III
EL CAPITÁN LEN GUY

Dormí mal. «Soñé que soñaba», y —esta es una observación de Edgard Poe— cuando se sospecha que se sueña, se despierta enseguida. Despertóme, pues, siempre muy intrigado por aquel maldito capitán Len Guy. La idea de embarcarme en la Halbrane cuando esta partiese de las Kerguelen había echado raíces en mi cerebro. Atkins no había cesado de prodigar alabanzas a aquel navío, el primero que, invariablemente, anclaba todos los años en Chistmas–Harbour. Contando los días, contando las horas, ¡cuántas veces me había yo visto a bordo de aquella goleta que navegaba por el archipiélago hacia la costa americana! No dudaba mi posadero de que el capitán me complacería en mis deseos, de conformidad con sus intereses. No es cosa corriente que un navío de comercio rehúse un pasajero, cuando esto no debe obligarla a modificar su itinerario, si el precio del pasaje es bueno. ¿Quién lo hubiera creído?

Así, yo experimentaba gran cólera contra un personaje tan poco complaciente. Excitábanse mi bilis y mis nervios ante el obstáculo que acababa de presentarse en mi camino.

Pasé, pues, una noche de fiebre, y hasta que llegó el día no recobré la calma.

Por lo demás, yo estaba resuelto a tener una explicación con el capitán Len Guy acerca de su incalificable proceder. Tal vez no obtendría nada de aquel erizo, pero al menos le diría lo que tanto me molestaba.

Atkins la había hablado para recibir la respuesta que se sabe. En cuanto a Hurliguerly, tan atento al ofrecerme su influencia y sus servicios, ¿se atrevería a mantener su promesa? No habiéndole vuelto a ver, yo lo ignoraba. En todo caso, no había debido de ser más afortunado que el hostelero del Cormorán Verde.

Salí a las ocho de la mañana. Hacía un tiempo de perros, como dicen los franceses o, para emplear una expresión más justa, un tiempo perro. Lluvia mezclada de nieve, borrasca que venía del Oeste, nubes que rodeaban las bajas zonas, una avalancha de aire y agua. No era de suponer que el capitán Len Guy hubiera bajado a tierra para calarse hasta los huesos.

En efecto: el muelle estaba solitario. Algunos barcos de pesca habían abandonado el puerto ante la tormenta, y sin duda se habían puesto al abrigo de ella en el fondo de las ensenadas que ni el mar ni el viento podían combatir. Ir a bordo de la Halbrane no era posible, sin tener a mi disposición alguno de sus botes, y el contramaestre no hubiera tomado sobre sí la responsabilidad de enviármele.

—Además —pensé—, sobre el puente de la goleta el capitán está en su casa, y para lo que pienso responderle, si se obstina en su incalificable negativa, es preferible un terreno neutral. Voy a espiar desde mi ventana, y si su bote le trae al muelle, está vez no logrará evitar que le hable.

Regresé al Cormorán Verde, y me puse en acecho tras el cristal de mi ventana, que limpié del hielo, sin dárseme ya un ardite de la borrasca que, soplando por la chimenea, esparcía las cenizas del hogar.

Yo esperaba nervioso, inquieto, tascando el freno, en un estado de irritación creciente.

Transcurrieron dos horas, y como sucede frecuentemente, gracias a la inestabilidad de los huracanes en las Kerguelen, el viento se calmó antes que yo.

A eso de las once, las altas nubes del Este se disiparon, y la borrasca fue a desvanecerse al lado opuesto de las montañas.

Yo abrí mi ventana en el momento en que uno de los botes de la Halbrane se disponía a largar su cabo. Descendió un marinero y cogió los remos, mientras un hombre se sentaba a la popa. Entre el schooner y el muelle no había más que unas cincuenta toesas. El bote llegó a él. El hombre saltó a tierra.

Era el capitán Len Guy.

En algunos segundos franqueé la puerta de la posada y me detenía ante el capitán, que, aunque hubiera querido, no podía evitar que le hablase.

—Caballero —le dije con tono seco y frío, frío como el tiempo desde que los vientos soplaban del Este.

El capitán Len Guy me miró fijamente, y noté la tristeza de sus ojos, negros como la tinta. Después, en voz baja, me preguntó:

—¿Es usted extranjero?

—Extranjero en las Kerguelen… Sí —respondí.

—¿De nacionalidad inglesa?

—No…; americano…

Me saludó con un ademán ceremonioso, y le devolví el mismo saludo.

—Caballero —continué—, tengo motivos para creer que Atkins, el dueño del Cormorán Verde, le ha hecho a usted una proposición que se relaciona conmigo, proposición que, a mi entender, merecía favorable acogida de parte de un…

—¿La proposición de recibirlo a usted a bordo de mi goleta? —interrumpió el capitán Len Guy.

—Precisamente.

—Siento mucho no haber podido complacer a usted.

—Pero… ¿me dará usted la razón?

—Porque no tengo la costumbre de admitir pasajeros… Primera razón.

—¿Y la segunda, capitán?

—Porque el itinerario de la Halbrane no está nunca resuelto de antemano.

Ella parte para un puerto… y va a otro, si en ello encuentra ventaja. Sepa usted, caballero, que yo no estoy al servicio de armador ninguno. La goleta me pertenece en gran parte, y no tengo orden de recibir a nadie en mis travesías.

—En ese caso, de usted depende exclusivamente el concederme pasaje.

—Sea…; pero con harto sentimiento no puedo responder más que con una negativa.

Tal vez cambiara usted de opinión cuando sepa que me importa poco el destino de la goleta. No es un absurdo suponer que irá a alguna parte.

—A alguna parte, en efecto…

Y en aquel momento parecióme que el Capitán Len Guy arrojaba una larga mirada hacia el horizonte del Sur.

—Pues bien, caballero —añadí—, ir a un sitio o a otro me es indiferente. Lo que ante todo deseo es abandonar las Kerguelen en la ocasión más próxima que se me ofrezca.

El capitán Len Guy quedó pensativo.

—¿Me hará usted el honor de escucharme? —pregunté vivamente.

—Sí, señor.

—Añadiré, pues, que salvo error, y si el itinerario de la goleta no ha sufrido modificación, tiene usted la intención de partir de Christmas–Harbour para Tristán de Acunha.

—Tal vez a Tristán de Acunha…; tal vez al Cabo…; tal vez a las Falklands… o a otra parte.

—Pues bien, capitán Guy; precisamente a otra parte es donde yo deseo ir —repliqué irónicamente, haciendo esfuerzos para contener mi ira.

Entonces en la actitud del capitán Len Guy se efectuó un cambio singular. Su voz se alteró, tomándose más dura.

En pocas palabras me hizo comprender que toda insistencia sería inútil; que nuestra conversación había durado bastante; que el tiempo le era muy precioso; que sus negocios le llamaban a las oficinas del puerto; en fin, que nos habíamos dicho, y de modo completo, cuanto teníamos que decirnos.

Yo había extendido el brazo para detenerle —sujetarle sería palabra más propia—, y la conversación, empezada de mala manera, amenazaba concluir peor, cuando aquel extraño personaje, volviéndose a mí, me dijo con tono dulce:

—Crea usted, caballero, que lamento en el alma mostrarme tan poco afectuoso con un americano. Pero no podría modificar mi conducta En el curso de la navegación de la Halbrane puede sobrevenir algún accidente imprevisto, que haría molesta la presencia de un extraño…, aun siendo tan fácil de contentar como usted. Esto sería exponerme a no poder aprovechar las casualidades que busco.

—Le he dicho a usted y le repito, capitán, que si mi intención es volver a América, al Connecticut, me es indiferente que sea en tres o en seis meses, y por uno u otro camino, y aunque la goleta llegue a los mares antárticos.

—¿Los mares antárticos? —exclamó el capitán con voz interrogativa.

Su mirada parecía registrar en mi corazón, como si hubiera estado armada de un dardo.

—¿Por qué habla usted de los mares antárticos? —repitió cogiéndome una mano.

—Pues lo mismo… que hubiera podido hablar de los boreales…, del polo Norte…, lo mismo que del polo Sur…

No respondió el capitán; pero creí ver que a sus ojos asomaba una lágrima. Después, volviendo a otro orden de ideas, y deseoso de arrojar algún doloroso recuerdo evocado por mi respuesta, dijo:

—¡El polo Sur!… ¿Quién osaría aventurarse?…

—Tocarle es difícil y no reportaría ninguna utilidad —respondí—. No obstante, se encuentran caracteres aventureros para lanzarse a tales empresas.

—Sí… ¡Aventureros! —murmuró el capitán Len Guy.

—Ya ve usted… Los Estados Unidos intentan ahora llevarlo a efecto con la división de Carlos Wilkes, el Vancouver, el Peacok, el Porpoise, el Flyng Fish y varios otros buques que se unen a ellos.

—¿Los Estados Unidos, señor Jeorling? ¿Afirma usted que el Gobierno federal ha enviado una expedición a los mares antárticos?

—El hecho no admite duda, y el año último, antes de mi partida de América, supe que esta división acababa de darse a la mar. Hace un año de esto, y es muy posible que el audaz Wilkes haya llevado sus reconocimientos más lejos que los descubridores que le han precedido.

El capitán Len Guy había quedado silencioso, y sólo salió de aquella inexplicable preocupación para decir:

—En todo caso, si Wilkes llega a franquear el círculo polar… es dudoso que pase más altas latitudes que…

—Que sus predecesores Bellingshausen, Forster, Kendall, Biscoe, Morrell, Kemp, Belleny… —respondí.

—Y que… —añadió el capitán Len Guy.

—¿De quién quiere usted hablar? —pregunté.

—¿Usted es natural del Connecticut? —dijo bruscamente el capitán Len Guy.

—Del Connecticut.

—¿De qué parte?

—De Hartford.

—¿Conoce usted la isla de Nantucket?

—Varias veces la he visitado.

—Supongo que sabrá usted —dijo el capitán Len Guy, mirándome fijamente— que allí es donde nuestro novelista Edgard Poe ha hecho nacer a su héroe Arthur Gordon Pym.

—En efecto —respondí— lo recuerdo. El principio de esa novela está colocado en la isla de Nantucket.

—¿Esa novela dice, usted?

—Sin duda, capitán.

—Sí…, y habla usted como todo el mundo… Pero, perdone usted, caballero. No puedo detenerme más tiempo. Yo lamento sinceramente… Crea usted que si hubiera podido… Dudo que mis ideas se modifiquen en lo que a la proposición de usted se refiere. Por otra parte, no tendrá usted más que aguardar algunos días. La estación de la pesca va a comenzar… Navíos de comercio, balleneros, harán escala en Christmas–Harbour…, y le será a usted fácil embarcarse en alguno de ellos, con la seguridad de ir al sitio que a usted convenga… Yo siento mucho, caballero…, siento vivamente…, y quedo a sus órdenes.

Pronunciadas estas últimas palabras, el capitán Len Guy se retiró, y la conversación terminó de distinto modo al que yo suponía… Quiero decir, de una manera política aunque seria.

Como de nada sirve empeñarse en lo imposible, abandoné la esperanza de navegar en la Halbrane, guardando rencor a su maldito capitán. Y ¿por qué no confesarlo? Mi curiosidad se había despertado. Comprendía que en el alma del marino había un misterio, y me hubiera gustado penetrarle. El imprevisto cambio de nuestra conversación; aquel nombre de Arthur Pym, pronunciado de tan inopinada manera; las preguntas sobre la isla de Nantucket; el efecto producido por la noticia de que en los mares australes se efectuaba una campaña dirigida por Wilkes; la afirmación de que el navegante, americano no avanzaría más hacia el Sur que… ¿De quién había querido hablar el capitán Len Guy? Todo esto era materia de reflexión para un espíritu tan práctico como el mío.

Aquel día, Atkins quiso saber si el capitán Len Guy se había mostrado más asequible. ¿Había yo obtenido autorización para ocupar uno de los camarotes de la goleta? Tuve que confesar al posadero que no había sido más afortunado que él en mis negociaciones, lo que no dejó de sorprenderle por no comprender la negativa, la terquedad del capitán… No le reconocía. ¿De dónde procedía aquel cambio? Y cosa que más directamente la tocaba. ¿Por qué, en contradicción con lo que durante las escalas sucedía, el Cormorán Verde no había sido frecuentado ni por los tripulantes ni por los oficiales de la Halbrane? Parecía que la tripulación obedecía a una orden. Dos o tres veces solamente el contramaestre fue a instalarse en el salón de la posada, y esto fue todo. De aquí, gran descorazonamiento en Atkins.

En lo que se refiere a Hurliguerly, comprendí que, a pesar de sus imprudentes promesas, ya no tenía por qué conservar conmigo relaciones, cuando menos inútiles. No puedo decir si había intentado convencer a su jefe; pero, caso afirmativo, seguramente que su insistencia le había valido duros reproches.

Durante los tres días siguientes, 10, 11 y 12 de Agosto, luciéronse los trabajos de aprovisionamiento y reparación de la goleta.

Veíase a la tripulación ir y venir por el puente, visitar la arboladura, efectuar las maniobras corrientes, estirar los obenques y brandales que se habían aflojado durante la travesía, pintar de nuevo los altos y los empalletados deteriorados por los golpes del mar, reenvergar las velas nuevas, remendar las viejas, que podrían aun utilizarse con el buen tiempo, calafatear aquí y allá los huecos del casco y del puente a fuerza de martillazos.

Este trabajo se cumplía con regularidad, sin esos gritos, esas interpelaciones, esas cuestiones propias entre los marinos en escala. La Halbrane debía de estar bien mandada; su tripulación bien organizada, muy disciplinada, hasta silenciosa. Tal vez el contramaestre debía de formar contraste con sus camaradas, pues me había parecido muy dispuesto a la risa, a la broma, a hablar sobre todo, a menos que no diera gusto a la lengua más que cuando descendía a tierra.

En fin, se supo que la partida de la goleta se había fijado para el 15 de Agosto, y la víspera de este día no tenía yo aun motivo para pensar que el capitán Len Guy hubiera vuelto sobre la negativa tan categóricamente formulada.

Por lo demás, no pensaba en ello. Había tomado mi partido. Todo deseo de recriminar había pasado. No hubiera permitido que Atkins diera un paso más en el sentido de mis deseos. Cuando el capitán Len Guy y yo nos volvimos a encontrar en el muelle, parecíamos gentes que no se conocían, que no se habían visto jamás… Observé, no obstante, que una o dos veces su actitud indicó alguna duda… Parecía como que quería dirigirme la palabra y que se viera arrastrado por secreto impulso. Pero no lo había hecho, y yo no era hombre para provocar una nueva explicación. Además —y lo supe el mismo día— Fenimore Atkins, contraviniendo a mi formal mandato, había hablado de mi asunto al capitán Len Guy, sin conseguir nada. Era un asunto «terminado»…, por más que no fuera esta la opinión del contramaestre.

Efectivamente: Hurliguerly, interpelado por el hostelero del Cormorán Verde, no creía que la partida estuviera definitivamente perdida.

—Es muy posible —repetía— que el capitán no haya dicho su última palabra.

Pero apoyarse en los dichos de aquel hablador fuera introducir un término falso en una ecuación, y aseguro que la próxima partida del schooner me era indiferente. Sólo pensaba en espiar la aparición de otro navío en las Kerguelen.

—Dentro de una o dos semanas —me repetía mi posadero— tendrá usted más suerte que con el capitán Len Guy. Habrá más de uno que no pedirá cosa mejor sino que usted se embarque en su navío.

—Sin duda, Atkins; pero no olvide usted que la mayor parte de los barcos que vienen a pescar a las Kerguelen permanecen aquí cinco o seis meses…, y como tenga que esperar tanto tiempo para darme a la mar…

—¡No todos, señor Jeorling, no todos! Algunos hay que no hacen más que tocar en Christmas–Harbour. Se presentará alguna buena ocasión, y no tendrá usted que arrepentirse de no haberse podido embarcar en la Halbrane.

Ignoro si habría o no de arrepentirme; pero lo cierto es que estaba escrito que abandonaría las Kerguelen como pasajero de la goleta, y que ella iba a arrastrarme a la más extraordinaria de las aventuras de las que los anales marítimos de aquella época habían de ocuparse.

En la tarde del 14 de Agosto, a eso de las siete y media, cuando las sombras de la noche envolvían ya la isla, vagaba yo, después de comer, por el muelle, en la parte Norte de la bahía. El tiempo era seco, el cielo punteado de estrellas, el aire vivo, el frío intenso. En tales condiciones, mi paseo no podía prolongarse.

Media hora después me dirigía, pues, hacia el Cormorán Verde, cuando un individuo cruzó ante mí, dudó, volvió sobre sus pasos y se detuvo.

La obscuridad era bastante profunda para que pudiera reconocerle… Pero su voz no me dejó duda alguna. Era el capitán Len Guy.

—Señor Jeorling —me dijo—, la Halbrane se da mañana a la vela… Mañana por la mañana…, con la marea.

—¿Qué me importa, puesto que usted rehusa?…

—Caballero…, he reflexionado en la proposición de usted, y si no ha cambiado usted de idea…, a las siete esté usted a bordo.

—A fe mía, capitán, que no esperaba este cambio de usted.

—Repito que he reflexionado, y añado que la Halbrane irá directamente a Tristán de Acunha, lo que le conviene a usted, según creo.

—Es lo mejor, capitán, mañana a las siete estaré a bordo.

—Donde tiene usted dispuesto su camarote.

—Respecto al precio del pasaje… —dije.

—Ya arreglaremos eso después, y a satisfacción de usted —respondió el capitán—. Hasta mañana, pues.

—Hasta mañana.

Había extendido mi mano para sellar nuestro pacto. Sin duda la obscuridad impidió al capitán ver mi ademán, pues no respondió a él, y alejándose rápidamente llegó a su bote, que le llevó en algunos golpes de remo.

Yo estaba muy sorprendido, y Atkins lo fue en el mismo grado cuando, de regreso en el Cormorán Verde, le puse al corriente de lo sucedido.

—Vamos —me respondió—. Ese viejo zorro de Hurliguerly tenía razón. Esto no obsta para que su demonio de capitán sea más caprichoso que una niña mal educada. ¡Con tal de que en el momento de partir no cambie de idea!…

Hipótesis inadmisible; y reflexionando en el caso, yo pensaba que el cambio no se había efectuado por volubilidad ni capricho. Si el capitán Len Guy había mudado de opinión, era porque tenía un interés cualquiera en que yo fuese a bordo de su goleta, y a mi juicio, el suceso obedecía —tenía como una intuición de ello— a lo que yo le había dicho relativamente al Connecticut y a la isla Nantucket. En qué podía eso interesarle, era cosa que el porvenir explicaría.

Rápidamente terminé mis preparativos de viaje. Yo soy de esos viajeros prácticos que no llevan gran equipaje, y darían la vuelta al mundo con un saco y una maleta de mano. Lo más grande de mi material consistía en esos trajes forrados, indispensables a cualquiera que navegue al través de las altas latitudes. Cuando se recorre el Atlántico meridional, lo menos que puede hacerse es tomar por prudencia tales precauciones.

Al día siguiente, 15, antes del alba, me despedí del digno Atkins. No había tenido más que motivos de alabanza para las atenciones y servicios de mi compatriota, desterrado en las islas de la Desolación, donde los suyos y el vivían contentos. El servicial posadero se manifestó muy sensible a mi agradecimiento. Cuidadoso de mi interés, tenía prisa de verme a bordo, temiendo siempre que el capitán Len Guy «hubiera cambiado sus amuras» desde la víspera.

Me lo repitió con insistencia y me confesó que, durante la noche, se había asomado varias veces a la ventana a fin de asegurarse que la Halbrane permanecía en su sitio, en medio de Christmas–Harbour. No se vio libre de tal inquietud, de la que yo no participaba, hasta que empezó a amanecer.

Atkins quiso acompañarme a bordo para despedirse del capitán Len Guy y del contramaestre. Un bote esperaba en el muelle y nos transportó a la escala de la goleta.

La primera persona que encontré en el puente fue Hurliguerly.

Me lanzó una mirada de triunfo que parecía decir:

—¿Lo ve usted? Nuestro dificultoso capitán ha acabado por aceptar. Y ¿a quién se lo debe usted, sino a este contramaestre que le ha servido a usted admirablemente, y que no ha encarecido su influencia?

¿Era verdad? Tenía yo poderosas razones para no admitirlo sin grandes reservas… En fin, esto importaba poco. La Halbrane iba a levar ancla, y yo estaba a bordo.

Casi en seguida el capitán Len Guy apareció en el puente. No pareció advertir mi presencia, de lo que, por otra parte, yo no pensé asombrarme.

Se habían comenzado los preparativos para aparejar. Las velas habían sido retiradas de sus estuches, y las demás maniobras estaban listas.

El lugarteniente, en la proa, vigilaba la operación de virar con el cabestrante hasta ponerse a pique del ancla.

Atkins se acercó entonces al capitán Len Guy, y le dijo con voz persuasiva:

—Hasta el año próximo.

—¡Si Dios quiere, señor Atkins!

Estrecháronse las manos; después el contramaestre fue a su vez a oprimir vigorosamente la del posadero del Cormorán Verde, al que el bote volvió al muelle.

A las ocho, cuando la marea era ya grande, la Halbrane puso al viento sus velas bajas, tomó las amuras a babor, evolucionó para descender la bahía Christmas–Harbour bajo un vientecillo del Norte, y puso el cabo al Noroeste.

Con las últimas horas de la tarde desaparecieron las blancas cimas del Table Mount y del Havergal, agudas puntas que se elevan, la una a 2000 y la otra a 3000 pies sobre el nivel del mar.