Después de la batalla

El desenlace del Ebro señaló el futuro militar de la República, dado que la batalla había consumido las reservas materiales y humanas de Cataluña, que se encontraba separada de la zona centro-sur, con las costas bloqueadas por la marina enemiga, cerrada la frontera francesa y la capacidad productiva seriamente limitada por la falta de materias primas y de electricidad, desde que los pantanos y centrales pirenaicos estaban ocupados por las tropas nacionales.

La aviación con base en Mallorca, preferentemente italiana, pero también alemana y española, bombardeaba incesantemente, causando graves destrozos y aterrorizando a la población, ya muy desmoralizada por la larga guerra, las privaciones y el hambre. Antes de la guerra Cataluña necesitaba importar alimentos para sus tres millones de habitantes, ahora debía alimentar a un millón de bocas más, porque había recibido unidades militares en retirada, numerosos funcionarios públicos llegados desde Valencia al trasladarse el Gobierno, y, sobre todo, casi un millón de refugiados de todas las regiones, huidos de todas las catástrofes y de todas las retiradas.

No quedaban esperanzas fundadas para el futuro de la guerra. Resuelta en Múnich la tensión internacional con la victoria de Hitler y vencedores los nacionales en el Ebro, nadie esperaba que las potencias democráticas intervinieran a favor de la República española, aliada de la Unión Soviética. Su mala situación militar descartaba cualquier posibilidad de negociar un armisticio con Franco, que, ante la inminente derrota enemiga, mantenía inflexible la voluntad de exigir la rendición incondicional de los republicanos.

Lógicamente, Cataluña se presentaba como el siguiente objetivo estratégico. Los nacionales tenían sus mejores tropas situadas en el Ebro y el Segre, en total, unos 300.000 hombres mandados por el general Dávila, simultáneamente jefe del Ejército del Norte y ministro de Defensa. El Ejército del Ebro cubría la ribera izquierda del río, desde Lérida y el Mediterráneo, diezmado, sin material y con la moral quebrada por la batalla reciente. Entre la frontera francesa y Lérida estaba desplegado el Ejército del Este, sobre un territorio quebrado que facilitaba la resistencia. No había padecido un desgaste tan acusado porque las operaciones que llevó a cabo fueron menos importantes que la batalla del Ebro, a donde sólo había destacado algunas tropas como refuerzo. Sin embargo, tampoco tenía futuro, porque carecía de las condiciones precisas para sostener una batalla de cierta entidad y sus unidades no estaban apoyadas por una retaguardia sólida ni por una logística eficiente. En ambos ejércitos, únicamente los miembros del Partido Comunista conservaban la voluntad de prolongar la resistencia. Los demás aceptaban que la guerra estaba perdida y su mayor preocupación residía en saber cómo librarse de la próxima catástrofe.

Los recursos militares de la República eran claramente inferiores a los de sus enemigos, regidos por una dictadura que disponía libremente de toda la población y los recursos para sus objetivos bélicos, contaban con ayuda alemana e italiana y estaban animados por la moral de victoria. La República hasta carecía de un mando militar centralizado, porque repugnaba a su clase política la existencia de un general demasiado poderoso. Algunos personajes incluso habían ironizado con el aforismo francés de que la guerra es demasiado seria para dejarla en manos de los militares. Tanto el Gobierno de Largo caballero como el de Negrín se habían esforzado en demostrar que, mientras luchaba contra una dictadura militar, la República conservaba su primacía en el poder civil. Para ello, sus gobernantes se esforzaron en no proclamar el estado de guerra, que sus enemigos habían establecido desde el primer momento.

El Gobierno republicano no lo declararía hasta el 22 de enero de 1939, cuando celebró su último Consejo de Ministros en Barcelona y la noticia se publicó en la prensa dos días después de caer la capital catalana.

Semejante cautela se mantuvo a pesar de que el Estado Mayor Central estaba dirigido por el general Vicente Rojo, que era un militar profesional de toda confianza y carente de ambiciones políticas. La primacía de la dirección militar siempre estuvo en manos del ministro de Defensa, cargo que, tras el cese de Indalecio Prieto, asumió el presidente Negrín.

De él dependía directamente la cúspide de la organización militar que, sin embargo, no controlaba la Sanidad Militar ni la Intendencia. Tampoco ejercía un verdadero poder sobre la marina de guerra y mucho menos sobre el general Miaja, que se encontraba distanciado geográficamente del Gobierno y actuaba libremente en la zona centro-sur, donde estaba desplegado el Grupo de Ejércitos de la Región Central bajo su mando. En los últimos tiempos de la guerra, tanto Miaja como la flota se negarían a secundar algunas iniciativas gubernamentales.

El mismo Rojo se quejaba de que Tierra, Marina, Aviación, Carabineros y Seguridad actuaban como si fueran ejércitos distintos, mientras la industria y los transportes también funcionaban por su cuenta. Era cierto, casi resultaba imposible coordinar los servicios y faltaban armas en el frente mientras los envíos de armamento soviético estaban detenidos en Cerbère sin autorización del Gobierno francés para cruzar la frontera. Tras las últimas movilizaciones no podían reponerse las pérdidas humanas y materiales sufridas durante la batalla del Ebro, hasta el extremo de que el Gobierno ordenó recoger el armamento que existía en la retaguardia y apuras las revisiones de reclutas emboscados y de soldados enfermos y heridos con el fin de que los restablecidos se incorporaran a las unidades. El resultado de esta última requisa permitió enviar al frente algunos miles de hombres, fusiles y medio centenar de ametralladoras.

Era el último resto disponible, en adelante ya no habría más recursos, por mucho que se apurara.