Últimas resistencias en las sierras

Ante la complicada situación, Modesto, ascendido poco antes a coronel, trató de reconstruir el frente echando mano de restos de unidades, pero la empresa era prácticamente imposible. No existía ninguna barrera natural que permitiera organizar una nueva línea defensiva y resultaba imposible taponar la brecha por donde comenzaba a avanzar el Cuerpo del Maestrazgo. Con frecuencia, la retirada republicana se convirtió en desbandada y muchos soldados se entregaron sin disparar un tiro. En estas fechas era frecuente que un solo soldado nacional capturara a un grupo de combatientes republicanos completamente armados.

La resistencia republicana pareció tomar algunos ánimos; la 84.ª División nacional fracasó al intentar apoderarse de la cota 666 y la 82.ª División fracasó igualmente ante la resistencia republicana en la cota 488. En cambio, las otras dos divisiones nacionales, bien apoyadas por la aviación, alcanzaron sus objetivos. Durante el día 1 de noviembre siguieron completando su ocupación de las alturas, aunque les costó dos largos días tomar la cota 451, cuya defensa se prolongó hasta el día 3, cuando los nacionales conquistaron la totalidad de Pandols y Cavalls.

Aquellas operaciones demostraban la diferente actitud de las fuerzas republicanas, donde se mezclaban los idealistas dispuestos a dar la vida, los soldados forzosos obedientes, los hartos de guerra y los deseosos de entregarse o pararse para terminar cuanto antes. Así, se combinaban las deserciones y rendiciones con enconadas resistencias ocasionales.

El republicano Martí Pujadas defendía la cota 666. Una batería de cañones antiaéreos del célebre 8.8 lo machacaba con la tremenda precisión de sus disparos. Disparaba con tal velocidad que los soldados llamaban La loca a esta artillería. Era una primicia de la técnica alemana, que había sido estrenada en 1936, durante la batalla del Jarama. Diseñada como cañón antiaéreo, luego se comprobó que sus certeros disparos resultaban muy eficaces contra blancos terrestres y, durante la Segunda Guerra Mundial, adquiriría enorme prestigio como contracarro. En aquella ocasión, causaba numerosas bajas entre los defensores de la posición, aunque rechazaron quince asaltos durante dos días interminables. La lucha fue tan dura que los nacionales agotaron su provisión de granadas de mano y fueron rechazados las tres veces que lograron llegar hasta los parapetos. Martí se sorprendía de que atacaran con una bandera en la primera fila. Servía para indicar a su artillería y aviación dónde se encontraban, pero también era una magnífica referencia para dispararles. Sin que, a pesar del peligro, escondieran su bandera, que procuraban colocar en los lugares más altos. Al cabo de dos días terribles e interminables, como casi todos sus compañeros habían muerto, abandonaron la posición.

El sargento Teófilo Sagalés era un joven entusiasta y sin familia que había combatido duramente a lo largo de toda la batalla. Sólo había reposado dos semanas, convaleciente de dos heridas que había recibido en las trincheras. Era comunista, creía en la República y luchaba convencido, a diferencia de tantos de sus compañeros, que se habían escaqueado del frente con cualquier excusa médica, o presentándose voluntarios para donar sangre en retaguardia.

Cuando sus hombres desfallecían, procuraba animarlos con buenas palabras que les convencieran, sin recurrir a las amenazas.

Las cosas parecían distintas ahora, cuando se retiraban desde su antigua posición en Pandols.

Se sentía incapaz de contener el desánimo. Sabía que ya no quedaban esperanzas y que las democracias de Europa habían abandonado a la República. Mandaba un pelotón de diez hombres, que se retiraban hambrientos, agotados y medio descalzos. Si a él le asaltaba el desánimo, los soldados debían estar desesperados, aunque no hacían comentarios. No podía exigirles un sacrificio y una entrega iguales que los suyos. Los conocía, no había razones para que fueran héroes y algunos tenían familia. Durante la retirada se habían quedado aislados, solos en el campo abrasado, sin contacto con los suyos. Sabía que era el final y fue sincero: durante un descanso de la marcha, les dijo que, si decidían rendirse, él no lo impediría. Hasta entonces, ni siquiera se habían atrevido a insinuarlo, pero no se lo hicieron repetir. Sin decir palabra, dejaron las armas en el suelo y partieron para entregarse a los nacionales.

Continuó solo, en busca de las tropas republicanas, agotado y hambriento. Al anochecer se durmió acurrucado en las ruinas de una casa. Hasta que le despertaron unas voces. Amanecía y se vio rodeado de soldados nacionales, acampados allí mismo, sin advertir su presencia, si se levantaba, lo descubrirían inmediatamente. No tenía salida. Destruyó sus divisas y su documentación de sargento y de comunista, y enterró los restos sin levantarse. Dejó su arma en el suelo y se puso de pie con la mayor naturalidad que le fue posible. Cerca tenía un grupo de falangistas. Se les acercó y les pidió café. Se sobresaltaron, sin saber de dónde había salido aquel tipo, pero su aspecto era tan lamentable que le dieron de desayunar antes de llevarle a la retaguardia. Allí se encontró con sus camaradas. Por suerte, entendieron la situación, ninguno le llamó «sargento» ni delató su condición de comunista. También para él, la guerra había terminado.