IV
DE LAS ISLAS KERGUELEN A LA ISLA DEL PRÍNCIPE EDUARDO

¡Nunca quizá travesía alguna ha tenido un comienzo más feliz! Y por una suerte inesperada, en vez de que la incomprensible negativa del capitán Len Guy me hubiera dejado por algunas semanas en Christmas–Harbour, una agradable brisa me arrastraba lejos, sobre una mar apenas agitada, con velocidad de nueve millas por hora.

El interior de la Halbrane respondía al exterior. Buen aspecto, la limpieza minuciosa de una queche holandesa, lo mismo en el rouf que en el puesto de la tripulación.

A babor se encontraba el camarote del capitán Len Guy, el que, por una vidriera que se bajaba, podía vigilar el puente, y, en caso necesario, transmitir sus órdenes a los hombres del cuarto, colocados entre el palo mayor y el de mesana. A estribor, disposición idéntica para el camarote del lugarteniente. Ambos tenían una cama estrecha, un armario de mediana capacidad, un sillón de paja, una mesa enclavada en el suelo, una lámpara, diversos instrumentos náuticos, barómetro, termómetro, reloj marino, sextante encerrado en una caja de madera, y que no salía sino en el momento en que el capitán se disponía a tomar la altura.

Otros dos camarotes estaban en la popa, cuya parte media servía de comedor, con mesa en el centro, entre bancos de madera con respaldos movibles.

Uno de estos camarotes había sido preparado para mí. Recibía luz por dos vidrieras que se abrían, la una sobre la parte lateral y la otra sobre popa. En este sitio el timonel estaba en pie ante la rueda, por encima de la cual pasaba el guía de la cangreja, el que se prolongaba varios pies.

Mi gabinete medía ocho pies por cinco. Acostumbrado a las exigencias de la navegación, no me hacía falta más como espacio, ni como mobiliario: una mesa, un armario, un sillón de caña, un aguamanil con pie de hierro y un catre, cuyo delgado colchón hubiera, sin duda, provocado algunas quejas en un pasajero menos acomodaticio. Por otra parte, no se trataba más que de una travesía relativamente corta, puesto que la Halbrane me desembarcaría en Tristán de Acunha. Entré, pues, en posesión del camarote mencionado, que no debía ocupar más que durante cuatro o cinco semanas.

Sobre la proa del palo de mesana, bastante reducido del centro, lo que alargaba el galón del trinquete, estaba amarrada la cocina por medio de sólidos cabos. Más allá se alzaba la chupeta, con gruesa tela encerada, que por una escala daba acceso al puesto y al entrepuente. En el mal tiempo cerrábase herméticamente la chupeta, y el puesto quedaba al abrigo de los envites del mar.

Los ocho hombres de que la tripulación se componía llamábanse así; Martín Holt, maestro velero; Hardie, maestro calafate; Rogers, Drap, Francis, Gratián, Burry, Stem, marineros de veinticinco a treinta y cinco años, todos ingleses, de las costas de la Mancha y del canal San Jorge, muy diestros en su oficio y notablemente disciplinados bajo una mano de hierro.

Desde el principio pude notarlo: el hombre de excepcional energía, al que obedecían por una palabra, por un gesto, no era el capitán de la Halbrane, sino el oficial segundo, el lugarteniente Jem West, en aquella época de unos treinta y dos años.

Jamás he encontrado, en el curso de mis viajes al través de todos los Océanos, carácter parecido. Jem West había nacido en la mar, y desde su infancia había vivido a bordo de una gabarra, de la que era patrón su padre y sobre la que vivía toda la familia. Nunca, en ninguna época de su existencia, había respirado más aire que el salino de la Mancha, del Atlántico o del Pacífico. Durante las escalas, él no desembarcaba más que para las necesidades de su servicio, fuese este del Estado o del comercio. Si se trataba de abandonar un navío por otro, llevaba a este su equipaje y ya no se movía. Marino por el alma, este oficio era toda su vida. Cuando no navegaba en lo real, lo hacía con la imaginación. Después de haber sido mozo, grumete, marinero, llegó a ser contramaestre segundo, después primero… y, al fin, lugarteniente de la Halbrane, y desde diez años antes desempeñaba las funciones de segundo a las órdenes del capitán Len Guy.

Jem West no tenía la ambición de llegar más alto: no buscaba hacer fortuna; no se ocupaba ni de comprar ni de vender un cargamento. De arrumarle sí, porque el arrumaje es de primera consideración para que un barco marche bien. Respecto a los detalles de la navegación, de la ciencia marítima, la instalación del aparejo, la utilización de la energía velera, la maniobra en todas sus partes, los anclajes, la lucha contra los elementos, las observaciones de longitud y latitud, todo, en suma, lo que concierne a ese admirable aparato que se llama el barco de vela, Jem West lo entendía como ninguno.

He aquí ahora al lugarteniente en la parte física: estatura regular, más bien delgado, todo nervios y músculos, miembros vigorosos, de una agilidad de gimnasta, mirada de marino de sorprendente penetración, el rostro curtido, los cabellos recios y cortos, las mejillas y la barbilla imberbes, las facciones regulares, la fisonomía denotando energía, audacia, y la fuerza física en su máxima tensión.

Jem West hablaba poco, solamente cuando se le preguntaba. Daba sus órdenes con voz clara, en palabras precisas, que no repetía, mandando de forma de ser obedecido en el acto…, y se le comprendía.

Llamo la atención sobre este tipo de oficial de la marina mercante, devoto en cuerpo y alma del capitán Len Guy y de la goleta Halbrane. Parecía ser uno de los órganos esenciales de su navío; que este conjunto de madera, hierro, tela y cobre recibiese de él su vital potencia; que existiese identificación completa entre el uno creado por el hombre y el otro, creado por Dios. Y si la Halbrane tenía corazón, palpitaba este en el pecho de Jem West.

Completaré mi reseña sobre el personal citando al cocinero de a bordo, un negro, de la costa de África, llamado Endicott, de unos treinta años de edad, y que desde hacía diez desempeñaba sus funciones a las órdenes del capitán Len Guy. El contramaestre y él se entendían a maravilla, y hablaban con gran frecuencia como buenos camaradas. Preciso es decir que Hurliguerly pretendía poseer maravillosas recetas culinarias, que Endicott ensayaba a veces, sin atraer jamás la atención de los indiferentes del comedor.

La Halbrane había partido en excelentes condiciones. Hacía un frío intenso, pues bajo el paralelo cuarenta y ocho Sur, en el mes de Agosto todavía reina el invierno en esta parte del Pacífico. Pero la mar era buena, franca la brisa a Estesudeste. Si el tiempo continuaba así —lo que era de suponer y de desear— no cambiaríamos ni una vez nuestras amuras, y solamente bastaría con arriar blandamente las escotas para ir a Tristán de Acunha.

La vida a bordo era muy regular, muy sencilla, y —lo que es aceptable en la mar— de una monotonía no desprovista de encantos. La navegación es el reposo en el movimiento, el balanceo en el sueño, y yo no me quejaba de mi aislamiento. Tal vez había un punto en el que mi curiosidad quería ser satisfecha: la razón de que el capitán Len Guy hubiese vuelto sobre su primera negativa. Tiempo perdido fuera interrogar al lugarteniente sobre un asunto que para nada se relacionaba con su servicio, pues ya he dicho que, fuera de sus funciones, no se ocupaba de nada. Además, ¿qué hubiera yo podido sacar de las monosilábicas respuestas de Jem West? Durante las dos comidas, la de la mañana y la de la tarde, entre nosotros no se cambiaban diez palabras.

Debo, sin embargo, confesar, que a menudo sorprendía la mirada del capitán Len Guy obstinadamente fija en mí, como si tuviera deseos de interrogarme. Parecía que tenía algo que saber de mí, mientras que, por el contrario, era yo, el que tenía que saber algo de él. Lo cierto es que uno y otro permanecíamos en silencio.

Aparte de esto, de estar yo deseoso de conversación, hubiérame bastado dirigirme al contramaestre, siempre dispuesto a ello. Pero ¿qué podía decirme que me interesara? Añadiré que nunca dejaba de darme los buenos días y las buenas noches…, y después… ¿Estaba yo contento de la vida a bordo? ¿Hallaba buena la cocina? ¿Quería que él recomendase ciertos platos a Endicott?…

—Se lo agradezco a usted mucho, Hurliguerly —le respondí un día—. Lo de costumbre me basta… Es muy aceptable y yo no era mejor tratado en casa de su amigo el posadero del Cormorán Verde.

—¡Ah!… ¡Ese diablo de Atkins! ¡Un buen hombre en el fondo!

—Tal es mi opinión.

—¿Se concibe, señor Jeorling, que él, un americano, haya consentido en enterrarse en las Kerguelen con su familia?

—¿Y por qué no?

—¿Y que se encuentre dichoso?

—Eso no me extraña, contramaestre.

—Pues yo aseguro que si Atkins me propusiera cambiar su vida por la mía, él saldría perdiendo, pues yo me lisonjeo de pasarla muy agradablemente.

—¡Sea enhorabuena, Hurliguerly!

—¡Eh! Ya sabe usted que estar a bordo de un navío como la Halbrane es una suerte que no se halla dos veces en la vida… Nuestro capitán no habla mucho, es cierto; nuestro lugarteniente usa aun menos de la lengua.

—Ya lo he notado.

—No importa, señor Jeorling; son dos bravos marinos, se lo aseguro a usted. Tendrán un verdadero disgusto cuando usted desembarque en Tristán…

—Me produce un gran placer oírle a usted hablar así, contramaestre.

—Y advierta usted que tal cosa no tardará con está brisa Sudeste y una mar que sólo se levanta cuando los cachalotes y ballenas la sacuden… Ya lo verá usted, señor Jeorling. No emplearemos más de diez días en recorrer las mil trescientas millas que separan a las Kerguelen de las islas del Príncipe Eduardo, ni quince en las dos mil trescientas que separan estas últimas de Tristán de Acunha.

—No hay que tener seguridad, contramaestre. Es preciso que el tiempo persista, y quien quiera mentir no tiene más que predecir el tiempo. Es un dicho marino que conviene conocer.

Fuera lo que fuera, el buen tiempo persistió. Así es que en la tarde del 18 de Agosto, el vigía señaló a estribor las montañas del grupo Crozet, por 42° 59' de latitud Sur, y 47° de longitud Este, cuya altura está comprendida entre 600 y 700 toesas sobre el nivel del mar.

Al día siguiente dejamos a babor las islas Posesión y Schveine, frecuentadas solamente durante la estación de la pesca, y que en aquella época tenían por únicos habitantes pájaros, bandadas de pingüinos, y de esos chionis cuyo vuelo es semejante al de la paloma.

Al través de las caprichosas ensenadas del monte Crozet se mostraban espesas y rugosas sábanas de hielo, y durante algunas horas aun pude ver sus contomos. Después todo quedó reducido a una última blancura, trazada en la línea del horizonte, sobre la que se redondeaban las nevadas cumbres del grupo.

La proximidad de tierra es un incidente marítimo que siempre tiene interés. Acometióme la idea de que el capitán Len Guy hubiera tenido allí la ocasión de romper el silencio con su pasajero. No lo hizo.

De realizarse los pronósticos del contramaestre, no transcurrirían tres días sin que los picos de la isla Marión y de la isla del Príncipe Eduardo fuesen vistas en el Noroeste. Por lo demás, en ellas no se haría escala. Hasta Tristán de Acunha la Halbrane no renovaría su provisión de agua.

Yo pensaba que la monotonía de nuestro viaje no sería interrumpida por ningún incidente de mar ni de otra clase.

Pero en la mañana del 30, estando de guardia Jem West, después de la primera observación del ángulo horario, el capitán Len Guy, con gran sorpresa mía, subió al puente, siguió uno de los pasadores y fue a colocarse a popa ante la bitácora, cuyo cuadrante miró más por costumbre que por necesidad.

¿Había yo sido visto por el capitán? Lo ignoro; pero lo cierto es que mi presencia no atrajo su atención.

Por mi parte, yo estaba resuelto a no ocuparme de él más de lo que él se ocupaba de mí, y quedé inmóvil con los codos apoyados en la vagara.

El capitán Len Guy dio algunos pasos, inclinóse por encima del empalletado, y observó la larga estela que dejaba la goleta, semejante a una cinta de blanco encaje estrecho y plano; de tal modo la suave andadura de la goleta se sustraía rápidamente a la resistencia de las aguas.

En tal sitio no se podía ser oído entonces más que de una persona: del timonel Stern, que, con la mano sobre la rueda, mantenía la Halbrane contra las caprichosas embestidas del mar.

El capitán no pareció preocuparse de él, pues se aproximó a mí, y en voz baja me dijo:

—Caballero, desearía hablar con usted.

—Estoy dispuesto a escucharle, capitán.

—Soy poco hablador… y hasta hoy no me he decidido a hacerlo. Además, ¿le hubiera a usted acaso interesado mi conversación?

—Ha hecho usted mal en dudarlo… Su conversación será, sin duda, muy interesante para mí. Creo que él no vio ironía alguna en mi respuesta; por lo menos no lo demostró.

—Le escucho a usted —añadí.

El capitán Len Guy pareció dudar, mostrando la actitud de un hombre que en el momento de decidirse a hablar se pregunta si no sería mejor dejar de hacerlo.

—Señor Jeorling —dijo al cabo—, ¿no ha buscado usted la razón del cambio operado en mí en lo que a su embarque se refiere?

—La he buscado, en efecto; pero no la he encontrado, capitán. Tal vez por ser usted inglés, y no teniendo motivo para complacer a quien no era compatriota de usted…

—Señor Jeorling, precisamente porque usted es americano me he decidido a ofrecerle pasaje en la Halbrane.

—¿Porque soy americano? —respondí bastante sorprendido de tal confesión.

—Y también… porque es usted natural del Connecticut.

—Confieso a usted que aun no comprendo…

—Lo habrá usted comprendido si añado que he pensado que por ser usted del Conecticut, por haber visitado la isla de Nantucket, era posible que usted hubiera conocido a la familia de Arthur Gordon Pym.

—¿El héroe cuyas sorprendentes aventuras ha referido nuestro novelista Edgard Poe?

—El mismo, caballero… Narración que él ha hecho de acuerdo con el manuscrito en que se relataban los detalles del extraordinario y desastroso viaje por el mar antártico.

Yo creí soñar al oír al capitán Len Guy expresarse en tales términos.

¿Cómo? ¿El creía en la existencia de un manuscrito de Arthur Pym? ¿Acaso la novela de Edgard Poe es otra cosa que una ficción, una obra imaginativa del más prodigioso de nuestros escritores de América? ¿Había un hombre de buen sentido que admitía tal fábula como realidad?

Quedé sin responder, preguntándome in petto con quién tenía que habérmelas.

—¿Ha comprendido usted mi pregunta? —insistió el capitán Len Guy.

—Sí… Sin duda… capitán…, sin duda…; pero no sé si…

—Se la voy a repetir a usted en términos más claros, señor Jeorling, pues deseo una respuesta formal.

—Tendré mucho gusto en complacer a usted.

—Le pregunto, pues, si en el Connecticut ha conocido usted personalmente a la familia Pym, que habitaba en la isla Nantucket y estaba unida a uno de los más honrados procuradores del Estado. El padre de Arthur Pym, proveedor de la marina, pasaba por ser uno de los principales negociantes de la isla. Su hijo fue el que se lanzó a las extrañas aventuras cuya relación ha recogido Edgard Poe de sus labios.

—Y hubieran podido ser aun más extrañas, capitán, puesto que tal historia es producto de la poderosa imaginación de nuestro gran poeta. De pura invención.

—¡De pura invención!

Y al pronunciar estas palabras el capitán Len Guy, encogiéndose de hombros, tres veces dio a cada sílaba la nota de una escala ascendente.

—De modo —añadió— ¿que usted, señor Jeorling, no cree?…

—Ni yo ni nadie lo cree, capitán Guy, y es usted el primero al que he oído sostener que no se trata de una novela.

—Escúcheme usted, señor Jeorling —si «esa novela», como usted la llama, no ha aparecido hasta el año último, no deja por eso de ser una realidad. Si han transcurrido once años desde los sucesos que relata, no son por eso menos verdaderos, y se espera siempre la clave de un enigma que tal vez jamás será conocido.

Decididamente el capitán Len Guy estaba loco, y bajo la influencia de una crisis que producía el desequilibrio de sus facultades mentales. Afortunadamente, si había perdido la razón, Jem West podía reemplazarle en el mando de la goleta. Por lo que a mí se refiere, no teniendo otra cosa que hacer sino escucharle, y conociendo la novela de Edgard Poe por haberla leído varias veces, sentía curiosidad de saber qué iba a decir de ella el pobre capitán.

—Y ahora, señor Jeorling —continuó con tono más vivo y un temblor de voz que denotaba cierta excitación nerviosa—, ¿es posible que no haya conocido usted a la familia Pym, que no la haya usted encontrado ni en Hartford ni en Nantucket?

—Ni en ninguna parte —respondí.

—¡Sea; pero guárdese usted de afirmar que está familia no ha existido, que Arthur Gordon no es más que un personaje, ficticio, que su viaje no es más que un viaje imaginario! ¡Sí! ¡Guárdese usted de esto, como de negar los dogmas de nuestra santa religión! ¿Acaso un hombre ni aun siendo vuestro Edgard Poe hubiera sido capaz de imaginar, de inventar, de crear?…

Notando la creciente excitación del capitán, comprendí la necesidad de respetar su monomanía y de aceptar sus dichos sin discusión.

—Por lo pronto —afirmó—, retenga usted bien los hechos que voy a precisar. Son pruebas evidentes, y no hay que disentirlas. Usted sacará de ellas las consecuencias que guste; pero espero que no me hará usted lamentarme de haberle dado pasaje a bordo de la Halbrane.

Estaba bien advertido o hice un gesto de aquiescencia… ¡Hechos… hechos salidos de un cerebro desquiciado! Esto prometía ser curioso.

—Cuando la relación de Edgard Poe apareció en 1838, yo me encontraba en Nueva York —continuó el capitán Len Guy—. Inmediatamente partí para Baltimore, donde vivía la familia del escritor, cuyo abuelo había servido como cuartel maestre general durante la guerra de la Independencia. ¿Supongo que admitirá usted la existencia de la familia de Edgard Poe, aunque niegue usted la de la familia Pym?

Guardé silencio, prefiriendo no interrumpir más las divagaciones de mi interlocutor.

—Me informó —continuó— de algunos detalles relativos a Edgard Poe. Se me mostró su casa. Me presenté en ella. Primera decepción. Había abandonado a América en aquella época, y no pude verle.

Pensé que el lance era de lamentar, pues, dada la maravillosa aptitud que Edgard Poe poseía para el estudio de los distintos géneros de locura, hubiese encontrado un buen tipo en nuestro capitán.

—Desgraciadamente —prosiguió este—, no habiendo conseguido encontrar a Edgard Poe, me era imposible hablar con él. Arthur Gordon Pym. Este, atrevido explorador de las tierras antárticas había muerto; y como el poeta americano declaraba al final de la relación de sus aventuras, esta muerte era ya conocida del público gracias a las comunicaciones de la prensa diaria.

Lo que decía el capitán Len Guy era verdad; pero, de acuerdo con todos los lectores de la novela, yo pensaba que tal declaración no era más que un artificio del novelista. En mi opinión, no pudiendo o no atreviéndose a dar desenlace a tan extraordinaria obra imaginativa, el autor daba a entender que los tres últimos capítulos no le habían sido entregados por Arthur Pym, el cual había terminado su existencia en circunstancias repentinas y deplorables, que el autor no daba a conocer.

—Así, pues —continuó el capitán Len Guy—, ausente Edgard Poe y muerto Arthur Pym, no me quedaba más que un recurso: encontrar al hombre que había sido el compañero de viaje de Arthur Pym, ese Dirk Peters, que le había seguido hasta el último punto de las altas latitudes, de donde ambos habían vuelto… ¿Cómo?… Se ignora. Arthur Pym y Dirk Peters, ¿habían regresado juntos?

La relación no lo explica; allí hay puntos obscuros. Sin embargo, Edgard Poe declaraba que Dirk Peters podía dar algunas noticias relativas a los capítulos no comunicados, y que residía en Illinois. Partí en seguida para Illinois, llegué a Springfield; me informé de aquel hombre, que era un mestizo de origen indio. Habitaba la aldea de Vandalia… Fui allá…

—¿Y no estaba? —no pude menos de responder sonriendo.

—Segunda decepción: no estaba… Desde hacía algunos años aquel Dirk Peters había abandonado Illinois, y hasta los Estados Unidos…, para ir… no se sabía dónde. Pero yo he hablado en Vandalia con gentes que le habían conocido, entre los que había vivido últimamente, a los que había contado sus aventuras, sin haberse jamás explicado sobre el desenlace, el secreto del cual posee él únicamente.

¡Cómo!… ¿Aquel Dirk: Peters había existido? ¿Existía aun? ¡Estuve a punto de dar crédito a las afirmaciones del capitán de la Halbrane! Sí… Un momento más y yo me embarullaba también.

He aquí, pues, la absurda historia que ocupaba el cerebro del capitán Len Guy y el trastorno intelectual a que había llegado. Se figuraba haber hecho aquel viaje a Illinois, haber visto en Vandalia a gente que había conocido a Dirk Peters. No dudaba yo que el tal personaje hubiera desaparecido, pues no existió nunca más que en la imaginación del novelista.

Sin embargo, yo no quería contrariar al capitán Len Guy ni provocar en él una nueva crisis. Así, es que adopté la actitud de creer lo que decía, hasta cuando añadió:

—No ignorará usted, señor Jeorling, que en el libro se habla de una botella, que contenía un pliego lacrado, que el capitán de la goleta en la que Arthur Pym se embarcó había depositado al pie de uno de los picos de las Kerguelen…

—Efectivamente, así se cuenta —respondí.

—Pues bien; en uno de mis últimos viajes he buscado el sitio en que está botella debía estar… y la he encontrado, así como el pliego… y el tal pliego dice que el capitán y Arthur Pym harían todos los esfuerzos posibles para tocar en los extremos límites de la mar antártica.

—¡Usted ha encontrado esa botella! —pregunté yo vivamente.

—¡Sí!

—¿Y el pliego que contenía?

—¡Sí!

Miré al capitán Len Guy. Positivamente, como otros monomaniacos, había llegado al extremo de creer sus propias invenciones. Estuve a punto de decirle: Veamos ese pliego… Pero me detuve. ¿No era capaz de haberlo escrito él mismo?

Y entonces le respondí:

—Es realmente de lamentar que no haya usted podido encontrar a Dirk Peters en Vandalia. Por lo menos le hubiera a usted dicho cómo Arthur y él habían vuelto de tan lejos.

Recuerde usted el penúltimo capítulo. Ambos se encuentran ante la cortina de blancas brumas… Su canoa, se ha hundido en la catarata en el momento en que se levanta una figura humana… Después nada más que dos líneas de puntos suspensivos.

—Efectivamente, caballero, es muy lamentable. ¡Qué interesante hubiera sido conocer el desenlace de estás aventuras! Pero, en mi opinión, tal vez fuera más interesante conocer la suerte de los otros.

—¿Los otros? ¿A quiénes se refiere usted?

—Al capitán y a los tripulantes de la goleta inglesa que había recogido a Arthur Pym y a Dirk Peters después del espantoso naufragio del Grampus, y que les condujo al través del Océano polar hasta la isla Tsalal.

—Señor Len Guy —hícele observar, como si no pusiere en duda la verdad de la novela de Edgard Poe—. ¿Acaso aquellos hombres no habían perecido todos, los unos en el ataque a la goleta, y los otros en un hundimiento artificial provocado por los indígenas de Tsalal?

—¡Quién sabe, señor Jeorling! —respondió el capitán Len Guy, con voz alterada por la emoción—. ¡Quién sabe si algunos de aquellos desdichados no han sobrevivido, sea a la matanza, sea al hundimiento; si uno o varios han podido escapar de los indígenas!

—En todo caso —respondí—, sería difícil admitir que los que sobrevivieran existiesen aun.

—¿Y por qué?

—Porque los hechos de que hablamos han pasado hace más de once años.

—Caballero —respondió el capitán Len Guy—, toda vez que Arthur Pym y Dirk Peters han podido avanzar más allá del islote Tsalal, más lejos de paralelo 84; toda vez que han encontrado el medio de vivir en medio de las comarcas antárticas, ¿por qué no admitir que sus compañeros, si han resistido los golpes de los indígenas, si han tenido la fortuna de ganar las islas vecinas entrevistas en el curso del viaje…, por qué, digo, esos infortunados compatriotas míos no han de vivir? ¿Por qué algunos no han de conservar aun la esperanza de verse libres?

—La compasión le lleva a usted muy lejos, capitán —respondí, procurando calmarle. Sería imposible.

—¡Imposible, caballero! ¿Y si existiese un hecho, si un testimonio irrecusable solicitase la atención del mundo civilizado; si se descubriese una prueba material de la existencia de esos desdichados, abandonados en los confines de la tierra, se podía decir: ¡imposible!, a quien hablase de ir en su socorro?

Y en este momento —lo que me evitó responder, pues él no me hubiese oído—, el capitán Len Guy, sollozando, volvióse en dirección Sur, como si procurase agujerear con la mirada lejanos horizontes.

En resumen: yo me preguntaba en qué circunstancia de su vida el capitán Len Guy había caído en tal perturbación mental. ¿Era un sentimiento de humanidad, llevado hasta la locura, el que le impulsaba a interesarse por unos náufragos que nunca habían naufragado, por la sencilla razón de que nunca habían existido?

El capitán Len Guy se acercó a mí, colocó una de sus manos sobre mi hombro y murmuró a mi oído:

—¡No, señor Jeorling, no! ¡En lo que se refiera a la tripulación de la Jane, aun no se ha dicho la última palabra!

Y se retiró.

La Jane era, en la novela de Edgard Poe, el nombre de la goleta que había recogido a Arthur Pym y a Dirk Peters sobre los restos del Grampus, y por primera vez el capitán Len Guy acababa de pronunciarla al final de nuestra conversación.

—El capitán de la Jane se llamaba también Guy —pensé—, el navío era inglés, como este… ¿Qué consecuencia, puede deducirse de esta semejanza?… El capitán de la Jane no ha vivido más que en la imaginación de Edgard Poe…, mientras que el capitán de la Halbrane está vivo… bien vivo… Ambos tienen de común este nombre, muy corriente en la Gran Bretaña… Pero sin duda cita identidad de nombres ha turbado el cerebro de nuestro desdichado capitán. Se habrá figurado que pertenece a la familia del capitán de la Jane. ¡Sí! ¡Está es la cansa que lo ha llevado al extremo en que está, y la de que compadezca de tal modo la suerte de los imaginarios náufragos!

Hubiera sido interesante saber si Jem West estaba al corriente de la situación, y si su jefe le había hablado alguna vez de su locura. Pero tratábase de cosa delirada, por referirse al estado mental de Len Guy. Aparte de esto, toda conversación con el segundo de a bordo era difícil, y sobre aquel asunto presentaba ciertos peligros…

Guardé, pues, silencio… ¡Después de todo, yo iba a desembarcar en Tristán de Acunha, y mi travesía a bordo de la goleta terminaría dentro de algunos días! ¡Pero, en verdad, confieso que jamás hubiera pensado que algún día debería encontrarme con un hombre que tomase por realidades las ficciones de la novela de Edgard Poe!

Al siguiente día, 22 de Agosto, desde el alba, habiendo dejado a babor la isla Marión y el volcán que su extremidad meridional endereza a una altura de 4000 pies, vimos los primeros lineamientos de la isla del Príncipe Eduardo, por 46° 55' de latitud Sur y 37° 46' de longitud Este. La isla quedó a estribor, doce horas después, sus últimas alturas se desvanecieron en las brumas de la tarde.

Al día siguiente la Halbrane puso el cabo en dirección Noroeste, hacia el paralelo más septentrional del hemisferio Sur, que ella debía tocar en el curso de aquella navegación.