Chocar frente a frente

Los republicanos aprovecharon la pausa para trasladar al Ebro algunos batallones desde el frente de Lérida y cubrir las bajas con nuevos contingentes aportados por el servicio de reclutamiento. En su mayor parte, prófugos u hombres mayores de 30 años, a menudo con familia a cargo, sin ningún deseo de combatir en el frente.

Mientras tanto, soldados y batallones de trabajadores se dedicaban a fortificar el disputado cruce de Venta de Camposines, donde se levantó una barrera contracarro hincado en el suelo raíles arrancados de la vía férrea. Todos trabajaban en silencio, animosamente. Nadie lo decía en público, pero sabían que la guerra estaba irremisiblemente perdida.

Rafael Pérez conocía por propia experiencia la superioridad del material enemigo y sabía que le daría la victoria. Sus compañeros lo sabían también y desertaban en número creciente, a pesar de las terribles amenazas de sus mandos. Cada noche se pasaba alguien y, al poco rato, llamaban desde las trincheras enemigas a varios soldados, por su propio nombre, invitándoles a hacer lo mismo. Era una propaganda imposible de rebatir y, para evitar más deserciones, los mandos hacían colgar cada vez más latas de conservas en las alambradas, con el fin de que sonaran si alguien tocaba los alambres y los centinelas pudieran disparar a ciegas contra el ruido; el riesgo de las noches no eran los posibles ataques por sorpresa de los nacionales, sino los desertores. Una noche sorprendieron a un soldado que intentaba pasarse y lo fusilaron al día siguiente. Rafael tuvo la suerte de que no le tocara estar en el pelotón de ejecución, pero debió presenciarlo en primera fila. Cuando aquel pobre desgraciado recibió la descarga, salió proyectado unos dos metros hacia atrás y quedó tendido en el suelo, en un gran charco de sangre.

Cada día comían lentejas con poca carne y numerosas piedrecillas que, cuidadosamente, dejaban en el fondo del plato. Por las noches discutían de política con los enemigos, de trinchera a trinchera. Hasta competían con sus distintas canciones, intentando cantar unos más fuerte que los otros. Una noche llegó desde Salou la banda de la división, que comenzó a tocar en las posiciones. Aquello debió parecer una provocación a los nacionales porque comenzaron a disparar violentamente y a tirar morterazos. Se acabó el concierto porque los músicos salieron corriendo.

Habían sido sangrientas las últimas ofensivas sobre el cauce del río Sec, un torrente que casi nunca llevaba agua y que avanzaba en paralelo a la carretera que conducía hasta Camposines.

Ambos bandos se habían desangrado. Y, en aquel esfuerzo tremendo, Franco sólo había conquistado un espacio de 10 kilómetros de largo, situado como una cuña, entre los cuerpos de ejército de Líster y Tagüeña. No cabía duda de que ganaba la batalla, pero utilizaba una táctica que le costaba mucho tiempo y los ríos de sangre. A pesar de su superioridad y de su esfuerzo, los soldados nacionales no habían alcanzado el cruce de Venta de Camposines y se encontraban encajonados entre las estribaciones de La Fatarella y Cavalls. Era una situación muy desventajosa, que les habría costado una derrota ante un enemigo más poderoso que los republicanos, cuya artillería podía bombardearlos a mansalva, gracias a sus observatorios situados en las alturas, y que les confería magníficas vistas sobre el valle. Sin embargo, la pobreza de sus medios no les permitía utilizar la ventaja. Los cañones eran pocos y estaban en malas condiciones y la munición escaseaba. Modesto no podía aprovecharse de que el enemigo se hubiera colocado en aquella situación. Su artillería no resultaba temible.

En aquellos tres meses de batalla de desgaste, habían tomado parte 13 divisiones en cada uno de los bandos. El número total de hombres resultaba parecido, pero los republicanos estaban disminuidos por la falta de relevos, la insuficiente logística y la inferioridad de sus materiales. La empecinada táctica de Franco había producido unas 30.000 bajas entre sus filas y unas 40.000 en las contrarias, que estaban sometidas a terribles bombardeos. En cambio, unos 7.000 republicanos habían caído prisioneros o se habían pasado a un enemigo que, con toda seguridad, ganaría la guerra.

A pesar de la resistencia, la República no había dejado de perder terreno. Sin embargo, conservaba la sierra de Cavalls, que era la clave de la batalla. Todos sabían que los nacionales no podrían concluir aquella batalla terrible sin haber conquistado Cavalls. Y nadie sabía cómo podrían hacerlo.

Durante meses las tropas de los nacionales intentaron dominar aquella sierra. Primero desde Pandols. Luego lo intentaron varias veces desde la sierra de la Vall de la Torre y siempre fracasaron. Los masivos bombardeos de la artillería y la aviación se habían sucedido sin éxito.

Los ataques parciales habían fracasado e intentar un asalto frontal y masivo resultaba tan arriesgado que podría originar una masacre entre los asaltantes.

Ahora, la situación podía cambiar porque, en la cuña de terreno conquistada por los nacionales a lo largo del cauce del río Sec, podrían instalarse numerosas baterías para batir la sierra.

Igualmente era posible asaltarla desde distintos puntos. Tomar Cavalls seguía presentándose como una apuesta muy difícil, aunque las posibilidades de lograrlo parecían ser mayores.

También era posible bordear la sierra y avanzar hacia el Ebro para dejar Cavalls aislado, con sus defensores copados. Era una solución imaginativa, pero posible dada la superioridad de los nacionales y la precaria situación republicana. Sin embargo, este tipo de maniobras nunca fueron aceptadas por Franco. Si había que subir a la sierra a viva fuerza, subirían. El asalto se hacía inevitable.

El 24 de octubre se concretó la operación. Las tropas nacionales atacarían un amplio frente, desde Fayón hasta Camposines, con la finalidad de fijar a los republicanos en las posiciones que ocupaban y no permitirles ninguna maniobra ni movimiento. Luego atacarían la sierra de Cavalls, como si se tratara de un movimiento secundario. Pretendían llegar hasta el desfiladero que hay entre las sierras de Pandols y Cavalls, por donde pasaba la carretera que iba desde Gandesa a Pinell. Simultáneamente, por otros puntos, asaltarían Cavalls, intentando apoderarse de sus puntos más altos. Si tomaban la sierra, habrían roto el frente republicano. Ya sólo quedaría avanzar hacia el Ebro, con el fin de envolver las posiciones que hubieran resistido.

La operación correría a cargo del Cuerpo del Maestrazgo con sus divisiones 1.ª, 74.ª y 84.ª, reforzadas con la 53.ª División y diversas unidades de morteros pesados y carros de combate.

Los apoyaría una masa de 500 piezas de artillería españolas, italianas y alemanas, además de la Aviación Legionaria, la Legión Cóndor y las dos brigadas aéreas españolas, casi un centenar de bombarderos con su correspondiente acompañamiento de cazas. Por su parte, los republicanos habían fortificado en las dos sierras las divisiones 46.ª, 11.ª y 43.ª. Esta última era la encargada de defender el punto más difícil de Cavalls.

El inicio del ataque estaba fijado para el 29. Mientras tanto, los hombres que se encargarían de asaltar aquella fortaleza natural se entrenaban todos los días en una actividad elemental: correr.

Corrían, con sus oficiales al frente, por las veredas del llano, sabiendo que pronto se empeñarían en otra carrera, que podía ser la última de su vida. Habían sido seleccionados porque la suya era una de las divisiones más acreditadas: la 1.ª de Navarra, formada por dos tercios de requetés, cuatro tabores de marroquíes, dos banderas de legionarios, tres banderas de falangistas y dos batallones de soldados. Excepto una bandera de falangistas de Burgos, todos los requetés, falangistas y soldados eran navarros y, para aquella ofensiva, les agregaron otros dos tabores de marroquíes. Su gran apuesta sería llegar vivos a lo alto de la sierra.

Sin embargo, el 29 de octubre no pudo comenzar la ofensiva, como estaba previsto, porque soplaba un fuerte viento que podía influir en el tiro de la artillería y la aviación.