Un anónimo cabo de la sanidad republicana fue trasladado a la primera línea por haberle pegado a un teniente. Podrían haberlo fusilado sin más, pero le dieron a elegir: consejo de guerra o al frente a pegar tiros. Naturalmente, eligió lo segundo y lo enviaron a la 43.ª División.
Una vez allí, se presentó a su capitán, que era un bruto de cuidado. Le llamaban Madre que te parió, porque no se quitaba esta imprecación de la boca, acompañada de una retahíla de blasfemias y tacos, cuando se dirigía a sus hombres o hacía cualquier comentario. Por si necesitaba algo más para ser un tipo fino, no paraba de beber y fumar a todas horas.
Cuando se le presentó el cabo sanitario, preguntó por su experiencia y el otro respondió que nunca había disparado un tiro. En consecuencia, lo destinó a la trinchera más avanzada, para que aprendiera. Al cabo de poco tiempo, el cocinero se produjo un profundo corte, que no paraba de sangrar y, a pesar de las maldiciones y juramentos del capitán, no lograban dar con el sanitario de la compañía. Ante el problema, intervino el cabo recién llegado, que detuvo la hemorragia, desinfectó la herida con vinagre y la vendó. De modo que, al presentarse el sanitario titular, el iracundo capitán lo destituyó, le envió a la trinchera y nombró al recién llegado en su lugar.
Las habilidades diplomáticas del capitán no conocían límites y obligaba a sus hombres a beber y fumar, porque decía no querer niñas en su unidad, amenazando con el fusilamiento a quienes no siguieran su ejemplo. De modo, que, para proporcionar una referencia, era quién más empinaba el codo. Nadie sabía de dónde podía sacarlo aquel tipo, pero el coñac nunca parecía faltar en sus trincheras.
El 29 de octubre, les chillaron desde las posiciones enemigas: «Rojillos, mañana bautizo». Fue cierto, porque durante la mañana siguiente, el 30 de octubre, comenzaron a lloverles bombas y proyectiles por todas partes. El capitán que se había pasado buena parte de la noche bebiendo, saltó fuera del parapeto con la pistola en la mano, una parabellum que cuidaba mucho. Medio borracho les gritó: «Al ataque», mientras dos ametralladoras enemigas les disparaban desde mucha distancia y corregían el tiro observando donde caían los impactos.
El borracho gritó a uno de sus tenientes: «¡Al ataque, la madre que te parió!». El otro no se movió mientras él se alejaba corriendo hacia el enemigo, disparando locamente su pistola. De pronto se detuvo, abrió los brazos y ladeó la cabeza. La gorra le cayó de la cabeza y seguidamente se desplomó. Los soldados lo miraban estupefactos desde la trinchera hasta que el teniente ordenó al cabo sanitario que socorrieran al herido como fuera posible.
Se arrastraron hasta el caído el sanitario y dos camilleros. Había recibido un balazo en el corazón y le salía un hilo de sangre por la boca. Abrió los ojos y lo reconoció: «Sanitario, la madre que te parió». Instantes después, hizo un último esfuerzo para gritar: «¡Viva la República!, la madre que te parió». Y murió.