tiempo se la ve a gran distancia.
El día indicado, entre diez y once de la mañana, paseábame yo por el puente. Nos deslizábamos por la superficie de un mar ligeramente agitado. La Halbrane, parecía un enorme pájaro, uno de esos gigantescos albatros de que habla Arthur Pym, que, desplegando su amplio velamen, llevaba la tripulación al través del espacio. ¡Sí!… ¡Para una imaginación acalorada aquello no era navegar, sino volar…, y el movimiento de las velas el batir de unas alas!
Jem West, de pie junto al cabestrante, al abrigo de la trinqueta, con su anteojo en la mano, miraba por babor un objeto que flotaba a dos o tres millas, que varios marineros, inclinados sobre la baranda, mostraban con el dedo.
Era una masa de diez a doce yardas superficiales, de forma irregular, abultada en el centro por una tumescencia resplandeciente. Subía y bajaba al impulso de las olas, que se movían en dirección Noroeste.
Me acerqué a la vagara de proa, y observó atentamente aquel objeto. Llegaba a mí la conversación de los marineros, a los que siempre interesan los más insignificantes accidentes de mar.
—Es una ballena —declaró el maestro velero—. Ha soplado una o dos veces desde que la examinamos.
—No se trata de una ballena —afirmó Hardie, el maestro calafate—. Tal vez algún casco de un barco abandonado.
—¡El diablo lo envía por el fondo! —exclamó Rogers—. Ve, pues, a arrojarte allí por la noche.
—Es verdad —añadió Drap—, esos restos son más peligrosos que una roca, pues un día están aquí y otro allá. Hurliguerly acababa de acercarse.
—¿Qué piensa usted de eso? —le pregunté.
Hurliguerly miró con atención; y como la goleta, impulsada por la brisa, se aproximaba a la masa, era más fácil acertar.
—En mi opinión, señor Jeorling —respondió el contramaestre—, eso que vemos no es una ballena, ni un resto de un buque, sino simplemente un témpano de hielo…
—¡Un témpano de hielo! —exclamé.
—Hurliguerly no se equivoca —afirmó Jem West—. Se trata de un pedazo de hielo que las corrientes han arrastrado…
—¿Hasta el paralelo cuarenta y cinco? —repuse—. ¿Cómo es posible?
—Se ve con frecuencia —añadió el segundo—, y los hielos llegan a veces hasta el paso del cabo, a creer a un navegante francés, el capitán Blosseville, que lo encontró a la altura en 1828.
—Entonces este no puede tardar en fundirse —dije yo bastante asombrado de que West me hubiese honrado con tan larga respuesta.
—Debe de estar disuelto en gran parte —afirmó el lugarteniente—, y lo que vemos es seguramente lo que queda de una montaña de hielo que debía pesar miles de toneladas.
El capitán Len Guy apareció entonces; y al ver el grupo de marineros que rodeaba a Jem West, se dirigió a proa.
Después de cambiar con él en voz baja algunas palabras, el lugarteniente le entregó el anteojo.
Len Guy le enfocó al objeto flotante, al que la goleta se había aproximado cosa de una milla, y después de observarlo por espacio de un minuto, dijo:
—Es un témpano de hielo, y es una suerte que se disuelva. La Halbrane hubiera podido sufrir grandes averías tropezando con él durante la noche.
Me extrañó el cuidado que el capitán Len Guy ponía en su observación. Parecía como si sus ojos no pudieran apartarse del ocular del anteojo. Permanecía inmóvil, como clavado en el puente.
Insensible al balanceo, con los brazos rígidos, gracias a su gran costumbre, mantenía imperturbablemente el bloque en el campo del objetivo. Su rostro ansioso mostraba gran palidez, y de sus labios salían vagas palabras.
Transcurrieron algunos minutos. La Halbrane, con rápido paso, estaba a punto de pasar el bloque.
—Dejad que se incline un cuarto —dijo el capitán sin bajar el anteojo.
Adiviné lo que pasaba en el espíritu de aquel hombre, bajo la obsesión de una idea fija. Aquel témpano venía de los parajes a los que sin casar lo arrastraba su pensamiento. Quería verle desde más cerca… Tal vez acostarle… Tal vez recoger en él algún resto…
Entretanto, y transmitida la orden por Jem West, el contramaestre había hecho arriar ligeramente las escotas, y la goleta se dirigió hacia el bloque.
Bien pronto estuvimos a dos encabladuras de él, y le pude examinar.
Como habíamos notado, la tumescencia central se fundía. Hielos líquidos goteaban por sus costados. En el mes de Septiembre de aquel año tan precoz, el sol poseía bastante fuerza para provocar la disolución, activarla, hasta precipitarla. Seguramente, antes de que el día terminara nada restaría de aquel bloque arrastrado por las corrientes hasta la altura del paralelo 45.
El capitán Len Guy le observaba siempre, sin que tuviera ya necesidad de recurrir a su anteojo. Se empezó a distinguir un cuerpo extraño, que poco a poco se delineaba a medida que la fusión se efectuaba; una forma de color negruzco extendida sobre la blanca sábana.
¡Qué sorpresa la nuestra, mezclada de horror, cuando vimos aparecer un brazo, después una pierna, después un torso, después una cabeza… un cuerpo, en fin, cubierto de obscura vestimenta!
Por un instante, hasta creí que aquellos miembros se movían, que sus manos se tendían a nosotros…
La tripulación no pudo contener un grito, que debió de llegar hasta el témpano.
¡No! Aquel cuerpo no se agitaba, pero deslizábase suavemente por la helada superficie.
Miré al capitán Len Guy. Su rostro estaba como el de aquel cadáver venido de las lejanas latitudes de la zona austral.
Se hizo lo que se debía hacer para recoger a aquel desdichado.
¡Quién sabía si aun respiraba! En todo caso, tal vez sus bolsillos contenían algún documento que serviría para identificarle. Después, acompañándolos con una última oración, se abandonarían aquellos restos humanos a las profundidades del Océano… ¡Ese cementerio de los marinos muertos en el mar!
La canoa fue botada al agua. Colocáronse en ella el contramaestre y los marineros Gratián y Francis. Por la disposición contraria de su velamen, sus foques y trinquete vueltos, Jem West había anulado la marcha de la goleta, casi inmóvil, elevándose y bajando a impulso de las olas.
Yo seguía con la mirada la marcha de la goleta, que acostó en la margen lateral del témpano.
Hurliguerly puso el pie en un sitio que presentaba aun alguna resistencia; Gratián desembarcó tras él, mientras Francis sostenía la canoa por la cadena del arpeo.
Ambos marineros llegaron junto al cadáver, y cogiéndole el uno por los brazos y por la cabeza el otro, le echaron a la canoa.
En algunos golpes de remo, el contramaestre volvió a la goleta.
El cadáver, congelado de la cabeza a los pies, fue colocado al pie del palo de mesana.
En seguida el capitán se acercó a él, y le contempló fijamente, como si intentara reconocerle.
Era el cuerpo de un marino vestido de grosero paño, pantalón de lana, blusa remendada, camisa de grueso muletón. No había duda de que su muerte debió efectuarse varios meses antes… poco después, probablemente, de ser arrastrado.
Su edad parecía ser la de cuarenta años, aunque sus cabellos eran canosos.
Su delgadez era espantosa, la de un verdadero esqueleto… Debió de haber sufrido las horribles torturas del hambre durante aquel trayecto de 20 grados por lo menos desde el círculo antártico.
El capitán Len Guy separó los cabellos del cadáver, le levantó, la cabeza, le miró frente a frente, y murmuró sollozando:
—¡Patterson!… ¡Patterson!
—¡Patterson! —exclamé.
Me pareció que tan vulgar nombre estaba unido a mi memoria. ¿Cuándo le había yo oído pronunciar?… O más bien, ¿dónde lo había leído?
El capitán Len Guy, en pie, recorrió lentamente el horizonte con la mirada; como si se dispusiera a dar la orden de poner el cabo al Sur…
En aquel instante, a una palabra de Jem West, el contramaestre hundió su mano en los bolsillos del cadáver, sacando de ellos un cuchillo, una hebra de hilo de acarreto, una petaca vacía y un cuaderno de notas forrado de cuero, con un lápiz de metal.
El capitán Len Guy se volvió, y en el momento en que el contramaestre tendía el cuaderno a Jem West, dijo:
—Dame…
Algunas hojas estaban escritas… Pero la humedad había borrado casi las palabras. Mas en la última página se encontraban algunas descifrables, y pueden calcular la emoción que se apoderó de mí cuando oí al capitán Len Guy leer lo siguiente con temblorosa voz:
«La Jane… isla la Tsalal… por ochenta y tres… Hace once años… allí… Capitán… cinco marineros sobrevivientes… Que se les preste auxilio».
Y bajo estas líneas un nombre… Una firma… El nombre de Patterson.
¡Patterson! Recordé entonces. Era el segundo de la Jane, el segundo de aquella goleta que había recogido a Arthur Pym y a Dirk Peters sobre el Grampus… La Jane conducida a la isla Tsalal… La Jane atacada por los insulares… La Jane, cuyos restos había dispersado la explosión…
Pero todo aquello, ¿era verdad? ¿Edgard Poe había escrito una historia, no una novela? ¿Había realmente recibido el manuscrito de Arthur Pym? ¿Se habían establecido relaciones directas entre ellos? ¿Arthur Pym existía, o más bien había existido? ¿Era un ser real? ¿Y había muerto —de muerte repentina y deplorable— en ignoradas circunstancias, dejando incompleta la narración de su extraordinario viaje? ¿Y hasta qué paralelo había llegado al abandonar la isla Tsalal con su compañero Dirk Peters, y cómo ambos habían podido ser repatriados a América?
Creí que mi cabeza iba a estallar, que me volvía loco… ¡Yo, que había acusado de serlo al capitán Len Guy! ¡No!… Yo había oído mal… ¡No había comprendido!… ¡Aquello era una extravagancia de mi cerebro!…
Y, sin embargo, ¿cómo recusar el testimonio encontrado sobre el cadáver del segundo de la Jane, de aquel Patterson, la afirmación del cual se apoyaba en datos evidentes? Y sobre todo, ¿cómo conservar la menor duda, después que Jem West, más en calma, descifró las otras frases, que decían así?:
«Arrastrado desde el 3 de Junio en el Norte de la isla Tsalal… Allí están todavía… Capitán William Guy y cinco tripulantes de la Jane… El témpano deriva… El alimento va a faltarme… Desde el 13 de Junio… agotados mis últimos recursos… Hoy, 16 de Junio, voy a morir…».
¿De forma que hacía tres meses que el cuerpo de Patterson yacía en aquel témpano encontrado en el camino de las Kerguelen a Tristán de Acunha? ¡Ah!… ¡Si hubiéramos salvado al segundo de la Jane!
El hubiera dicho lo que se ignoraba por todos…, lo que tal vez se ignoraría siempre…, ¡el secreto de aquella terrible aventura!
En fin: preciso era rendirse a la evidencia. ¡El capitán Len Guy, que conocía a Patterson, acababa de encontrarle en aquel cuerpo helado!… ¡Era el que acompañaba al capitán de la Jane cuando, durante una escala, había enterrado la botella en las Kerguelen, la botella que encerraba el documento, de cuya autenticidad yo dudaba! ¡Y desde hacía once años, los sobrevivientes de la goleta inglesa estaban allá… en aquellos parajes, sin esperanza de ser socorridos!…
A mi espíritu sobrexcitado acudieron dos nombres iguales, que iban a explicarme el interés que nuestro capitán tenía por cuanto se relacionaba con la historia de Arthur Pym.
Len Guy se volvió hacia mí, y mirándome, dijo:
—¿Cree usted ahora?…
—¡Sí! ¡Sí!… —balbuceé—. Pero el capitán William. Guy, de la Jane…
—¡Y el capitán Len Guy, de la Halbrane, son hermanos! —exclamó con fuerte voz, que fue oída por toda la tripulación.
Después… cuando nuestras miradas se volvieron al sitio en que el témpano flotaba, la doble influencia de los rayos del sol y de las aguas de aquella latitud había producido su efecto y ya no quedaba huella alguna de tales restos en la superficie del mar.