Mientras tanto, casi a 150 kilómetros a retaguardia se había celebrado una fiesta. Barcelona despedía a los soldados internacionales que habían venido a defender la República y debían marcharse en virtud del acuerdo de repatriación de extranjeros.
El 27 de octubre tuvo lugar la despedida en el antiguo casino de la Rebasada, engalanado con banderas y pancartas. Un gran cartel decía: «España será siempre una Patria suya y los españoles, sus hermanos». Presidió el acto Juan Negrín, acompañado de los altos cargos de la República y el Ejército Popular. Una semana antes, una orden del Ministerio de Defensa había creado la Medalla de las Brigadas Internacionales para los brigadistas no españoles. Al terminar el acto, Negrín entregó estas medallas.
Se celebraron también otros banquetes en el hotel Gran Vía, el antiguo Círculo Ecuestre, en el Palacio de Montjuïc y un homenaje a los niños de la ciudad.
El día 28 tuvo lugar la despedida solemne de Barcelona con un gran desfile de los voluntarios desarmados por la Diagonal y el paseo de Gracia hasta la plaza de Cataluña. Las calles estaban engalanadas con flores y banderas, sonaban La Internacional y el Himno de Riego, volaban escuadrillas de caza y unas 30.000 personas se apiñaban en las aceras. En la tribuna presidencial, las máximas autoridades, encabezadas por Azaña, Negrín, Companys, Martínez Barrio y Rojo, presenciaron el desfile de un regimiento de infantería y destacamentos de aviación y marina, seguían los brigadistas y cerraban la marcha heridos y mutilados. Los comunistas aprovecharon la ocasión para mostrar su protagonismo; un gran retrato de Stalin acompañaba a los de Azaña y Negrín, y Dolores Ibárruri destacó con un emocionante discurso.
La localización y cómputo de los voluntarios extranjeros en zona republicana había corrido a cargo de una comisión de la Sociedad de Naciones, presidida por el general finlandés Jalander, asistido por su colega británico Moleswotth, los tenientes coroneles franceses E. Homo y R. Bach, un secretario general y una veintena de oficiales. Habían contado con autorización para inspeccionar todos los lugares de la España republicana, ayudados por una comisión española presidida por el general Mariano Gamir Uribarri e integrada por el coronel José Cerón, el doctor Quero Morales y el teniente coronel Luis Feliú Oliver. La comisión había calculado que figuraban 12.673 extranjeros en las filas republicanas. Un total de 6.206 se dirigió en tren a la frontera francesa, recibiendo, por el camino, la despedida de los pueblos. El resto, preferentemente alemanes, checos, yugoslavos y húngaros, permaneció en España porque no podían regresar a su país.
En la madrugada de aquel mismo 28 de octubre de 1938, el teniente coronel Ramón Franco, hermano del Generalísimo, despegó de la bahía de Pollença, en Mallorca, a los mandos de su hidroavión Cant Z-506, con una tripulación de otros cuatro hombres, vestidos con un mono de vuelo que podía flotar en el agua. Era un piloto famoso desde hacía mucho tiempo y también un antiguo revolucionario, cambiado de bando y puesto a las órdenes de su hermano, que le concedió el mando de la base de los hidroaviones de Mallorca, donde encontró la hostilidad de algunos pilotos conservadores que no le perdonaron su pasado.
Aquella madrugada se dirigía a bombardear Valencia, acompañado por otro aparato que pilotaba el capitán Rodolfo Bay, cada uno con cuatro bombas de 200 kilos. Llevaban un cuarto de hora de vuelo cuando, a unos 4.000 metros de altura, se encontraron frente a unas nubes tormentosas que Ramón Franco intentó superar elevándose aún más. Desde el segundo avión, vieron cómo su aparato perdía altura, viraba a la izquierda y entraba en barrena. El brusco descenso arrancó el flotador derecho, que dañó el ala y chocó con las hélices, destrozándose.
El hidroavión siguió cayendo hasta chocar con un mar muy agitado, donde se partió en pedazos. No sobrevivió ninguno de los tripulantes.