V
LA NOVELA DE EDGARD POE

He aquí, muy sucintamente, el análisis de la célebre obra de nuestro novelista americano, que fue publicada en Richmond con este título:

Aventuras de Arthur Gordon Pym.

Es indispensable que yo la resuma en este capítulo. Se verá si había motivo para dudar que las aventuras de este héroe de novela fuesen imaginarias.

Además, entre los numerosos lectores de esta obra, ¿hay uno solo que haya creído en su realidad, a no ser el capitán Len Guy?

Edgard Poe ha puesto la relación en boca del principal personaje.

Desde el prefacio del libro, Arthur Pym refiere que a su regreso del viaje a mares antárticos encontró, entre los gentlemen de Virginia que se interesaban en los descubrimientos geográficos, a Edgard Poe, editor entonces del Southern Literary Messenger, en Richmond. A creerle, Edgard Poe recibió de él autorización para publicar en su periódico, «bajo el velo de la ficción», la primera parte de sus aventuras. Acogida favorablemente la publicación, siguió un volumen que comprendía la totalidad del viaje, y que se dio a luz con la firma de Edgard Poe.

Como resultado de mi conversación con el capitán Len Guy, Arthur Gordon Pym nació en Nantucket, donde frecuentó la escuela de New–Bedford hasta la edad de diez y seis años.

Habiendo abandonado está escuela por la Academia de M. E. Bonaid, entabló relaciones con el hijo de un capitán de navío. Augusto Barnard, que contaba dos años más que él. Este joven había ya acompañado a su padre a bordo de un ballenero por los mares del Sur, y no cesaba de inflamar la imaginación de Arthur Pym con la relación del viaje.

De la intimidad de los dos jóvenes nació la irresistible vocación de Arthur Pym por los viajes de aventuras, y aquel instinto que le atraía más especialmente hacia las altas zonas del antártico.

La primera calaverada de Augusto Barnard y de Arthur Pym fue una excursión a bordo de un pequeño sloop, el Ariel, canoa de medio puente que pertenecía a la familia del último. Una tarde, ambos con un tiempo frío del mes de Octubre, embarcáronse furtivamente, izaron el foque y la gran vela, y se lanzaron a alta mar con una fresca brisa del Suroeste.

Sobrevino una violenta tempestad cuando, ayudado por la marea, el Ariel había ya perdido de vista la tierra. Los dos imprudentes estaban ebrios de entusiasmo. Nadie en el timón, ni un rizo en la tela. Así es que al golpe del vendaval, la arboladura de la canoa fue arrastrada. Un poco después apareció un gran navío, que pasó sobre el Ariel, como este hubiera pasado sobre una pluma flotante.

Después de este choque, Arthur Pym da los más precisos detalles referentes al salvamento de su compañero y de él, salvamento efectuado en condiciones muy difíciles. En fin, gracias al segundo del Pingouin, de New London, que llegó al sitio de la catástrofe, los dos camaradas fueron recogidos medio muertos y conducidos a Nantucket.

No dudo que esta aventura tenga caracteres de veracidad, y hasta que sea verdadera. Era una hábil preparación para los siguientes capítulos.

Igualmente en estos, y hasta el día en que Arthur Pym franqueó el círculo polar, la narración puede tenerse por verídica. Efectúanse una sucesión de hechos admisibles por lo verosímiles. Pero más allá del círculo polar ya es otra cosa…, y si el autor no ha hecho una obra de pura imaginación…, me declaro… Continuemos.

La primera aventura no enfrió el ardor de los dos jóvenes; Arthur Pym se entusiasmaba más y más con las historias de mar que Augusto Barnard le contaba, por más que después haya sospechado que estaban «llenas de fantasía».

Ocho meses después del suceso del Ariel —Junio de 1827—, el brick Grampus fue equipado por la casa Lloyd y Vredenburg para la pesca de la ballena en los mares del Sur.

El mando del brick, un verdadero cascajo mal reparado, se dio al señor Bamard, padre de Augusto.

Su hijo, que debía acompañarle en aquel viaje, animó a su amigo para que fuese con ellos. Cosa más del gusto de Arthur Pym no podía haberla; pero su familia, su madre sobre todo, nunca se hubiera decidido a dejarle partir.

No era esto lo bastante para contener a un mozo emprendedor, poco cuidadoso de someterse a la voluntad paternal. Las instancias de Augusto le abrasaban el cerebro, y resolvió embarcarse secretamente en el Grampus, pues el señor Bamard no le hubiera autorizado para desafiar la prohibición de su familia. Fingió que su amigo lo había invitado a pasar algunos días en su casa de New–Bedfort, despidióse de sus padres y se puso en camino. Cuarenta y ocho horas antes de la partida del brick se deslizó a bordo y ocupó un escondite preparado por Augusto, sin que ni la tripulación ni el señor Barnard supiesen nada.

El camarote de Augusto comunicaba por una trampa con la cala del Grampus, llena de barriles, toneles y los mil diversos objetos que forman un cargamento. Por esta trampa Arthur Pym había llegado a su escondite, una sencilla caja, una de cuyas paredes se corría lateralmente. Esta caja contenía colchones, mantas, una cántara con agua, y víveres, galleta, conservas, carnero asado, algunas botellas de cordiales y licores…, tinta también.

Arthur Pym, provisto de una linterna, bujías y fósforos, permaneció tres días y tres noches en su escondrijo. Augusto Bamard no pudo ir a visitarle hasta el momento en que el Grampus iba a aparejar.

Una hora después Arthur Pym comenzó a sentir el balanceo del brick. Muy molesto en el fondo de la caja, salió de ella, y guiándose en la obscuridad por una cuerda tendida en la sala hasta la trampa del camarote de su amigo, consiguió orientarse en medio de aquel caos. Después volvió a su caja, comió y se quedó dormido.

Transcurrieron varios días sin que Augusto Barnard volviese. O no había podido bajar a la cala, o no se había atrevido a ello por temor a revelar la presencia de Arthur Pym, e imaginando que aun no era oportuno momento para poner en autos a su padre.

Entretanto, en aquella atmósfera cálida y viciada, Arthur Pym comenzaba a sufrir. Intensas pesadillas turbaban su cerebro. Deliraba. En vano buscaba, al través del amontonamiento de la cala, algún sido donde respirar más a gusto. En una de estas pesadillas creyó verse entra las garras de un león de los Trópicos, y en el paroxismo del espanto iba a hacerse traición con sus gritos, cuando perdió el conocimiento.

La verdad es que no soñaba. No senda Arthur Pym sobre su pecho un león, pero sí un perro. Tigre, su terranova, que había sido introducido a bordo por Augusto Barnard, sin ser visto por nadie, circunstancia bastante inverosímil —hay que convenir en ello. En aquel momento el fiel animal, que había podido reunirse a su amo, le lame el rostro y las manos con todas las señales de una extravagante alegría. El prisionero tenía, pues, un compañero. Desgraciadamente, mientras le duró el síncope, el compañero se había bebido toda el agua del cántaro, y cuando Pym quiso aplacar la sed que le consumía, no restaba una gota. Su linterna se había apagado, pues el desmayo duró varios días; no encontró ni los fósforos ni las bujías, y resolvió ponerse en contacto con Augusto Barnard. Salió de su escondrijo, y, guiado por la cuerda, llegó hasta la trampa, por más que su debilidad fuera extraordinaria, efecto de la sofocación o inanición. Pero en el curso de su trayecto, una de las cajas de la sala, desequilibrada por el balanceo, cayó, cerrándole el paso. ¡Qué de esfuerzos empleó en franquear aquel obstáculo y qué inútilmente, puesto que al llegar a la trampa colocada bajo el camarote de Augusto Barnard, no le fue posible levantarla! Al introducir su cuchillo por una de las junturas, sintió que una pesada masa de hierro gravitaba sobre la trampa, como si se hubiera pretendido condenar a esta. Vióse, pues, forzado a renunciar a su intento, y arrastrándose trabajosamente, volvió a su caja, donde cayó desvanecido, mientras Tigre le colmaba de caricias.

El amo y el perro morían de sed, y cuando Arthur Pym extendía su mano, encontraba a Tigre echado sobre el lomo, con las patas al aire y una ligera erección del pelo. Tactándole así, encontró un bramante arrollado al cuerpo del animal, y sujeto a este bramante una tira de papel que correspondía al lado derecho del perro.

Arthur Pym sentíase en el último grado de la debilidad. Su vida intelectual estaba casi extinguida. No obstante, tras varias infructuosas tentativas para procurarse luz, consiguió frotar el papel con un fósforo, y entonces —no se puede imaginar cuan detalladamente refiere este punto Edgard Poe— aparecieron estas terribles palabras, las nueve últimas de una frase que una luz débil esclareció durante un instante: Sangre. Sigue escondido. Te va en ello la vida.

Imagínese la situación de Arthur Pym, en el fondo de la cala, entre las paredes de la caja, sin luz, sin agua, no teniendo más que ardientes licores para apagar su sed. Y sobre esto, aquella recomendación que permaneciera oculto, precedida de la palabra «sangre», esa palabra suprema, ese rey de las palabras, tan llena de misterio, de sufrimiento, de horror. ¿Había, pues, habido lucha a bordo del Grampus? ¿El brick había sido atacado por los piratas? ¿Se trataba de una rebelión de los tripulantes? ¿Desde cuándo databa aquel estado de cosas?

Se creerá que en lo espantoso de aquella situación el prodigioso poeta ha agotado todos los recursos de sus facultades imaginativas. Nada de esto. Su desbordante genio le ha arrastrado más lejos aun.

Efectivamente: Arthur Pym, extendido sobre su colchón, presa de una especie de letargo, oye un silbido singular, un soplo continuo. Es el Tigre que palpita; el Tigre, cuyos ojos brillan en la sombra; el Tigre, cuyos dientes castañetea; el Tigre, que está rabioso.

En el colmo del espanto, Arthur Pym recobra bastante fuerza para escapar a los mordiscos del animal, que se ha precipitado sobre él. Después de envolverse en una manta que desgarran los blancos dientes del perro, se lanza fuera de la caja, cuya puerta se cierra sobre el Tigre, que se agita entre las paredes.

Arthur Pym consigue arrastrarse al través de la cala; pero pierde la cabeza y cae contra un baúl, mientras el cuchillo se le escapa de la mano.

En el momento en que iba tal vez a exhalar el último suspiro, oyó pronunciar su nombre. Una botella de agua que acercan a su boca se vacía en sus labios. Vuelve a la vida después de haber bebido de un trago la exquisita bebida con voluptuosidad.

Algunos instantes después, en un rincón de la cala, a la claridad de una linterna sorda. Augusto Barnard refería a su camarada lo sucedido a bordo desde la partida del brick.

Repito que hasta aquí la historia es completamente admisible; pero aun no hemos llegado a los sucesos que, a puro de extraordinarios, tocan en lo inverosímil.

La tripulación del Grampus se componía de treinta y seis hombres, incluidos los Barnard, padre e hijo. Desde que el brick se hizo a la mar, el 20 de Junio, Augusto Barnard intentó varias veces reunirse con su compañero Pym en el escondrijo de este, pero fue en vano. A los tres o cuatro días estalló una sublevación a bordo. Fue dirigida por el cocinero, un negro como nuestro Endicott de la Halbrane, el que —me apresuro a decirlo— no es hombre capaz de sublevarse nunca.

En la novela se narran numerosos incidentes; matanzas, que costaron la vida a la mayor parte de los marineros que siguieron siendo fieles al capitán Barnard, después, abandono en las Bermudas del dicho capitán y de cuatro hombres de los que no se debía tener ya noticia alguna. No se hubiera librado de la misma suerte Augusto Barnard sin la protección del maestro cordelero del Grampus. Era este un tal Dirk Peters, de la tribu de los Upsarocas, hijo de una india de las Montañas Negras, el mismo del que ya he hablado y al que el capitán Len Guy había tenido la pretensión de ver en Illinois.

El Grampus tomó su ruta al Suroeste al mando del segundo, que tenía la intención de dedicarse a la piratería recorriendo los mares del Sur.

Después de tales sucesos. Augusto Barnard hubiera deseado reunirse a Arthur Pym; pero se le había encerrado en el camarote de la tripulación, con grillos en pies y manos, y el cocinero le aseguraba que de allí no saldría hasta «que el brick no fuera un brick». No obstante, algunos días después Augusto Barnard consiguió librarse de sus esposas, cortar el delgado tabique que le separaba de la cala, y, seguido del Tigre, procuró llegar al escondrijo de su camarada. No lo consiguió; pero, por fortuna, el perro había olido a Arthur Pym, lo que dio a Augusto la idea de atar al cuello del Tigre un papel que contenía estas palabras: Te escribo con sangre. Sigue escondido. Te va en ello la vida.

Se sabe que Arthur Pym recibió el billete. Cuando muriendo de hambre y de sed se arrastró por la cala, el ruido que el cuchillo hizo al caer de su mano atrajo la atención de su camarada, el que pudo al fin llegar hasta donde el otro se encontraba.

Después de referir estos sucesos a Arthur Pym, añadió Augusto que los rebeldes estaban divididos. Querían los unos conducir al Grampus hacia las islas del cabo Verde; los otros, y entre ellos estaba Dirk Peters, estaban decididos a dirigirse hacia las islas del Pacífico.

En cuanto al Tigre, que su amo creía rabioso, no lo estaba. La devoradora sed lo había puesto en aquel estado de sobreexcitación, y tal vez hubiera sido atacado de hidrofobia si Augusto Barnard no le hubiera llevado al castillo de proa.

Sigue después una importante digresión sobre el arrumaje de las mercancías en los navíos de comercio, arrumaje del que depende en gran parte la seguridad a bordo. Esta operación, no se había practicado de manera conveniente en el Grampus por lo que el material cambiaba de sitio a cada oscilación, y Arthur Pym no podía permanecer en la cala sin peligro. Afortunadamente, con la ayuda de Augusto Barnard logró ganar un rincón del entrepuente, cerca del puesto de la tripulación.

Entretanto Dirk Peters no cesaba de demostrar gran amistad al hijo del capitán Barnard, por lo que este último se preguntaba si no podría contar con él para intentar volver a tomar posesión del barco.

Trece días habían transcurrido desde la partida de Nantucket, cuando el 4 de Julio estalló entre los sublevados violentísima discusión a propósito de un pequeño brick señalado a lo largo, al que los unos querían perseguir y los otros dejar que escapase. La disputa produjo como consecuencia la muerte de un marinero que perteneció a la banda del cocinero, a la que se había unido Dirk Peters, partido opuesto al del segundo.

No había más que trece hombres a bordo, contando a Arthur Pym.

En tales circunstancias, espantosa tempestad azotó aquellos parajes.

El Grampus, horriblemente sacudido, hacia agua por sus junturas. Era menester que la bomba maniobrase de continuo, y hasta aplicar una vela en la proa del casco para evitar que este se inundara y se hundiera.

La tempestad terminó el 9 de Julio, y habiendo manifestado aquel día Dirk Peter a la intención de desembarazarse del segundo. Augusto Barnard le aseguró su concurso, sin revelarle, no obstante, la presencia de Arthur Pym a bordo.

Al siguiente día, uno de los marineros fieles al cocinero, el llamado Roger, murió entre horribles convulsiones, y nadie dudó que el segundo le había envenenado. El cocinero no contaba ahora más que con cuatro hombres. El segundo con cinco. No había tiempo que perder. Así se lo manifestó Dirk Peters a Augusto Barnard, y este entonces lo puso al corriente de lo que concernía a Arthur Pym.

Pero mientras ambos hablaban de los medios más propios para tomar posesión del navío, un irresistible huracán le acostó sobre uno de sus flancos. No se levantó el Grampus sin haber embarcado una cantidad enorme de agua: después de haber aguantado otras borrascas, se puso a la capa bajo la mesana a rizos bajos.

La ocasión pareció favorable para comenzar la lucha, por más que los rebeldes hubieran hecho la paz. Y sin embargo, en el puesto no había más que tres hombres, Dirk Peters, Augusto Barnard y Arthur Pym mientras que el camarote encerraba nueve. Únicamente el maestro cordelero poseía dos pistolas y un cuchillo marino. De aquí la necesidad de proceder con prudencia.

Arthur Pym, cuya presencia a bordo no podían sospechar los rebeldes tuvo entonces la idea de una superchería que tenía probabilidad de buen éxito. Como el cadáver del marino envenenado estaba aun en el puente, Arthur se dijo que él vistiéndose con el traje del muerto apareciera él en medio de aquellos marineros supersticiosos, tal vez el espanto les pondría a merced de Dirk Peters.

La noche era obscura. Dirk Peters se dirigió a popa. Dotado de prodigiosa fuerza, lanzóse sobre el timonel, y de un solo impulso lo arrojó por encima de la banda.

Augusto Barnard y Arthur Pym, se reunieron con él en seguida, armados ambos con una palanca de bomba. Dejando a Dirk Peters en el puesto del timonel, Arthur Pym, disfrazado de modo para semejar el muerto, y su camarada, fueron a colocarse junto a la chupeta del camarote, donde el segundo, el cocinero y los demás estaban, unos durmiendo, otros bebiendo o hablando, con las pistolas y los fúsiles al alcance de sus manos.

La tempestad rugía y era imposible permanecer de pie sobre el puente.

En este momento el segundo dio orden para que se fuera en busca de Augusto Barnard y Dirk Peters; orden que fue transmitida al timonel, que no era otro que Dirk Peters. Este y el hijo de Barnard bajaron al camarote, y Arthur Pym no tardó en aparecer.

El efecto de la aparición fue prodigioso. Espantado a la vista del marinero resucitado, el segundo se levantó, agitó las manos y cayó muerto. Dirk Peters se precipitó entonces sobre los otros, ayudado por Augusto Barnard, Arthur Pym y el perro Tigre. En algunos momentos todos fueron estrangulados, excepción del marinero Richard Parker, al que se hizo gracia de la vida.

Y ahora, en lo más recio de la tormenta, no quedaban más que cuatro hombres para dirigir el brick, que fatigaba horriblemente con sus siete pies de agua en la cala. Fue preciso cortar el palo mayor, y al llegar la mañana echar abajo el de mesana. ¡Espantoso día, y noche aun más espantosa! Si Dirk Peters y sus compañeros no se hubieran sujetado sólidamente a los restos del cabestrante, hubieran sido arrastrados por un golpe de mar que hundió las escotillas del Grampus.

Sigue después, en la novela, la minuciosa serie de incidentes que debía engendrar tal situación, desde el 14 de Julio al 9 de Agosto; la pesca de víveres en la cala llena de agua; llegada de un brick misterioso que, cargado de cadáveres, emponzoña la atmósfera, y pasa como un viento de muerte; torturas del hambre y de la sed; imposibilidad de llegar al compartimiento que guarda las provisiones; operación de echar a suertes para que esta decida que Richard Parker sea sacrificado para salvar la vida de los otros tres; muerte de este infeliz, golpeado por Dirk y devorado después… Al fin, algunos alimentos, un jamón, un frasco de aceitunas, son sacados de la cala. Con el movimiento del cargamento, el Grampus toma una inclinación cada vez, más pronunciada. Efecto del espantoso calor en aquellos parajes, la tortura de la sed llega al último grado que un hombre puede sufrir. Augusto Barnard muere el 1° de Agosto. El brick naufraga en la noche del 3 al 4. Arthur Pym y Dirk Peters, refugiados en la caena, vuelta, se ven reducidos a alimentarte de cyrrhopodes, de los que el casco está cubierto, en medio de bandadas de tiburones que les espían… Finalmente, llega la goleta Jane de Liverpool, capitán William Guy, cuando los náufragos no habían derivado menos de 25° de Norte a Sur.

Evidentemente, no repugna a la razón admitir la realidad de estos hechos, por más que la tirantez de las situaciones se lleve hasta los últimos límites, lo que no es de extrañar tratándose de la prestigiosa pluma del poeta americano. Pero, a partir de este momento, se va a ver si la menor verosimilitud es observada en la sucesión de los incidentes que siguen. Arthur Pym y Dirk Peters, recogidos a bordo de la goleta inglesa, fueron bien tratados. Quince días después, recobrados de sus angustias, no se acordaban de ellas: ¡tan proporcionado a la energía del contraste es el poder del olvido! Con alternativas de bueno y mal tiempo la Jane llegó el 13 de Octubre a la isla del Príncipe Eduardo, después a las islas Crocet, por camino opuesto al de la Halbrane, y, por último, a las islas Kerguelen, que once días antes había yo abandonado.

Empleáronse tres semanas en la caza de bueyes marinos, de los que la goleta hizo buen acopio. Durante está escala, el capitán de la Jane depositó la célebre botella en la que su homónimo de la Halbrane pretendía haber encontrado una carta donde William Guy anunciaba su intención de visitar los mares australes.

El 12 de Noviembre la goleta abandonó a las Kerguelen y subió al Oeste hacia Tristán de Acunha, como nosotros lo hacíamos ahora.

Llegó a la isla quince días después y permaneció en ella una semana, y el 5 de Diciembre pardo para reconocer las Auroras por 53° 15' de latitud Sur y 49° 38' de longitud Oeste, islas imposibles de encontrar.

El 12 de Diciembre la Jane se dirigió al polo antártico. El 26 son vistos los primeros ice–bergs, más allá del grado 73, y se reconoce el banco de hielo. Del 10 de Enero de 1828 al 14 del mismo, evoluciones difíciles, paso del círculo polar en medio de los hielos y navegación por la superficie de una mar libre; la famosa mar libre descubierta por 81° 21' de latitud Sur y 42° de longitud Oeste; siendo la temperatura de 47° Fahrenheit (8° 33 c. sobre 0) y la del agua 34° (l° ll c. sobre 0).

Se convendrá en que Edgard Poe está aquí en plena fantasía. Nunca navegante alguno había llegado a tales latitudes, ni aun el capitán James Weddell, de la marina británica, que no pasó del 74 paralelo en 1822.

Pero si esto es inadmisible, ¡cuánto mas los incidentes que siguen! Incidentes que Arthur Pym, o sea Edgard Poe, refiere con inocente inconsciencia.

¡Verdaderamente él no dudaba de elevarse hasta el polo!

En primer lugar, no se ve un solo ice–bergs sobre aquel mar fantástico. Innumerables bandadas de pájaros vuelan por la superficie, entre ellos un pelícano, que es muerto de un tiro. Sobre un bloque de hielo (¿los había, pues, aun?), venía un oso de la especie ártica y de dimensiones ultragigantescas. Al fin la tierra es señalada a estribor. Se trata de una isla de una legua de circunferencia, a la que se da el nombre de isla Bennet en honor al socio del capitán en la propiedad de la Jane.

Este islote está situado en los 82° 50' de latitud Sur y 43° 20' de longitud Oeste, según dice Arthur Pym en su diario; pero desafío a los hidrógrafos a formar un mapa de los pasajes antárticos sobre tan fantásticos datos.

Naturalmente, a medida que la goleta ganaba el Sur, la variación de la brújula disminuía, mientras que la temperatura del aire y del agua se dulcificaba, con un cielo siempre claro y una brisa constante de algunos puntos del Norte.

Por desgracia el escorbuto se había declarado en la tripulación, y tal vez sin la insistencia de Arthur Pym, el capitán William Guy hubiera puesto el cabo hacia el Norte.

Claro es que en aquella latitud y en el mes de Enero se gozaba de un día perpetuo, y, en suma, la Jane hizo bien en continuar su aventurera campaña, puesto que el 18 de Enero se vio tierra a los 83° 21' de latitud y 43° 51' de longitud.

Era una isla perteneciente a un grupo numeroso esparcido por Oeste.

Aproximóse la goleta y ancló a seis brazas. Preparáronse los botes; Arthur Pym y Dirk Peters descendieron a uno de ellos, que no se detuvo hasta encontrarse con cuatro canoas llenas de hombres armados. ¡Hombres nuevos!, dice el libro.

Nuevos eran, en efecto, aquellos indígenas, de un negro de azabache, vestidos con la piel de un animal negro y desconocedores del color blanco. Preciso era suponer entonces que durante el invierno, cuando caía la nieve, si allí nevaba, cuando se formaban los hielos, si allí se formaban, la nieve y el hielo eran negros como el ébano… ¡Todo esto pura imaginación!

Aquellos insulares, sin manifestar disposiciones hostiles, no cesaban de gritar estas dos palabras: anamoo–moo y lama–lama. Cuando sus canoas acostaron, el jefe Too Vit obtuvo permiso para subir a bordo de la Jane con unos veinte de sus compañeros. Manifestaron infinito asombro, pues tomaron la goleta por una criatura viva, y la acariciaban. Dirigida por ellos, entre los arrecifes, al través de una bahía cuyo fondo era de arena negra, arrojóse el ancla a una milla de la playa, y el capitán William Guy, dejando a algunos en rehenes a bordo, desembarcó.

¡Qué isla, a creer a Arthur Pym; qué isla la de Tsalal! ¡Sus árboles no se parecían a ninguna de las especies conocidas! ¡Las rocas presentaban en su composición una estratificación ignorada por los mineralogistas modernos! ¡Por los ríos corría una sustancia líquida sin apariencia de limpidez, estriada de distintas venas, las que no se reunían por cohesión inmediata cuando se las separaba con la hoja de un cuchillo!

Fue preciso andar tres millas para llegar a Klock–Klock, principal aldea de la isla. Allí nada más que miserables chozas formadas con pieles negras, animales domésticos semejantes al cerdo, una especie de carnero de vellón negro, volátiles de veinte especies, albatros, ánades y galápagos en gran número.

Al llegar a Klock–Klock, el capitán William y sus compañeros encontraron una población que Arthur Pym calcula en diez mil almas; hombres, mujeres y niños, si no para inspirar terror, al menos para mantenerse a distancia de ellos: tan fogosos y demostrativos estaban. Al fin, después de descansar en la casa de Too Wit, volvieron a la ribera, donde el escombro de mar —se molusco tan solicitado por los chinos—, más abundante que en ninguna otra porción de los mares australes, debía suministrar enormes cargamentos.

A este propósito se procuró hacerse entender por Too–Witt. El capitán William Guy le pidió autorización para construir cobertizos, donde algunos de los hombres de la Jane prepararían el escombro de mar, —mientras la goleta continuaría su camino hacia el polo. Too–Wit aceptó gustoso está proposición, y terminóse un ajuste, según el cual los indígenas prestarían su concurso para la recolección del precioso molusco.

En un mes se terminó la faena. Designóse a tres hombres para que permaneciesen en Tsalal. No hubo motivo para concebir la más ligera sospecha respecto a los naturales. Antes de despedirse el capitán William Guy, quiso volver al pueblo de Klock–Klock, después de haber, por prudencia, dejado seis hombres a bordo, cargados los cañones y el ancla a pico, los cuales hombres debían oponerse a toda aproximación de los indígenas.

Too–Witt, escoltado por unos cien hombres vestidos de pieles negras, fue delante de los visitantes. Subieron por una estrecha garganta entre colinas de piedra parecidas al jabón, como Arthur Pym no las había visto en parte alguna. Preciso fue seguir mil sinuosidades a lo largo de taludes de 60 a 80 pies por una anchura de 40.

El capitán William Guy y los suyos, sin gran temor, por más que el sitio fuera a propósito para una emboscada, caminaban apretados unos contra otros.

A la derecha, un poco adelante, iban Arthur Pym, Dirk Peters y un marinero llamado Alien.

Al llegar ante una hendedura que se abría en el flanco de la colina, Arthur Pym tuvo la idea de penetrar en ella con el objeto de coger algunas avellanas que pendían en racimos achaparrados. Hecho esto, iba a volver sobre sus pasos cuándo notó que Dirk Peters y Alien le habían acompañado. Disponíanse a ganar la entrada de la hendedura cuando una violenta y repentina sacudida les arrojó a tierra; al mismo tiempo las masas de la colina se hundieron y les vino el pensamiento de que iban a ser enterrados vivos.

¿Vivos… los tres? No. Alien había sido sepultado tan profundamente entre los escombros que ya no vivía.

Arrastrándose sobre las rodillas, abriéndose camino con el cuchillo y manejando su bowieknife, Arthur Pym y Dirk Peters lograron tocar en cierto terreno esquistoso, algo más resistente, llegando después a una plataforma natural al extremo de una quebrada sólidamente cubierta, sobre la que se veía un pedazo de cielo azul. Desde allí sus miradas pudieron alcanzar todos los alrededores.

Un derrumbamiento acababa de efectuarse. Derrumbamiento artificial, sí, artificial, provocado por los indígenas. El capitán William Guy y sus veintiocho compañeros, aplastados bajo más de un millón de toneladas de tierra y piedra, habían desaparecido.

En el país pululaban insulares llegados de las islas vecinas, sin duda, y atraídos por el deseo de saquear la Jane. Setenta barcos se dirigían entonces hacia la goleta. Los seis hombres que quedaron a bordo les enviaron una primera descarga de metralla y bala mal dirigida; después otra que causó efecto terrible. Sin embargo, la Jane fue invadida, incendiada, muertos sus defensores. Al fin se produjo una formidable explosión al quemarse la pólvora, explosión que destruyó un millar de indígenas y mutiló otros tantos, mientras los demás huían gritando: ¡Tékéli–li! ¡Tékéli–li!

Durante la siguiente semana, Arthur Pym y Dirk Peters, viviendo de avellanas, de carne de avestruz, de codearías, escaparon al furor de los naturales, que no sospechaban su presencia. Encontrábanse en el fondo de una especie de abismo negro, sin salida. Recorriéndole, descendieron al través de una sucesión de concavidades. Edgard Poe da el croquis de él, siguiendo su plan geométrico, el conjunto del que reproducía una palabra de raíz árabe, que significa «ser, blanco», y la palabra egipcia DD UÁPIÑ que significa «región del Sur».

Se ve que el autor americano lleva aquí lo inverosímil hasta los últimos límites. Por lo demás, yo no solamente había leído y releído está novela de Arthur Gordon Pym, sino que también conocía las demás obras de Edgard Poe. Sabía lo que se debe pensar de este genio más sensitivo que intelectual. ¿No ha dicho, con razón, el más original de sus críticos: «En él domina la imaginación como absoluta reina; es una facultad casi divina que percibe todas las íntimas relaciones de las cosas, las correspondencias y analogías»?…

Lo cierto es que jamás ha visto nadie en estos libros otra cosa que obras de imaginación. ¿Cómo, pues, a no estar loco, un hombre como el capitán Len Guy ha podido creer en la realidad de estos hechos?

Continúo:

Arthur Pym y Dirk Petera no podían vivir en medio de aquellos abismos, y tras muchas tentativas, consiguieron arrastrarse por una de las pendientes de la colina. Al momento cinco salvajes se lanzaron sobre ellos; pero, gracias a sus pistolas y al extraordinario vigor de Dirk Peters, cuatro de los insulares fueron muertos. El quinto fue arrastrado por los fugitivos, que ganaron una embarcación amarrada a la ribera y cargada con tres grandes tortugas. Unos veinte insulares que se lanzaron en su persecución, procuraron en vano detenerlos. Fueron rechazados, y la canoa se dio al mar, dirigiéndose hacia el Sur.

Arthur Pym, navegaba entonces más allá del 48 de latitud austral. Comenzaba el mes de Marzo, es decir, que se acercaba el invierno antártico. Cinco o seis islas se mostraban hacia el Oeste, que importaba evitar por prudencia. Arthur opinaba que en la proximidad del polo la temperatura se dulcificaría. En la extremidad de los pagays o remos, de que estaba provista la canoa, fue colocada una vela, formada con las camisas de Dirk Peters y de su compañero, camisas blancas, el color de las cuales llenó de espanto al indígena prisionero, que respondía al nombra de Nu–Nu.

Durante ocho días continuóse aquella extraña navegación, favorecida por una dulce brisa del Norte, con un día permanente, por una mar sin un pedazo de hielo, de lo que nada se había visto desde el paralelo del islote Bennet.

Entonces fue cuando Arthur Pym y Dirk Peters entraron en una región nueva y asombrosa. En el horizonte se levantaba una extensa nube de vapor gris y ligero, empenachado de luminosas líneas, semejantes a las que las auroras boreales proyectan. Una corriente de gran fuerza ayudaba a la brisa. La embarcación se deslizaba por una superficie líquida, excesivamente templada y de apariencia lechosa, que parecía agitarse en el fondo. Cayó una ceniza blancuzca, lo que redobló el espanto de Nu–Nu, cuyos labios se levantaron, dejando al descubierto su dentadura negra.

El 9 de Marzo aumentaron esta lluvia la temperatura del agua, que ni la mano podía soportar. La inmensa cortina de vapor extendida por todo el horizonte meridional, semejaba cataratas sin límites que descendían en silencio de lo alto de algún inmenso murallón, perdido en las alturas del cielo.

Doce días después, las tinieblas invaden aquellos parajes. Tinieblas cortadas por los efluvios luminosos que escapan de las profundidades del Océano Antártico.

La embarcación se aproximaba a la catarata con impetuosa velocidad, sin que en la relación de Arthur se explique la causa de ello.

A veces la sábana se hundía, dejando ver atrás un caos de imágenes flotantes e indistintas, sacudidas por poderosas corrientes de aire.

En medio de las espantosas tinieblas pasaban bandadas de gigantescos pájaros, de lívida blancura, arrojando su eterno Tékéli–li, y al fin el salvaje, en el colmo del espanto, lanzó su último suspiro.

Y repentinamente, presa de una velocidad loca, la canoa se precipita en la catarata, en la que se abre una concavidad como para tragarla. Pero he aquí que se levanta una figura cubierta con un velo, de mayores proporciones que las de ningún habitante de la tierra. El color de la piel del hombre era la blancura perfecta de la nieve.

Tal es la novela creada por el genio ultrahumano del más grande poeta del Nuevo Mundo. Así es como termina, aunque más propio es decir que no termina. En mi opinión, en la imposibilidad de imaginar desenlace adecuado a tan extraordinarias aventuras, se comprende que Edgard Poe haya interrumpido su narración por la muerte «repentina y deplorable de su héroe», dejando esperar que, si se encuentran alguna vez los dos o tres capítulos que faltan, serán publicados.