Entre el dolor y la angustia

El plan de los nacionales no era un secreto para nadie. Avanzaban hacia el norte, siguiendo el río hacia Ascó y Flix, con el propósito de cercar al XV Cuerpo en la sierra de La Fatarella. A pesar de que Tagüeña hizo fortificar algunas posiciones, no tuvo tiempo de colocar a sus hombres en ellas porque el avance enemigo fue más rápido. Mientras tanto, todos los depósitos y la artillería del XV Cuerpo fueron llevados a la otra ribera, desde donde los cañones podían apoyar sin exponerse a ser capturados.

Volaron el puente de García cuando las vanguardias enemigas estaban a unos 5 kilómetros de Ascó, pero la resistencia republicana no sucedió y necesitaron cuatro días para llegar a esta población. La famosa 43.ª División regresó al frente después de descansar tres días y relevó a otras fuerzas que estaban agotadas.

La disputada Venta de Camposines, fortificada a conciencia, había resistido todos los intentos de conquista hasta que, el día 9, fue envuelta por la 53.ª División nacional desde un flanco y la retaguardia. El 11, los republicanos la abandonaron definitivamente. Aquel cruce de caminos había sido el objetivo final de las ofensivas nacionales desde principios de septiembre.

Conquistarlo había costado más de dos meses y un lago de sangre.

Los republicanos habían trabajado intensamente para crear amplias fortificaciones. Durante toda la noche, los batallones de trabajo y los zapadores cavaban trincheras bastante anchas para que pudieran pasar las camillas. En algunos lugares se construyó hasta una triple línea además de otra trinchera para las evacuaciones, todas ellas comunicadas. Procuraban techar los nidos de ametralladoras con troncos de pino, tierra aprisionada y una capa de piedra suelta, que los protegían bastante. Con frecuencia, los grandes bombardeos diurnos reventaban y aplanaban las trincheras. Al llegar la noche, cientos de hombres comenzaban a trabajar hasta que la fortificación quedaba reconstruida.

Mientras el frente estaba más al oeste, se habían preparado aquí nidos de ametralladora hechos con cemento, grava, hormigón, vigas y planchas de hierro con la intención de construir una sólida línea fortificada, pero ya era muy tarde y muchos de estos refugios no llegaron a ser ocupados.

Ya hacía frío y llovía con frecuencia. La vida en la trinchera se convertía en un infierno lleno de barro y agua embalsada, que procuraban soslayar con algunas tablas colocadas sobre piedras, a modo de pasarela. La lluvia constituía un tormento que no se podía esquivar y contra la que tampoco tenían impermeables. No era posible encender fuego más que con grandes precauciones para que el humo no sirviera de referencia a los morteros enemigos. Algunos veteranos hacían un brasero en una lata y se colocaban sobre él, recogiendo el calor con una manta, como si fuera una mesa camilla. Naturalmente, las mantas acababan apestando a humo, pero la manta del soldado, que era su compañera inseparable, ya había acumulado todos los olores y suciedades de la guerra. Por una miseria más, nadie se preocupaba. En ocasiones, pasaban días sin poder lavarse, podían pasar dos semanas sin cambiarse de ropa y tenían el uniforme y los zapatos destrozados.

No sólo eran frecuentes los constipados, también se extendían la bronquitis y el reúma.

Aunque, por lo menos, el frío les evitaba los casos de paludismo que se habían producido durante el verano cerca de las aguas estancadas. Pero nadie podía librarles de la compañía de las inseparables ratas, pulgas, piojos y chinches, que intentaban combatir cortándose el pelo al cero y hasta el vello del cuerpo. La sanidad militar contribuía en la medida de lo posible y les inyectaba vacunas, sobre todo contra el tifus.

Desde agosto, cuando los nacionales tomaron la iniciativa muchos soldados republicanos se desmoralizaron y buscaron la forma de abandonar el frente, pegándose un tiro en un brazo o una pierna o provocándose una enfermedad con cualquier recurso como beber agua contaminada, durante la época de calor algunos llegaban a buscar alacranes bajo las piedras y, si los encontraban, se los ponían sobre el brazo para que les picaran, luego el veneno les enrojecía e hinchaba el brazo y los dominaba una fiebre alta, gracias a la cual eran llevados al ansiado hospital de campaña; otros procuraban atiborrarse de fruta verde, cortarse con un cuchillo muy sucio, infectarse las ampollas de los pies reventándolas y cubriéndolas de tierra o tomarse un brebaje de hierbas ligeramente tóxicas, después de informarse con los payeses.

Los mandos vigilaban esta picaresca y sus autores debían ser muy cuidadosos, porque la «utilización voluntaria», como la llamaban oficialmente, podía llevar ante un pelotón de ejecución.

Las deserciones también habían sido frecuentes, a pesar de que resultaban muy peligrosas, porque durante el paso de trincheras cualquiera de los dos bandos podía disparar sobre aquel hombre que se movía en la tierra de nadie. Por eso, la mayor parte escapaba de noche y, al llegar a la alambrada enemiga, se paraban echados en el suelo y gritaban «¡Arriba España!» con el fin de darse a conocer. Esto tenía muchas veces un trágico desenlace, porque se habían desorientado en las tinieblas y habían ido a parar a otra posición republicana. En estos casos morían fusilados, si era posible solemnemente, para que sirviera de ejemplo a los demás. Cada brigada contaba con un sistema de seguridad para atrapar desertores y, al otro lado del río, por Perelló, Falset y la Pobla de Granadella, existía un cordón de seguridad que controlaba las vías de comunicación para evitar que nadie abandonara el frente.

Ahora las cosas habían cambiado, la mayor parte de quienes seguían en el frente estaban curtidos por la guerra. Los que deseaban abandonar aquel infierno sólo necesitaban retrasarse en una retirada para que los hicieran prisioneros, aunque con cuidado de que, unos u otros, no les pegaran un tiro.

Los nacionales tenían la batalla ganada, conquistaban terreno y tomaban cientos de prisioneros, sin embargo, Tagüeña no abandonó la partida y varias posiciones aguantaron a retaguardia de Camposines, obligando a varios asaltos para conquistarlas.

Numerosos heridos desbordaban los servicios sanitarios republicanos, cuyos puestos de socorro no daban abasto en un panorama de dolor y muerte. Ricardo Solà Carrió, antiguo médico de Maciá, servía en la 42.ª División republicana. Esperaban angustiosamente la llegada de los camilleros, cuya tarea se hacía imposible. Resultaban insuficientes para transportar tantos heridos en un trabajo agotador; cargados como podían con los heridos debían cubrir tramos de quinientos metros y mayores a todo correr para evitar la puntería enemiga. A los pocos viajes estaban completamente agotados y, con frecuencia, debían abandonar momentáneamente al herido para buscar abrigo ante las bombas. Pasado el peligro, retomaban la doliente carga para proseguir el traslado entre los gritos de dolor y la angustia de los pobres heridos.

La escasez de agua endurecía la dramática situación, porque hacía imposible lavar las heridas y el escaso líquido de que disponían estaba putrefacto y causaba numerosas bajas por disentería. Ricardo veía cómo algunos hombres enfriaban su orina para beberla y cómo robaban sus cantimploras a los muertos para beber el agua, el bien más preciado.

La falta de higiene mantenía las heridas llenas de moscas y en los rincones de las tiendas que hacían de quirófano, llegaban a amontonarse los miembros amputados hasta que un sanitario tenía tiempo para llevárselos a enterrar en cualquier parte.

Dejaban agonizar a los moribundos, sin evacuarlos a retaguardia, con el fin de no gastar las escasas energías de los camilleros, que debían reservarse para retirar a los heridos que tenían la posibilidad de curarse. A los desahuciados los colocaban en una tienda, solos, en un trágico abandono porque no había nadie que pudiera acompañarlos, oyendo sus gritos, gemidos y lamentos que, poco a poco, se espaciaban y debilitaban hasta apagarse. Morían sin compañía, consuelo, sin una voz o una mano amiga que les ayudara en el trance. Los sanitarios se concentraban en atender a los heridos que tenían esperanzas y, éstos, en un pacto tácito y dramático de la miseria, les entregaban cigarrillos para que los curaran. En aquel terrible mercadeo de dolor, acumulaban tabaco y, cuando no tenían trabajo, jugaban interminables partidas de cartas, como si quisieran sustraerse al diario contacto con el dolor y la muerte.

Algunos camilleros y sanitarios desalmados vigilaban a los moribundos que tenían alguna prenda u objeto de valor, con el fin de apoderarse de ellas antes de enterrarlos.

Las fuerzas republicanas, exhaustas y diezmadas, se concentraban en una cabeza de puente, cada vez más reducida, que estaba fuertemente fortificada, pero no podía detener la superioridad en hombres y material del enemigo. El día 12, una granada de artillería alcanzó a dos personajes famosos: el mayo Manuel Álvarez, jefe de la 42.ª División, que murió, y el teniente coronel Beltrán, jefe de la 43.ª, que resultó herido.