Al parecer, después de la batalla del Ebro, Franco pretendió ser fiel a su política de dilatar la guerra. Ésta se había prolongado innecesariamente, ante la desesperación de Mussolini, muy preocupado por la gran cantidad de recursos que tenía empeñados en España, en vísperas de una posible guerra europea. Franco jamás había tomado las decisiones que permitieran acabar rápidamente con sus enemigos y, en más de media docena de decisiones importantes, retrasó claramente la marcha del conflicto. Numerosas personas se han preguntado por qué lo hizo.
Una corriente de opinión asegura que la política retardadora se debió a sus limitados conocimientos estratégicos; otros opinan que prolongó intencionadamente la guerra con el fin de consolidar su poder personal frente a los restantes generales.
Todos parecen tener parte de razón y la lentitud de la estrategia de los nacionales se debió a diversos factores. En primer lugar, Franco nunca fue un hombre de rápidas decisiones sino un taimado personaje, acostumbrado a no mover un pie sin tener el otro sólidamente asentado.
Sistemáticamente rechazaba las soluciones imaginativas y arriesgadas, porque prefería las acciones con escaso riesgo, ante el temor de que la opción contraria le llevara a un fracaso estrepitoso, sin importarle que el camino elegido pudiera implicar grandes pérdidas en vidas y en tiempo. Resulta innegable que sus conocimientos estratégicos eran limitados, sin embargo, reunía en su Estado Mayor hombres competentes como Juan Vigón, Francisco Martín Moreno o Antonio Barroso y su ministro de Defensa era el eficiente y discreto general Fidel Dávila. Todos le superaban en sabiduría profesional, pero sólo les hacía caso cuando intuía que la solución favorecía sus intereses. Acostumbraba a escuchar en silencio mientras los demás discutían y luego daba su última palabra, sin posibilidad de réplicas. Por su carácter y sus costumbres militares de Marruecos, solía inclinarse hacia decisiones conservadoras, lentas y seguras, que los demás no contradecían.
También es cierto que dirigía la guerra más como un político que como un estratega y que nunca perdió de vista las tendencias de sus generales. Sabía que no se habían sublevado para encumbrarlo a él, sino para derribar al Gobierno del Frente Popular. Habían dejado para más tarde la instauración del nuevo sistema político y existían grandes posibilidades de que, si conservaban bastante fuerza tras la victoria, impulsaran el regreso de Alfonso XIII, porque muchos de los generales eran monárquicos.
En consecuencia, después de la batalla del Ebro, no deseaba atacar a la desgastada Cataluña.
Aunque el triunfo se adivinaba fácil y era posible conquistar Barcelona, capital de la República, y ocupar la frontera francesa. Suponía terminar la guerra en un mes e instalar sus tropas, con los italianos y los alemanes a un paso de Francia, ya muy inquieta ante las ambiciones de Mussolini. Por eso barajaba la posibilidad de volverse contra el centro-sur y reanudar las batallas de Madrid o de Valencia. Sin embargo, resultaba tan evidente la debilidad militar del frente catalán que debió aceptar las presiones de los italianos y las opiniones de los generales españoles. El siguiente objetivo sería Cataluña.